—Detener un crimen —dijo el diplomático—, y un crimen pasional entre británicos, rara avis. Leonardo, tiene amigos de lo más peculiares, y algo cargantes. Pero si como dice se trata de atender a las necesidades de esa mujer —aspiró con profundidad, como paladeando un aroma que desde luego no podía encontrarse entre aquella calles , no se hable más. Este viejo cuerpo estará siempre a su servicio... y al de usted también, mi buen amigo.
Llegando ya al fumadero, la aparente tranquilidad del lugar alivió el malestar de Torres, que poco a poco fue calmando la inquietud que le producía el estado de aquellas personas. Todo podía ser un equívoco, bien es sabido que las mujeres tienden a la exageración, más si no se encuentran en sus cabales y se ven forzadas a emplear las terapias del doctor Granville para calmarse.
Dejaron el coche y Ribadavia dio a los hombres instrucciones para que no perdieran ripio de lo que por allí pasara. Entraron en el dudoso establecimiento y aquel viejo chino con cara de misterio que fuera tan latoso en la pasada visita del ingeniero, se les aproximó servicial.
—¡Señol Castlo... cuanta honol...!
—Sin duda me confunde con alguien —aclaró el diplomático a Torres.
—Sin duda, es usted un hombre tan común. —Refrendando estas palabras, Ribadavia empezó a hablar chino. Dos frases y un «señor De Blaise» intercalado, y tras la respuesta del anciano:
—No está aquí...
—Caramba, pues era la única pista que...
—Sin embargo, mi buen amigo Chun Siao, me ha dicho que no somos los primeros que lo buscamos. Un caballero alto y desagradable preguntó por él hace una hora.
—¿Y dónde...?
—Eso, Chun Siao, indícanos dónde.
El chino hizo otra de sus continuas reverencias y pidió que lo siguieran a través del fumadero. Tras un biombo yacía adormecido Perceval Abbercromby. Mientras se acercaba, Torres pudo ver cómo Ribadavia sacaba con discreción una pequeña Derringer de su levita, había venido preparado para cualquier contingencia. Pronto se vio que el estado del joven lord hacía inútil esa precaución.
—Señor Abbercromby.
—¿Torres...? —Se incorporó, abotargado por los efluvios del opio—. No le hacía habitual de estos lugares...
—Don Ángel —dijo Torres haciendo un apartado—, hágame el favor, espérenos fuera.
—No sé si...
—Se lo ruego, agradezco mucho su ayuda, de verdad, pero hay cosas...
—Que prefiere que no sepa. Le entiendo. En fin, marcharé fuera con esos dos. Son gente de cuidad, ¿sabe?, más que útiles pese a no hablar una palabra de este idioma bárbaro. Pero han nacido en Murcia, y ya saben lo que dicen de los murcianos. —Echó mano al sombrero para saludar a Percy y se fue, añadiendo—: Tiene un año, Leonardo. Dentro de un año iré a verle, esté donde esté, y por la memoria de mi anciano padre que me va a tener que contar en qué asuntos se metió usted aquí, se lo aseguro.
Torres sonrió y volvió su atención a Percy, que seguía farfullando alguna perorata beoda.
—Contésteme, ¿qué hace aquí, señor Abbercromby?
—¿Yo...? No lo sé... no sé dónde ir. Usted tiene su casa, su España... seguro que la echará de menos. Yo, el heredero de una de las familias de más raigambre del Imperio y nunca he sentido nada como mío, no tengo casa, ni...
—Ha venido a buscar al señor De Blaise, ¿me equivoco? —Se sentó a sus pies, en la cheslón donde se recostaba Percy, e hizo un gesto por el que los obedientes criados chinos los dejaron a solas. Una extraña música llegó a sus oídos, a los de ambos. Alguien tocaba un instrumento de cuerda exótico mientras unos crótalos o algo semejante hacían de percusión. Más allá de los biombos tras los que descansaban los durmientes, un montón de orientales se sentaban viendo una representación.
