Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (22 page)

No fuimos directamente al almacén, primero acudimos a una cita cerca del astillero. Allí nos esperaban unos hombres, creo que de la banda de Blind Beggar, un grupo bastante desagradable de cortabolsas, expertos en extorsión y otras pillerías. No me consta que Millwall fuera lugar que frecuentaran, no sé, algún asunto se traerían con Potts. Conferenció mi amo con tres individuos, dos rufianes comunes, con el aspecto habitual de mendigos que tienen los del Blind Beggar, la mayoría lo son, y otro tipo muy alto, embozado de pies a cabeza; mucho embozo era, pues superaba en dos cabezas a Pottsdale, y que aunque no era quién llevaba la voz cantante, atemorizaba más que sus camaradas.

Parlamentaron unos minutos entre ellos, imagino que obteniendo información, permiso de paso o protección a cambio de parte del posible botín. Yo quedé a distancia, sometido a la desagradable custodia de Irving.

—Reza pa que tus nuevos amigos no estén —decía—, porque si han vuelto los voy a matá, uno a uno.

No me intimidaba. Hubiera podido despachar sin cuidado a ese Hombre Lobo herido y marcharme de no ser por lo desolado de mi alma, sumida en un pesar hondo y sin salida.

La reunión terminó con un brusco estrechar de manos entre Potts y el gigante, y fuimos hasta el almacén. Era absurdo tratar de ir con sigilo mientras Eddie tocara para su animal. Cuando ya estábamos próximos, él quedó atrás y el resto avanzamos velados por las sombras. El lugar seguía despertando en mí el mismo desasosiego de la noche anterior, incrementado por mi gris estado de ánimo.

A mí me mandaron hacia la puerta, mientras Irving y el pequeño Tom entrarían al almacén por algún acceso trasero, que ignoraba que existiera. Potts quedó unos pasos atrás observando. Obedecí sin plantearme la rebelión, como
Pete
obedecía a los tonos del instrumento de su amo. Potts había dejado bien claro cuál era mi sitio, lo imposible que era abandonar el lugar al que pertenecía y las consecuencias de mis intentos de viajar a costas más soleadas, de mi indisciplina.

La puerta tenía la cadena y el candado que viera cerrar a Tumblety con tanta seguridad veinte horas antes. Intenté forzar el cerrojo. Pensé, mientras se lo contaba a Torres, porque entonces me limité a actuar, que la idea de mi patrón era que yo abriera el paso, pues a mí me conocían y puede que me tomaran por amigo. No era cierto, Tumblety no creo que me tuviera en tal consideración, en ninguna lo más seguro, pero qué podía saber el miserable de Potts.

No puse mucha fuerza en el empeño de violentar la puerta, al notar lo firme del candado. Miré atrás y Potts me indicó que llamara. Eso hice, sabiendo que el único cierre era por fuera y nadie podía estar en el interior. Claro está, no hubo respuesta. Entonces Potts tomó la palanca que había traído en sustitución de su bastón y los dos nos dispusimos romper la cadena.

—Señores, ¿buscan algo?

Conjurados de entre las sombras a nuestra espalda, cinco sujetos se acercaban amenazadores, con chalecos negros, gorras de marino, porras y cuchillos en las manos. Potts dio media vuelta, balanceando la palanca entre sus manos con el gesto torcido de quien conoce la noche y ha estado en más de un encuentro como este. Yo carecía de arma, circunstancia que nunca me echó para atrás. No soy un valiente, solo es que he crecido entre trifulcas callejeras.

Pensé por un momento que serían alguna de las bandas formadas por inmigrantes del este de Europa que empezaban a proliferar por el East End, o los mismos Blind Beggar replanteando los términos del trato recién acordado. No, sus trazas, muy aseadas para los Beggar y para casi cualquier otra banda, no me eran familiares, y yo conocía bien a las huestes de indeseables que gobernaban a través de la violencia y el miedo las profundidades de Londres. En todo caso, fueran quienes fuesen no venían con intención de negociar.

