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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (24 page)

Añadamos a esto los tres asesinatos recientes, tres mujeres muertas brutalmente, tres prostitutas, tres receptáculos de todos los defectos que Tumblety veía en las descendientes de Eva. Emma Smith muerta el tres de abril. Le dieron una paliza y la violaron con un palo o un bastón hasta que la mataron. Luego Martha Tabram, recibió treinta y nueve puñaladas el siete de agosto. Mostré los recortes donde aparecían las pesquisas de la policía. Había un testigo, otra prostituta llamada Pearly Poli, que aseguraba haber pasado la noche del lunes seis con Emma (no Smith, se refiere a la señora Tabram, que así llamaba Pearly Poli a su amiga), y dos militares, un cabo y un soldado. Era fiesta, y los regimientos acuartelados en la ciudad andarían de permiso. La última vez que la vio se iba con el soldado, subiendo muy alegres por la calle de George Yard, donde la encontrarían muerta horas después. Llevaron a Pearly Poli hasta la Torre e hicieron formar ante ella a todos los suboficiales y soldados que no habían estado de servicio durante la noche del seis al siete. No reconoció a nadie.

—¿Rec... recuerda cómo vestía el médico indio? —dije—. Ssss... siempre iba con uniformes de militar.

Por último Mary Ann Nichols, Polly la llamaban. Muerta cerca de Benthal Green el treinta y uno de agosto. Los datos que disponía eran confusos, la vista del crimen de Polly no había concluido aún, pero las voces estaban en la calle, todo el mundo hablaba de esa monstruosidad. La degollaron y rajaron de arriba abajo, con todas las tripas enfriándose al aire, una muerte cruel, llena de odio.

Suspiré, creyendo haber demostrado algo, esperando el juicio de Torres. Él me miraba atento, había estudiado todos esos recortes con cuidado, prestándonos a mí y a mis ideas mucha atención, creo que por cortesía.

—Es horrible lo que les han hecho a esas mujeres, sin embargo... Tumblety tenía algo desagradable, no lo pongo en duda, aun así no veo razón que nos impulse a pensar... Dicen que ese Delantal de Cuero es judío.

—Ese Ddd... Delantal de Cuero no es naide. Hay mmmuchos que amenazan a las mujeres —yo mismo tuve mi periodo de acosador—, ese es uno mmmás. Ccc... creo que ssssé quién es, y no es el asss... el asesino.

—No me alcanza a ver por qué cree que es Tumblety...

—El Ajedrecista. —Lo tenía tan claro que no entendía cómo a Torres se le escapaba, tan inteligente, mucho más que yo. Francis Tumblety era un demente asesino, posiblemente un degenerado de gustos torcidos, que odiaba a mujeres y coleccionaba vísceras, que tenía un extraño autómata en propiedad; ese era el doctor indio que conocimos en mil ochocientos setenta y ocho. Ahora, diez años después, empiezan a morir mujeres de forma horrible, prostitutas, pecadoras como las que odiaba el falso doctor, y yo encontraba al turco mecánico que antes poseyera—. ¿Ssss... sabe cuándo encontré esa mmmáquina?

En marzo, el treinta y uno de marzo. Tres días después, cuando dictaba mi carta al amable diplomático español, moría Emma Smith. Me parecía imposible que fuera una coincidencia. Estas eran mis brillantes conclusiones.

—Mmmm... don Raimundo —Torres me miraba escéptico—, ¿ha contado algo de esto a la policía?

—Nnnno. Nnn... no dan recommm... pensa. Ppp... pero seguro que lo harán, y pa eso le necesito a usted.

—¿A mí?

—Ssss... sí. A mí no me cr... creerán. No tengo b... buena relación con la autoridá. En cambio a ustttt... ted le harán caso, usted es alguien resppp... respetable. Yo a s... a ss... a su lado no soy más q... q... que basura...

