Los horrores del escalpelo (8 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

—¿Te has mareado?

—Nada. Es agradable ver todo pasar tan abajo. El camino de Silió parecía tan estrechito... ¿a qué altura pasa?

—Ciento treinta y cinco pies... —Vaya, mejor dejaré las medidas británicas que, al menos a uno de ustedes, no le serán muy familiares. Es un sistema antipático, pero tiene cierto sabor antiguo... en fin utilizaré el más racional sistema métrico a partir de ahora, haciendo homenaje a mi amigo Torres, de alguna manera.

Retomando la situación, Torres respondería a su señora algo como:

—Unos cuarenta metros.

—Parecieron más. Con este aire tan rico se le quita a una el vértigo.

—Ves mujer, tanto santiguarse. Es más seguro que un coche.

—Ya lo sé, si lo has hecho tú, así tenía que ser. —Debían de ir paseando del brazo hacia casa, tranquilos, reconfortándose el uno al otro sin necesidad de hablar del dolor que aún les pesaba—. ¿Crees que este invento tuyo interesará a alguien?

—¿Por qué no? La gente tiene que poder salvar cortes y escarpaduras sin necesidad de dedicarse al alpinismo, ¿no?

En algún momento su mente debió volver a mi carta, que arrugaría en sus manos, gesto en el que Luz tuvo que reparar.

—Sigues pensando en el hombre que te escribió desde Inglaterra. Nunca me hablaste de él.

¿Por qué iba a hablar de mí? A sus veinte años cruzaba Europa, embelesado por la belleza de Italia, bebiendo todo el soberbio arte que vio allí, fascinado por las mentes prodigiosas que encontró en Francia: Henry Poincaré, Appell, Cheng, Maurice d'Ocagne, atrapado por la majestad montañosa en Suiza, quién sabe si imaginando allí sus teleféricos saltando de pico en pico... ¿ante eso qué podía recordar de su fugaz paso por Inglaterra y nuestro esperpéntico encuentro de barraca de feria?

No, nada, hasta que mi carta agitó la profunda imagen que dormía entre tantas otras de aquel viaje. La aventura que junto a mí tuvo allí, aunque fugaz, fue lo más extraño que le había ocurrido nunca, y el preámbulo de lo que vino después.

Yo estaba allí antes que Torres. No les aburriré contando las penurias y vicisitudes de una vida entregada a la barbarie y la depravación, sometida a perpetuas humillaciones y lejana de la luz de Dios; mi mal vivida vida. Tras el final de la guerra seguí rebotando de cárcel en cárcel, de miseria en miseria, años desperdiciados en alcohol o pecados. Crucé al viejo mundo huyendo de... lo que fuere. Seguí envileciendo mi cuerpo y mi espíritu en tierras irlandesas y británicas, hasta terminar en septiembre de mil ochocientos setenta y ocho como una atracción más en un desfile de monstruos. Un hombre sin cara, que anda como un muerto resucitado, habla con infinita lentitud y piensa aún más despacio no puede encontrar otra ocupación; la mendicidad, el delito o la degradación pública, esas habían sido mis opciones durante los treinta y cuatro años de mi vida, por lo menos en los últimos diez.

Todo lo que la naturaleza me había quitado no menoscababa... de acuerdo, dejémoslo en que me lo quitó mi mala fortuna, o mi estupidez y mi miedo, como gusten; la cuestión es que mis muchas taras me incapacitaban para llevar una vida normal, pero esta merma no afectó en absoluto a mi fortaleza física, que los años de mal trato y trabajo duro habían desarrollado hasta hacer de mí un hombre formidable, al menos en mi mitad izquierda. Esta circunstancia me libró de muchas penurias, pues en el mundo de los fenómenos de ferias la crueldad es moneda de cambio. Mi vigor impidió que sobre mí se ejercieran demasiados abusos, es más, era yo el despiadado y cruel con mis compañeros de deformidad. Así, Pottsdale, el feriante que era el dueño de la exhibición de fenómenos recién instalada en lo más céntrico de Londres a la que mis huesos habían ido a parar, me empleaba, además de para mostrar mi monstruosidad a muchachas gritonas y asustadizas, como el instrumento de autoridad entre mis compañeros indefensos.

