—No había... —sonríen los visitantes, esta vez los dos—, mujeres en las proximidades.
—La única hembra que vi fue la de algún cocodrilo, y no son criaturas muy dadas al romance. —Golpea los brazos del sillón una vez más—. Yo era joven y Drummon no tanto, pero ambos teníamos un espíritu fogoso, así que nos veíamos obligados a satisfacer nuestras urgencias viriles por nuestros propios medios. Drummon, más creativo, horadó un tronco de ciprés, llenó el orificio de helechos y limo, se casó con él en una ceremonia en la que yo oficié como reverendo y, como es preceptivo, consumó su noche de bodas. Sí, como lo oyen, entiendo sus risas; no saben lo triste que puede ser la soledad. La llamaba su dulce Clementina... qué quieren que les diga, no sentía yo ese tipo de afecto por el reino vegetal, así que Drummon quedó con su señora y yo con mis hábitos onanistas. No me las daré de casto, negando que me entregara a ciertas prácticas con mi compañero propias de hombres que pasan mucho en solitario, ciertas... atenciones recíprocas sin, por descontado, llegar a cometer actos contra natura...
—Se masturbaron el uno al otro —dice Alto, abreviando tanto circunloquio.
—Veo que son hombres directos. Sí, una... o dos veces a lo sumo se produjo eso y luego no hablábamos de tales hechos. Y les juro que no llegamos a más, no soy ningún desviado, se lo puedo asegurar, todo lo contrario, desprecio sobremanera esas prácticas. Lo que ocurre es que los hombres solitarios y salvajes, degeneran, vuelven a un primitivismo ajeno a Cristo nuestro Señor... no quiero perder su tiempo en excusarme. El asunto es que yo dejé claro mis límites, y no pensé que esas satisfacciones mutuas significaban algo más para Drummon. Una noche desperté sobresaltado al notar la cara barbuda de mi camarada apretándose contra mis nalgas. No se rían, me gustaría verles en tal situación.
—Disculpe Aguirre —dice Lento—. La imagen de dos hombres en pantano, sucios y... no quiero burlarme...
—Lo entiendo —más golpecitos sobre el sillón—, y entiendan ustedes mi sorpresa cuando vi que no era solo su cara lo que ese viejo charlatán quería arrimar a mi trasero. Le di una patada, y luego tres más hasta que saltaron dos de los pocos dientes que conservaba, y escapé. Luego regresé, por mis cosas, y Drummon trató de disculparse, diciendo que había tomado demasiado de ese licor que destilaba de los helechos... yo lo amenacé con mi viejo mosquete sin cargar, asegurando que si lo veía otra vez, aunque fuera de lejos, le volaría la cabeza. Marché, busqué otra isla seca en medio del pantano a buena distancia y construí mi propia cabaña.
«Durante un año no hablé con otro ser humano, tal vez eso ha hecho que me vuelva tan locuaz en la vejez. Por primera vez olvidé cómo se hablaba, del mismo modo que olvidé la cuenta de los días, de los meses, todo era la subsistencia cotidiana, comer, beber, librarse de las alimañas; lo que incluía a las patrullas de soldados.
»Poco o nada supe de la contienda y poco o nada me importaba. En ocasiones, cuando me alejaba mucho de mi agujero, veía algún alma perdida en otra cochambrosa cabaña, un patán, aún más deshumanizado de lo que estábamos Drummon o yo, gente que se devoraba unos a otros, como lo oyen, más peligrosos que los soldados; poco miedo podía causarles mi arma herrumbrosa. Acabé prefiriendo la compañía de los cocodrilos que la de seres humanos, y ponía siempre distancia con los últimos. Un día no fui lo bastante rápido.
«Empezaba el sesenta y cuatro, yo ya no gastaba calendario, esto lo supe luego. Florida, que a nadie interesaba en el Norte según Drummon, se convirtió de pronto en objetivo de una campaña yanqui. Tras su derrota en Viksburg, los confederados habían perdido el abastecimiento desde Texas y Arkansas, de modo que Florida se había convertido en la fuente de sal y carne para todo el Sur. Los yanquis no tardaron en atacar. Aumentaron entonces las patrullas de los nuestros en busca de desertores, supongo que para conseguir más hombres para el frente, pero una partida de caza humana siempre es una jauría de lobos.
