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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (120 page)

—¡Miren!

El resto apenas lo vio, solo Torres no había apartado la vista de los autómatas. En medio del paseo triunfal del beefeater, el monje cautivo sufrió una convulsión. No podía saber la causa, si la presión de la cola de serpiente, del resto de mi Amanda, le había dañado algo, o el calor, o alguna bala perdida había destrozado los mecanismos; lo que sea, el resultado es que la cabeza del monje salió disparada. El beefeater giraba la suya sorprendido a un lado y otro, incapaz, creo, de mirar hacia arriba. Alguien gritaba a su lado, el doctor Greenwood, o a él creyó reconocer Torres. La cabeza ascendía como expelida por un resorte, y no solo ella, del cráneo encapuchado del monje colgaba algo, del mismo tamaño, pero formado por cables y ruedas y piezas, algunas de ellas llovían hacia la isla. Cuando alcanzó casi treinta metros, pareció estallar. No, algo brotó de ella, esa capucha que la envolvía creció, se infló.

—¿Qué es eso?

—Un dirigible. —Torres sabía de qué hablaba. La cabeza se había transformado en una pequeña nave aerostática semirrígida, incluso de las piezas que colgaban como tripas desgajadas de su tronco, surgió un rotor, y bajo la lluvia, la nave cabeza empezó a navegar hacia el oeste.

—¡Disparen! ¡Arriba! —gritaba Greenwood. El globo negro y alto era un blanco imposible para las escopetas de sus hombres. Por otro lado, tenían otros problemas.

—Y diría que eso es una auténtica batalla naval —añadió el inspector Moore reclamando la atención de todos hacia la costa oeste de la isla. Tres o cuatro barcazas grandes se dirigían hacia la isla, y eran recibidos a tiros por los hombres de Dembow, alguno lanzándose también en embarcaciones hacia algún abordaje tan romántico como enloquecido. Tras el río, en la oscuridad de la costa, crecía una humareda, y el movimiento de grandes estructuras oscuras y la agitación que vieran antes al llegar aumentaba.

—¡No se queden aquí, embobados! —dijo Abberline—. Vayamos de una vez a esa torre hasta que aparezcan más hombres...

—Lo que tardará al menos una hora —dijo Torres.

—Dos como poco —apuntó Moore.

—No podemos perder ese tiempo. Inspectores, es necesario que sigamos a esa cabeza.

—¿Por el aire? —intervino Godley—. Señor, no sé cómo son las cosas en su país, pero aquí no somos capaces de volar.

—Veamos a dónde se dirige. —En ese momento algo estalló en el dirigible, que ya sobrevolaba el cauce del río. Un par de pequeñas detonaciones, y luego aumentó la velocidad, mucho, mientras el tamaño del globo menguaba—. Diría que ha disparado unos cables, unos cabos de amarre, y ahora va a tomar tierra.

—¿Dónde?

—Allí, en la otra orilla, hay algo.

La oscuridad fuliginosa que formaba el horizonte empezó a agitarse, a moverse no más que antes, sino con más intención. Allí fue a caer la cabeza del monje, y desapareció, y segundos después, mientras las barcas se acometían en el río, la oscuridad creció.

—¿Qué es eso...?

Y se iluminó con cien luces, y un espantoso retumbar metálico anunció su nacimiento. La descripción que de esa cosa me dio Torres fue bastante difusa, debido a la distancia, la lluvia, la noche y el asombro, por lo que deberá disculpar cualquier inexactitud en lo que viene a continuación. Tenía la altura de un buque de buen tamaño. Por seis chimeneas agrupadas en pares formando uve, emitía bufantes columnas de humo, y tenía ocho piernas, cada una dividida en dos a partir de la última de sus tres rótulas. Su cuerpo era un largo torso articulado en dos secciones; un cruce entre un tren, un barco y un insecto mitológico, una nave que reptara por el suelo. También tenía ruedas, como pudieron comprobar cuando el coloso de metal se abalanzó contra la isla. De hecho esas extrañas patas, más émbolos y pistones que piernas reales, terminaban en cuatro rieles de acero de hasta cincuenta metros cada uno, que iban colocando a su paso, para que las veinte ruedas de metal de la criatura cruzaran cualquier obstáculo con vertiginosa velocidad. Una vez superados, los brazos levantaban los rieles, los volteaban por encima del cuerpo del titán y volvían a dejarlos ante él. Esa criatura creaba y acarreaba su propia vía férrea. Con esos cuatro raíles era bastante para propulsar al descomunal tren, que tras dos bufidos de sus chimeneas salió hacia la isla más rápido que nada que hubiera visto el ingeniero español.