Un rugido a mi derecha y nuestro Hombre Lobo, calados los colmillos falsos como le gustaba cuando había pelea, cargó contra uno de los hombres cuchillo en mano, sin importarle llevar un brazo inútil colgando flácido a su lado, con uno le bastaba. Apuñaló en un costado a su presa, para satisfacción de Potts que esperaba el ataque por retaguardia de su hombre. También aguardaba otro tanto por parte de Tom desde el flanco izquierdo, aprovechando su estatura como en él era habitual para atrapar al enemigo sin defensa. Esta vez le salió mal la artimaña. Sonó un disparo y vi a mi izquierda cómo la cabeza del pequeño Tom desaparecía. El que había disparado era quien nos diera el alto, que ahora lucía un revólver en la diestra y gritaba:

—¡Quiero uno vivo! —Aun en la oscuridad reconocí el porte digno y serio de ese tal Tomkins, al que había visto ejercer de mayordomo en casa de lord Dembow. Lo que tanto yo como Potts habíamos tomado por una banda era algo muy distinto. Parece que el lord buscaba resarcirse del descortés trato que la cuadrilla de fenómenos había dado a sus amigos y a su futuro pariente. Llevaban armas, Tomkins una de fuego, y eran cinco, cuatro y un herido, contra tres. No diré que era la peor situación en que me he visto, pero en todas las semejantes no salí bien parado. Ahora era mi vida la que estaba sobre el tapete, porque ese «uno vivo» no se referiría a mí pudiendo apresar a Pottsdale, nuestro cabecilla.

No era ese el día en que tenía que morir. La salvación vino en modo de música viva de concertina, cuyo compás trajo el trote brutal de
Pete
. Dejando atrás las ropas que lo embozaban en una estela de harapos, se llevó por delante a uno de nuestros enemigos. Quedó sentado encima y le mordió con fuerza la nuca, casi decapitándolo en menos tiempo que tardó mi cerebro en asimilar la sorpresa. La aparición de un oso de siete pies de entre las sombras fue tan aterradora y fuera de lugar a orillas del Támesis, que cambió de golpe al elemento sorpresa de bando, alineándolo con nosotros. Potts atacó con la palanca y yo imité al oso, empujando y derribando a otro de los del lord. Irving continuaba con su enemigo herido, al que pronto despachó gracias a un exceso de violencia en su ataque, que no de técnica. En un instante habían cambiado las tornas: cuatro de los suyos caídos, todos menos Tomkins, que mantenía las distancias con el revólver. Pero eran más, siempre son más, y pronto aparecieron a la carrera desde los callejones colindantes.

—Acabad con el monstruo. —Los hombres de Tomkins obedecieron sus órdenes como un ejército bien instruido. Tres de ellos armados de varas largas atacaron a
Pete
con arrojo inusitado en alguien que nunca se hubiera enfrentado a bestias salvajes, aunque no fueron muy efectivos. La envergadura del oso le hacía un rival formidable y pronto tiró a uno al suelo, con la cara cruzada de un zarpazo. Otros cuatro o cinco más vinieron por nosotros, parecía que había acudido un regimiento entero; yo no tenía tiempo que perder.

Estaba encima del que había tumbado, lo golpeé con fuerza en la cabeza y me quedé con su puñal, un enorme cuchillo Bowie, como los de mi país, que ya eran populares en todo el mundo. Salí corriendo.
Pete
daba zarpazos rodeado de hombres que lo zaherían con garrotes, Potts se fajaba con un rival, al que se le añadió otro más, e Irving trataba de evitar a duras penas los golpes del suyo; era evidente que el oso iba a tenerlos muy ocupados, incluso el arma de Tomkins apuntaba más veces a
Pete
que al resto, tratando de hacer blanco entre sus hombres que entorpecían la línea de disparo con el animal. No había momento para la duda.
Pete
era la baza que nos mantenía en ese precario empate, y de su estado dependía el nuestro. Tomé mi decisión.