»La soledad no me molestaba, acabé queriéndola, pero la presencia de patrullas a la caza de desertores me hizo replantearme mi enfado con Drummon. Fui a buscarlo, al fin y al cabo el viejo bebía mucho de ese brebaje infernal y eso puede hacer cometer a un hombre actos que de natural ni imaginaría. Es de buen cristiano perdonar. Con estas y otras excusas fui un año después de nuestra agria separación a la cabaña que compartimos. Se alegró de verme, ni él ni yo mencionamos el incidente que causó la ruptura de nuestra pantanosa amistad. Rió con su boca desdentada, me invitó a un trago de su veneno casero y comenzó a contar sus eternas historias con voz torpe de no usarla.
«Drummon tenía planes. Ir al norte, como hacían los negros por el «Tren Subterráneo», hasta Canadá, y de allí a Europa. Él había nacido en Gales y hasta allí quería llegar, una tierra verde, no como los pantanos, un verde sano, fresco... Drummon se quedó adormecido con estos sueños y con mi promesa de acompañarlo. Me fui a mi choza, a por cuatro cosas, y al regresar por la mañana estaban matándolo.
»Lo habían colgado de Clementina y habían prendido fuego a sus pantalones. Seis tipos tan sucios y mugrientos como nosotros, con insignias de comisario, cazando desertores. Uno de ellos plantó una cámara de fotografiar y se puso a retratar a mi amigo muerto, ardiendo, con un cartel colgado al cuello que ponía: «
renegade
», mientras sus camaradas posaban ante el objetivo, brindando con el licor de Drummon. «Pagan bien por retratos de esta gentuza muerta, jefe», decía el fotógrafo.
»Me santigüé y me fui. Un mal paso dio conmigo en el suelo, hice ruido y la partida de asesinos saltó sobre mí. Maldije el momento en que decidí reconciliarme con Drummon, ahora me esperaba igual destino que el de aquel viejo degenerado. Fui a dar de bruces contra una raíz retorcida que me dejó aturdido. Recuerdo que alguien me levantaba gritando: «¡otro desertor, jefe, no sé si tendremos soga pa tantos!». Y luego oí risas y vi a esos seis animales sedientos de sangre, golpeándome y burlándose de mí. Me preguntaron mi nombre, de dónde era. Yo fingí no entender, me hice el idiota. Había visto a algún trastornado por esas tierras, gentes que no soportaban la soledad y el arrullo de los reptiles, o frutos de generaciones de consanguinidad, incapaces mantener la concentración por más de dos minutos. A esos pobres infelices, más cercanos a un buey que a un ser humano, difícilmente les harían nada, salvo alguna crueldad menor. No andaba equivocado, me golpearon, me zarandearon, uno me tiró al suelo y orinó encima de mí mientras sus compañeros reían. Por desgracia, uno de esos animales encontró mi casaca gris entre los bultos que había traído.
»—Un desertor —dijo el oficial—, también tiene derecho a ver el espectáculo, traedlo aquí.
»Me arrojaron a los pies de Drummon, tiraron de mi cabeza para atrás hasta que pude verlo arder, allí, colgando de su amada vegetal. Su guerrera gris encendida. Eso lo había matado, maldito cabezota, tenía que llevar siempre el uniforme, hasta que lo cogieron. En ese momento lo vi: los botones de su casaca estaban desparejos. En la distancia no podía distinguirlos bien, pero uno, el inferior, no lucía el mapa de Florida ni las estrellas. Era mi moneda. La moneda de Judas. Había estado ante mí todo el tiempo, escondida donde era más evidente, uno más entre los botones. Al final, no lo protegió. Ni a mí.
