»—Papaíto ha venido a curarte, hijo. —Sus manos empezaron a recorrerle el pecho, pero no había allí la asepsia o el interés de un médico. Ese contacto, con la mano abierta y ansiosa, como si quisieran atrapar todo el sudor que perlaba el tórax de Bob, tenía algo feo y lúbrico que se agarró a mi corazón y aún no me ha soltado en todos estos años. Sus manos llegaron hasta la cabeza ensangrentada y metió con fuerza los dedos por su boca—. Papaíto está para cuidar de ti.
»Empezó a morder los pezones de Bobby. Yo no podía decir nada. Estaba malherido y puede que no fuera capaz de levantarme y luchar con ese canadiense, pero podía gritar, debía haber gritado. En cualquier otro momento, con cualquier otra persona que no fuera Tumblety, habría gritado.
»No lo hice.
»Tenía miedo, mucho. El terror me paralizó. Vi en los movimientos procaces y siniestros de Tumblety el monstruo que escondía. El doctor indio me daba miedo, más allá de los actos de horrenda depravación que estaba viendo, y soy un chico de campo que ha pasado una guerra, he visto de todo en cuanto a indignidades se refiere.
»No hice nada.
»Arrancó las vendas de los muñones con el entusiasmo del malnacido de Lincoln rompiendo las cadenas de sus negros, frotó su cara contra ellos, los mordió, quería devorarlos. Bobby no gritaba, gemía entre el dolor y el delirio mientras el monstruo acariciaba sus partes pudendas. Apretaba los restos de las amputaciones ensangrentadas y cogió el miembro del pobre Bobby... caballeros, me perdonarán que sea tan explicito pero los hechos lo requieren. El «beso francés», ya saben.
»Los sollozos de mi amigo cobraron sentido: me llamó. Tumblety se incorporó babeando y me miró con sus ojos de muerte, ojos sin un ápice de alma en ellos. Y volví a asesinar a un amigo. Me callé, fingí dormir, dejé que Tumblety volviera su iracunda atención a su presa, le dio media vuelta y sodomizó el medio cuerpo del pobre Bunny Bob mientras apretaba su cabeza vendada contra la almohada. Lo violó y lo mató.
Los visitantes están sudando. Alto se retira el bombín y pasa un pañuelo por la frente amplia y empapada. El calor de la habitación parece haber cobrado vida, se ha enfadado y crecido a medida que la historia de Aguirre progresa. Los ruidos del enfermo, sus lamentos, quedaron solos, señores de aquel nicho, hasta que el propio Aguirre vuelve a hablar.
Si pudiera llorar lo haría. Antes les dije que mis actos posteriores purgaron mis primeros años de pecados, no estoy tan seguro, no de esta última falta, no de dejar morir así a Bobby...
—Creo... —dice Lento—, el médico dijo que Bunny Bob va a morir esa noche, y deliraba... tal vez no dio cuenta...
Le agradezco ese gesto de misericordia, caballero, pero Bob se dio cuenta de todo, y pidió auxilio, y yo me quedé allí paralizado, fingiendo dormir y dando gracias por primera vez de mi monstruosidad que alejaba a ese demonio de mí. He pasado años añadiendo justificaciones; estaba herido, débil, delirando... —Ninguno de los dos visitantes dice nada. Dejan que el silencio y el calor hablen por ellos—. Nada... nada que decir, ¿cierto, señores? Esperaban... un relato de miedo, como los de los seriales baratos, entre espesas brumas... espesas brumas, silbatos de policía y luces de gas, y se encuentran con el horror crudo, el verdadero... Mons... Monstruo; no mis rasgos deformes, sino las crueldades que el hombre hace al hombre. Ya saben dónde empezó todo el horror, allí... allí, en el hospital de Old Capitol, el veinticinco de mayo de mil ochocientos sesenta y cinco...
—Espere —dice el Alto—, aún no entiendo qué relación hay...
Las puertas se abren y entra el hombre de la bata blanca.
—Ya es suficiente, se acabó el tiempo.
—Vaya, mi severo cuidador —dice Aguirre—. Más... más que enfermero para los achaques de mi vejez essss... es un carcelero cruel, ¿verdad, amigo? No más cruel que otros muchos que han cerrado mis celdas... habrá... que resignarse... Vengan mañana y... les contaré todo sobre... el Ajedrecista... —Poco a poco su voz va perdiendo volumen, hasta que cesa, con la caída de su cabeza lisa sobre el pecho. Los visitantes abandonan la habitación en compañía del hombre de la bata blanca. Fuera, el aspecto del pasillo oscuro y sucio de techo abovedado es tan sórdido como el cuarto donde Raimundo Aguirre se ve recluido. El cuidador mira por los cristales las soledades de su paciente.
—Qué, ¿satisfechos? —dice—. Supongo que no les ha defraudado.
—Más que satisfecho —ríe Alto—. Algo sorprendente. Con lo que ha contado ahí, deprisa y corriendo, podría escribir diez libros.
