—Señor. —Alguien le tiraba de la manga. Era la pelirroja atractiva, Ginger, la que saliera minutos antes del Britannia—. El hombre al que busca, su amigo Drunkard, creo que es al que persiguen. —La muchacha mantenía un descaro no exento de encanto, pero al tiempo se mostraba asustada, como muchas mujeres que frecuentaban las noches por ese tiempo. Torres se encontró sorprendido por esa muestra de humanidad en la chica al querer ayudar a un extranjero desconocido. La bondad florece en terrenos inesperados, le gustaba pensar a mi amigo español, aunque yo me inclinaría más a pensar que esa esperaba obtener algún premio por su información.
—¿Rai...?
—Le falta media cara.
Efectivamente era yo. La prensa sensacionalista e irresponsable iba a traerme la ruina, si no la muerte con ayuda de mi propia e irreflexiva actitud. No sabría decirles con exactitud qué causó este revuelo. Caminando por el mercado creí ver a alguien y grité, cosa que con mi aspecto no es nunca muy prudente. Eché a andar en pos del hombre, que al final no resultó ser quién yo esperaba... no sé si es más correcto decir «temía» que «esperaba», pero... lo mismo da. Choqué con alguien, tiré un puesto o hice cualquier otra tontería. Discutí, posiblemente con el tendero al que le chafé el género. En la trifulca se oyó el nombre Delantal de Cuero. Puede que lo dijera yo, o que me lo llamaran a mí, a algunos de los que pasaban, o puede que uno de los implicados en la bronca lo mencionara por azar; ese nombre circulaba por todo el barrio desde que nos amanecimos con la prensa gritándolo en letras negras. El tendero echó con imprudencia mano a mi cuello, y se quedó con mi máscara en su lugar. Lo tumbé de un golpe. Una mujer, una puta, miró atraída por el nombre que había oído, y vio mi tamaño y complexión, y mi cara de monstruo mientras forcejeaba.
—¡Es él! ¡Es Delantal de Cuero!
Y la histeria prendió una llama que se propagó como en zarza seca. Me vi corriendo, apedreado y perseguido por una turba enloquecida que crecía a medida que avanzaba por Whitechapel en dirección sur, aferrando bajo mi abrigo todas mis posesiones, casi más temeroso de perder el hatillo de papeles que las formaban que mi propia vida. Ya saben que la velocidad no era una de mis virtudes, aunque había aprendido a llevar un trote ágil pese a mi cojera y era capaz de moverme con más rapidez de lo que mi aspecto daba la impresión, no era rival para esa barahúnda enloquecida. Me vi forzado a hacerles frente como pude. Corría unos pasos, me volvía y golpeaba aquí y allá. Capaz de ejercer una violencia muy superior a la de mis oponentes, la promesa de partir un par de cabezas que crecía en mi mirada retenía el ímpetu de los que me hostigaban, y así aguanté. Pero la multitud acaba dotando de cierto valor cobarde, si existe ese término, a los que la constituyen. Más pronto que tarde alguna de aquellas gentes indignadas y atemorizadas acertaría a darme, o saltaría sobre mí y yo estaría muerto.
Dios bendiga a la Policía Metropolitana, porque ella acudió en mi rescate. No tardaron en aparecer dos agentes corriendo llamados por el escándalo e intentaron calmar los ánimos. Imposible, la gente les gritaba a ellos casi tanto como a mí. Les recriminaban su torpeza, o que ignoraran el sufrimiento de los pobres: «¡si esto ocurriera en otro barrio!», «¡dejadnos a ese asesino!» Un agente más apareció enfrente, y me dirigí hacia él como si fuera mi salvavidas. Me amenazó con su porra. Ni se me ocurrió eludirlo, todo lo contrario, deseaba más que nada que me diera una paliza y acabar en un calabozo. Me detuve a su lado hecho un ovillo y gritando.
—¡Nnnn... no ssssoy...!