El espectáculo de Pottsdale mostraba el lado oscuro del mundo como ninguno en el que haya estado. Allí convivíamos, no en armonía por cierto, las imágenes de la injusticia natural que la sociedad victoriana pudiente alejaba de sus vidas, con la esperanza de que a fuer de ignorarnos, dejáramos de existir. En esa cloaca de finales del Siglo de los Prodigios estábamos los frutos de la locura del mundo, las excreciones purulentas de ese diecinueve surgido del desarrollo industrial rampante mezclado con nostalgias de glorias perdidas. Allí languidecían el horrible Esqueleto Humano y el asombroso Hombre Sapo, la Mujer Serpiente y el voraz Hombre Lobo, las Siamesas y el Hombre más Gordo del Mundo, la Familia Diminuta y yo; hasta contábamos con la reciente incorporación de un domador de osos, con su plantígrado bailarín. Yo, habitual inquilino de palacios del feísmo al estilo del de Pottsdale, nunca vi lugar tan horroroso ni tan inmundo. Vivíamos en celdas, en un callejón cercano a Trafalgar Square, celdas que jamás se limpiaban. Así moraban algunos, pues yo en mi condición de brazo derecho del viejo Potts dormía con él, a los pies de su cama. Ellos, mis compañeros, permanecían el día entero encerrados allí, mientras que yo, junto con algunos como el rugiente Hombre Lobo, Eddie el domador de osos o Tom el enano, que compartían mi suerte como «amigos» de Potts, conservábamos un modo de vida más humano; no, menos animal. Los tres citados de hecho eran compañeros de juergas de nuestro patrón, compinches en alguna que otra fechoría, cuyos botines repartían como buenos camaradas piratas, dejando nada para mí; bastante era ya el no correr la suerte del resto de los monstruos. No obstante, mi olfato siempre me indicó que parte de los beneficios que sacaban de hurtos, pillajes y otras trapisondas, e incluso un buen pellizco de las ganancias de la exhibición de fenómenos iban a parar a otros bolsillos, pues en Londres el crimen andaba bien organizado, y era preciso lubricar muchas manos para que todos fueran felices en el reino del pecado.

Yo, por el contrario, carecía del intelecto suficiente para servir de algo más que no fuera mozo o sirviente, y a nadie rendía cuentas aparte de a Potts. Mis cometidos se reducían a dar de comer a los monstruos, administrar disciplina cuando era preciso y una vez a la semana entrar en cada cuartucho a tirar un cubo de agua en el suelo y recoger otro con las deposiciones de los inquilinos. El hedor era insoportable y aun así los visitantes no dejaban de acudir a los siete pases de cada tarde y los dos del domingo por la mañana. Claro, que alguien que paga un chelín para poder ver engendros desfigurados no debe ser muy remilgado en cuestión de olores.

Potts recogía en persona el dinero, bien adornado con chaqueta roja y hongo viejo, repeinando siempre sus abultadas patillas, prometiendo con cómico acento francés adornado de toda suerte de ademanes y grandes alardes, que por tan poco dinero iban a contemplar horrores traídos de los confines de la tierra, advirtiendo a las jóvenes excitadas y a los tipos que allí las llevaban como preámbulo de veladas más lúbricas, que si tenían corazones sensibles no entraran, voceando con tonos acartonados de feriante las excelencias de su negocio junto a
Pete
, el oso danzarín de Eddie, que pese a su considerable tamaño era capaz de bailar una agitada polca a los sones, dulces y estridentes a un tiempo, de la concertina de su amo; jamás vi animal mejor adiestrado.