—Puede —dice Lento—. No el libro que le interesa, de eso no ha contado nada. Deberíamos hablar más con él.
—Ya conocen la tarifa. Si pagan podrán charlar los tres juntos cuanto quieran...
—Sí, ya dejó clara situación...
—Yo no tengo tan claro esta... transacción —dice Alto mientras cuelga sombrero y levita del perchero que hay a la salida del pasillo—. Todo lo que he oído ahí no son más que absurdos sin sentido, o historias delirantes salidas de una...
—Curioso. —Lento se quita la levita también.
Para usted. No le entiendo, parece divertirse con todo esto, y hemos venido a hacer un trabajo, al menos yo. Todas estas invenciones y embustes me hartan.
—Oigan, yo no me invento nada —se apresura a cortar la discusión el hombre de la bata, a quién daremos también un nombre a partir de ahora, por comodidad: «Celador»—. Les dije que estaba aquí y lo que él contaba. No puedo imaginar historias así. Si él miente es otra cosa...
—No es mentira —dice Lento—. Es... exagerar, que... altera los... ocurridos. Es poco confuso en fechas, puede que añada algo para... ¿mejorar... hacer más?
—Aderezar el cuento —lo ayuda su compañero.
—Sí. Pero no miente del todo. Es cierto que Francis Tumblety estuvo en Old Capitol en sesenta y cinco, y que lo involcr... que estaba inv...
—Involucraron.
—Sí, lo involucraron en la muerte de Lincoln. El resto tal vez podamos comprobarlo...
—¿Le cree?
—No sé. Solo verlo ya ha disminuido mucho el... umbral de mi creencia... de mi credulidad. ¿O a usted le parece algo habitual?
—Procuro ser más suspicaz, es parte de mi trabajo. Puede ser todo un truco de este señor y su...
—Oiga, sin faltar. Un servidor se limita a mantenerlo vivo, no sé nada...
—Pues déjenos tocarlo.
—No, es muy delicado, ¿acaso son ustedes médicos, o saben de...?
—No importa —interrumpe Lento la discusión de los otros dos, que ya empezaban a encararse con algo más de hostilidad—. Trataremos de comprobar lo contado. ¿Mañana podemos volver?
—Vengan al caer la tarde. Ya saben, por las obras. Y ya conocen el precio y condiciones. Por supuesto, la necesaria discreción es requisito...
—De acuerdo. Veremos qué nos tiene que contar sobre el Ajedrecista.
Non Omnis Moriar
Martes
Imagino las montañas tal y como las describía el amigo Torres. Verde hasta emborrachar los ojos, castaños y hayas meciéndose en paz al arrullo del ábrego, el aire claro, nuevo, los calores del verano tienen que ser amables allá en el Valle de Iguña. Recibió mi carta recién fallecido su primogénito, y no sé a qué milagro postal he de agradecer el hecho de que llegara a ese pueblecito de Portolín, donde por entonces había fijado residencia con su esposa. Poco interés debía de tener en su estado por las noticias que le llegaran de alguien que apenas conoció diez años atrás cuando, conseguida ya su licenciatura en ingeniería, decidió recorrer Europa e impregnarse allí del ambiente artístico y de todo el saber que en aquella época de inocencia se prometía tan dichoso.
Imagino que andaría no lejos de su casa, sosegado en la frescura del atardecer de agosto, restañando con serenidad su pérdida, en la medida que es posible sanar dolor tan grande, mientras observaba cómo su mujer descendía por el pequeño teleférico de madera desde el cercano prado de Venenales, crujiendo al paso lento de un par de vacas que tiraban de los cables. En la mano, abandonada pero aún sin tirar, seguro que llevaba mi carta, prorrogada por la nota de un diligente miembro de la legación española en Londres.
Querido señor Torres:
Le escribo la que acompaña a la presente al dictado de este buen señor, Raimundo Aguirre, que siendo poco instruido me ha rogado que le hiciese el favor en virtud del conocimiento mutuo y, quiero creer también, de la amistad que a ambos nos une y a mí me honra. Vi al hombre apurado, asegurando que se trataba de un asunto muy importante que le atañe a usted. Accedí a esta petición por el buen recuerdo que dejó aquí su visita hace años y porque dio muestras de conocerle; si al final resulta en algún bien para usted, como afirma Aguirre, me sentiré más que complacido.
Aun así, le advierto que el tal Aguirre parece un truhán de muy baja estofa, y andaría yo con cien ojos si tuviera que tratar con él. Si me atrevo a seguirle la corriente ha sido por caridad cristiana, pues parecía urgirle mucho el mandarle estas letras, la misma compasión que intuyo le movió a usted para frecuentar su compañía. Si soy engañado por mi buena fe, sea, no quisiera pecar de impiedad por exceso de suspicacia. Desde luego, tampoco querría que usted, un caballero de tanta valía como demostró en su pasada estancia y un compatriota por demás, se viera perjudicado por algo en lo que mi mano, aún inocente, hubiera tomado parte. Así que le digo: ande con pies de plomo, señor Torres, que una mirada a la espalda ha salvado más de una reputación y hasta alguna vida.
