El tío Petros y la conjetura de Goldbach (19 page)

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

—No —repuso con contundencia—. Buenas noches. —Echó a andar deprisa hacia la casa.

—¿Cuándo me darás la próxima clase? —le grité.

Te llamaré —respondió antes de entrar y cerrar de un portazo.

Permanecí unos instantes en la acera, preguntándome qué hacer, si debía intentar nuevamente hablar con él y comprobar que se encontraba bien. Pero sabía que tío Petros era terco como una mula. Además, la clase y mi batida nocturna en busca de judías habían agotado mis fuerzas.

En el camino de regreso a Atenas comenzó a remorderme la conciencia. Por primera vez me cuestioné mi actitud. ¿Era posible que mi postura prepotente, en teoría destinada a conducir a tío Petros a un enfrentamiento terapéutico consigo mismo, obedeciera en realidad a la necesidad de vengarme por el trauma que me había causado en la adolescencia? Y aunque no hubiera sido así, ¿qué derecho tenía yo a obligar al pobre viejo a plantar cara a sus fantasmas del pasado? ¿Había pensado seriamente en las consecuencias de mi imperdonablemente inmadura actitud? Aunque me formulé un sinnúmero de preguntas sin respuesta, al llegar a casa había conseguido justificar mi precaria posición moral a fuerza de racionalizaciones: la confusión que sin duda había causado a tío Petros era necesaria, un paso imprescindible en el proceso de redención. A fin de cuentas, le había dicho demasiadas cosas para que las asimilara todas de golpe. Era evidente que el pobre necesitaba una oportunidad para reflexionar en paz. Tenía que admitir su fracaso ante sí mismo antes de hacerlo ante mí…

Pero en tal caso, ¿para qué quería otros cinco kilos de judías?

Una hipótesis empezaba a cobrar forma en mi mente, pero era demasiado absurda para que la considerara con seriedad… al menos hasta la mañana siguiente.

♦ ♦

En este mundo no hay nada nuevo bajo el sol, y mucho menos los grandes dramas del espíritu humano. Incluso cuando uno de ellos parece original, en cuanto lo examinamos mejor descubrimos que ya ha sido representado, con distintos protagonistas, desde luego, y probablemente con muchas variaciones en la trama, pero el argumento principal, la premisa básica, repite una vieja historia.

El drama que tuvo lugar durante los postreros días de Petros Papachristos es el último en una tríada de episodios de la historia de las matemáticas que tienen un tema en común: la solución secreta de problemas célebres por parte de un matemático importante
[15]
.

Según el consenso general, los tres problemas matemáticos irresueltos más famosos son:

  1. El último teorema de Fermat.
  2. La hipótesis de Riemann.
  3. La conjetura de Goldbach.

En el caso del último teorema de Fermat, la solución secreta existió desde su formulación: en 1637, mientras estudiaba la Arithmetica de Diofanto, Pierre de Fermat garabateó una nota en el margen de su ejemplar personal, junto a la proposición 11.8, que se refería al teorema de Pitágoras expresado en los términos x
2
+ y
2
= z
2
. Escribió: «Es imposible dividir una tercera potencia en dos terceras potencias, o una cuarta potencia (
quadatoquadratum
) en dos cuartas potencias, o en general cualquier potencia superior a dos en dos potencias semejantes. He descubierto una maravillosa prueba de ello, pero no tengo suficiente espacio aquí para formularla».

Después de la muerte de Fermat, un hijo de éste reunió y publicó sus notas. Sin embargo, aunque examinó de manera exhaustiva sus papeles no encontró la
demostrationem mirabilem
, «la maravillosa demostración» que su padre aseguraba haber hallado. También han sido vanos los esfuerzos de otros matemáticos por redescubrirla
[16]
.

En el caso de la hipótesis de Riemann, la solución secreta fue, de hecho, una broma metafísica de G. H. Hardy.

Sucedió de la siguiente manera: mientras se preparaba para cruzar el canal de la Mancha en transbordador durante una fuerte tormenta, el ateo confeso Hardy envió a un amigo una postal con el siguiente mensaje: «He hallado la demostración de la hipótesis de Riemann». Su idea era que el Todopoderoso jamás permitiría que un enemigo declarado como él cosechara los beneficios de tan elevado e inmerecido mérito y se ocuparía de que llegara sano y salvo a su destino para que quedara en evidencia la falsedad de su declaración.

La solución secreta de la conjetura de Goldbach completa la tríada.

A la mañana siguiente de nuestra décima clase, telefoneé al tío Petros. Hacía poco tiempo que, ante mi insistencia, había accedido a que le instalaran la línea telefónica con la condición de que sólo yo, y nadie más, supiera su número.

—¿Qué quieres? —preguntó en tono tenso y distante.

—Nada, sólo llamaba para saludar —respondí—, y también para disculparme. Creo que anoche fui innecesariamente grosero.