Cuando Potts no podía ejercer de maestro de ceremonias lo hacía su mujer, Eliza, un ser gordo que en nada debería envidiar a nuestro George, el fenómeno de cuatrocientas libras que apenas podía respirar y se veía confinado de por vida en su celda, incapaz de salir de ella. Eso sí, ella era mucho más desagradable, dotada con una avidez insaciable por la cerveza y los bolsillos ajenos. Si era la señora de Potts la que abría las cortinas donde figuraba en sucias letras rojas:
L'exhibition de Phénoménes et d'Horreurs de tout le monde du monsieur Pott
, colgaduras que guardaban a Londres de contemplar el horrendo callejón, seguro que en ese pase se tendrían escasas ganancias. La desagradable fetidez de Eliza quitaba las ganas de ver a otro monstruo. Fuera quien fuese el recaudador, una vez recogidas las monedas, franqueaban el paso al callejón, y el público pasaba uno a uno por las celdas viejas donde cada cual hacíamos nuestro número. Éramos artistas como decía Burney, el Hombre Esqueleto, mientras se moría poco a poco.

Un arte incomprendido por el resto del mundo civilizado, si me permiten este cinismo. En una ocasión a punto estuvieron de cerrar el negocio, con la consecuente ruina de Pottsdale y la muerte segura de muchos de los «actores» de la farsa, que aunque obscena, triste e indigna de todo cristiano, era la única existencia que podíamos conseguir. Algunas buenas gentes se quejaron de que este era un espectáculo que ofendía a Dios nuestro Señor, más aún cuando se ofrecían pases en domingo. No creo que ninguno de nosotros faltáramos al Señor, más le llamaríamos a las lágrimas que a la ira, si como pienso el creador es antes piadoso que justiciero, o así me gusta a mí verlo, que cargo con tantos pecados.

Llegaron a presentarse policías dispuestos a cerrar tan bochornoso espectáculo, pero pocas leyes hay que guarden por los menos favorecidos y así, con suspender las sesiones del domingo, y despistar unas coronas aquí y allá entre los agentes, Potts siguió con su negocio. Poco después de que la policía de la City hiciera el amago de cierre y acabara con los pases de fin de semana, un tipo elegante, un médico o un científico dijo que era, apareció por el callejón. La visión de negocio de mi patrón le llevó a pensar que si nos habían quitado las jornadas de domingo, debíamos recuperar las pérdidas añadiendo matinés todos los días. Llevábamos una semana abriendo a las diez de la mañana, y ese día, poco antes de empezar, nadie se agolpaba en la entrada del callejón esperando que Potts saliera a pregonar las excelencias de su espectáculo. Londres estaba de luto. Dos días antes, el
Princess Alice
, el más popular de los vapores de recreo que hendían el Támesis, tuvo un mal encuentro con un buque carbonero cinco veces mayor que él en ruta a Newcastel.
El Princess Alice
se hundió en menos de cuatro minutos junto con seiscientos cuarenta pasajeros, doscientos más de los que debiera haber llevado. Desde ese día se estaban recogiendo cadáveres del río. Ante tragedias así, ni al más seco de los corazones le apetece ver monstruos.

Apareció no obstante ese caballero trajeado aguardando que las cortinas negras se descorrieran. Quería un pase privado. Era una circunstancia insólita, yo no recuerdo que Potts organizara funciones de esa índole, pero este señor pagó su buen dinero para que él y su sobrina, una joven muy hermosa y de aspecto delicado, pudieran contemplarnos. Dijo que se trataba de satisfacer cierta curiosidad académica.

—Mi sobrina, pese a su condición de mujer y su juventud, tiene algunas inquietudes científicas que a mí me gusta aliviar.

