El tío Petros y la conjetura de Goldbach (4 page)

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

—No quiero verte haciendo unos estudios que te conducirán al fracaso y la desdicha. En consecuencia, te pido que me hagas la firme promesa de que no te convertirás en matemático a menos que descubras que tienes un talento extraordinario. ¿Aceptas?

Aquello me desconcertó.

—Pero ¿cómo puedo determinar eso, tío?

—No puedes ni necesitas hacerlo —respondió con una sonrisita artera—. Lo haré yo.

—¿Tú?

—Sí. Te pondré un problema que te llevarás a casa y tratarás de resolver. Según lo que hagas con él, podré juzgar mejor si tienes madera de gran matemático.

La propuesta me inspiró sentimientos contradictorios: detestaba las pruebas, pero me fascinaban los retos.

—¿Cuánto tiempo tendré? —pregunté.

El tío Petros entornó los ojos mientras sopesaba la cuestión.

—Mmm… Bien, digamos que hasta el comienzo del curso lectivo, el primero de octubre. Serán casi tres meses.

Ignorante de mí, pensé que en tres meses era capaz de resolver no uno sino cualquier número de problemas matemáticos.

—¿Tanto?

—Bueno, el problema será difícil —contestó—. No cualquiera puede resolverlo, pero si tienes dotes para ser un gran matemático, lo conseguirás. Naturalmente, deberás prometer que no pedirás ayuda a nadie ni consultarás libros.

—Lo prometo —dije.

Me miró fijamente.

—¿Eso significa que aceptas el trato?

Solté un profundo suspiro.

—¡Lo acepto!

Sin pronunciar una palabra, el tío Petros se marchó y al cabo de unos instantes regresó con lápiz y papel. Adoptó una actitud expeditiva, de matemático a matemático, y dijo:

—He aquí el problema… Supongo que ya sabrás algo sobre números primos, ¿no?

—¡Desde luego, tío! Un número primo es un entero mayor que 1 que no tiene divisores aparte de sí mismo y de la unidad. Por ejemplo, 2, 3, 5, 7, 11, 13 y así sucesivamente.

Parecía satisfecho con la exactitud de mi definición.

—¡Estupendo! Ahora dime, ¿cuántos números primos hay? De pronto, me sentí un ignorante.

—¿Cuántos?

—Sí, cuántos. ¿No te lo han enseñado en el colegio?

—No.

Mi tío sacudió la cabeza con expresión de disgusto ante la baja calidad de la enseñanza de matemáticas en Grecia.

—De acuerdo, te lo diré porque vas a necesitarlo: los números primos son infinitos, según demostró por primera vez Euclides en el siglo III antes de Cristo. Su prueba es una joya por su belleza y simplicidad. Usando el método de
reductio ad absurdum
, de reducción al absurdo, en primer lugar da por sentado lo contrario de lo que desea probar, es decir que los números primos son finitos. Luego…

Con rápidos y vigorosos trazos en el papel y unas pocas palabras aclaratorias, el tío Petros escribió para mí la prueba de nuestro sabio antecesor, dándome también el primer ejemplo de las verdaderas matemáticas.

—… Lo que sin embargo es contrario a nuestra hipótesis previa —concluyó—. La serie finita lleva a una contradicción, ergo los números primos son infinitos.
Quod erat demonstrandum.

—Eso es fantástico, tío —dije, fascinado por el ingenio de la demostración—. ¡Es tan simple!

—Sí —respondió con un suspiro—, muy simple, pero no se le ocurrió a nadie antes de que Euclides lo demostrara. Piensa en la lección que se oculta tras esto: a veces las cosas parecen sencillas sólo en retrospectiva.

Yo no estaba de humor para filosofar.

—Sigue, tío. Ponme el problema que tengo que resolver. Primero lo escribió en un papel y luego lo leyó en voz alta.

—Quiero que intentes demostrar —dijo— que todo entero par mayor que 2 es igual a la suma de dos primos.

Reflexioné por un instante, rezando con fervor por una inspiración repentina que me permitiera vencerlo con una solución instantánea. Sin embargo, no llegó, y me limité a decir:

—¿Eso es todo?

Tío Petros sacudió un dedo a modo de advertencia.

—¡No es tan sencillo! Para cada caso en particular que puedas considerar, 4 = 2 + 2, 6 = 3 + 3, 8 = 3 + 5, 10 = 3 + 7, 12 = 7 + 5, 14 = 7 + 7, etcétera, es obvio, aunque cuanto mayor es el número más complicado es el cálculo. Sin embargo, puesto que los números pares son infinitos, es imposible enfocar el problema caso por caso. Tendrás que hallar una demostración general, y sospecho que eso te resultará más difícil de lo que crees.

Me puse en pie.

—Por difícil que sea, lo conseguiré —afirmé—. Empezaré a trabajar de inmediato.

Mientras me dirigía hacia la puerta del jardín, me llamó por la ventana de la cocina.