De un topetazo mandé al tipo que peleaba con Irving contra unas sogas allí amontonadas.

—Bien, Cara Podría, hay que salir daquí. ¡Potts...! —El lobo no pudo decir más, mi Bowie le asomaba por la barriga. Su sorpresa no fue menor que la del hombre de lord Dembow que había dejado tirado en el suelo, cosa que me permitió escapar por el flanco derecho de la contienda, ahora libre de oponentes. Ya tendrían a Pottsdale, me dejarían ir. No fue así. Un disparo de Tomkins dio en mi nalga derecha, tirándome al suelo.

Había recorrido un buen trecho antes de que me abatieran y desde ahí pude ver a Eddie tocando la concertina, tratando de dar instrucciones a su oso amaestrado que se batía como un demonio entre cuatro enemigos, y ya había despachado a otros tantos que sangraban a sus plantas. Tomkins acertó de nuevo en el oso, habiéndome derribado y con una diana como el enorme plantígrado, se desentendió de mí. Un disparo de ese calibre no podía pararme. Me tiré contra Eddie. Retrocedió ágil y logró eludir mi ataque en primera instancia. Pronto vio que no le iba a dar oportunidad de escape.

—Ray... —dijo—. ¿Qué haces...? —Lo maté a golpes. Ese cojo no era nada sin su animal al lado. Le aplasté la cabeza contra el suelo, se la pisé hasta diez veces, creo, tiré su instrumento al agua y yo salté detrás.

No, claro está, no fue así como se lo conté a Torres. Eludí mencionar que había huido; en mi versión «escapaba» en el último momento, y pasé de largo por mis dos asesinatos, crímenes que no me pesaban en la conciencia, pues fueron justas ejecuciones de malnacidos, que mejor están muertos. Es el asunto de Kelly el que lastraba mis sueños con tremendas pesadillas de justo castigo; Bunny Bob, Lawrence y Kelly, tres de los cuatro cargos donde se apoyará mi condenación cuando rinda cuentas ante el Altísimo, que no ha mucho tardar. Esos dos canallas que despaché, bien se lo tenían merecido. Ahora creo que matar a Irving y a Eddie, y dejar que Potts fuera presa de aquella jauría, fue mi cobarde forma de venganza, por Lawrence.

—¿Y no volvió a ver a ninguno de ellos? —preguntó Torres.

—N... no —mentí—. Al d... d... día sig... guiente —el mismo en que Torres partía para su tierra— me enteré de que el almm... el almm... el almacén había arddd... ardió. —Lo cierto es que creo recordar que ya vi el fulgor de las llamas sobre el río en mi huida, pero mi memoria, precisa en tantos puntos, a veces se obstina en ocultarme datos—. C... creí que m... mmmm.... Muñeco había ard...

—Ya —quedó pensativo el español—. Qué extraño resulta todo lo relativo a ese autómata.

—Sssss... sssiempre dice eso.

—¿Qué?

—Que es ex... extraño. Hace di... diez años se d... despidió de mí así.

—Y es que lo es, don Raimundo. Todo ese encuentro que tuvimos, todo lo relativo a ese autómata, está envuelto en imposturas y... —No se decidía a contarme más, como si se tratara de una conjetura de la que apenas tuviera certeza más allá de la que le proporcionaba su intuición, y por tanto no se sentía cómodo hablando de ella. Pronto volvió su atención a mí—. ¿Qué ha sido de usted desde entonces? Y aún no me ha respondido a la pregunta que le he hecho, la que atañe más a mi venida, ¿cómo se hizo con el Ajedrecista? Deduzco que no se perdería en el incendio...

Lo encontré, así de sencillo. Tras aquellos incidentes, escapé a nado con mi trasero sangrando. Sobreviví a la herida, me fui. Pase un tiempo en el campo, robando y malviviendo como un salvaje, otra vez. Pasé una temporada en Manchester y llegué hasta Escocia en mi delictivo vagar. Entre sus lagos volví al asilvestramiento de antaño, condición que, para mi vergüenza, siempre me fue más apropiada.

