El tío Petros y la conjetura de Goldbach

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

 

El tío Petros vive retirado de la vida social y familiar, entregado al cuidado de su jardín y a la práctica del ajedrez. Su sobrino, sin embargo, descubre un día por azar que el tío Petros fue un matemático eminente, profesor en Alemania e Inglaterra, niño prodigio en esta disciplina y estudioso totalmente absorto en sus investigaciones científicas. Como irá descubriendo el sobrino, y el lector con él, la vida de Petros Papachristos ha girado durante años entorno a la famosa conjetura de Goldbach, un problema en apariencia sencillo, pero que durante más de dos siglos y medio nadie ha conseguido resolver: cualquier número par mayor que dos es igual a la suma de dos números primos.

Apóstolos Doxiadis nos abre las puertas de una extraordinaria aventura personal inscrita en el ámbito de las matemáticas, donde personajes ficticios conversan con eminentes estudiosos históricos como Hardy, Ramanujan, Turing y Gödel. En esta novela las matemáticas adquieren una dimensión simbólica, y los esfuerzos de un estudioso por resolver un enigma reflejan la lucha del ser humano por conquistar lo imposible.

A pesar de referirse a las matemáticas y su historia, la obra no se aleja nunca del género literario, y más que describir problemas y conceptos, presenta una perspectiva de la vida en el interior de la comunidad matemática mundial, a nivel profesional y humano.

Apóstolos Doxiadis

El tío Petros y la conjetura de Goldbach

ePUB v1.1

LeoLuegoExisto
03.09.12

Título original (en griego):
O Theios Petros kai i Eikasia tou Goldbach

Apóstolos Doxiadis, 1992

Traducción del inglés al castellano: Maria Eugenia Ciocchini, 2001

Editor original: LeoLuegoExisto (v1.0, v1.1)

ePub base v2.0

Arquímedes seguirá siendo recordado cuando el

mundo haya olvidado a Esquilo, porque las lenguas

mueren y las ideas matemáticas no. Puede ser que

«inmortalidad» sea una palabra absurda, pero

quizás un matemático tenga más probabilidades

que nadie de acercarse a su verdadero significado.

C. H. Hardy

Apología de un matemático

Uno

Toda familia tiene su oveja negra; en la nuestra era el tío Petros.

Sus dos hermanos menores, mi padre y el tío Anargyros, se aseguraron de que mis primos y yo heredáramos sin cuestionar la opinión que tenían de él.

—El inútil de mi hermano Petros es uno de los fiascos de la vida —decía mi padre cada vez que se le presentaba la ocasión.

Durante las reuniones familiares —que el tío Petros tenía por costumbre evitar—, el tío Anargyros acompañaba la mención de su nombre con gruñidos y muecas de disgusto, desdén o simple resignación, dependiendo de su humor.

Sin embargo, debo reconocerles algo: en el aspecto económico los dos lo trataban con escrupulosa justicia. A pesar de que él no asumía ni una mínima parte del trabajo y las responsabilidades de dirigir la fábrica que los tres habían heredado de mi abuelo, mi padre y el tío Anargyros siempre entregaban al tío Petros su parte de los beneficios. (Esto se debía a una fuerte lealtad familiar, otro legado común).

El tío Petros, a su vez, les pagó con la misma moneda: dado que no había tenido hijos propios, cuando murió nos dejó a nosotros, sus sobrinos, vástagos de sus magnánimos hermanos, la fortuna que había estado multiplicándose en su cuenta bancaria y que él prácticamente no había tocado.

A mí en particular, su «sobrino favorito» (según sus propias palabras), me dejó el legado adicional de su magnífica biblioteca, que por mi parte doné a la Sociedad Helénica de Matemáticas. Sólo me quedé dos libros: el volumen diecisiete de
Opera Omnia
, de Leonhard Euler, y el número treinta y ocho de la revista científica alemana
Monatshefte für Mathematik und Physik
. Estos humildes recuerdos tenían un significado simbólico, ya que delimitaban las fronteras de la historia esencial de la vida del tío Petros. El punto de partida es una carta escrita en 1742, contenida en el primer volumen, en la que el desconocido matemático Christian Goldbach hace al gran Euler una peculiar observación aritmética. Y su fin, para decirlo de algún modo, se encuentra en las páginas 183-198 de la erudita publicación alemana, en un estudio titulado «Sobre sentencias formalmente indecidibles de
Principia Mathematica
y sistemas afines», escrito en 1931 por el todavía desconocido matemático vienés Kurt Gödel.