—Es usted un hombre muy sagaz. Sí, tenía que preguntarle algo a mi querido primo político.
—¿Solo preguntarle? —Señaló a la enorme pistola de cuatro cañones que sin cuidado alguno, mostraba el inglés al cinto.
—No se preocupe. Si he de matar a ese bastardo, le daré oportunidad de defenderse.
—¿Qué le sucede? Su prima parecía muy alterada...
—Cynthia, claro, ella le avisó. No sé qué me ocurre, se lo aseguro, no tengo idea de lo que nos ocurre a todos. Por eso quería hablar con De Blaise, y obligarle a contarme todo, sea lo que sea. —Agitó su arma para apoyar lo que decía.
—Guarde eso, y dígame qué le ha pasado.
Tenía el hombre tantas ganas de obtener respuestas como Torres, y por eso no dudó en abrir su corazón, desbordando el dique que su frialdad natural imponía. Serio y firme pese a la droga inhalada, con su habitual falta de entusiasmo en todo lo que hacía, contó lo ocurrido esa misma mañana.
Era su costumbre madrugar mucho, sin embargo esa mañana fue distinto, por primera vez en años tuvo un despertar feliz. Su as en la manga (eso era para él el sargento Bowels) le trajo cierta confianza en poder, por fin, satisfacer la voracidad de sus odios. En un arrebato de entusiasmo decidió despertar a su muy querida prima. No estaba seguro, o no se atrevió a contárselo a Torres, si su intención era desvelar la ambigua condición de su antiguo prometido a la joven.
—No le tenía por un hombre cruel.
—No, no lo hubiera hecho... no por falta de crueldad, le aseguro que el tiempo empleado en soportar mentiras y ultrajes ha desarrollado en mí una falta de caridad considerable. Pero no con ella, y nunca con la memoria de un muerto. No sé bien con qué intención subí, y no puedo jurar que fuera del todo Cándida...
Porque el amor, y el amor negado sobre todo, juega con la voluntad de los hombres a su capricho. Percy subió a la tercera planta, a la alcoba del matrimonio, la que perteneciera a lord Dembow antes de agravarse su enfermedad, y al padre de este antes que él. La encontró vacía, y al servicio haciendo la habitación.
—La señora se ha levantado hoy temprano —le dijeron. Imaginó que había ido a cabalgar, como le gustaba hacer tanto si se encontraba de buen humor como si el caso era el contrario. Bajó descuidado, intranquilo por no saber bien qué le había impulsado a subir a la alcoba de Cynthia; tal vez esperaba encontrarse con De Blaise y soltarle a la cara lo que creía saber de él, de su valerosa actuación en Birmania... quién sabe.
Fuera cual fuese el ánimo que movía su voluntad esa mañana, quedó superado por la sorpresa de encontrar las grandes puertas que accedían al clausurado segundo piso abiertas de par en par. Entró, y según confesó, no era lugar al que le gustara ir. Las luces encendidas, el enorme salón resplandeciendo. La exhibición de artefactos mecánicos que ocupaba el salón principal del lugar estaba cubierta por lienzos y sábanas, todos salvo un pequeño grupo de autómatas escandalosos que se agitaban en una esquina, como un zoo mágico y burlesco, grandes animales de fantasía que se movían nerviosos, preciosos y torpes a un tiempo. En medio de ellos estaba Cynthia, sentada en el suelo.
—¡Perceval! —Dio un respingo al ver la sigilosa silueta de su primo—. Me has asustado. —Se incorporó y mal disimuló las lágrimas que corrían por sus mejillas. Iba descalza. Aquellos finos, blancos y delicados pies habían excitado a Abbercromby de tal manera que la vergüenza le hizo apartar la vista, él, siempre tan insolente. Se sentía incómodo y un tanto indignado al notar cómo su alma y su cuerpo reaccionaban ante la piel desnuda de una mujer junto a la que había crecido. Allí no acabaron sus turbaciones. El pelo rubio de Cynthia caía desatado sobre su espalda, sobre su cuerpo envuelto en un salto de cama, a medio abrochar, que dejaba ver el hombro que afrodita envidiara.