»—Buscad una rama —gritó el oficial. Ese era todo el juicio. Horrorizado, me eché a llorar y a suplicar por mi vida. ¿Qué ganaban esos energúmenos con este ir de asesinato en asesinato? ¿Qué bien hacía eso a la Confederación o a ellos mismos? Ninguno, amigos, ahora lo sé; la violencia, el salvajismo, es algo adictivo, más que el peor de los narcóticos. Aquel comisario que me miraba sin ápice de compasión había perdido todo objetivo en su vida, salvo el de hacer daño, el de matar. Extraña ha sido mi existencia que me ha llevado a encontrarme a estos abortos de Satanás, sin conciencia ni pudor alguno, vez tras vez...
—Pero se salvó —interrumpe Lento.
—Así es. Dios me guardaba para hechos mayores. Uno de esos rufianes tuvo un instante de creatividad, la única ocasión que su cerebro parió una idea debió ser ese día, estoy seguro. Propuso que, en vez de colgarme, me arrojaran a los caimanes. Al parecer ese tarado enfermo de sífilis llevaba varios días inquieto por los reptiles, deseando verlos en acción, y a su capitán le hizo gracia la idea. Me ataron, me cargaron sobre la grupa de uno de sus mulos y salimos en busca de cocodrilos, alejándonos del incandescente Drummon. No es tarea difícil en esos pantanos encontrar reptiles, así que pronto dieron con un marjal donde languidecía un grupo. Me bajaron del mulo y empezaron a empujarme hacia la orilla cenagosa, disparando a mis pies. Los caimanes se ocultaron al ruido de las balas, pero sabía que pronto saltarían sobre mí, antes incluso que mis pies rozaran el agua. Los disparos atrajeron a alguien más. Una patrulla de soldados apareció, ambos grupos se dieron el alto y se apuntaron; los soldados eran más. Quien capitaneaba esa columna era mi teniente, Ernest Holland, ahora capitán.
Los visitantes se cruzan de nuevo miradas, ahora cómplices, y sonríen.
—¿No me creen?
—No... no es eso...
—Sí, sí lo es, y no se lo censuro. Demasiada coincidencia, ¿no? Pues ya les digo que mi existencia no es más que un juego de coincidencias, cuyo objetivo fueron esos asesinatos. Créanme o no, pero les juro por mi vida... no, vida apenas queda en mí, les juro por la salvación de mi alma que era el mismo Holland del Segundo de Florida quien detuvo a esos asesinos, quien preguntó qué hacían y quien me reconoció.
»—A esta basura desertora hay que colgarla, capitán —dijeron mis captores—. No queremos cobardes entre nosotros. —Pero Holland andaba de recluta forzosa, haciendo levas entre la población para salvar Florida del ataque yanqui. Hasta tan al sur había llegado parte del Segundo, tratando de detener a los del Norte por cualquier modo.
»Holland me dio a elegir: o la prisión por desertor, a la que no tardaría en seguir la horca, o volver con mi regimiento original, con todos mis delitos borrados. Así retorné a la milicia. Holland me salvó la vida, para conducirme a otra muerte segura. No quería más guerra, me había hecho a los pantanos y a la vida salvaje, me había olvidado casi de hablar y la más mínima norma de urbanidad era un misterio para mí. Resulta peculiar con qué facilidad el hombre abandona la fina pátina de civilización y se vuelve tan salvaje como un piel roja. Lo he visto más de una vez. Todos esos modales, todos estos adelantos, son disfraces mal puestos sobre la verdadera naturaleza del hijo del Hombre, la que Dios nos dio y nosotros hemos corrompido con la maldita ciencia.
—¿Reniega de la ciencia? —pregunta Alto—, ¿pese a que le ha permitido llegar a una edad que sus abuelos no hubieran soñado?
—Precisamente. Si me escucha verá que esa ciencia que tanto pondera es el mejor invento del demonio, el segundo mejor.
—Vamos —replica su compañero, mientras saca un reloj de su chaleco—, si le pregunta no acabaremos. Decía... teniente Holland y...