♦ ♦

Hasta mediados de mi adolescencia sólo vi al tío Petros una vez al año, durante la tradicional visita del día de su santo, la fiesta de san Pedro y san Pablo, el 29 de junio. La costumbre había sido impuesta por mi abuelo, y como consecuencia de ello se había convertido en inviolable en una familia tan apegada a las tradiciones como la nuestra. Todos viajábamos a Ekali, que hoy es un suburbio de Atenas pero en aquellos tiempos parecía un caserío aislado en la selva, donde el tío Petros vivía solo en una casa pequeña, rodeada de un gran jardín y un huerto.

La actitud desdeñosa de mi padre y el tío Anargyros para con su hermano mayor me había intrigado enormemente durante la infancia, hasta convertirse poco a poco en un auténtico enigma. Tan grande era el contraste entre el cuadro que pintaban de él y la impresión que yo me había hecho a través de nuestro escaso contacto personal, que incluso una mente tan inmadura como la mía se veía empujada a especular al respecto.

En vano observaba al tío Petros durante nuestra visita anual, buscando en su apariencia o conducta señales de inmoralidad, indolencia u otro rasgo reprobable. Sin embargo, salía bien parado de cualquier comparación con sus hermanos. Éstos eran impacientes, a menudo francamente groseros en su trato con la gente, mientras que el tío Petros era diplomático, considerado y siempre tenía un brillo afable en sus hundidos ojos azules. Los dos más jóvenes fumaban y bebían mucho, pero Petros no bebía nada más fuerte que agua y sólo inhalaba el aire perfumado de su jardín. Además, a diferencia de mi padre, que era corpulento, y de tío Anargyros, que era directamente obeso, Petros lucía una saludable delgadez, producto de una vida físicamente activa y abstemia.

Con los años, mi curiosidad fue en aumento. Sin embargo, para mi gran desconsuelo, mi padre se negaba a darme cualquier información sobre el tío Petros, más allá de la estereotipada y desdeñosa cantilena según la cual era «uno de los fiascos de la vida». Fue mi madre quien me puso al corriente de sus actividades diarias (no podían calificarse de ocupación): se levantaba por la mañana al despuntar el alba y pasaba la mayor parte de las horas diurnas trabajando afanosamente en el jardín, sin ayuda de un jardinero ni de ninguna de las máquinas modernas que podrían haberle ahorrado esfuerzos (sus hermanos atribuían equivocadamente este hecho a su tacañería). En raras ocasiones salía de casa, pero una vez al mes visitaba una pequeña institución filantrópica fundada por mi abuelo, a la que ofrecía sus servicios gratuitos de tesorero. De vez en cuando iba a «otro sitio», que mi madre nunca especificó. Su casa era una auténtica ermita; salvo por la invasión anual de la familia, jamás recibía visitas. El tío Petros no tenía vida social. Por las noches permanecía en casa y —en este punto mi madre bajó la voz y continuó casi en susurros— «se enfrascaba en sus estudios».

El comentario despertó mi curiosidad de inmediato.

—¿Estudios? ¿Qué estudios?

—Sólo Dios lo sabe —respondió mi madre, empujando mi infantil imaginación a invocar visiones de esoterismo, alquimia o algo peor.

Poco después una información inesperada me ayudó a identificar el misterioso «otro lugar» que frecuentaba el tío Petros. Me la facilitó alguien a quien mi padre había invitado a cenar.

—El otro día vi a tu hermano Petros en el club. Me venció con una Karo-Cann —anunció nuestro convidado.

—¿Qué quiere decir? —interrumpí, ganándome una mirada furiosa de mi padre—. Qué es una Karo-Cann?

