El tío Petros y la conjetura de Goldbach (16 page)

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

—Calla. ¡Mira allí!

Un personaje de aspecto curiosísimo acababa de entrar por la puerta. Era un hombre escuálido de unos sesenta años y estatura mediana, vestido con un voluminoso abrigo y un gorro de lana encajado hasta las orejas. Se detuvo por un instante y echó un vistazo a la sala a través de los gruesos cristales de sus gafas.

Nadie le prestó atención; era evidente que se trataba de un parroquiano. Caminó despacio hacia la mesa donde estaban el té y el café sin saludar a nadie, se sirvió una taza de agua caliente sola y fue a sentarse junto a la ventana. Se quitó el abrigo con lentitud. Debajo llevaba una gruesa chaqueta y al menos cuatro o cinco jerséis, visibles a través del cuello.

—¿Quién es ese tipo? —pregunté.

—Adivina.

—No tengo la menor idea. Parece un pordiosero. ¿Está chalado o qué?

Sammy soltó una risita.

Es el instrumento de perdición de tu tío, el hombre que le dio una excusa para abandonar su profesión, nada más y nada menos que el padre del teorema de la incompletitud, ¡el gran Kurt Gödel!

Me quedé boquiabierto.

—¡Cielo santo! ¿Ése es Kurt Gödel? Pero ¿por qué va vestido así?

—Por lo visto, y contrariamente a la opinión de los médicos, está convencido de que tiene el corazón débil y de que éste se parará a menos que lo proteja con todas esas prendas.

—¡Pero aquí hace calor!

Sammy esbozó una sonrisa cómica.

—El moderno sumo sacerdote de la lógica, el nuevo Aristóteles, no estaría de acuerdo con tu conclusión. ¿A cuál de los dos debo creer? ¿A él o a ti?

En el camino de regreso a la universidad, Sammy expuso su teoría:

—Creo que la locura de Gödel, pues no cabe duda de que padece cierta clase de locura, es el precio que ha pagado por acercarse demasiado a la verdad en su forma más pura. Cierto poema dice que «la gente no soporta demasiada realidad» o algo por el estilo. Piensa en el árbol del conocimiento bíblico o en el Prometeo de vuestra mitología. Las personas como él han ido más allá que el común de los mortales, han llegado a saber más de lo que un hombre necesita saber y deben pagar por su arrogancia.

El viento levantaba las hojas secas en remolinos alrededor de nosotros. Suspiré.

—Ve a saber —dije.

♦ ♦

Ahora resumiré una larga historia (la mía):

No llegué a ser matemático, pero no fue por culpa de las estratagemas de mi tío Petros. Aunque su desprecio «intuitivo» de mis facultades influyó en la decisión alimentando una inseguridad constante, pertinaz, la verdadera razón fue el miedo.

Los ejemplos de los
enfants terribles
que aparecieron en el relato de mi tío —Srinivasa Ramanujan, Alan Turing, Kurt Gödel y por último, aunque no menos importante, él mismo— me indujeron a preguntarme si de verdad tenía posibilidades de convertirme en un gran matemático. Eran hombres que a los veinticinco años, o incluso menos, habían abordado y resuelto problemas de dificultad inconcebible e importancia colosal. En este sentido, yo había salido a mi tío: no quería convertirme en una mediocridad ni acabar siendo una «tragedia viviente», para usar sus propias palabras. El tío Petros me había enseñado que en el mundo de las matemáticas sólo se reconoce a los grandes, y dentro de esta clase particular de selección natural, la única alternativa a la gloria es el fracaso. Sin embargo, dado que en mi ignorancia seguía confiando en mis aptitudes, lo que temía no era el fracaso profesional.

Todo comenzó con la penosa visión del padre del teorema de la incompletitud vestido con una multitud de prendas de abrigo, el gran Kurt Gödel convertido en un viejo loco y patético, bebiendo agua caliente totalmente aislado de los demás en el salón del Instituto de Estudios Avanzados.

Cuando regresé a mi universidad, leí las biografías de los grandes matemáticos que habían desempeñado algún papel en la historia de mi tío. De los seis que había mencionado, sólo dos, apenas un tercio, habían tenido una vida personal que podría considerarse más o menos feliz y, curiosamente, en términos comparativos eran los menos relevantes: Carathéodory y Littlewood. Hardy y Ramanujan habían intentado suicidarse (el primero por dos veces) y Turing lo había conseguido. Como ya he dicho, Gödel se encontraba en un estado lamentable
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. Si añadía al tío Petros a la lista, las estadísticas eran aún más desoladoras. Aunque todavía admiraba el valor y la perseverancia que había demostrado en la juventud, no podía decir lo mismo de la manera en que había decidido desperdiciar la segunda parte de su existencia. Por primera vez lo vi tal cual era: un desdichado recluso sin vida social, ni amigos, ni aspiraciones, que mataba el tiempo con problemas de ajedrez. En modo alguno era el prototipo de un hombre con una vida plena y satisfactoria.

