El tío Petros y la conjetura de Goldbach (15 page)

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

—Eres admirable, tío… Aunque sólo sea por el valor y la dignidad con que encajaste el fracaso.

Mis palabras, sin embargo, produjeron una reacción de absoluta sorpresa.

—¿De qué hablas? —preguntó—. ¡Yo no fracasé!

Ahora el sorprendido era yo.

—¿No?

—¡Claro que no, querido muchacho! —Sacudió la cabeza—. Veo que no has entendido nada. No fracasé. ¡Sencillamente, tuve mala suerte!

—¿Mala suerte? ¿Porque escogiste un problema demasiado difícil?

—No —respondió, estupefacto ante mi incapacidad para comprender lo evidente—. Tuve la mala suerte, y dicho sea de paso es una expresión demasiado suave para describirlo, de haber elegido un problema que no tenía solución. ¿No me has escuchado? —Exhaló un profundo suspiro—. Finalmente mis sospechas se confirmaron: ¡la conjetura de Goldbach es indemostrable!

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunté.

—Intuición —respondió encogiéndose de hombros—. Es la única herramienta que le queda al matemático en ausencia de una prueba. No hay otra explicación posible para una verdad tan esencial, tan sencilla de enunciar y a la vez tan inconcebiblemente resistente a cualquier clase de razonamiento sistemático. Sin darme cuenta, escogí una tarea como la de Sísifo.

Fruncí el entrecejo.

—No estoy seguro —dije—, pero en mi opinión…

El tío Petros me interrumpió con una risita.

—Puede que seas un muchacho brillante —dijo—, pero desde el punto de vista matemático no eres más que un niño de pecho, mientras que yo, en mis tiempos, era un auténtico gigante. Por lo tanto, no compares tu intuición con la mía, sobrino favorito.

Naturalmente, fui incapaz de rebatir esas palabras.

Tres

Mi primera reacción ante este extenso relato autobiográfico fue de admiración. El tío Petros me había contado su vida con sorprendente franqueza. Sólo después de varios días, cuando la opresiva influencia de su melancolía empezó a desvanecerse, advertí que nada de lo que me había dicho venía al caso.

Como el lector recordará, el motivo original de nuestra cita era que él se justificara. La historia que me contó resultaba relevante en la medida en que explicaba su deplorable conducta al aprovecharse de mi adolescente inocencia matemática y asignarme la tarea de demostrar la conjetura de Goldbach. Sin embargo, en ningún punto del larguísimo relato había hecho referencia a su cruel estratagema. Se había lamentado durante horas de su fracaso (aunque quizá debería hacerle la concesión de llamarlo «mala suerte»), pero no había dicho una sola palabra sobre su decisión de disuadirme de que estudiara matemáticas ni del método que había empleado para conseguirlo. ¿Acaso esperaba que yo sacara automáticamente la conclusión de que su conducta hacia mí estaba condicionada por sus tristes experiencias? No parecía lógico; aunque la historia de su vida era un auténtico cuento con moraleja: enseñaba a un futuro matemático que tenía que evitar ciertos errores para sacar el máximo provecho de su profesión, pero no que debiera renunciar a ella.

Dejé pasar unos días antes de volver a Ekali, pero cuando lo hice le pregunté a bocajarro por qué había tratado de disuadirme de que siguiera mi vocación.

El tío Potros se encogió de hombros.

—¿Quieres saber la verdad?

—Desde luego, tío —respondí.

—Muy bien. Desde el primer momento pensé, y lamento decir que todavía lo pienso, que no tenías un don especial para las grandes matemáticas.

Una vez más me enfurecí.

—¿De veras? ¿Y cómo es posible que lo supieras? ¿Me has hecho una sola pregunta sobre matemáticas? ¿Alguna vez me has pedido que resolviera un problema, aparte de la según tú indemostrable conjetura de Christian Goldbach? ¡Supongo que no tendrás la frescura de decirme que dedujiste mi falta de talento de mi incapacidad para resolverla!

Mi tío esbozó una triste sonrisa.

—¿Conoces el refrán que dice que hay tres cosas imposibles de ocultar, que son la tos, la riqueza y el enamoramiento? Bueno, pues para mí existe una cuarta: el talento para las matemáticas.

Reí con desprecio.

—Vaya, y no cabe duda de que tú puedes detectarlo con un simple vistazo, ¿eh? ¿Es una expresión en la mirada o un cierto
jenesaisquoi
lo que indica a tu refinada sensibilidad que estás en presencia de un genio de las matemáticas? ¿También eres capaz de determinar el cociente intelectual de una persona mediante un simple apretón de manos?

—De hecho, hay algo de cierto en eso de la «expresión de la mirada» —respondió haciendo caso omiso de mi sarcasmo—, pero en tu caso la fisonomía no fue más que un factor. El requisito necesario, aunque ni siquiera suficiente, para llegar a lo más alto es la devoción inquebrantable. Si hubieras tenido el don que te habría gustado tener, jovencito, no habrías venido a buscar mi bendición para estudiar matemáticas; sencillamente lo habrías hecho. ¡Ése fue el primer indicio!

