El tío Petros y la conjetura de Goldbach (9 page)

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

En la primavera de ese año, Petros recibió una breve nota de Hardy en la que éste le comunicaba la muerte por tuberculosis de Srinivasa Ramanujan, a la edad de treinta y dos años, en un barrio pobre de Madrás. Su primera reacción ante la triste noticia lo desconcertó, incluso lo inquietó. Bajo un sentimiento superficial de pesar por la pérdida del extraordinario matemático y del afable, humilde y cortés amigo, Petros experimentó en su fuero interno una absurda alegría al saber que aquel cerebro prodigioso ya no estaba en la liza de la teoría de números.

Nunca había temido a nadie. Sus dos rivales más cualificados, Hardy y Littlewood, estaban demasiado preocupados por la hipótesis de Riemann para pensar seriamente en la conjetura de Goldbach. David Hilbert, a la sazón reconocido como el matemático vivo más importante del mundo, y Jacques Hadamard, el único otro especialista en teoría de números, ya no eran más que veteranos distinguidos: con casi sesenta años de edad, se los consideraba auténticos vejestorios para las matemáticas creativas. Pero hasta el momento Ramanujan le había inspirado verdadero terror. Su intelecto prodigioso era la única fuerza capaz de disputarle su trofeo. A pesar de las dudas que le había expresado a Petros acerca de la validez general de la conjetura de Goldbach, si Ramanujan hubiera decidido concentrar su genio en el problema… Quién sabe; quizás hubiese conseguido probarla a pesar de sí mismo, ¡acaso su amada diosa Mamakiri le hubiera ofrecido la solución en un sueño, cuidadosamente escrita en sánscrito en un pergamino!

Pero había muerto, y no existía un auténtico riesgo de que alguien llegara a la solución antes que Petros. Sin embargo, cuando lo invitaron a la gran facultad de Matemáticas de Gotinga para dar una conferencia en memoria de Ramanujan sobre la contribución de éste a la teoría de números, evitó deliberadamente mencionar sus investigaciones sobre particiones por temor a animar a alguien a buscar posibles conexiones con la conjetura de Goldbach.

A finales del verano de 1922 (casualmente el mismo día en que su país se vio conmocionado por la noticia de la destrucción de Esmirna), Petros tuvo que hacer frente a su primer gran dilema.

La ocasión fue particularmente afortunada: mientras daba un largo paseo por el cercano Speichersee, después de meses de arduo trabajo y en un instante de súbita iluminación, concibió una idea sorprendente. Se sentó en la terraza de un bar y tomó notas en el cuaderno que siempre llevaba consigo. Luego regresó a Múnich en el primer tren y estuvo desde el atardecer hasta el amanecer trabajando en los detalles, repasando con atención su silogismo. Cuando hubo terminado experimentó por segunda vez en su vida (la primera había sido junto a Isolda) un sentimiento de total satisfacción, de dicha absoluta. ¡Había conseguido probar la hipótesis de Ramanujan!

Durante sus primeros años de trabajo en la conjetura había acumulado unos cuantos resultados intermedios, los denominados «lemas» o teoremas menores, algunos de los cuales eran de indudable interés, material suficiente para varias publicaciones interesantes. Sin embargo, nunca había pensado con seriedad en hacerlos públicos. Aunque eran bastante respetables, ninguno de ellos podía calificarse de descubrimiento importante, ni siquiera para los criterios esotéricos de alguien que se dedicaba a la teoría de números.

Pero de pronto las cosas eran diferentes.

El problema que había resuelto durante el paseo por el Speichersee tenía especial importancia. Si bien en relación con su trabajo en la conjetura seguía siendo un paso intermedio y no el objetivo final, se trataba de un teorema profundo e innovador por derecho propio que abría nuevos horizontes a la teoría de números. Arrojaba una nueva luz sobre el problema de las particiones, aplicando el teorema previo de Hardy-Ramanujan de un modo que nadie había sospechado, y mucho menos demostrado, antes. Sin lugar a dudas, su publicación le garantizaría un reconocimiento en el mundo de las matemáticas muy superior al que había obtenido con su método para resolver ecuaciones diferenciales. De hecho, era probable que lo catapultara a las primeras filas de la pequeña pero selecta comunidad internacional de teóricos de números, prácticamente al mismo nivel que sus grandes estrellas: Hadamard, Hardy y Littlewood.

Si hacía público su descubrimiento, también abriría camino a otros matemáticos que sobre su base podrían obtener nuevos resultados y expandir los límites del campo de una manera que un investigador solitario, por brillante que fuera, apenas podía soñar. Los resultados que éstos obtuvieran, a su vez, ayudarían a Petros en la búsqueda de la prueba de la conjetura de Goldbach. En otras palabras, al publicar el «teorema de las particiones de Papachristos» (como es natural, la modestia le obligaba a esperar a que sus colegas le dieran oficialmente ese nombre), conseguiría una legión de colaboradores voluntarios y no remunerados.