La teoría de Sammy sobre la arrogancia de esos genios me persiguió desde el momento en que la oí, y después de mi breve incursión en la historia de las matemáticas la acepté sin reservas. Sus palabras sobre los peligros de acercarse demasiado a la verdad en su forma más pura resonaban constantemente en mi cabeza. El proverbial «matemático loco» estaba más cerca de la realidad que de la fantasía. Empecé a ver a los grandes artífices de la Reina de las Ciencias como polillas atraídas por una luz cruel, brillante pero abrasadora y feroz. Algunos no pudieron resistir por mucho tiempo, como Pascal y Newton, que cambiaron las matemáticas por la teología. Otros escogieron maneras de huir peligrosas e improvisadas: lo primero que me viene a la memoria es el temerario arrojo de Evariste Galois, que lo condujo a la muerte. Finalmente, algunas mentes prodigiosas enloquecieron. Georg Cantor, el padre de la teoría de conjuntos, pasó los últimos años de su vida en un manicomio. Ramanujan, Hardy, Turing, Gödel y tantos otros fueron polillas locamente enamoradas de la luz brillante; se acercaron demasiado, se les quemaron las alas y cayeron muertos.

Poco después llegué a la conclusión de que aun en el caso de que poseyera el gran don de esos hombres (algo en lo cual, tras escuchar la historia del tío Petros, había empezado a dudar), no deseaba padecer su suplicio personal.

Por lo tanto, entre el Escila de la mediocridad por una parte y el Caribdis de la locura por la otra, decidí abandonar el barco. Aunque en junio obtuve mi licenciatura en Matemáticas, ya había solicitado plaza en la facultad de Económicas, un medio que no suele ser campo de cultivo de tragedias.

Sin embargo, debo añadir que nunca me he arrepentido de los años en que albergué la esperanza de convertirme en matemático. Aprender matemáticas de verdad, incluso la pequeña porción que yo aprendí, ha sido la más valiosa lección de mi vida. Es obvio que uno no necesita conocer el sistema axiomático de Peano-Dedekind para afrontar los problemas cotidianos, y el dominio de la clasificación de grupos finitos simples no es una garantía de éxito en los negocios; pero el profano en la materia no puede ni imaginar el placer del que se le ha privado. La amalgama de Verdad y Belleza revelada mediante la comprensión de un teorema importante no puede obtenerse mediante ninguna otra actividad humana, a menos que también la proporcione la mística (no estoy en condiciones de saberlo). Aunque mi formación en esta esfera fue escasa y sólo equivalió a mojarme los dedos de los pies en la orilla del inmenso mar de las matemáticas, marcó mi vida para siempre permitiéndome vislumbrar un mundo superior. Sí; hizo que la existencia del Ideal fuera más creíble, casi tangible.

Siempre estaré en deuda con el tío Petros por esa experiencia, ya que nunca habría hecho semejante elección si no lo hubiese tenido como modelo.

♦ ♦

Mi decisión de abandonar la carrera de Matemáticas fue una agradable sorpresa para mi padre (el pobre se había sumido en una profunda desesperación durante mis años de licenciatura), que se alegró aun más al enterarse de que iba a pasarme a Económicas. Cuando empecé a trabajar con él en la empresa familiar, después de terminar mis estudios y hacer el servicio militar, su felicidad fue por fin completa.

A pesar de este cambio radical en mi vida (¿o acaso debido a él?) mi relación con el tío Petros mejoró mucho cuando regresé a Atenas, ya sin el menor vestigio del resentimiento que había sentido hacia él. Una vez que me hube adaptado a la rutina del trabajo y la vida familiar, las visitas al tío Petros se convirtieron en un hábito, si no en una necesidad. Nuestro contacto era un estimulante antídoto contra el yugo del mundo real. Verlo me ayudaba a mantener viva esa parte del yo que la mayoría de las personas pierde, u olvida, en la madurez: el soñador, el aventurero o, sencillamente, el niño que llevamos dentro, como quieran llamarlo. Sin embargo, nunca comprendí qué le aportaba a él mi amistad, aparte de la compañía que afirmaba no necesitar.

Durante mis visitas a Ekali no hablábamos mucho, ya que encontrarnos un medio de comunicación más apropiado para dos ex matemáticos: el ajedrez. El tío Petros fue un excelente maestro y pronto empecé a compartir su pasión (aunque, por desgracia, no su talento) por el juego.

Mientras jugaba al ajedrez con él también tuve ocasión de verlo en el papel de pensador. Cuando analizaba para mi provecho las grandes jugadas, o las partidas más recientes entre los mejores jugadores del mundo, yo me maravillaba de la perspicacia de su brillante mente, de su comprensión inmediata de los problemas más complejos, de su poder analítico, de sus momentos de inspiración. Ante el tablero de ajedrez sus facciones se paralizaban en un gesto de absoluta concentración y su mirada se volvía aguda y penetrante. La lógica y la intuición, los instrumentos con los cuales había perseguido durante dos décadas el más ambicioso sueño intelectual, resplandecían en sus hundidos ojos azules.