Nuestro convidado explicó que se refería a una jugada de apertura de ajedrez que llevaba el nombre de sus inventores, los señores Karo y Cann. Por lo visto, el tío Petros iba de vez en cuando a un club de ajedrez en Patissia, donde indefectiblemente derrotaba a sus contrincantes.

—¡Qué jugador! —exclamó el invitado con admiración—. Si participara en los torneos oficiales, ya sería un gran maestro.

En ese punto mi padre cambió de tema.

La reunión familiar anual se celebraba en el jardín. Los adultos se sentaban alrededor de una mesa que habían dispuesto en un pequeño patio pavimentado, donde bebían y mantenían conversaciones triviales mientras los dos hermanos más jóvenes se esforzaban (aunque sin mucho éxito) por ser corteses con el homenajeado. Mis primos y yo jugábamos entre los árboles del huerto.

En cierta ocasión, decidido a desvelar el misterio del tío Petros, pedí permiso para usar el lavabo. Buscaba una oportunidad para examinar el interior de la casa, pero me llevé una gran decepción cuando mi tío señaló un pequeño excusado contiguo al cobertizo del jardín. Al año siguiente, el clima cooperó con mi curiosidad. Una tormenta de verano obligó a mi tío a abrir las puertas y a conducirnos a un lugar que a todas luces el arquitecto había diseñado como salón. También era obvio, no obstante, que el propietario no lo usaba para recibir visitas. Aunque había un sofá, estaba inapropiadamente colocado mirando a una pared. Entraron las sillas del jardín, las dispusieron en semicírculo y nos sentamos como deudos en un velatorio de provincias.

Yo miré alrededor, haciendo un rápido reconocimiento. Los únicos muebles que al parecer se utilizaban todos los días eran el desvencijado sillón que estaba junto a la chimenea y una mesa pequeña situada a su lado; sobre ella había un tablero de ajedrez con las piezas colocadas como si hubiera una partida en curso. Junto a la mesa, en el suelo, había una pila de libros y revistas de ajedrez. De modo que allí era donde el tío Petros se sentaba cada noche. Los estudios que había mencionado mi madre debían de ser estudios de ajedrez. ¿O no?

No debía precipitarme a sacar conclusiones, ya que de pronto se abrían nuevas posibilidades especulativas. El elemento más destacable de la estancia donde estábamos sentados, aquel que lo hacía tan diferente del salón de nuestra casa, era la abrumadora presencia de libros; había innumerables volúmenes por todas partes. Aparte de que todas las paredes visibles de la sala, el pasillo y el vestíbulo estaban forradas de estanterías desde el suelo hasta el techo, en la mayor parte del suelo había altas pilas de libros. Casi todos eran viejos y ajados.

Al principio escogí el camino más fácil para responder mis dudas sobre su contenido:

—¿Qué son todos esos libros, tío Petros? —pregunté.

Se produjo un silencio tenso, como si acabara de mentar la soga en casa del ahorcado.

—Son… viejos —respondió él en tono vacilante tras echar una rápida mirada a mi padre. Sin embargo, parecía tan nervioso mientras buscaba la respuesta y su sonrisa era tan forzada, que no me atreví a pedir explicaciones.

Una vez más recurrí a la estratagema del lavabo. En esta ocasión el tío Petros me acompañó a un retrete situado junto a la cocina. Mientras él regresaba al salón, solo y fuera de la vista de los demás, aproveché la oportunidad que yo mismo había creado. Tomé el libro que estaba arriba de todo en la pila más cercana del pasillo y lo hojeé con rapidez. Por desgracia estaba en alemán, un idioma con el que no me encontraba, ni me encuentro, familiarizado. Para colmo, la mayor parte de las páginas estaban plagadas de misteriosos símbolos que jamás había visto: ∀, ∃, ∫ y ∈. Entre ellos distinguí algunos más inteligibles, como +, =, y √ intercalados con números y letras latinas y griegas. Mi mente racional superó las fantasías cabalísticas: ¡eran libros de matemáticas!

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