Por desgracia, la moneda tenía otra cara: uno de esos nuevos colaboradores no remunerados (ni deseados) podía topar con una forma mejor de aplicar sus teoremas y, ¡Dios no lo quisiera!, probar la conjetura de Goldbach antes que él.

No necesitó pensarlo mucho. Los riesgos eran muy superiores a los posibles beneficios. No publicaría su descubrimiento. Por el momento, el teorema de las particiones de Papachristos permanecería en absoluto secreto.

♦ ♦

Rememorando los viejos tiempos en mi beneficio, tío Petros señaló que esa decisión había marcado un hito en su vida. Según dijo, a partir de ese momento las dificultades comenzaron a multiplicarse.

Al negarse a publicar su primera contribución verdaderamente importante a las matemáticas, se había puesto bajo una doble presión. A la constante, angustiosa ansiedad ante el paso de días, semanas, meses y años sin llegar al objetivo deseado, se añadía la preocupación que suponía la posibilidad de que alguien hiciera el mismo descubrimiento y le robara la gloria.

El reconocimiento oficial que había conseguido hasta entonces (un descubrimiento que llevaba su nombre y una cátedra en la universidad) no era desdeñable; pero entre los matemáticos el tiempo se mide de forma diferente. Ahora estaba en pleno apogeo de su capacidad, en una fase de creatividad que no podía durar mucho tiempo. Era el momento de hacer su gran descubrimiento, si es que estaba destinado a hacerlo.

Dado que llevaba una vida de aislamiento casi absoluto, nadie podía ayudarle a aliviar la tensión.

La soledad del investigador matemático no se parece a la de ningún otro. En un sentido literal, vive en un universo totalmente inaccesible, tanto para el público en general como para su entorno inmediato. Ni siquiera las personas más allegadas pueden compartir sus penas y alegrías, pues les resulta casi imposible comprender su contenido.

La única comunidad a la que puede pertenecer un matemático creativo es la de sus colegas, pero Petros se había aislado voluntariamente de ellos. Durante sus primeros años en Múnich había accedido en ocasiones a aceptar la proverbial hospitalidad de los académicos para con los recién llegados. Sin embargo, cuando aceptaba una invitación era un auténtico calvario para él conducirse con normalidad, comportarse de manera afable y conversar de temas insustanciales. Debía controlar constantemente su tendencia a distraerse con ideas de la teoría de números y luchar contra sus frecuentes impulsos de salir corriendo hacia su casa y su escritorio, poseído por un pálpito que exigía atención inmediata. Por suerte, quizás a causa de sus frecuentes negativas o su evidente incomodidad en las reuniones sociales, las invitaciones se hicieron cada vez más escasas y por fin, para gran alivio de Petros, cesaron por completo.

Huelga decir que nunca se casó. Naturalmente, la explicación que me dio al respecto —según la cual casarse con otra mujer habría sido una traición a su gran amor, la «amada Isolda» —era una simple excusa. De hecho, tenía plena conciencia de que en su vida no había cabida para otra persona. Vivía obsesionado por sus investigaciones. La conjetura de Goldbach exigía que se entregara a ella en cuerpo y alma y le dedicara todo su tiempo.

♦ ♦

En el verano de 1925, Petros obtuvo un segundo resultado importante, que en combinación con el teorema de las particiones permitía observar desde una nueva perspectiva muchos de los problemas clásicos de los números primos. En su opinión, extremadamente objetiva y bien informada, su trabajo constituía una auténtica revolución. La tentación de publicar comenzó a ser abrumadora. Lo atormentó durante semanas, pero una vez más consiguió resistirla. Nuevamente decidió guardar el secreto por miedo a abrir camino a inoportunos intrusos. Ningún resultado intermedio, por importante que fuera, podría desviarlo de su objetivo original. ¡Probaría la conjetura de Goldbach costara lo que costara!

En noviembre de ese año cumplió los treinta, una edad emblemática para el matemático investigador, prácticamente el primer paso en la madurez.

La espada de Damocles, cuya presencia Petros se había limitado a intuir durante años, imaginándola suspendida en la oscuridad en algún punto por encima de él (y catalogándola como «el declive de las facultades creativas») se volvió casi tangible. Con creciente frecuencia empezó a sentir su amenaza mientras estaba inclinado sobre sus papeles. El invisible reloj de arena que marcaba su apogeo creativo se convirtió en una presencia constante en el fondo de su mente, empujándolo de vez en cuando a crisis de pánico y ansiedad. Durante todos los momentos de vigilia le angustiaba la posibilidad de estar alejándose ya de la cumbre de sus facultades intelectuales. Las preguntas zumbaban en su mente como mosquitos: ¿obtendría otros descubrimientos tan importantes como los dos primeros?, ¿habría comenzado ya el inevitable declive sin que él lo advirtiera? Cada pequeño olvido, cada insignificante error de cálculo, cada fugaz pérdida de concentración conducía a la ominosa cantilena: «¿He pasado ya mi mejor momento?».