Los tres policías, asustados pero celosos con su deber, se pusieron a en torno a mí, exigiendo serenidad a la concurrencia que no cesaba de tirar verduras y objetos más sólidos mientras pedían mi cuello. Amagaban con sus defensas sin llegar a utilizarlas, no eran novatos en esa ciudad, ni en ese barrio, y sabían que un golpe de ellos supondría una revuelta inmediata, no hacía ni un año del Domingo Sangriento que aún recordaban los londinenses con amargura e ira contenida.
—¡Cálmense, nosotros nos ocuparemos de él y...! —Trataban sin éxito de tranquilizar el ímpetu de la chusma.
¡Hay que meterlo en algún sitio! —dijo uno de los agentes, el más veterano. No había refugio cerca. Un par de policías más se incorporaron a mi defensa, y a la suya. Tengo cierta experiencia en linchamientos y ese no parecía augurar buen fin. Por mi cabeza pasó la terrible idea de que alguno de mis antiguos compañeros estuvieran entre la turba, jaleando a la manada de lobos.
Un estruendo de caballos espantó al gentío. Un carro, con un agente sobre el pescante junto al cochero, se cruzó ante nosotros. En cuanto el coche se detuvo a trompicones, con los cascos del animal resbalando por el firme, el policía hizo gestos a sus compañeros para que me subieran. La gente se abalanzó contra el vehículo, agitando más a la bestia que tiraba de él, casi derribándolo. Los policías tuvieron que emplearse más, pasando de amenazas a algún topetazo.
Me izaron de un empujón al interior del carro, que se puso en marcha acribillado de sucios proyectiles e insultos. Yo me atrincheré en el suelo cubierto de sacos de harina que pronto me empolvaron la ropa, preocupado de que los papeles no se me cayeran, protegiéndolos con mi cuerpo, y enterrando la cabeza bajo mis brazos; esperaba que ahora los policías de ahí dentro la emprendieran a golpes conmigo. Mejor ellos que la gente.
—Ya puedes dar las gracias a este caballero —dijo el agente que conducía—, él te ha salvado la vida.
—Estoy encantado de volver a verle, don Raimundo.
Estaba allí, cambiado, pero esa mirada franca que bien recordaba no había desaparecido con la edad. Ahora el pelo se retiraba algo en su frente y lucía una espesa barba, varonil y negra, que lo dotaba de no poca austeridad. Había pagado la deuda contraída conmigo, o que él pensaba que tenía, salvándome esta vez la vida. En cuanto se percató de la situación, corrió en busca de un cochero, encontró un carro de harina en Flower & Dean, mala calle para adentrarse, y ofreció al dueño que miraba pasmado la situación buen dinero por interponerse en la trifulca, mucho para un carretero de Whitechapel. Aun así, el hombre dudó un instante, tiempo del que no disponía Torres y yo mucho menos así que, resuelto a ayudarme, paró a un agente que corría hacia el tumulto y en pocas y simples palabras le explicó su plan. Así, sin tener en cuenta las quejas del harinero, los tres entraron a bordo del carro a salvarme y a evitar una jornada sangrienta, otra más en el este de Londres que tanta sangre exhibía en el presente otoño.
Pese a tan arrojado rescate, mis problemas con la ley no concluían. Los agentes querían saber qué había de cierto en los gritos que la multitud me dedicaba, y viendo mis trazas de mala pieza y mi rostro desfigurado, no dudaron en llevarme preso. Otra vez, y qué bien me supo esta. Dimos un rodeo en el carro hasta llegar a la comisaría de Commercial Street, acompañados de las quejas continuas del dueño de la harina. La comisaría estaba al norte de la calle, de donde venía la turba, así que era mejor dar tiempo a que las aguas se calmaran.
Llegados allí, el carro devuelto y los desperfectos en él costeados por Torres, me encerraron en un calabozo. Torres siguió mediando por mí, haciendo referencia a todos sus contactos, los de la embajada española y los del país, que no podían ser demasiados. El ser un delincuente común tiene pocas ventajas, si es que tiene alguna, pero es fácil que descarten a alguien de mi condición como autor de cosas más grandes que robar una bolsa, entrar a oscuras en un almacén o escamotear unos peniques en el mercado. Un tal sargento Thick, un hombre que caminaba recto como una baqueta, de aspecto muy serio tras su bigote rubio, se ocupó de Torres.