—Esa condición de que habláis salta a la vista —se relamió Potts con el sombrero roñoso en la mano y su falso y afeminado acento francés, mirando a la blanca niña vestida de encajes e ignorando los gruñidos de Eliza, que ya llevaba borracha desde el alba—, y las inquietudes que quiera aliviar
c'est votre affaire, et de votre petite niéce
. Eso sí, se hará cargo de que esto es un negocio,
mon a mi
, y de que somos muchos los que nos ganamos la vida con él. Si cerrara las puertas, mis pérdidas...
c'est terrible
. —Mentira, no aguardaban muchas más ganancias en la jornada de hoy. El pecador codicioso calló en cuanto el caballero mostró dos libras.

—La gentuza que frecuenta su «negocio» enturbiaría el carácter docente que trato de dar a esta visita —dijo entregando el dinero—. Por no hablar de que no son compañía deseable para mi sobrina.

La tal sobrina, que no dudo que lo fuera, peores cosas he visto, sonrió con núbil lascivia cuando las grasientas manos de Potts apretaron las monedas. Era una niña hermosa y conocedora de su belleza y de los deseos que removía en los hombres, incluyendo a su tío. No digo que fuera una buscona, pero la santidad tampoco la llamaba. Muchos hombres, incluyendo a Potts, traían aquí a putas para excitarse con ellas y no eran mujeres así, por allí solo veíamos a rameras de lo más tirado, no doncellas que ocultaban tras su castidad los vicios más torcidos. Eddie se enfadó, que aun siendo ahora feriante parecía venir del teatro, de las variedades o del circo, y le disgustaban estas exhibiciones grotescas. Mal enfado ese, porque poca cosa más que lo grotesco se mostraba allí. El dinero es el dinero, Potts era quien mandaba; empezó a golpear el suelo con su bastón, llamándonos a escena.

La exhibición empezó como de costumbre, por las celdas de la derecha hasta dar toda la vuelta al callejón.

—Bien,
nous commençons le notre
paseo a través de
les cruels caprices de la nature
por una de las criaturas
plus incroyables du monde
: aquí tenemos a
L'homme Araignée
, el Hombre Araña de Bengala, capaz de... —No, nada tan exótico como la India. Era Burney y había nacido en Manchester. El número del Hombre Esqueleto, el ser más delgado del mundo, capaz de pasar a través de collares de perros y de cinturones de delgadas bailarinas aburría. La gente prefería horrores peores, más sórdidos, y parece que un pobre infeliz al que se le prohibía comer seis de los siete días de la semana no era lo bastante espantoso. El mundo prefiere monstruos de verdad, así que a Potts, cuyo cerebro era una fuente continua de aberraciones, se le ocurrió hacerle andar a cuatro patas, retorcerse como un contorsionista, para lo que tenía cierto talento, y maquillarlo con hollines y cal. Ahí lo tenía: un espantoso y delgado ser arácnido.

Después la familia de enanos, Tom y Edna, con su pantomima trasnochada de disputa doméstica, incluyendo al pequeño
Tomy
, un monito con pañales que hacía las funciones de niño, feo y cómico. Donde
Pete
ha sido el animal más portentoso que jamás vi,
Tomy
es el más desagradable y malsano; extremos hay entre las bestias como en el hombre. No perdió mucho tiempo el caballero y su sensual sobrina en las aburridas bobadas de esa triste pareja, que no tenían gracia ni el día de su debut, menos entonces que ya llevaban repitiendo los chistes más de cinco años. Pasaron rápido al siguiente, a Irving, un anormal que padecía exceso de hirsutismo y un brillo malsano en su alma que le llevaba a cometer los peores actos, hazañas que avergonzarían al mismo Satanás y de las que se servía bien Potts. El Hombre Lobo apareció medio desnudo, gritando y golpeando contra los barrotes con sus colmillos de jabalí falsos asomando por la boca. La sobrina se pegó a su tío, y él acarició los rizos rojizos de la niña. Pottsdale sonreía y babeaba viendo la mirada brillante de la chiquilla con alma de puta.

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