—No diga eso, don Raimundo, no vuelva a decirlo. —Su expresión se había vuelto seria por un momento. Luego se relajó de nuevo—. Y no haga caso de la gente que le desprecie, créame, ningún hombre tiene derecho a mostrase superior a otro porque quien no supera en inteligencia puede superar en bondad. Dejando eso a un lado, ¿ha olvidado ya la idea de venderme el Ajedrecista? No creo que ofrezcan cincuenta libras por esa información suya.

—Usted nnn... no iba a pagar esa cantidad por el mu... mmmuñeco, ¿no? —Torres sonrió, supongo que no esperaba esa perspicacia en mí. No creo que hubiera abonado tal suma ni aunque el autómata fuera el original y Torres estaba convencido de que no lo era.

—Parece que ya no dispone del autómata, don Raimundo.

—Sé dddónde lo dejé.

—¿Sí? —Sonrió dudando de mi palabra—. Mire... me temo que marcharé de vuelta a casa en pocos días, es inútil empeñarnos en esto. Por supuesto, el tiempo que permanezca en la ciudad puede quedarse aquí, me encantará disfrutar de su compañía.

—Nnnn... no...

—Yo me ocuparé de la señora Arias, no se apure.

—No, no es eso. ¿Nnnno... va a ir conmigo a la policía, cccuando haya recompensa?

Torres me miró fijo, buscando el modo de decirme que cualquier esperanza que tuviera de salir del abismo no pasaba por él.

—Verá, no es que yo tenga idea alguna de crímenes ni labores policiales, pero viendo lo que me cuenta... ¿está seguro de que esos crímenes los ha cometido la misma persona? Una mujer muerta a golpes, la otra apuñalada, la tercera degollada...

—Tttttodas en Whitechapel o Spitalfields, y en muy poco t... tiempo... —Era cierto que en esto, y solo en esto, mi saber era mayor que el de Torres, no porque fuera yo un docto criminólogo, sino porque el crimen había sido mi medio durante muchos años. En efecto, muertes violentas de prostitutas se producían, como no, pero tan brutales, y en tan corto margen de espacio y tiempo era más que sospechoso.

—Aun así, don Raimundo, repito que Tumblety me pareció una persona poco de fiar, pero no vi que fuera un hombre violento.

—¿Y lo q... lo q... dijo s... s... sobre las mu... mu...?

—¿Ese arrebato de ira en casa de su amigo? No lo consideraría como violento... desafortunado, fuera de lugar y propio de una persona tan amiga de lo ampuloso como parece ser este señor. Estuve presente, y aunque desembocó en una situación incómoda, no me atrevería a calificarle como un hombre agresivo por ese arranque.

—No s... s... solo p... por eso. Hay algo p... p... peor...

Tuve entonces que referir a mi amigo episodios de los que no quería que supiera mucho, y volver a mi reciente estancia en prisión. Allí me encontré con alguien conocido. En los círculos que solía frecuentar, no es raro toparse con rostros familiares, circunstancia en nada deseable para mí, que podía triplicar el número de amigos con el de enemigos. Muchos de los que arrastraban sus andares cansados por el patio de Pentonville no me eran extraños, pero con ninguno de ellos crucé palabra, por el bien de ambos, salvo con uno, que me fue inevitable eludir. Burney estaba allí cuando llegué, ¿le recuerdan?, el Hombre Esqueleto. Había ganado peso, la comida del penal, de este y de tantos otros, habían añadido algunos kilos a su escurrida fisonomía, sin embargo aún conservaba su aspecto espectral, larguirucho y feo, aunque algo más saludable. En cuanto me vio empezó a charlar, como siempre, como volver diez años atrás, Burney hablando y hablando hasta que el castañeteo de sus huesos te volvía loco, incapaz de callar. Estaba muy sorprendido de verme.