Debido a que desconozco su dirección actual, enviaré la carta a Madrid, a la residencia de sus padres. Si no viviera en esa ciudad, seguro que se la harán llegar allá donde resida ahora.
Nada más y espero que todo sea para bien. Me despido esperando verle pronto por esta ciudad, a la que siempre estarán invitados usted y los suyos, y que se ennoblecerá por la presencia de un caballero español de tan altas virtudes. Por supuesto, le proporcionaremos acomodo a su gusto en cuanto nos haga saber las fechas en que disponga venir, como en su pasada visita.
Un saludo cordial.
Don Ángel Ribadavia
Secretario de Primera Clase
Embajada española en Londres, Reino Unido
Este tan laudatorio señor Ribadavia no era en realidad un gran amigo de Torres. Ambos se conocían por esa brevísima visita que hizo a Londres diez años atrás, donde acudió al joven diplomático recomendado a través de su padre, quien tenía cierta amistad con la familia de Ribadavia, para buscar ayuda al manejarse en aquel país, del que desconocía hasta su lengua. Entonces era un joven agregado recién asignado a la embajada, emprendedor, con iniciativa e impaciente por agradar. En diez años había alcanzado un importante puesto tanto en la legación española como en la sociedad londinense. Luego resultó un hombre cabal, un tanto singular, y de gran ayuda para Torres... No se apuren, vuelvo a la historia.
A esta carta le seguía la mía, del puño y letra de don Ángel.
Londres, a 3 de abril de 1888
Estimado señor:
Espero que se encuentre bien, y que goce de buena salud y fortuna. Disculpe el atrevimiento al dirigirme a usted así, tras tantos años, la urgencia del motivo que me mueve a escribirle lo justifica.
Vamos al asunto. Aspiro, pese a lo insignificante de mi persona, a que me recuerde de su pasada visita a esta isla. Yo no olvido las muchas gentilezas que tuvo para conmigo. Fue amable en extremo y se portó como el caballero que seguro es. Es por esto que su nombre ha sido el primero que ha venido a mi memoria en cuanto me he visto obligado a tratar el asunto que a continuación le expongo.
Obra en mi poder ese objeto que fue el catalizador de nuestro pasado encuentro. Le adjunto con esta misiva parte de él, que usted bien reconocerá, para que sirva de garantía de lo que le digo. Disculpe que no sea más explícito, pero apelo a su claridad de mente que hace innecesario más detalles, y a su buen juicio, que le hará entender la discreción que es preciso llevar en todo asunto referente a un objeto tan valioso y codiciado como el que nos ocupa.
Valoro mucho esta pieza, sobre todo tras escuchar las explicaciones al respecto que dio aquel oficial amigo de usted, pero lamentablemente y como en mí es habitual, no gozo en la actualidad de una situación desahogada y me veo a mi pesar obligado a desprenderme de ella. Muchos me han hecho ofertas, pero me resisto a vender algo así a una persona de menos merecimiento, a algún mercader que poco sabría del valor y la importancia del artículo en cuestión. Por eso me atrevo a dirigirme a usted, ofreciéndole yo la pieza en perfecto funcionamiento por la cantidad de cincuenta libras. Sé que es un precio mucho menor de su valor real, la urgencia de mis necesidades me impulsan a esta mengua en la tasa.
Si desea la compra debiera venir usted a Londres por él, pues me es imposible desplazarme, y menos con el objeto, hasta España. Apresúrese; mi situación es desesperada y mucho me temo que tenga que malvenderlo a un anticuario o feriante de poco gusto. Así, también es preciso que disponga de la cifra en metálico en el momento de la transacción, que efectuaremos en cuanto usted desee. De momento me alojo en la Pensión Comunal de Crossingham, en el 35 de Dorset Street, Spitalfields, Londres. En caso de verme obligado a cambiar mi residencia, dejaría la nueva al encargado.
Un saludo, y espero sinceramente verle a no mucho tardar. Solo usted tiene los conocimientos y el paladar para apreciar semejante obra.
Se despide, siempre suyo:
Raimundo T. Aguirre
Pensativo, extraería del bolsillo de su chaqueta el objeto que yo había mandado junto con la carta: la cazoleta de una pipa vieja y sin tiro, la prueba de que no mentía y de mi sincera intención de vender el hallazgo al único hombre que fue amable conmigo desde el desdichado Bunny Bob.
Luz, su mujer, no pudo tardar mucho en llegar al final del pequeño trayecto aéreo de doscientas yardas, donde unos hombres le ayudarían a descender de la silla, esos mismos lugareños que sonreían y se maravillaban del artefacto de ese extraño señor, alto y amable, que «no trabajaba en nada». Triste y serena debía ir mientras se acercaba, dando las gracias a los que le tendían una mano, tomaría en brazos a su alborozado hijo... no recuerdo su nombre, si es que andaba allí retozando, e iría pronto hacia su marido.
—Es muy cómodo —diría desde la distancia mientras se acercaba—, y no lo parecía.