Cuanto más se explicaba él, más me enfurecía yo.

—Si estabas tan seguro de que no tenía aptitudes, tío, ¿por qué me hiciste pasar por la espantosa experiencia de aquel verano? ¿Por qué me sometiste a la innecesaria humillación de pensar que era casi un imbécil?

—¿No lo ves? —respondió con alegría—. ¡La conjetura de Goldbach terminó de confirmar mis sospechas! Si por una improbable casualidad me hubiera equivocado con respecto a ti y de verdad hubieras estado destinado a ser un gran matemático, la experiencia no te habría apabullado. De hecho, no habría sido una experiencia «espantosa», como sintomáticamente la has descrito, sino apasionante, inspiradora y estimulante. Puse a prueba tu determinación, ¿entiendes? Si tras comprobar que eras incapaz de resolver el problema que te había asignado, lo cual desde luego, sabía que ocurriría, volvías ansioso por aprender más, por perseverar en tu intento para bien o para mal, yo habría aceptado que tenías condiciones para convertirte en matemático. Pero tú… ¡ni siquiera demostraste curiosidad por conocer la solución! Es más, incluso firmaste una declaración escrita de tu propia incompetencia.

La rabia reprimida durante años estalló.

—¿Sabes una cosa, viejo cabrón? Puede que alguna vez hayas sido un buen matemático, pero como ser humano sólo es posible calificarte con un cero! ¡Un absoluto
zilch
!

Para mi sorpresa, mi opinión fue premiada con una sonrisa amplia y sincera.

—Ay, mi querido sobrino, estoy totalmente de acuerdo contigo.

♦ ♦

Un mes después regresé a Estados Unidos para mi último curso de universidad. Tenía un nuevo compañero de cuarto, alguien ajeno al mundo de las matemáticas. Sammy ya se había graduado y estaba en Princeton, enfrascado en el problema que con el tiempo sería su tesis doctoral; algo con un nombre exótico como «los órdenes de los subgrupos de torsión de n y la secuencia espectral de Adams».

Durante mi primer fin de semana libre tomé el tren y fui a verlo.

Lo encontré bastante cambiado, mucho más irritable que durante el año en que habíamos convivido. También había adquirido una especie de tic facial. Era evidente que sus nervios habían acusado el efecto de los subgrupos de torsión de n (lo que quiera que éstos fuesen). Comimos en una pizzería situada enfrente de la universidad, donde le relaté una versión abreviada de la historia de mi tío. Sammy me escuchó sin interrumpirme con preguntas ni comentarios.

Cuando hube terminado, resumió la actitud de Petros con dos palabras:

—Uvas verdes.

—¿Qué?

—Deberías entenderlo. Esopo era griego.

—¿Y qué pinta aquí Esopo?

Todo. Me refiero a la fábula de la zorra que al verse incapaz de alcanzar un sabroso racimo de uvas, decidió que estaban verdes. ¡Qué maravillosa excusa encontró tu tío para su fracaso! ¡Culpó a Kurt Gödel! ¡Caray! —Sammy se echó a reír—. ¡Qué descaro! ¡Es inaudito! Sin embargo, tengo que reconocer que es una excusa original; de hecho, única. Debería constar en algún libro de récords. ¡Ningún otro matemático ha atribuido su incapacidad para encontrar una prueba al teorema de la incompletitud!

Aunque las palabras de Sammy eran un eco de mis propias dudas, yo carecía de los conocimientos matemáticos necesarios para comprender su veredicto instantáneo.

—¿Así que crees que es imposible que la conjetura de Goldbach sea indemostrable?

—Hombre, ¿qué significa «imposible» en este contexto? —replicó Sammy en tono desdeñoso—. Como bien te ha dicho tu tío, gracias a Turing sabemos que no hay manera de determinar
a priori
si una proposición es indemostrable. Pero si los matemáticos enfrascados en investigaciones avanzadas empezaran a invocar a Gödel, nadie abordaría los problemas interesantes. ¿Que la hipótesis de Riemann no ha conseguido demostrarse después de más de cien años de ser formulada? ¡He ahí un caso en que se aplica el teorema de Gödel! ¿Y el problema de los cuatro colores? ¡Otro tanto! ¿Que el último teorema de Fermat sigue sin probar? ¡Culpemos de ello al perverso Kurt Gödel! Con esa idea en mente, nadie habría intentado resolver los veintitrés problemas de Hilbert
[13]
. De hecho, es posible que todas las investigaciones matemáticas, salvo las más triviales, se hubieran interrumpido. Abandonar el estudio de un problema determinado porque podría ser indemostrable es como… como… —Se le iluminó la cara cuando encontró la comparación apropiada—: Bueno, ¡es como negarse a salir a la calle por miedo a que te caiga un ladrillo en la cabeza y te mate!