—¡Eh! ¿No te llevas el papel con el problema?

Soplaba una brisa fresca y aspiré el aroma de la tierra húmeda. Creo que nunca en mi vida, ni antes ni después, me he sentido tan dichoso como en ese breve instante, ni tan lleno de confianza, expectación y gloriosa esperanza.

—No lo necesito, tío —grité—. Lo recuerdo perfectamente: todo entero par mayor que 2 es igual a la suma de dos primos. Te veré el primero de octubre con la solución.

Su severo recordatorio me llegó cuando ya estaba en la calle:

—¡No olvides nuestro trato! —gritó—. ¡Sólo podrás ser matemático si resuelves el problema!

♦ ♦

Me esperaba un verano difícil.

Por suerte, en los calurosos meses de julio y agosto mis padres siempre me despachaban a casa de mi tío materno en Pylos. Eso significaba que estaría fuera de la vista de mi padre y no tendría el problema adicional (como si el que el tío Petros me había dado no fuera suficiente) de hacer mi trabajo en secreto. En cuanto llegué a Pylos desplegué mis papeles sobre la mesa del comedor (en verano siempre comíamos fuera) y declaré a mis primos que hasta nuevo aviso no estaría disponible para ir a nadar, jugar o visitar el teatro al aire libre. Empecé a trabajar en el problema de la mañana a la noche, con mínimas interrupciones.

Mi tía me importunaba con su bondad natural.

—Te esfuerzas demasiado, cariño. Tómatelo con calma. Estás de vacaciones y has venido aquí a descansar.

Sin embargo, yo había decidido que no descansaría hasta la victoria final. Trabajaba incesantemente, garabateando una página tras otra, enfocando el problema desde todas las perspectivas posibles. A menudo, cuando estaba demasiado cansado para el razonamiento deductivo abstracto, probaba casos específicos, preguntándome si el tío Petros me habría tendido una trampa pidiéndome que demostrara algo obviamente falso. Después de innumerables divisiones había creado una tabla de los primeros cien números primos (una versión primitiva y casera de la criba de Eratóstenes
[1]
) que luego procedí a sumar, en todas las parejas posibles, para confirmar que el principio era verdadero. Busqué infructuosamente, dentro de esos límites, un número que no cumpliera la condición requerida, pero todos podían expresarse como la suma de dos primos.

En algún momento de mediados de agosto, después de trasnochar innumerables días y tomar infinidad de cafés griegos, pensé durante unas pocas horas felices que lo tenía, que había llegado a la solución. Llené unas cuantas páginas con mi razonamiento y se las envié a tío Petros por correo expreso.

Llevaba apenas unos días saboreando mi triunfo cuando el cartero me trajo un telegrama:

Lo único que has demostrado es que todo número par puede expresarse como la suma de un primo y un impar, lo cual es obvio. Stop.

Tardé una semana en recuperarme de mi primer fracaso y el primer golpe a mi orgullo; pero me recuperé, y aunque con cierto desaliento reanudé el trabajo, esta vez empleando el método de
reductio ad absurdum
.

«Supongamos que existe un número par n que no puede expresarse como la suma de dos primos. Entonces…»

Cuanto más trabajaba en el problema, más evidente parecía expresaba una verdad fundamental con respecto a los enteros, la materia prima del universo matemático.

Pronto empecé a preguntarme sobre la forma precisa en que los números primos están distribuidos entre los demás enteros o el procedimiento por el cual, dado un cierto número primo, nos conduce al siguiente. Sabía que esa información me habría resultado extremadamente útil en mi tarea y en un par de ocasiones sentí la tentación de consultar un libro. Sin embargo, me mantuve fiel a mi promesa de no buscar ayuda externa, y no lo hice.

El tío Petros había dicho que la demostración de Euclides de la infinitud de los números primos era la única herramienta que necesitaba para encontrar la prueba. Sin embargo, no estaba haciendo progresos.

♦ ♦

A finales de septiembre, pocos días antes de empezar mi último curso lectivo, fui otra vez a Ekali, taciturno y desmoralizado.

—¿Y bien? —me preguntó el tío Petros en cuanto nos sentamos, después de que yo rechazara con frialdad su brebaje de cerezas ácidas—. ¿Has resuelto el problema?

—No —respondí—. La verdad es que no lo he hecho.

Lo último que deseaba en ese momento era describir mis fallidos intentos o escuchar cómo él los analizaba para mí. Es más; no tenía ninguna curiosidad por descubrir la solución, la prueba del enunciado. Lo único que quería era olvidar cualquier cosa relacionada con los números, ya fueran pares o impares… por no mencionar los primos.

Pero el tío Petros no estaba dispuesto a dejarme escapar fácilmente.

—Entonces la cuestión está zanjada —dijo—. Recuerdas nuestro trato, ¿verdad?

Encontré exasperante esa necesidad de ratificar formalmente su victoria (dado que, por alguna razón, estaba convencido de que me consideraba vencido). Sin embargo, no iba a darle el gusto de que me viera humillado.