Una vez le pregunté por qué nunca había participado en un certamen oficial.

Mi tío sacudió la cabeza.

—¿Por qué tratar de convertirme en un profesional mediocre cuando puedo jactarme de ser un aficionado excepcional? —respondió—. Además, sobrino favorito, toda vida debe progresar según su axioma básico, y el mío no era el ajedrez sino las matemáticas.

♦ ♦

La primera vez que me atreví a interrogarlo de nuevo sobre su investigación (después del largo relato de su vida, nunca habíamos vuelto a hablar sobre matemáticas; por lo visto, ninguno de los dos quería hurgar en la herida), de inmediato cambió de tema.

—Olvidemos el pasado y dime qué ves en el tablero. Es una partida reciente entre Petrosian y Spassky, una defensa siciliana. El caballo blanco en f4…

Mis tentativas menos directas tampoco dieron resultado. El tío Petros no estaba dispuesto a dejarse empujar a otra discusión matemática. Cada vez que yo mencionaba el tema, respondía:

—Ciñámonos al ajedrez, ¿de acuerdo?

Sin embargo, sus repetidas negativas no consiguieron que cejara en mi empeño.

Mi deseo de oírlo hablar del trabajo de su vida no obedecía únicamente a la curiosidad. Aunque hacía tiempo que no tenía noticias de mi amigo Sammy Epstein (la última vez que había sabido algo de él, era profesor adjunto en California), no olvidaba su explicación del motivo por el cual mi tío había renunciado a sus investigaciones. De hecho, había llegado a atribuirle un importante significado existencial. El desarrollo de mi propia relación con las matemáticas me había enseñado una gran lección: uno debía ser despiadadamente sincero consigo mismo en lo referente a sus debilidades, admitidas con valor y escoger su camino en consecuencia. Yo lo había conseguido, pero ¿y tío Petros?

Los hechos eran los siguientes: a) desde una edad temprana había resuelto dedicar su tiempo y sus energías a un problema sorprendentemente difícil, aunque no por fuerza irresoluble, una decisión que yo seguía considerando noble; b) como era previsible (si no para él, para otros), no había cumplido con su objetivo; c) había culpado de su fracaso a la incompletitud de las matemáticas, catalogando la conjetura de Goldbach de indemostrable.

Sobre la base de estos datos yo estaba convencido de que la legitimidad de su excusa debía juzgarse mediante los estrictos criterios de la profesión y, de acuerdo con ellos, acepté la opinión de Sammy Epstein como incuestionable. Un veredicto final de improbabilidad a lo Kurt Gödel no era una conclusión aceptable del intento de demostrar una proposición. La explicación de mi antiguo amigo parecía más cercana a la verdad. La incapacidad del tío Petros de hacer realidad su sueño no se había debido a la «mala suerte». La invocación al teorema de la incompletitud era, en efecto, una forma sofisticada de «uvas verdes», destinada únicamente a protegerlo de la verdad.

Con los años llegué a descubrir la profunda tristeza que dominaba la vida de mi tío. Ni su interés por la jardinería ni sus sonrisas afables ni su talento para el ajedrez lograban ocultar el hecho de que estaba destrozado. Y cuanto mejor lo conocía, más me daba cuenta de que la razón de su estado era el autoengaño. El tío Petros se había mentido a sí mismo acerca del acontecimiento más importante de su vida, y esa mentira se había convertido en un tumor canceroso que amenazaba su propia esencia, corroyendo las raíces de su psique. Su gran pecado, sin duda, había sido el orgullo, y éste seguía allí, patente sobre todo en su incapacidad para enfrentarse a sí mismo.

Aunque nunca he sido un hombre religioso, creo que existe una gran verdad subyacente en el rito de la absolución: Petros Papachristos, como todo ser humano, merecía terminar su vida libre de sufrimientos innecesarios. Pero en este caso, el requisito indispensable era que admitiese su responsabilidad en su propio fracaso.

Dado que él tampoco era religioso, un sacerdote no podría haber cumplido esa función.

La única persona capaz de absolver al tío Petros era yo, pues nadie entendía mejor la esencia de su transgresión. (No advertí la arrogancia inherente a mi suposición hasta que fue demasiado tarde). Pero ¿cómo iba a absolverlo si él no se confesaba? Y ¿cómo podía inducirlo a que se confesara si no volvíamos a hablar de matemáticas, un tema que él se negaba obstinadamente a tratar?

♦ ♦

En 1971 recibí una ayuda inesperada en mi tarea.

La dictadura militar que entonces gobernaba el país, en una campaña para pasar por benevolente patrona de la cultura y la ciencia propuso otorgar una Medalla de Oro al Mérito a un grupo de eruditos desconocidos que se habían distinguido en el exterior. La lista era corta, ya que la mayoría de los futuros homenajeados, advertidos de la inminente distinción, se habían apresurado a excluirse; sin embargo, en primer lugar figuraba el «gran matemático de fama internacional, profesor Petros Papachristos».

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