»Afrontémoslo —concluyó—, tu tío Petros sencillamente fracasó en su intento de demostrar la conjetura de Goldbach, como muchos grandes matemáticos antes que él; pero dado que, a diferencia de ellos, había dedicado toda su vida creativa a ese único problema, admitir la derrota le resultaba intolerable. Así que se inventó esa excusa ridícula y extravagante. —Levantó su vaso de refresco parodiando un brindis—. Por las excusas ridículas —dijo, y añadió en tono más serio—: Es obvio que para que Hardy y Littlewood lo aceptaran como colaborador, tu tío debió de ser un matemático brillante. Podría haber cosechado grandes éxitos. Pero eligió desperdiciar su vida fijándose una meta inalcanzable y tratando de resolver un problema célebre por su dificultad. Su gran pecado fue el
hybris
, el orgullo desmedido. ¡Pretendía triunfar allí donde Euler y Gauss habían fracasado!

Me eché a reír.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Sammy.

—Que después de tantos años tratando de desentrañar el misterio del tío Petros, vuelvo al punto de partida —respondí—. Acabas de repetir las palabras de mi padre, que yo rechacé de plano en mi adolescencia, calificándolas de filisteas y necias. «El secreto de la vida, hijo mío, es fijarse metas alcanzables». Es lo mismo que dices tú ahora. En efecto, la gran tragedia de Petros es que él no lo hizo.

Sammy asintió con un gesto.

—La conclusión es que, en efecto, las apariencias engañan —dijo con burlona solemnidad—. ¡Es obvio que el gran sabio de la familia Papachristos no es tu tío Petros!

♦ ♦

Esa noche dormí en el suelo de la habitación de Sammy, arrullado por el familiar sonido del bolígrafo al rasguear el papel y los ocasionales suspiros o gemidos mientras batallaba con un complicado problema topológico. Se marchó a primera hora de la mañana para asistir a un seminario y por la tarde nos encontramos en la biblioteca de Matemáticas de Fine Hall, tal como habíamos acordado.

—Iremos a dar un paseo —dijo—. Tengo una sorpresa para ti.

Caminamos por una larga calle flanqueada de árboles y salpicada de hojas amarillas.

—¿Qué asignaturas harás el curso que viene? —preguntó Sammy mientras nos dirigíamos hacia nuestro misterioso destino.

Empecé a enumerarlas:

—Introducción a la Geometría Algebraica, Análisis Complejo Avanzado, Teoría de la Representación de Grupos…

Pero Sammy me interrumpió:

—¿Y Teoría de Números?

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, he estado pensando en tus problemas con tu tío. No me gustaría que te metieras una idea descabellada en la cabeza, como la de seguir la tradición e investigar…

Solté una carcajada.

—¿La conjetura de Goldbach? ¡Nada más lejos de mis intenciones!

Sammy asintió.

—Me alegro. Porque sospecho que los griegos os sentís atraídos por los problemas imposibles.

—¿Por qué? ¿Conoces a algún otro?

—A un célebre topólogo que está aquí, el profesor Papakyriakopoulos. Hace años que trata de resolver la conjetura de Poincaré. Es el problema más famoso en la topología de baja dimensión. Hace más de sesenta años que se formuló y aún está por probar… ¡Súper, ultradifícil!

Meneé la cabeza.

—No tocaría un problema súper, ultradifícil ni con una vara de tres metros —le aseguré.

—Es un alivio saberlo —repuso.

Habíamos llegado a un edificio grande de aspecto anodino rodeado de amplios jardines.

Cuando entramos, Sammy bajó la voz.

—Tengo un permiso especial para estar aquí. En tu honor —dijo.

—¿Dónde estamos?

—Ya lo verás.

Recorrimos un largo pasillo y entramos en una estancia espaciosa y oscura que tenía el aspecto de un club de caballeros inglés algo decadente pero refinado. Unos quince hombres, algunos maduros y otros ancianos, estaban sentados en sillones y sofás de piel, algunos junto a las ventanas leyendo el periódico a la luz mortecina del día y otros conversando en pequeños grupos.

Nos sentamos a una mesa pequeña situada en un rincón.

—¿Ves a ese tipo de allí? —preguntó Sammy en voz baja, señalando a un viejo asiático que removía su café en silencio.

—¿Sí?

—Es un premio Nobel de Física. Y aquel que está más lejos —indicó a un individuo rollizo y pelirrojo que gesticulaba con vehemencia mientras hablaba con fuerte acento extranjero con su vecino de mesa—, es un premio Nobel de Química. —Luego me pidió que me fijara en dos hombres de mediana edad que estaban sentados a la mesa contigua—. El de la izquierda es André Weil…

—¿El André Weil que yo pienso?

—El mismo; uno de los matemáticos vivos más importantes. Y el de la pipa es Robert Oppenheimer. Sí, el padre de la bomba atómica. Es el director.

—¿Director de qué?

—De este sitio. Estás en el Instituto de Estudios Avanzados, el gabinete estratégico de los mayores genios del mundo.

Iba a preguntar algo más, pero Sammy me atajó.

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