—Cynthia —pudo decir aturdido por el propio sonrojo, tan poco habituado a él estaba—, ¿estás llorando? De Blaise te a...
La risa de ella hizo una desagradable armonía con el bailar de un cerdo borrachín o el croar de una rana rey que la rodeaban.
—No primito —dijo—. Para que un marido atormente o maltrate a su esposa es condición indispensable que no le repugne su contacto o su mera presencia. Yo ya no tengo marido, Perceval, creo que nunca lo tuve.
Se deshizo en lágrimas, y el pudor hizo que Abbercromby quedara en la ridícula actitud que los caballeros caen cuando son incapaces de socorrer a una dama, ni de dejarla sufrir, allí contemplando su pesar. Cynthia se abrazó a una deslizante lamia de metal, que siseando lamió con su lengua de caucho el cuello de la joven.
—Percy, eres joven y sano, seguro que has conocido a muchas mujeres...
—Yo...
—¿Qué piensas de una de cuya cama huyen los hombres, como de la peste? Eso hizo John, me echó de mi propio cuarto, me insultó de la peor de las formas.
—Santo...
—¿Y qué crees que dijo tu padre cuando le conté aquello? ¿Crees que mi querido tío y protector pidió explicaciones a John? Me golpeó, me llamó súcubo lujurioso. —Mostró un moratón en el pómulo, que había mantenido oculto de Torres gracias a sus mechones dorados y abundantes—. Ese anciano impedido puede sacar mucha fuerza cuando le posee la ira. Porque era odio lo que tenía en sus ojos. Me acusó de adulterio, en pensamiento habrá de ser... se avergonzó de mí y dijo que debía haber heredado el vicio desenfrenado de mi madre, mi pobre madre...
—Tal vez...
—¿Lo vas a defender tú también, Perceval? ¿Tú a quien ha ignorado durante toda tu vida, a su primogénito? —El arrebato de ira hacia su primo apenas duró el tiempo en volverse, soltar la lamia de metal cuya cuerda se había agotado, y ver la mirada de estupefacción en sus ojos—. No sufras querido primo, lord Dembow se ha disculpado. Anoche se disculpó, dijo que el dolor que siente le hace decir barbaridades, que el verme crecer le entristece y... me regaló esto, ¿sabes? —Señaló al zoo mecánico—. Dijo: «estas pequeñas bellezas permanecerán así eternas, como debe ser, como seremos tú y yo, juntos y eternos en mi corazón». Mentiras. Nada de esto es para mí, lo vi enseñárselo hace dos días a sus amigos, con su sombra... ese maldito Ramrod... no entré, pero oí el sonido, la música, los aplausos... malditos, todo es mentira, mentiras de metal, a eso estoy condenada. —Su tenue cuerpo se agitó con violencia inusitada, sacudió a la serpiente mecánica y la lanzó contra el resto de los animalitos que traqueteaban y saltaban a su alrededor. Un monito rodó, como el rey sapo, desparramando su interior por el suelo marmóreo. Se acercó luego al cerdo bailarín, y sacó de la jarra un objeto largo y metálico: el dildo eléctrico del doctor Granville—. ¡Máquinas! ¡Solo máquinas sin corazón! —Con le percuteur como arma, asesinó a los muñecos, rompiendo, despedazando y triturando ruedas, manillas y piezas de precisión.
Percy no quedó inactivo, repuesto de la sorpresa y tras comprobar que sus ruegos apresurados no conseguían calmarla, fue a por ella, la abrazó y la apartó del destrozo mecánico, temiendo que se cortara entre tantos filos y puntas diseminadas. Abbercromby era un hombre corpulento y no le costó nada hacerse con la liviana Cynthia.
—Ya basta, vas a hacerte daño.