—Desde luego, tío, y estoy seguro de que tú también lo recuerdas. El trato era que no me convertiría en matemático a menos que resolviera el problema…

—¡No! —me interrumpió con súbita vehemencia—. ¡El trato era que a menos que resolvieras el problema, harías la firme promesa de no convertirte en matemático!

Lo miré con expresión ceñuda.

—Exactamente —convine—, y dado que no he resuelto el problema…

—Ahora harás la firme promesa de que no te convertirás en matemático. —Se interrumpió, dando énfasis por segunda vez a las mismas palabras, como si su vida (o más bien la mía) dependiera de ello.

—Claro —repuse, esforzándome por aparentar indiferencia—, si eso te complace, te haré la firme promesa de no convertirme en matemático.

Su voz se volvió dura, cruel incluso cuando dijo:

—No se trata de que me complazcas, jovencito, ¡sino de que cumplas tu trato! ¡Tienes que jurarme que te mantendrás alejado de las matemáticas!

Mi malestar se convirtió de pronto en auténtico odio.

—Muy bien, tío —dije con frialdad—. Te juro que me mantendré alejado de las matemáticas. ¿Estás satisfecho?

Me puse de pie, pero él alzó la mano en un ademán amenazador.

—¡No tan rápido!

Con un movimiento rápido sacó un papel del bolsillo, lo desplegó y me lo puso delante de la nariz.

Decía lo siguiente:

Yo, el abajo firmante, estando en plena posesión de mis facultades, por la presente prometo solemnemente que, habida cuenta que no he demostrado una capacidad superior para las matemáticas y en virtud del acuerdo hecho con mi tío, Petros Papachristos, nunca estudiaré en una institución de educación superior con el fin de obtener un título en Matemáticas ni trataré por ninguna otra vía de desempeñar una profesión en el campo de las matemáticas.

Lo miré con incredulidad.

—¡Firma! —ordenó mi tío.

—¿Qué sentido tiene esto? —gruñí, ya sin esforzarme por disimular mis sentimientos.

—Firma —respondió sin conmoverse—. ¡Un trato es un trato!

Dejé su mano extendida, sujetando la estilográfica suspendida en el aire, saqué mi bolígrafo y firmé. Sin darle tiempo a decir nada más, le arrojé el papel y corrí hacia la puerta del jardín.

—¡Espera! —gritó, pero yo ya estaba en la calle.

Corrí y corrí hasta que dejé de oírlo. Entonces me detuve, y todavía sin aliento, me derrumbé y lloré como un niño lágrimas de ira, frustración y vergüenza.

♦ ♦

No vi al tío Petros ni hablé con él durante mi último curso en el instituto, y en el mes de junio siguiente busqué una excusa para faltar a la visita familiar a Ekali.

Sin duda, mi experiencia del verano anterior había tenido el resultado que el tío Petros había deseado y previsto. Al margen de mi obligación de cumplir con mi parte del «trato», había perdido todo deseo de convertirme en matemático. Afortunadamente, los efectos secundarios no fueron extremos ni mi rechazo total, por lo que mi rendimiento en los estudios siguió siendo excelente. En consecuencia, me admitieron en una de las mejores universidades estadounidenses. En el momento de matricularme declaré que pensaba hacer la licenciatura en Económicas, una elección que acaté hasta el tercer año de carrera
[2]
. Aparte de las asignaturas obligatorias, Cálculo Elemental y álgebra Lineal (dicho sea de paso, saqué sobresaliente en ambas), no hice ningún otro curso de Matemáticas en mis primeros dos años.

La brillante (al menos al principio) estratagema de tío Petros se había basado en la aplicación del determinismo absoluto de las matemáticas a mi vida. Había corrido un riesgo, desde luego, pero lo había calculado bien: las probabilidades de que yo descubriera la identidad del problema que me había asignado en los primeros y elementales cursos universitarios de Matemáticas eran mínimas. El campo al que pertenece el problema es Teoría de Números, que sólo se enseñaba en las asignaturas optativas para aspirantes a la licenciatura en matemáticas. En consecuencia, era razonable suponer que, siempre que cumpliera mi promesa, terminaría mis estudios (y tal vez mi vida) sin descubrir la verdad.

La realidad, sin embargo, no es tan fiable como las matemáticas y las cosas salieron de otra manera.

El primer día de mi tercer año me informaron de que el Destino (¿quién si no puede disponer coincidencias semejantes?) había decidido que compartiera mi habitación de la residencia universitaria con Sammy Epstein, un muchacho canijo de Brooklyn, famoso entre los estudiantes del primer ciclo porque era un prodigio de las matemáticas. Sammy obtendría su título ese mismo curso, con apenas diecisiete años, y aunque oficialmente todavía no había terminado la licenciatura, todas las asignaturas que cursaba pertenecían al doctorado. De hecho, ya había empezado a trabajar en su tesis doctoral en Topología Algebraica.

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