—Lo sé, y yo le ayudaré a encontrar blanco para su ataque. —Abbercromby levantó la vista, había una mínima luz de esperanza—. Ya le he ayudado antes. Sé que ninguno de los dos resultamos simpáticos al otro, pero no veo en usted maldad, no es solo el odio lo que le empuja.
—¿Usted me ayudará? ¿Cómo?
—En la medida de lo posible. Y para ello tiene que contestarme a unas preguntas. En su relato, ¿ha sido preciso?
—Acostumbro a serlo siempre.
—En este caso es de especial relevancia la exactitud de sus palabras.
—Entonces, lo he sido.
—Otra cosa más. Cuando Cynthia destruyó esos autómatas, ¿vio algo?
—¿En ellos? No sé muy bien a qué se refiere... eran trastos rotos, piezas, artilugios diseminados...
—¿Nada más? No vio...algún fluido o...
—Sí, claro, muchos. Aceites supongo...
—Usted es médico, le tengo que rogar de nuevo todo el rigor posible.
—¡Por Dios, Torres! Era un momento... el peor de mi vida tal vez... imagino que eran fluidos hidráulicos, agua... ¿qué si no?
—Claro... qué si no. —La función terminaba. Las marionetas, sus sombras se inclinaban en la oscuridad del teatrillo.
—¿Eso es todo?
—Una última pregunta. ¿Dónde tiene al señor Bowels?
—Ah... creí que esto tenía que ver con Cynthia y yo, y mi padre... no entiendo sus preguntas.
—Contésteme, por favor.
—Está seguro en una propiedad mía que nadie conoce, en St. John's Wood, un buen barrio en nada sospechoso. Allí permanecerá hasta...
—Eso es todo. Ahora váyase a casa, hágame caso. Y trate de tranquilizar a Cynthia.
—No sé si tolerará mi sola presencia...
—Seguro que sí. Han crecido juntos, usted la conoce como nadie. Vamos.
—Sí... ¿Qué va usted a hacer?
—Ayudarle, se lo juro.
—Iré a descansar, sí. Tengo un estudio, por Benthal Green, allí pinto, me relaja. No me mire así, no puedo imponer mi presencia a Cynthia, ahora no.
—Le entiendo. Descanse de momento. Necesito que usted hable con ella, si quiere mi ayuda...
—¿Y cómo piensa ayudarme?
—Aún no estoy seguro de cómo. Confíe en mí. Si me dice la dirección exacta donde está el sargento...
Torres salió decidido a acabar de una vez con tantos secretos y mentiras. Las buenas personas suelen confiar mucho en el poder de la verdad, y cierto que es una poderosa fuerza del bien, mas cuando lo oculto es de determinado género nada puede salir beneficiado de revolver las oscuridades.
Fuera aguardaba Ribadavia junto al coche, compartiendo tabaco con los dos murcianos.
—¿Solucionado ya el problema?
—En parte. Ahora debemos ir a St. John's Wood, ¿sabe dónde...?
—Y allí vamos a...
—Tenemos que hablar con un sujeto que está escondido. —Al ver la expresión de Ribadavia, difícil de descifrar, reculó—. Cierto, estoy abusando demasiado de su amistad, perdone.
—En absoluto. Si esto sigue siendo a favor de cierta dama —Torres asintió—, no hay más que hablar. El único problema es que estamos muy lejos, y no me parece oportuno seguir usando un coche de la embajada, ya son más de las tres de la madrugada...
—Entiendo, le agradezco mucho...
—¿Qué le parece mañana? —Antes de que pudiera objetar a tanta amabilidad Ribadavia continuó—: Don Leonardo, ¿qué tal monta?
Dieron por concluidas las peripecias por esa noche. Se despidieron en la puerta de la pensión Arias, quedando por la tarde del día siguiente, sábado, a las puertas de la legación española.
Torres entró en casa, sintiéndose incapaz de conciliar el sueño con todo lo que le bullía en la cabeza. Hacía horas que la viuda estaría acostada. Las estrictas normas de la patrona no permitían que sus inquilinos entraran más tarde de las diez y media sin avisar, pero hacía ya varios días que Torres contaba con llave propia. Subió en silencio sabiendo que no podría descansar. Debía apartar a la familia Abbercromby de su cabeza de momento, tal vez volver al Ajedrecista... No. Nada más entrar en sus habitaciones entendió que le era imposible.
Había algo que sí podía hacer. Tumblety. El había sido el principio de las desagradables situaciones del día. Debía contárselo a Littlechild. Era una imprudencia aguardar a la mañana. Llamó con suavidad en la puerta del inspector. Le abrió adormilado, aunque vestido. No reprochó en absoluto el que lo hubiera despertado a esas horas, estaba allí preparado para todo. Torres contó lo sucedido. Littlechild le recriminó el no haberlo hecho partícipe de sus andanzas (en lo tocante a acudir al teatro para citarse con el doctor indio, respecto a su aventura por Limehouse no dijo palabra), y ambos fueron en busca de Andrews, sin dar importancia a la hora.