No guarde cuidado —dijo al español. No es el tal Delantal de Cuero, lamentablemente la prensa ha creado este caos.
—¿No están buscando a ese...?
—Estamos buscando muchas cosas, señor...
—Torres.
—Torres, pero en absoluto nada que tenga que ver con... su amigo. Pasará aquí un día, por su bien, y saldrá.
—Se lo agradezco, sargento. No será necesario, yo puedo llevármelo...
—Escuche señor, ese Aguirre, aunque no sea... no es alguien del que se pueda uno fiar, conozco bien a estas gentes. Tal vez su apellido le empuje a socorrer a un compatriota, pero le aseguro que no es buena gente. ¿Qué negocios puede tener usted con alguien así, si me permite la pregunta?
—Ningún negocio. Es un amigo que me ayudó hace mucho y ahora quisiera yo devolverle el favor.
A las dos horas, tras mucho regatear con Torres, salí a la calle seguido de admonitorias advertencias por parte del sargento Thick y otros policías. Un coche que pidió Torres nos llevó hasta el lugar donde se hospedaba, una agradable pensión en Mornington Crescent, en Camden, que le habían proporcionado desde la embajada de su país. Durante el viaje Torres apenas dijo nada; me saludó de nuevo, me ofreció su pañuelo para que me lo colocara en mi mitad ausente de facciones, y poco más. Yo, dada mi locuacidad, aún hablé menos, aunque estaba deseando poder contarle mis planes. Sí, ahora tenía planes. Había cambiado mucho en los últimos diez años y mi cerebro, alejado de la autohumillación a través de una década de delincuencia, había aprendido a razonar, a articular mis ideas de forma más provechosa. El agudizar mi ingenio para ganarme la existencia del modo más deshonesto posible, había activado partes de mi cabeza que, digo yo, quedaron atrofiadas tras la guerra. Tenía un plan, uno muy distinto al que me llevó a escribir aquella carta que trajo por fin a mi amigo español, aunque su llegada le venía al pelo a mi nueva idea. Idea que había dado un giro positivo al ver cómo él, solo mostrando su posición y respetabilidad, y avalado por sus amigos, había conseguido que una rata de celda saliera indemne de este lance.
Torres, ya llegando a nuestro destino, mencionó los asesinatos; el tema de conversación habitual en la ciudad por entonces, escandalizado porque me relacionaran de algún modo con ellos.
—Supongo que toda esta gente está sufriendo mucho con los crímenes y liberan su rabia con arrebatos de desesperación como el de hoy. Rezo porque pronto cojan al autor, y lamento que se viera atrapado en medio.
—Mmmm... mmmataron a tres p... putas. Lll... las rajaron y...
—Terrible —dijo ya bajando del coche—. Parece que no hay límites para la crueldad del hombre. No mostró por ningún momento interés de verdad en los crímenes, no como yo. Saludó con cordialidad a su patrona, la señora Arias, que nos recibía bajo el pequeño soportal que coronaba la entrada de su casa. Una mujer sencilla y agradable que, pese a su apellido, era inglesa. Joven viuda de un marino español, chapurreaba con soltura el idioma de su difunto, y por tanto su casa era idónea para acoger a paisanos de Torres. Siendo además un acomodo agradable y limpio, con comodidades más que satisfactorias, incluso disponía de teléfono, la embajada solía utilizarlo para albergar a algún visitante que no deseara derrochar en hoteles mucho más caros, y con no tan buen servicio. Como no, la buena señora torció el gesto al mirarme, y no apartó la vista de mí hasta llegar a la habitación.
—Señor Torres —dijo mientras nos acompañaba escalera arriba hasta la misma puerta del cuarto, seguida de una muchacha, su hija, que vigilaba con ojos llenos de curiosidad hacia mí, y en la que yo no reparé apenas entonces, preocupado como de costumbre en ocultar mis cicatrices de la vista de la gente—, le recuerdo que en esta casa no queremos ruidos ni cosas extrañas. Las visitas deben marcharse a las...