Dios nos ayude —dijo Abberline—. Va a hundirse en cuanto llegue al río. —Nada de eso. Una sirena, que más parecía el aullido de una bestia marina, anunció sus intenciones, y las barcazas de los Tigres, ya casi derrotados, trataron de apartarse rápidos, no todas con suficiente celeridad. Al llegar el agua, dos de sus brazos crecieron, se convirtieron en enormes puntales que se clavaban en el fondo... en unos segundos había construido una suerte de pontón, que desaparecía con él a medida que lo cruzaba—. ¡Vámonos!

No tuvieron tiempo en cruzar los veinte metros que los separaban de la torre antes de que el coloso llegara a la isla, arrasando a su paso el embarcadero mayor y a todos los hombres que tiroteaban desde allí a las barcas de los judíos. Todos en la isla corrían espantados como Torres y sus amigos, hacia el antiguo torreón D'hulencourt, pues la ira de Satán caía sobre ellos desde el cielo. El gigante de metal estaba cuajado de protuberancias, que se sacudían como esporangios escupiendo semillas. No eran esporas lo que expelían, eran mortales fuegos de artificio, cohetes que describían lucientes parábolas hasta caer, quién sabe si al azar sobre propios y extraños. El fuego del cielo unido a los restos de judíos envueltos de lonas ardientes, los armazones al rojo del anfiteatro trampa, los gritos, el pavor; era el infierno y esa cosa era Satanás, mi Satanás, así se lo dije a Torres según me lo relataba.

Él, mi amigo, se mostraba renuente a ocultarse, a alejarse de esos diabólicos prodigios, maravillado por ellos. Los pobres agentes de Tottemhan no tenían moral suficiente para insistir en que corriera, y él quedaba allí en tierra de nadie, rodeado de centellas y muerte, dudando. Necesitaba apoyo, alguien que le dijera que esa idea no era una completa locura, ajena a todo juicio de la razón que él tanto valoraba. Una voz así solo pudo venir de Ángel Ribadavia.

—Si no lo ve ahora, lo lamentará toda la vida. ¿Para qué hemos venido aquí?

No necesitó oír más. Perseguido de las protestas de los inspectores, salió corriendo hacia el monstruo, con el renqueante Ribadavia, Percy y Bowels tras él. Abberline no se quedó quieto. Dio órdenes oportunas a los temerosos agentes locales para que corrieran en protección de los osados civiles, y tanto él como Moore o Godley no permanecieron atrás. Toda prevención, el hecho de huir o hacer frente, perdió sentido ante la magnitud de lo que vieron en el centro de la isla, justo donde las llamas de la carpa ya se extinguían.