Hasta en esos páramos mi presencia fue notada, y pronto el medio rural me fue tan hostil como el urbano. Huyendo de partidas de caza escocesas, por fin volví a Londres, a vivir del crimen violento y de poca monta, pasando periodos más o menos largos en presidio. Al igual que los pantanos de mi tierra natal me enseñaron las artes de la vida en la naturaleza, Londres me mostró lo propio en su equivalente urbano. Recorrí todo el escalafón del hurto, corté bolsos, o esperé a la salida de los pubs hasta encontrar un borracho al que propinarle una paliza y aliviarle del exceso de peso. Robé plomo en los tejados y escamoteé frutas y animales en los mercados. Llegué a arrebatar los cubos de latón que en muchas viviendas se dejaban en la puerta con las deposiciones de los inquilinos a los pobres desgraciados que vivían de recogerlos y arrojar su contenido a los sumideros, y no hurgué en el interior de los mismos en busca de algo de valor, hay quien lo hacía, no por dignidad, sino porque tuve suerte. Transité de este modo por la rica jerarquía del crimen londinense, trabajos todos ellos especializados y con su denominación propia, y no caí más en el asesinato por tener ya suficientes muertes sobre mis hombros.

Nada de esto resultó de provecho. Acabé viviendo en el Nichols, en un sótano hacinado con otras quince personas, familias enteras que dormían juntas, sin apenas ropas, pagando demasiado por tan inmundo lugar.

Hubiera caído en el pozo de la indigencia y la bebida, que pronto te conduce hacia la demencia y la muerte en vida, de no ser por un golpe de fortuna, un encuentro fortuito que me llevó a formar parte de la banda de Green Gate a finales del ochenta y seis. Los de Green Gate, que cogían el nombre de un pub en Benthal Green, eran una de las bandas más peligrosas de todo Londres, ahí mi fortaleza y la monstruosidad de mi cuerpo fueron de gran utilidad, muy apreciadas. Extorsionábamos a putas y a honrados tenderos, como todos, pero el resto de nuestras actividades eran un tanto más violentas. Siendo una banda guerrera, recibíamos muchos encargos bien pagados para escarmentar a algún moroso reticente o para ajustar cuentas con otras bandas. Ya era un veterano en las artes de la lucha sucia y en esta época descubrí estar muy bien dotado para la violencia. Comprendí que en una pelea no era lo más importante la fuerza física, de la que no carecía, ni tampoco la pericia y la agilidad al combatir, en las que no iba sobrado; el arma fundamental en toda buena riña era la falta de remilgos. Yo era capaz de saltarle un ojo o morder la lengua de un oponente sin pensármelo dos veces, de ejercer una brutalidad por encima de lo normal sobre mis contrincantes, gracias a eso mi popularidad en el bajo mundo creció mucho.

Por fin parecía haber encontrado mi papel en el drama universal, incluso obtuve respeto y un nombre a tono, que por una vez hacía más referencia a mis virtudes que a mis taras: Drunkard Ray me llamaban, «Raimundo el Borracho», por mi capacidad de acabar pinta tras pinta de cerveza y seguir en pie, decían, aunque me temo que fuera por mis andares tambaleantes. Es cierto que durante un tiempo fui el Cara Podrida, pero había muchos feos entre nosotros, y cosas como «el Tuerto», ya tenían dueño; había un Dick Un Ojo, y era alguien de renombre en la banda.

Other books

Surrendering by Ahren Sanders
The House of the Whispering Pines by Anna Katherine Green
Blood Rules by John Trenhaile
Summit of the Wolf by Tera Shanley
Apache Death by George G. Gilman
Trial of Gilles De Rais by George Bataille
Time Travail by Howard Waldman
Alien by Laurann Dohner, Leora Gonzales, Jaid Black, Tara Nina