—Magnífico —dijo un Andrews muy animado cuando recibió la noticia en la ya familiar comisaría de la calle Leman—. Ya le tenemos, en Batty Street, y con esto —señaló la nota que le diera Torres, la que recibió del americano junto a la entrada para la función—, ha conseguido todo lo que le pedí. La policía de San Francisco nos manda también muestras de escritura de Tumblety, pero esta de usted es sin duda una prueba más fehaciente. Está dotado para las labores detectivescas.
—No lo creo.
—Muchos con menos aptitudes andan haciendo de ese detective de novela del señor Doyle por las calles de Whitechapel, entorpeciendo nuestro trabajo —suspiró—. Bien. Comentaré todo esto con el inspector Abberline, él conoce muy bien el barrio. Procuraré ir mañana en persona por allí a buscar esa pensión.
—¿Piensan detenerle? Dijo que vendría a verme el domingo, si está conmigo el inspector Littlechild...
—¿Detenerlo? De momento no. Lo que quiero ver es su habitación, recuerde que se llevó algo de la última víctima. —No tuvo que ser más explícito.
El sábado amaneció encapotado y feo, como un preludio de lo que se avecinaba. Andrews llamó a Torres. Dijo que por cortesía, en agradecimiento de todo lo que había hecho por la investigación, se creía en la obligación de hacerle partícipe de las buenas noticias, que por fin había alguna en este caso.
—Sin duda Tumblety está hospedado en el veintidós de Batty Street. Anoche hablé con la patrona, una mujer de origen alemán, con la que es muy difícil entenderse. Su poco inglés y sus nervios casi llegaron a exasperarme. Tenía miedo.
—¿Miedo?
—Respecto a uno de sus huéspedes. Afirma que un sujeto que concuerda con la descripción de nuestro doctor Tumblety, tiene una habitación allí, las fechas coinciden con el abandono del hotel en el West End, ¿le hablaron de él? Bien, parece que este sujeto tiene la costumbre de salir por las noches, a altas horas, y no volver hasta de madrugada. Es un hombre desagradable, según dice la señora, y en todas las noches de los crímenes estuvo en la calle. Acostumbra a llevar zapatos de suela de goma —lo que no era nada frecuente en aquella época, salvo en algunos policías o detectives, pues como es lógico ese calzado vuelve mucho más sigiloso a quien lo usa—, así que a veces salía de su cuarto sin que ella se enterara. Por otro lado asegura que su huésped es extranjero. Le pregunté si era americano, y dijo que pudiera ser. A mí me es suficiente, esta noche iré a por él. Rodearemos la casa, esperaremos a ver si sale y lo seguiremos.
—Inspector, no espero que acceda, pero ¿podría ir con ustedes? —Andrews quedó en silencio—. Asumiría los riesgos, por supuesto, sé que no pueden asegurar...
—No se trata de eso. El trabajo policial no es tan atractivo como en las novelas, señor Torres. Puede que pasemos noches infructuosas, esperando bajo la lluvia, y puede que al final no se trate de Tumblety, que sea una falsa pista, seguimos cien de ellas por una buena.
—No importa, me arriesgaré a eso.
—De acuerdo, estamos en deuda con usted, si quiere pasar una noche fría y en blanco en el East End, yo no se lo negaré. Vendré a buscarle a eso de las diez y media.
Pasadas las ocho y media, quien se presentó fue Ribadavia con sus dos hombres de confianza, que pudieran tomarse por hermanos de no ser porque uno se llamaba Martínez y el otro Ladrón. Llevaban con ellos cuatro corceles de los más briosos. Torres los saludó sin su cortesía habitual, andaba intranquilo por lo que bullía en su cabeza.
—Pierda cuidado, Leonardo —dijo Ribadavia malinterpretando el ánimo del ingeniero—. Son de mi propiedad; las monturas, no los murcianos, claro está. En cuanto a los últimos son de total confianza, harán cuanto les diga. —Algo debían deber ese par de piezas a don Ángel, pues no es normal, ni conveniente, que dos individuos de tal catadura estuvieran entre el personal de una embajada española.
Fueron al trote hasta St. John's Wood, una parroquia agradable y apacible incluso con un tormentoso clima como el que se avecinaba, que con sus oscuridades hacía que cada sombra se tornara en espectro. Todo eran pequeños cotagges de paredes blancas y tejados a dos aguas verdes y cobrizos, que invitaban a la paz y la horticultura. La parcela de Abbercromby parecía la más amplia del vecindario, y aun así conservaba el agradable aire acogedor del resto de las edificaciones.
—Ladrón, tú aquí con los caballos. Martínez, busca el modo de entrar por detrás. —El aludido acomodó una aparatosa escopeta a la cadera y salió trotando a rodear la casa.
—¿Cree que esto es necesario? —preguntó preocupado Torres.
—Si usted no quiere, o no puede, sincerarse conmigo, he de tomar mis precauciones. Habló de un individuo que anda aquí escondido. Debo suponer que no espera ni desea visitas. —Cierto, Torres cayó en la cuenta de que no había revelado a Abbercromby su intención de visitar al sargento, y por tanto este no había sido prevenido, teniendo en cuenta que no sabía siquiera si la comunicación entre Bowels y el joven lord era fluida. Tuvo que plegarse a la mayor y sorprendente experiencia de Ribadavia en estas situaciones.