Todos, hombres de Dembow y Tigres de Besarabia, habían encontrado ya algún refugio, algún parapeto desde el que hacer fuego, por precario que fuera. Quedaban allí los dos artefactos mecánicos, enfrentados, preparándose para un combate desigual en peso, sin duda. El coloso, que había frenado su carga, aún seguía escupiendo fuego por los costados con menor cadencia. Había estirado las dos patas frontales en toda su longitud. Los apéndices centrales habían colocado los rieles delante, apoyados en el suelo como un par de muletas. El esfuerzo del metal sonó como si fuera a partir en dos el mundo, al incorporar la parte anterior de su torso con la ayuda de esos dos enormes bastones, alzándose sobre la muerte y la desolación que lo rodeaba. Entonces se detuvo, sus chimeneas tosieron, y quedó en silencio; solo se oía el sonido del agua repiqueteando contra el metal. Allí abajo, diminuto, empequeñecido por la sombra del monstruo, aguardaba el Ajedrecista de lord Dembow. Ahora estaba erizado de lo que fueron los miembros metálicos de mis amigos torturados. En un ataque de ira había destrozado el cuerpo metálico, los restos del monje. Terminada la tarea, se desplazaba gracias a las patas de las siamesas, que se movían nerviosas atrás y adelante. De su espalda surgía el serpentino cuerpo de Amanda, del costado las manos y la cola de un mono, brazos de cerdo, los propios brazos del beefeater armados de su alabarda... un horrendo aborto hecho con restos de abortos. Tenía voz, muy potente. La parte superior del mueble, donde estaba pintado un tablero de ajedrez, ahora sin una pieza en él, se abrió, y por él surgió una bocina de fonógrafo.

—Abandone toda lucha. Ya no hay más esperas ni más oportunidades. Ella desaparecerá a menos que deponga su actitud y venga conmigo.

El monstruo permaneció quieto. Respiraba, o eso parecían sus chimeneas bufando. Luces, candiles, antorchas se encendieron aquí y allá sobre su superficie irregular de catedral gótica. Su voz sonó como proviniendo de todos lados, de arriba y abajo.

—¿Dónde está Dembow?

—Él ya no importa. Nosotros tenemos...

—Vosotros no importáis. Nadie importa. —Un millar de flejes metálicos brotaron de su frente, agitándose nerviosos.

Al contármelo Torres, recordé lo inquieto que siempre me pareció Satán. El beefeater respondió al envite. Las puertas frontales del mueble se abrieron y de ella salió una pequeña ametralladora tipo gatling, que enseguida se puso a girar y a escupir su fuego contra el coloso. Graneaba los disparos por la enorme superficie, sin objetivo alguno, pues esa cosa no tenía cabeza, ni ojos, ni parte diferenciada alguna que hiciera pensar en un punto débil. El repiqueteo inocuo contra el metal no hizo nada, salvo apagar alguna de las lámparas diseminadas por su faz y, quizá, enfurecerlo. Satán movió esos resortes largos y brillantes con violencia contra el ajedrecista.

No soportó el primer embate. Los restos de mis amigos, del ajedrecista, volaron por los aires y cayeron a pocos metros de ellos. De entre las tripas desvencijadas, salió rodando el cuerpo del señor Ramrod; raro no haberle visto todavía por allí, claro, hombre tan pequeño era el idóneo para ocultarse dentro del ajedrecista y conducirlo. El secretario de lord Dembow se levantó trastabillando y sangrando por la frente. En medio de la conmoción sacó un revólver, pensando que lo que no pudo hacer su ametralladora lo haría esa pistolita.

—Hijo de perra —gruñó Percy—. Ya tienes lo que te mereces.

—Y puede que nosotros nos llevemos lo nuestro —dijo Ribadavia al ver cómo el monstruo aceleraba sus turbinas y se preparaba, lento y furioso, para cargar.

—¡Corramos! ¡Hacia la torre!

—¡No! —Detuvo Abberline a Torres y a Ribadavia que ya empezaban a correr hacia allí—. Para allá va ese hombre, Ramrod. La máquina va a perseguirlo —En efecto. El señor Ramrod cojeaba trotando hacia la supuesta seguridad de la torre, disparando al tuntún su arma— . ¡Rodeemos la isla! ¡Hay que tomar su espalda! — Instintivamente, Abberline debió pensar que el monstruo veía por delante, aunque ningún ojo o aparato óptico era visible. Todos siguieron sus órdenes, salvo dos agentes pueblerinos demasiado asustados, que ya adelantaban en su carrera a Ramrod. El coloso se movió con torpeza para colocar de nuevo los raíles a su paso, pero una vez hecho, tras un espectacular resoplido que llenó el cielo nocturno de humo, salió como una exhalación; no tardaría ni diez segundos en llegar a la torre, y no pensaba frenar.