—Bueno —dijo al cabo de un silencio—, ahora estoy ocupado. ¿Por qué no volvemos a hablar en otro momento? La semana que viene, por ejemplo.

Quise pensar que su frialdad se debía al hecho de que estaba enfadado conmigo (a fin de cuentas, tenía todo el derecho a estarlo) y que lo que hacía era expresar su resentimiento. Sin embargo, sentí una acuciante inquietud.

—¿Con qué estás ocupado, tío?

Otra pausa.

—Te… te lo diré en otra ocasión.

Era evidente que estaba ansioso por terminar la conversación, así que antes de que colgara, le solté impulsivamente la sospecha que había tomado forma durante la noche.

—Por casualidad, no habrás reanudado tus investigaciones, ¿no, tío?

Oí que respiraba hondo.

—¿Quién… quién te ha dicho eso? —replicó con voz ronca.

Procuré hablar con naturalidad.

—Vamos, reconoce que he llegado a conocerte bastante bien. ¡Como si necesitaras decírmelo!

Mi tío colgó el auricular. ¡Dios mío, yo tenía razón! ¡El viejo había perdido la chaveta! ¡Volvía a tratar de demostrar la conjetura de Goldbach!

Mis remordimientos se intensificaron. ¿Qué había hecho? Era verdad que la raza humana no podía soportar una dosis demasiado alta de realidad: la teoría de Sammy sobre la locura de Kurt Gödel también podía aplicarse, aunque de diferente manera, al tío Petros. Era obvio que yo había empujado al pobre viejo más allá de su límite. Había apuntado directamente a su talón de Aquiles y le había dado. Mi ridículo e ingenuo plan de obligarlo a enfrentarse consigo mismo había destruido sus frágiles defensas. Con total imprudencia e irresponsabilidad le había robado la justificación de su fracaso que tan concienzudamente había alimentado: el teorema de la incompletitud. Pero no le había proporcionado nada a cambio para que preservara su deteriorada imagen de sí mismo. Tal como demostraba su reacción extremista, la admisión del fracaso (no tanto ante mí como ante sí mismo) era más de lo que podía soportar. Despojado de su preciosa excusa, había tomado, obligatoriamente, el único camino que le quedaba: la locura. Pues ¿de qué otra manera podía calificarse la intención de encontrar a los setenta y tantos años la prueba que no había conseguido hallar en pleno apogeo de sus facultades? ¿Qué era eso sino un completo desatino?

Entré en el despacho de mi padre con un sentimiento de profunda aprensión. Aunque detestaba la idea de permitir que se entrometiese en mi peculiar relación con el tío Petros, creí mi obligación informarle de lo sucedido. Al fin y al cabo, se trataba de su hermano, y la sospecha de una enfermedad grave era un asunto familiar. Mi padre restó importancia a mis remordimientos por haberle causado una crisis, calificándolos de sandeces. De acuerdo con la visión oficial del mundo de los Papachristos, un hombre sólo podía culparse a sí mismo por su estado psicológico y la única razón externa aceptable para el malestar emocional era un descenso importante en el precio de las acciones. En su opinión, la conducta de su hermano mayor siempre había sido anómala y era absurdo preocuparse por una nueva muestra de excentricidad.

—De hecho —añadió—, el estado que describes, la distracción, el ensimismamiento, los cambios bruscos de humor, los tics nerviosos y las exigencias irracionales, como ir a buscar judías a medianoche, me recuerdan a su conducta cuando fuimos a verlo a Múnich al final de la década de los veinte. Entonces también se comportaba como un loco. Estábamos en un bonito restaurante disfrutando de nuestra Wurst y él se movía en la silla como si estuviera sentado sobre un hormiguero, con las facciones crispadas como un lunático.


Quod erat demostrandum
—dije—. Ése es precisamente el problema. Ha vuelto a las matemáticas. De hecho, ha vuelto a trabajar en la conjetura de Goldbach, por muy ridículo que parezca en un hombre de su edad.

Mi padre se encogió de hombros.

—Es ridículo a cualquier edad —sentenció—. Pero ¿por qué preocuparse? La conjetura de Goldbach ya le ha hecho todo el daño posible. No puede tener ninguna consecuencia peor.

Sin embargo, yo no estaba tan seguro de eso. Al contrario, estaba convencido de que incluso podían pasar cosas mucho peores. La resurrección de Goldbach removería pasiones insatisfechas, hurgaría en heridas profundas, terribles y sin cicatrizar. La absurda y nueva dedicación del tío Petros al antiguo problema no presagiaba nada bueno.

Esa tarde, al salir del trabajo, me dirigí a Ekali. El viejo «escarabajo» estaba aparcado frente a la casa. Crucé el jardín delantero y pulsé el timbre. No obtuve respuesta, así que grité:

—¡Abre, tío Petros! ¡Soy yo!

Por unos instantes temí lo peor, pero al fin apareció en una ventana y miró con expresión ausente en dirección a mí. No hubo indicios de alegría por verme, ni de sorpresa. Ni siquiera me saludó… Se limitó a mirarme.