—Te creía muerto, como todos... —Claro. La última vez que me vio salía con Potts y los suyos hacia la Isla de los Perros, y no volví—. Oí hablar de ti, por aquí, bueno, imaginaba que ese Drunkard tenías que ser tú. —Y se rió, y siguió hablando, con risa y todo. Recordaba los «buenos tiempos» con Potts, no sé cuáles, no puedo imaginar qué podía considerar bueno ese desgraciado de su estancia entre los monstruos.

—¿Qué fue de ti? —Me irritó su especial indiferencia, como si no supiera de la trampa en Millwall, de la que fue partícipe de algún modo. Él fue quien siguió a Torres y a sus nuevos amigos ingleses a la salida de Spring Gardens.

—Potts q... q... quiso matarme... —dije. Mentí en cierto modo, puesto que fui yo quién traicionó a aquel malnacido.

—No... —dijo amedrentado, frotándose allí donde había viejas cicatrices—, no era buena persona ese Potts. ¿Pero por qué matarte? Tú eras...

—Q.. quería un muñeco... pero ahora lo t... tengo yo... —La charla fácil es fácil de contagiar—. Encont... encontré el muñeco de T...

—¿Tumblety? —Sus ojos se hundieron aún más, si es que tal cosa es posible—. Olvídate de eso Ray, ese hombre... no es un hombre, es... —Su rostro fantasmal empezó a asustarme, así que le aticé con fuerza, y así me contó el triste destino de la Exhibición de Fenómenos y Horrores de todo el mundo de
monsieur Pott
.

Como imaginaran, tras mi última estancia en el callejón, ninguno de los que salieron conmigo, regresó. Amaneció y la expedición de robo no volvió a casa. Potts, o alguno de los secuaces, solían faltar, no todos a la vez, y no sin dar explicaciones. Eliza despertó furiosa, ya ebria, buscando a su marido, preguntando por todos y gritando a los inquilinos de las jaulas que permanecían allí. Burney era el único que sabía a dónde había ido la cuadrilla de monstruos, escoltándome y utilizándome de señuelo o guía, como se quiera ver, y nada dijo en un principio. Temió un trágico desenlace, no porque el pobre Esqueleto Humano tuviera dotes adivinatorias o gozara de perspicacia alguna, es que en el mundo en que nos movíamos los desenlaces funestos y violentos eran comunes.

Eliza no tardó en espabilar de la modorra del alcohol que la sumía en un letargo mortal todas las mañanas, en cuanto notó el desamparo en que su marido la había dejado. Empezó a preguntar por su hombre. Nadie supo darle respuesta y su mal humor y su desagradable talante se desbocó. Insultó, maldijo y se quejó del trato que le daba Potts y del que, según ella, todos éramos cómplices. Tiró cosas a las jaulas, y envalentonada por el miedo y la inactividad de los inquilinos de cada una de ellas, su ira creció, alimentó sus malas formas, y empezó a golpear a unos y otros con extrema violencia.

Y es que lo que quedaba de nuestro desfile de esperpentos era lo más débil y patético, aquellos sobre los que Eliza la borracha podía ejercer toda su crueldad a placer. Estaba la pequeña Edna, que no paraba de preguntar qué había sido de su Tom. También George, quien causaba un especial placer a la señora Pottsdale, pues disfrutaba mucho al ver cómo las grasas del enorme imbécil temblaban a cada golpe suyo, y como lloriqueaba indefenso. Mary y Jane eran tan bobas que reían cuando eran humilladas. Y por supuesto estaba Burney, que siempre fue un cobarde, aunque en su caso no es en nada reprobable, pues alguien con su físico no puede permitirse lujos como el valor.

No, no he olvidado a mi Amanda, la he omitido porque con ella no se atrevía. Aun estando de continuo casi más borracha que Eliza, era tan extraña y monstruosa que la vieja bruja la temía y prefería que la disciplinara yo o su marido. Además, su juventud y vigor eran notables, ya creo haberlo comentado, y en un enfrentamiento entre ambas era Eliza quien tendría todas las de perder. Fue la presencia de mi amante fugaz la que decidió la fortuna de Burney y el resto, como contaré enseguida.