En esa época se produjo la breve visita de la familia que mi padre ya me había descrito, y aunque hacía muchos años que no la veía, la consideró una intrusión inoportuna e incómoda. Petros sentía que el poco tiempo que pasaba con sus padres y sus hermanos menores se lo robaba al trabajo, y cada instante lejos de su escritorio en beneficio de los suyos era, en su opinión, una pequeña dosis de suicidio matemático. Al final de la visita se sintió más frustrado que nunca.

La necesidad de aprovechar el tiempo se convirtió en auténtica obsesión, hasta el punto de que decidió eliminar de su vida cualquier actividad que no estuviera directamente relacionada con la conjetura de Goldbach, a excepción únicamente de aquellas que no podía reducir más allá de un mínimo necesario, como dar clases y dormir. Sin embargo, acabó reduciendo las horas de sueño por debajo de ese mínimo. La ansiedad constante le produjo insomnio, un trastorno agravado por el consumo de café, que es el combustible de los matemáticos. Con el tiempo, la obsesión constante por la conjetura no le permitió un solo momento de paz. Conciliar o mantener el sueño era cada vez más difícil y a menudo tenía que recurrir a los somníferos. Del uso ocasional pasó al uso continuado, y comenzó a subir las dosis de manera alarmante, hasta adquirir dependencia, y todo ello sin ningún efecto benéfico.

♦ ♦

Por esa época aproximadamente recibió un inesperado estímulo en la misteriosa forma de un sueño. A pesar de su total escepticismo ante los fenómenos sobrenaturales, Petros lo vio como un hecho profético, un buen presagio llegado directamente del Paraíso Matemático.

No es inusual que los científicos abstraídos en un problema de difícil solución continúen elucubrando durante el sueño. Y aunque Petros nunca tuvo el honor de recibir visitas nocturnas de la Namakiri de Ramanujan ni de ninguna otra deidad que le hiciera revelaciones (un hecho que no debe sorprendernos, habida cuenta de su profundo agnosticismo), un año después de volcarse de lleno a la conjetura empezó a tener ocasionales sueños matemáticos. De hecho, sus primeras visiones de la dicha amorosa en brazos de la «amada Isolda» se espaciaron, dando paso a sueños con los números pares, que aparecían personificados como parejas de gemelos. Éstos representaban complicadas y sobrenaturales pantomimas, una especie de coro silencioso de los números primos, que eran peculiares seres hermafroditas y semihumanos. A diferencia de los mudos números pares, los primos a menudo hablaban entre sí, casi siempre en un lenguaje ininteligible, mientras interpretaban absurdos pasos de baile. (Según admitió él mismo, la coreografía del sueño podía estar inspirada en una representación de
La consagración de la primavera
, de Stravinskí, a la que Petros había asistido poco después de llegar a Múnich, cuando aún tenía tiempo para esas banalidades). Los curiosos seres sólo hablaban en casos excepcionales y siempre en griego clásico, acaso como tributo a Euclides, que les había atribuido la infinitud. Incluso cuando sus parloteos tenían algún significado lingüístico, el contenido matemático era trivial o absurdo. Petros recordaba específicamente una de sus frases:
hapantes protoi perittoi
, que significa «todos los primos son impares», una proposición claramente falsa. (Según otra acepción de la palabra
perittoi
, también podría significar «todos los primos son inútiles», una interpretación que, curiosamente, nunca se le ocurrió a mi tío).

Sin embargo, en unos pocos casos los sueños tuvieron alguna utilidad y Petros logró deducir de las palabras de los protagonistas pistas que condujeron sus investigaciones hacia caminos interesantes e inexplorados
[9]
.

El sueño que mejoró su ánimo se produjo pocas noches después de que Petros obtuviera su segundo resultado importante. No fue un sueño específicamente matemático, sino laudatorio, y consistió en una única imagen, un reluciente
tableau vivant
de una belleza extraordinaria. Leonhard Euler aparecía en un extremo y Christian Goldbach (aunque nunca había visto un retrato suyo, supo de inmediato que se trataba de él) en el otro. Los dos hombres sujetaban una corona de oro sobre la cabeza de una figura central, que era nada más y nada menos que él mismo, Petros Papachristos. La tríada proyectaba una aureola de luz cegadora.

El mensaje del sueño no podía ser más claro: Petros conseguiría probar la conjetura de Goldbach.

Animado por el cariz glorioso de esta visión, volvió a adoptar una actitud optimista y se entregó a su tarea con renovado vigor. Concentraría todas sus fuerzas en la investigación, decidió. No se permitiría la mínima distracción.

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