—Buenas tardes —dije—. He venido a saludarte.

Su cara, habitualmente serena, propia de un individuo ajeno a las preocupaciones de la vida, estaba marcada por una extraordinaria tensión, pálida, con los ojos rojos por la falta de sueño, la frente fruncida en un gesto de inquietud. Era la primera vez que lo veía sin afeitar. Siguió observándome con la mirada ausente, desenfocada. Ni siquiera estaba seguro de que me hubiera reconocido.

—Vamos, querido tío. Abre la puerta a tu sobrino favorito —añadí con una sonrisa tonta.

Desapareció y al cabo de unos minutos la puerta se abrió con tu chirrido. Mi tío, vestido con los pantalones del pijama y una camiseta arrugada, me bloqueaba la entrada. Era evidente que no quería que pasara.

—¿Qué te ocurre, tío? —pregunté—. Estoy preocupado por ti.

—¿Por qué? —inquirió, esforzándose para hablar con normalidad—. Todo va bien.

—¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro.

Entonces, con una seña rápida y enérgica me indicó que me acercara.

Después de mirar con nerviosismo alrededor, se inclinó hacia mí y con los labios casi pegados a mi oreja murmuró:

—He vuelto a verlas.

Al principio no entendí.

—¿A quiénes?

—¡A las chicas! Las gemelas, ¡el 2
100
!

Recordé las extrañas apariciones de sus sueños.

—Bueno —dije con la mayor naturalidad de que fui capaz—. Si otra vez te has enfrascado en tus investigaciones matemáticas, es lógico que vuelvas a tener sueños matemáticos. No veo nada de raro…

Quería mantenerlo hablando para (de modo figurado, pero de ser necesario también literal) poner un pie dentro de la casa. Empezaba a hacerme una idea de la gravedad de su estado.

—¿Y qué pasó, tío? —pregunté, fingiendo gran interés en el asunto—. ¿Las chicas te hablaron?

—Sí —respondió—. Me dieron una… —Se interrumpió, como si temiera haber hablado demasiado.

—¿Una qué? —pregunté—. ¿Una pista?

Su desconfianza se reavivó.

—¡No debes decírselo a nadie! —me advirtió con severidad.

—Mis labios están sellados —repuse.

Había empezado a cerrar la puerta. Convencido de que la situación era extremadamente seria y había llegado el momento de tomar medidas de emergencia, agarré el picaporte y empecé a empujar. Cuando Petros percibió mi fuerza, se puso tenso, apretó los dientes y se resistió a dejarme entrar, con una mueca de desesperación. Temiendo que el esfuerzo fuera demasiado para él (a fin de cuentas tenía casi ochenta años) reduje un poco la presión e intenté volver a razonar con él.

De todas las cosas estúpidas que podría haberle dicho escogí la siguiente:

—¡Recuerda a Kurt Gödel, tío! ¡Recuerda el teorema de la incompletitud! ¡La conjetura de Goldbach es indemostrable!

En el acto, su gesto pasó de la desesperación a la furia.

—¡A la mierda Kurt Gödel! —gruñó—, ¡y a la mierda su teorema de la incompletitud! —Con un inesperado aumento de fuerza, superó mi resistencia y me dio un portazo en la cara.

Toqué el timbre una y otra vez, golpeé la puerta y grité. Probé con amenazas, con razonamientos y con súplicas, pero nada funcionó. Cuando se desató una lluvia torrencial, típica del mes de octubre, pensé que, por muy loco que estuviera, el tío Petros se compadecería de mí y me dejaría entrar. Pero no lo hizo. Me dejó fuera, calándome hasta los huesos y muerto de preocupación.

Desde Ekali fui directamente a la consulta del médico de la familia, a quien le expliqué la situación. Sin descartar por completo un trastorno mental grave (quizá desencadenado por mi imperdonable interferencia en sus mecanismos de defensa), el médico sugirió dos o tres problemas orgánicos como causas probables de la repentina transformación de mi tío. Decidimos que a primera hora de la mañana siguiente iríamos a verlo, forzaríamos la entrada de ser necesario y lo obligaríamos a someterse a un examen médico.

Esa noche no conseguí dormir.

La lluvia arreciaba, y aunque eran más de las dos de la mañana, yo seguía encorvado sobre el tablero de ajedrez, como debía de haber hecho el tío Petros durante sus innumerables noches en vela, estudiando una partida del reciente campeonato mundial. Sin embargo, mi preocupación por él me impedía concentrarme.

Cuando alrededor de las tres de la mañana oí el timbre del teléfono, supe que era él, aunque desde que le habían instalado el aparato nunca me había llamado.

Me incorporé de un salto y atendí.

—¿Eres tú, sobrino?

De inmediato advertí que estaba nervioso por algo.

—Claro que soy yo, tío. ¿Qué pasa?

—¡Debes enviarme a alguien ahora mismo!

Me alarmé.

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