—¿Y qué importa? ¿A quién importa mi dolor? Mi marido huye de mi cama por otra mujer, Harry puso todas las excusas imaginables... ¿es que soy un monstruo?
—No... —Ella se abrazó con fuerza a su primo, y lloró sobre él, en sus brazos. Ocurrió lo que imagina. Percy sintió el calor del cuerpo de ella, apretó más y ella no lo eludió y ambos buscaron los labios del otro. Las barreras, los pudores y frenos habían saltado despedazados por una desesperación en ella y un amor negado tantos años en él. Claro que hubiera ido a más, pero hizo aparición la señorita Trent.
—La cocinera.
—Exacto. La conozco de siempre... no sabía precisar cuándo entró al servicio de casa de mis padres, no hay un solo recuerdo de mi vida en Forlornhope, y nací en esa casa, en la que no estuviera ya la señorita Trent. Es una buena mujer, siempre me trató bien, con indiferencia, aunque sospecho que esa es la reacción que provoco en todo el mundo. Yo la aprecio, la quiero por el cariño que derrochó con Cynthia. Bien, jamás la vi reaccionar así. Llegó a golpearme y a zarandearme.
—¡No se le ocurra tocarla! —gritaba la señorita Trent—. ¡Es una mujer casada, monstruo! —Percy trató de calmarla, y viendo que cualquier cosa que dijera empeoraría su posición, cayó. La cocinera cogió a Cynthia de la manga de su camisón y tiró de ella—. Tú no, niña, tú no. Tienes un marido...
—¿Sí, Nana? —Se soltó de una sacudida—. ¿Dónde está? ¿Tú también quieres convertirme en la Virgen de Londres?
La abofeteó, con fuerza. Las dos lloraban.
—Sal de aquí, niña. Fuera los dos. Si volvéis a... se lo diré a tu padre.
Poco intimidaba ya a Percy la autoridad de su padre, que jamás había sentido y la escasa ascendencia que lord Dembow tuviera sobre él se había perdido poco a poco en los últimos meses, desde la boda de su prima. Cynthia se fue llorando, con el rostro lívido, incapaz de hacer valer su autoridad sobre su sirvienta, vestida como estaba y sorprendida en la actitud que lo fue.
—Eso es todo —terminó Percy. El narcótico había hecho que su relato fuera más preciso y descarnado, apeado de eufemismos y circunloquios, lo que agradeció mucho Torres. Pero los efectos ya habían calmado su fuerza, y ahora cierta vergüenza por haberse confesado a un extraño, hizo presa en él—. El resto ya lo sabe...
—Cynthia llamó alterada, temiendo por...
—Sí. Una vez que ella se fue eché de allí a la señorita Trent con cajas destempladas, la amenacé y ella se fue llorando; «mi niña, mi niña», decía. Temo haber sido en exceso cruel, es mi naturaleza. Más tarde Cynthia me vio en mi cuarto cogiendo esto. —Señaló su arma de nuevo.
—¿Qué pensaba hacer, hombre de Dios?
—No lo sé, Torres, le juro que no lo sé. —Un chino había entrado con el sigilo natural de su raza, y ofrecía sendas pipas a los caballeros. Las rechazaron y quedaron ambos ensimismados, viendo las siluetas que las marionetas de la función oriental desplegaban contra la pared, oyendo los aplausos y las exclamaciones de los borrachos por el opio—. Eso soy, un muñeco, un pelele... no sé qué hacer, quería buscar a De Blaise, a mi padre y... no entiendo lo que ocurre, mi vida nunca fue gran cosa, y ahora se desmorona. Ella pensará que...
—Vamos —palmeó Torres con fuerza el hombro de su compañero—, no se rinda. Usted es un hombre fuerte, no puede claudicar, debe... debemos luchar.
—Y quiero hacerlo, se lo juro. No soporto ver a Cynthia sufrir, y no saber... si supiera hacia dónde, le aseguro que cargaría sin dudar.