—¡Brown! ¡Harnet! —llamaba Mabbott a sus hombres ya perdidos.

—¡Inspector! —dijo Godley a Abberline mientras todos corrían por la línea de costa de la isla—, espero que esos refuerzos que has pedido vengan con artillería. No sé cómo vamos a parar eso.

—¿Cómo puede desarrollar esa potencia? —se preguntaba en alto Torres al ver cargar a aquel vehículo—. Tan rápido, esas calderas... —El monstruo llegó hasta la torre y no se detuvo allí. La vieja ruina normanda no pudo soportar el empuje de la criatura de metal. Con tremendo estruendo el edificio fue arrollando, la más antigua posesión de los Abbercromby, el origen de su blasón, quedó reducida a nada, y los que se habían refugiado en ella no corrieron mejor suerte. Ramrod y los dos agentes perecieron. Un ímpetu así era imposible de detener, apenas frenó con él derribó de la torre de D'hulencourt. Los raíles de ese tren frenético se hundieron en el agua, y medio cuerpo de metal detrás—. Puede que tengamos suerte, un vehículo así debe de haber quedado embarrancado allí, no creo...

—¡Adelaaaaaante! —La orden, gritada en perfecta entonación militar, venía de los pulmones de John De Blaise. Avanzaba desde la parte sur de la isla rodeado de una compañía de hombres, secuaces de Dembow, organizados con perfecta marcialidad, y esta vez no iban armados con escopetas o viejas pistolas; todos portaban modernos fusiles Lee-Metford, fusiles de repetición.

—Llegó la hora de ese hijo de puta —rugió Percy, y fue con paso firme hacia ellos, seguido de Bowels—. Hoy es el día en que todos van a pagar...

—No dé un paso más, señor Abbercromby. —La voz autoritaria de Abberline fue suficiente para detener al joven lord, que ya apuntaba a su primo en la distancia con la Lancaster. Luego, se dirigió a De Blaise—: ¡Señor, deponga las armas! ¡Usted y esos hombres deberán acompañarlos!

—Es usted un terco, inspector. —La veintena que lo seguía apuntó con sus flamantes rifles a Abberline. Moore, empuñando su bastón y Godley de brazos cruzados se pusieron a su lado—. Ya le dije que está usted pisando propiedad privada, no tiene...

—¿Está amenazando con esas armas a tres inspectores de Scotland Yard, señor De Blaise? ¿Es eso lo que está haciendo?

—Claro que no, inspector, le estoy diciendo que podemos quedarnos aquí, a discutir, o podemos enfrentarnos a eso. —Torres había seguido las evoluciones del monstruo. En efecto pareció embarrancado, el terreno donde se levantara D'hulencourt debía ser una trampa, más bajo la lluvia que no cesaba. Se movía lento y sus chimeneas parecían cansadas, muertas. Luego, dos de sus patas cobraron vida, se agitaron, y de nuevo utilizando los raíles adosados como palancas, empezó a alzarse, a desenterrarse del río y del barro. Su parte delantera emergió de golpe, y empezó a girar, despacio. Si había sido difícil salir, hacer virar a ese enorme cuerpo en el tortuoso terreno lleno de barro y sillares de la torre lo era aún más.

—¿Piensa hacer frente a eso con sus fusiles?

—¿Qué otra cosa nos queda, inspector? Si vamos a construir Jerusalén en las plácidas y verdes tierras de Inglaterra, primero habrá que acabar con esas oscuras máquinas de Satán. Si no tienen armas, no pueden ayudarnos. —Miró de soslayo a Percy, que sí tenía arma y bien visible, seguro que se preguntaba qué hacía allí—. ¡Adelaaaante! — Algunos más iban armados, Ribadavia y Bowels, pero Abberline no les permitió moverse.

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