Eliza, cansada de quejarse sin fruto, no abrió el espectáculo, ni por la mañana ni llegada la tarde. A esa hora Burney tuvo claro que algo malo había ocurrido. Malo para Potts y compañía, y desde luego malo para el resto, abandonados en el olvido de la marginalidad sin enlace alguno con la vida «normal». Sin su patrón, el mundo había quedado reducido al callejón. Lo que hubiera tras la cortina, Trafalgar Square y el resto del universo, era un lugar ignoto, prohibido y peligroso para ellos. El mugriento telón adornado con letras encarnadas que les refugiaba era la única defensa de que disponían contra el odio y las burlas ajenas. Era un lugar feo y pequeño, pero familiar y lejano del vertiginoso exterior, y como todo cosmos, por angosto que sea, tenía sus polos, sus extremos que equilibraban la realidad: Eliza, el mal, el peligro, el demonio, y, en ausencia de otro mejor, Burney, como la fuerza benefactora. En medio, el resto, la patética humanidad. Lo único que no tenía este reducido, sucio y mugriento universo era sustento para sus habitantes.

Burney, abrumado y sorprendido por un inusual sentimiento de responsabilidad hacia sus compañeros, decidió echarse a la espalda la carga de esos seis desdichados, una vez que se hizo claro al caer la noche, por lo menos para él, que ni Potts ni sus secuaces iban a volver. Decidió salir y se topó con la vehemente oposición de Eliza Pottsdale.

—¿Dónde crees que vas, huesudo? —dijo, y lo golpeó con uno de los bastones de su marido en la cara, haciéndole saltar un diente. Burney cayó al suelo, y postrado allí soportó el castigo de su ama—. ¿Crees que porque no esté mi marío, vas a poder hacer lo que te se venga en gana? ¿Hoy es día de fiesta pa los desgraciaos? Na, vais a trabajar... en cuanto abra...

—Solo... quería buscar algo para comer...

—¿Comer? En eso es en lo único que pensamos. —Y volvió a golpearlo—. Has engordao mucho, Burney, y si sigues asín no servirás pa na... acabaremos echándote al mostruo de Eddie, y no le dejaré parar como hicimos con el asqueroso sapo hasta que deje tus huesos mondos, maldito seas... —Amagó otro golpe y el entusiasmo por hacer daño, unido a todo lo bebido, la hizo tropezar y perder de inmediato el interés en mi descarnado camarada—. Anda, prepara al resto de vagos... en cuanto vuelva empezamos a trabajar.

Salió por el telón, al mundo de fuera. Alejado el peligro, acabaron las risas forzadas y el festejo por la tortura de un compañero, siempre más apetecible que la propia, y llegó el silencio y el miedo.

—Burney... —Era George, mirando con sus pequeños ojos ocultos entre pliegues de grasa asustada cómo el Esqueleto se levantaba maltrecho—. Si no vuelve el amo... ¿qué...?

—¿Cómo no va a volver? —dijo Edna, aún llorosa—. Vendrá con Tom, y con Eddie... tien que volver...

Mi antiguo camarada quedó de pie entre los monstruos medrosos y contemplando tan triste estampa vio que, en efecto, la situación de todos era desesperada. Quedaban allí los más desvalidos de entre ellos: una enana, un hipopótamo, dos retrasadas, una salvaje alcoholizada... Sin el terrible amparo de Potts, solo les quedaba la mendicidad y el consuelo de una pronta muerte. Él tenía más posibilidades de sobrevivir, aunque no muchas. Y desde luego, sus expectativas se reducían a la nada si tenían que depender de Eliza, una depravada alcohólica que apenas era capaz de cuidar de sí misma, menos de esa caterva de parias, por los que no sentía afecto alguno. En tal tesitura mi escuálido amigo decidió tomar cartas en el asunto y salvarse tanto a sí como a sus compañeros, o eso me contó a mí al menos.

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