—Capitán por entonces. El mismo afeitó mi barba y rapó mi cabeza, me adecentó, y alejado de tanta mugre volví a la civilización con un solo baño, recuperado para el ahora ya muy laureado Segundo de Infantería de Florida. Casualidades y paradojas que el azar ha dibujado en el mapa de mi vida. De nuevo en mi regimiento y en la peor de las ocasiones, porque mi destino me condujo hacia Olustee. ¿Conocen esa batalla? Les supongo caballeros instruidos y estoy seguro que en los libros de historia la batalla de Olustee figura como la más sanguinaria de la guerra, y ocurrió en mi estado natal. Ya he mencionado que los yanquis habían tomado interés por la Florida rebelde, y así, en febrero del sesenta y cuatro, el general Seymour embarcó sus tropas en el norte para intentar tomar la muy disputada Jacksonville por cuarta vez. El objetivo era cortar las líneas de abastecimiento confederadas desde el centro de Florida, aprehender todo el algodón, carne y madera posible, conseguir recluta de negros, que abundaban por allí tanto como los desertores, e inducir a los unionistas del este de Florida a formar un gobierno. Sí, pese a que fuimos el tercer estado en optar por la secesión, el antibelicismo cundió pronto entre la población.
»Los Confederados conocieron esta maniobra y pronto se dispusieron a la defensa. El general Finegan, un viejo irlandés baqueteado por los trabajos de la guerra, juzgó que el lugar más oportuno para detener la ofensiva yanqui era la estación de ferrocarril de Olustee. Con el lago Ocean Pound a la izquierda y pantanos infranqueables a la derecha, era un cuello de botella para nuestros amigos del norte, así Finegan escogió el emplazamiento del infierno, y pidió socorro al generar Beuregard, jefe de las tropas en Georgia, Carolina del Sur y Florida, que pronto buscó hombres para mandar al sur.
»E1 siete de febrero los yanquis tomaron Jacksonville sin excesivas complicaciones, y siguieron hacia el oeste. Al día siguiente nos echaron del campamento Finegan y del Ten Mile Run, llegando hasta cerca Lake City, cincuenta millas al oeste de Jacksonville. Parecía que no iban a parar, que remontarían el Swannee para volar el puente de Lake City o llegar a la misma Tallahassee. Incluso el secretario personal de Lincoln viajó hasta allí a tratar con los unionistas locales; la campaña parecía un éxito. Lo único que pudo hacer Finegan fue lanzar pequeñas escaramuzas, en las que yo todavía no intervine, con el fin de parar el avance yanqui en espera de las tropas que Beuregard mandaba desde el norte. Poco a poco nuestro número fue engrosando con las nuevas incorporaciones, la mayoría veteranos soldados de Savannah, Georgia, hasta alcanzar los cinco mil hombres, y les aseguro que de entre esos cinco mil yo era el más asustado, inmerso en la premura que se respiraba allí, la certeza de que ese era el momento de parar a los yanquis.
»E1 veinte de febrero, más de cinco mil yanquis agrupados en tres brigadas de infantería, otra de caballería y una última de artillería de apoyo, salieron de Jacksonville hacia Lake City, siguiendo las vías del tren, coreados por el manifiesto desprecio de las buenas gentes del Sur, que voceaban a su paso: «volveréis más rápido de lo que avanzáis». Al mediodía, nuestra caballería comenzó con algunas refriegas sueltas, tratando de frenar el avance, que duraron el resto del día a medida que los de azul se acercaban.
»Yo estaba cerca de la estación, en un batallón que le decían «Bonaud», formado por el veintiocho de artillería de Georgia, restos del Segundo de Florida, el capitán Holland entre otros, y reclutas del país alistados a última hora, como yo mismo. Había pasado todo el día con la pala, construyendo abundantes y fuertes parapetos, trincheras y emplazamientos para las piezas de artillería en la lengua de tierra sólida entre el lodazal pantanoso y el lago, o midiendo distancias para los artilleros y dejando allí marcas. Serían las dos la tarde cuando oímos el combate. A solo dos millas de donde estábamos, que fuera una serie de escaramuzas empezó a recrudecerse. A la hora, el humo anunciaba que ya estábamos en medio de una batalla.