Los dos fueron directos a la puerta, sin ocultar su presencia. El diplomático con su Derringer en la mano. Llamaron. Nadie respondió, seguramente esas eran las instrucciones que Percy diera al sargento. Desde luego no había luz alguna, y las ventanas se veían cegadas. Toda la casa parecía cuidada pero deshabitada.
—¡Señor Bowels! —llamó Torres—. ¡Sargento Bowels! ¡Soy Leonardo Torres, el español! ¡Hablamos el jueves...!
Un trueno, un disparo resonó desde dentro y se propagó por el vecindario. Luego ruidos, golpes o carreras.
Habría que entrar... —dijo Torres.
—No pretenderá que derribe la puerta, tengo una vieja lesión...
—Por el amor de Dios, Ángel, se están matando.
—Más a mi favor. Tengo por costumbre alejarme de donde suenan las balas. —Convocado por la despreocupación de Ribadavia, sonó otro disparo. Y venga golpes y carreras.
—Válgame el cielo, no podemos...
—Bueno, bueno. Virgen Santa qué precipitado es usted, Leonardo. ¡Ladrón! — El aludido dejó las cabalgaduras y vino al trote. Torres pegó el oído a la puerta, el ruido ya había cesado—. Hay que entrar.
—Por la puerta no lo veo... —El murciano torció la cara mirando la robustez de la madera—. Mejor me voy trepando pa una ventana de arriba, las dabajo están enrejas. —Terció su escopeta a la espalda y como un pirata de vodevil, echó un cuchillo a los dientes y trepó con más agilidad de la que se le aventuraba viendo su corpulencia. Torres y Ribadavia quedaron mirando cómo el ágil murciano subía hasta un falso balconcillo y entraba en la casa, sin mostrar esfuerzo al violentar la ventana.
—Pierda cuidado, Leonardo. —La expresión del ingeniero mostraba que no andaba cómodo en esa situación.
—Puede haber heridos...
—No creo que esos dos corran peligro, llevan la suerte consigo. Y el que esté allí... bueno, es un inglés.
—Un poco de humanidad, por Dios.
—Venga... que hay demasiadas almas ya para preocuparse además por estos bárbaros...
La puerta se abrió y de allí salió enjarras Ladrón.
—To está bien —dijo.
Entraron. Como bien afirmaba la experiencia de Ángel Ribadavia, la sangre no había llegado al río, pero faltó poco. Martínez había encontrado un acceso tras la casa y por su cuenta y riesgo se metió en ella. No lo acompañó en esa ocasión la suerte al murciano, pues por ahí trataba Bowels de escapar sin hacer ruido tras oír la llamada a su puerta. Ambos se sorprendieron, y el sargento, más asustado sin duda y más fornido, golpeó casi por instinto a Martínez en la cabeza, quién cayó y disparó su escopeta por accidente. Este era el disparo oído.
Bowels, al ver lo armados que llegaban los incursores, echó a correr para el interior de la casa, con Martínez detrás, maldiciendo y sangrando por el labio. Pudo disparar, pero era hombre prudente, el más de los dos murcianos, y creyó entender que la vida de ese pelirrojo era necesaria, así que se limitó a tirar la escopeta, sin pensárselo, como quién arroja una garrota. El arma dio en la espalda del inglés de plano y se disparó de nuevo. Segundo tiro.
Bowels había caído medio deslomado y sobre él saltó un murciano enrabietado, que no es poca cosa. Se enzarzaron a puñetazos y bocados hasta que entró Ladrón, escopeta en mano, y puso orden en la situación. Ahora el sargento mayor estaba sentado en un sillón del sobrio salón principal, magullado y con sus propios pantalones atándole los tobillos. Ambos murcianos lo vigilaban, Martínez liándose un cigarro, olvidado ya su labio hinchado.
—¡Usted! —exclamó al ver a Torres.
—Pues claro, hombre, ¿es que no me ha oído? —No cabía recriminar el exceso de precauciones en Bowels. Seguía siendo un buen soldado y obedecía órdenes, en este caso las de Percy, que le había asegurado que solo él podía aparecer por la puerta. Demasiada iniciativa había mostrado ya el sargento con su intento de asesinato, razón por la que Torres estaba ahora ante él, diciendo—: Solo quiero preguntarle algo, el señor Abbercromby me dio... nos dio a estos amigos y a mí esta dirección...
—Un momento —interrumpió Ribadavia—. Imagino que querrá de nuevo intimidad. Saldré fuera, aguantando la lluvia que ya empieza.
—No es...
—Es necesario, seguro que pronto la policía llamará a la puerta a causa de los disparos. No se preocupe por estos dos, no entienden nada de inglés.
—Pero que lo desaten.
Ribadavia hizo una señal a Martínez, que sin dejar de liar su cigarro dijo:
—Juan. —Así se llamaba su camarada, que además de paisano eran tocayos. Ladrón desató a Bowels e incluso ayudó a que se adecentara, mientas Ribadavia salió de escena.