—Descuide, señora Arias, defenderé con mi propia vida el honor de esta casa si alguien se atreve a mentarla... —bromeó Torres estirándose en toda su altura. La mujer quedó sorprendida, enrojeció su cara ya colorada de natural y atusó su moño pelirrojo. Luego, cayendo en que el español se burlaba, de buenas maneras, sonrió.
—Por favor, señor Torres, lo digo en serio, no quiero...
—No se apure, señora mía. —Tomó la mano de la viuda con delicadeza—. Le prometo que no tendrá motivos de enojo por nosotros, le doy mi palabra.
La mujer siguió azorada, se encogió de hombros y con un gesto amable dio por terminada la discusión. La señora Arias no hacía ni un día que conocía a Torres, y no se habituaba al humor de este. Sola y viuda tan joven, siendo por demás de naturaleza apacible y algo asustadiza, no era amiga de discusiones, y cedió encomendándose supongo a la bondad que parecía emanar del ingeniero. Entramos en su cuarto. Dentro él se cambió de ropa, que estaba manchada de harina y otras inmundicias, encendió la estufa, no por que hiciera mucho frío, sino para poner una tetera sobre ella y me invitó a tomar asiento.
—A sus compatriotas les fascina este brebaje, claro, que usted no es inglés —dijo por fin en español, y yo me encogí de hombros—. Es paisano mío, al menos de sangre, ¿no era así? Preferiría un buen café, sé que la señora Arias nos haría uno, pero me resisto a atormentarla más por hoy. Me gusta probar las costumbres locales por donde viajo. Siéntese, si es tan amable. —Tal hicimos los dos—. Y ahora, don Raimundo, supondrá que mi presencia aquí se debe a esa carta que me envió. Antes que nada, ¿cómo le ha ido en estos años? Parece que goza de salud...
No le iba a hablar de mi carrera delictiva, ni de mi firme decisión poco después de despedirme de él en Forlornhope, de no recibir jamás golpes ni humillaciones, de ganarme la vida por mí mismo. No iba a hacer recuento de las celdas que pisé ni de las heridas de cuchillo que adornaban mi cuerpo, ni de aquellas que infligí yo mismo. Me avergonzaba hablar de los robos, los asaltos y otras cosas peores; nada así podía contar a persona tan amable y considerada conmigo, y de la que esperaba tanto. Si me hacía caso, se terminarían mis penurias. Divagué por tanto, tratando de eludir la narración de mi vida por medio de frases hechas sin fondo alguno. Ante la evidente parquedad de mis respuestas, pronto apareció el Ajedrecista en la conversación.
—¿Lo tiene?
—Ssss... sé dónde está, pero es mejor...
—¿Cómo llegó a sus manos?
Qué singular me resultaba, y aún me resulta al recordarlo, el amigo Torres. Cualquier persona normal estaría inquieta en su lugar, imaginando alguna tropelía por mi parte pues, me darán en esto la razón, el reclamo de mi carta olía al burdo cebo de trampa. No era el caso, pero en cualquier otro semejante el Ajedrecista podría haber sido ofrecido como caramelo para un goloso de los objetos antiguos o un amante de la ciencia como Torres. El más crédulo dudaría de que yo lo tuviera, todo podía formar parte del engaño, aunque cierto es que un plan así resulta demasiado elaborado y a demasiado plazo vista para mí, que distaba mucho de ser la mayor mente criminal del siglo XIX. No es menos cierto que esta cautela debiera estar matizada por la codicia de Torres, codicia científica o artística, entiéndanme. Sin embargo, en el español no vi ni prevención ni avidez por el tesoro prometido, se mostraba curioso sin más, como indiferente a si mi respuesta fuera: «he aquí el Ajedrecista», o por el contrario: «le he mentido». Se interesaba por lo que pudiera contar, sin más. Era obvio, al menos en su actitud, que no traía consigo las cincuenta libras pedidas y de llevar ese capital, no creo que lo hubiera gastado en el viejo autómata. No tenía importancia, yo nunca consideré cobrar semejante suma, mas era el principio para una negociación. Quería escucharme, así que, por fin, hablé.