El tío Petros y la conjetura de Goldbach (14 page)

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

Pero no era tan fácil tranquilizar a Petros.

—¿Es que no se da cuenta, Littlewood? A partir de ahora tendremos que preguntarnos si el teorema de la incompletitud puede aplicarse a cada proposición no demostrada… ¡Toda hipótesis o conjetura importante puede ser indemostrable
a priori
! Las palabras de Hilbert de que en matemáticas no hay
ignorabimus
ya no tienen sentido. ¡Han sacudido el propio suelo que pisamos!

Littlewood se encogió de hombros.

—No veo que haya que preocuparse tanto por unas pocas verdades indemostrables cuando hay centenares de millones demostrables.

—Sí, pero ¿cómo distinguiremos unas de otras?

Aunque la reacción serena de Littlewood debería haberle resultado reconfortante, una agradable nota de optimismo después de la catástrofe de la noche anterior, Petros no halló una respuesta clara a la única pavorosa, aterradora duda que lo había asaltado al enterarse del resultado de Gödel.

La pregunta era tan terrible que no se atrevía a formularla: ¿y si el teorema de la incompletitud podía aplicarse a su problema?, ¿y si la conjetura de Goldbach era indemostrable?

Tras dejar a Littlewood fue directamente a ver a Alan Turing, a su facultad, y le preguntó si había investigaciones sobre el teorema de la incompletitud posteriores a la monografía original de Gödel. Turing no lo sabía. Por lo visto, sólo existía una persona en el mundo capaz de responder a esa pregunta.

Petros dejó una nota a Hardy y a Littlewood en la que les decía que debía atender un problema urgente en Múnich, y esa misma tarde cruzó el canal de la Mancha. Al día siguiente estaba en Viena, y allí localizó al hombre que buscaba a través de un académico conocido de ambos. Hablaron por teléfono, y puesto que Petros no quería que lo vieran en la universidad, concertaron una cita en la cafetería del hotel Sachen.

Kurt Gödel, un joven de estatura media con pequeños ojos de miope detrás de unas gruesas gafas, llegó puntualmente.

Petros no perdió el tiempo en preámbulos.

—Necesito hacerle una pregunta estrictamente confidencial, Herr Gödel.

Gödel, por naturaleza tímido en situaciones sociales, se sintió más incómodo que de costumbre.

—¿Es un asunto personal, Herr profesor?

—Es profesional, pero está vinculado con mi investigación personal y le agradecería, de hecho le rogaría, que permaneciera entre usted y yo. Por favor, acláreme una cosa, Herr Gödel: ¿hay algún procedimiento para determinar si su teorema es aplicable a una hipótesis determinada?

Gödel le dio la respuesta que temía:

—No.

—¿Significa eso que es imposible determinar a
priori
qué proposiciones son demostrables y cuáles no lo son?

—Que yo sepa, profesor, toda proposición no demostrada puede, en principio, ser indemostrable.

Petros se enfureció. Sintió el impulso irresistible de agarrar al padre del teorema de la incompletitud por el pescuezo y golpearle la cabeza contra la brillante superficie de la mesa. Sin embargo se contuvo, se inclinó hacia adelante y lo tomó con fuerza del brazo.

—He consagrado mi vida a demostrar la conjetura de Goldbach —dijo en voz baja y apasionada—, ¿y ahora me dice que podría ser indemostrable?

La tez de por sí pálida de Gödel perdió todo vestigio de color.

—En teoría, sí…

—¡Condenada teoría, hombre! —El grito de Petros hizo que varios distinguidos clientes de la cafetería del hotel Sacher volvieran la cabeza—. Necesito estar seguro, ¿entiende? ¡Tengo derecho a saber si estoy desperdiciando mi vida!

Le apretaba el brazo con tanta fuerza que Gödel hizo una mueca de dolor. De repente Petros se avergonzó de su conducta. Al fin y al cabo, el pobre hombre no era personalmente responsable de la incompletitud de las matemáticas, ¡lo único que había hecho era descubrirla! Lo soltó y murmuró una disculpa. Gödel estaba temblando.

—Co… comprendo cómo se si… siente, profesor —tartamudeó—, pero me temo que por el momento no hay ma… manera de responder a su pregunta.

♦ ♦

La velada amenaza insinuada por el teorema de la incompletitud de Gödel causó en Petros una ansiedad tal que poco a poco fue oscureciendo todos los momentos de su vida hasta extinguir finalmente su espíritu de lucha.

Por supuesto, eso no sucedió de un día para el otro. Petros continuó con su investigación durante varios años, pero ya era otro hombre. Desde aquel momento, cuando trabajaba, lo hacía con poco entusiasmo, y cuando desesperaba, su desesperación era total; de hecho, tan insoportable que tomaba la forma de la indiferencia, un sentimiento mucho más tolerable.

—Verás —me explicó el tío Petros—, desde el momento en que oí hablar de él por primera vez, el teorema de la incompletitud destruyó la certeza que me había animado a seguir adelante. Me dijo que había una probabilidad real de que hubiera estado deambulando por un laberinto cuya salida nunca encontraría, aunque dispusiese de quince vidas para buscarla, y todo por una sencilla razón: ¡era posible que esa salida no existiera, que el laberinto fuese una serie infinita de callejones sin salida! Ay, querido sobrino, entonces empecé a pensar que había malgastado mi vida persiguiendo una quimera.

Ilustró esa nueva situación empleando el mismo ejemplo que me había dado antes. El hipotético individuo que pide ayuda a un amigo para encontrar una llave que ha perdido en su casa podría (o no, pero no había forma de demostrarlo) padecer amnesia. ¡Incluso era posible que la llave perdida nunca hubiera existido!

La reconfortante convicción que había respaldado sus esfuerzos durante dos décadas se había desvanecido en un instante, y las frecuentes apariciones de los números pares intensificaban su ansiedad. Regresaban prácticamente cada noche, llenando sus sueños de ominosos augurios. Sus pesadillas se poblaron de imágenes nuevas, todas ellas variaciones del tema del fracaso y la derrota. Altos muros se alzaba entre él y los números pares, que se retiraban en hordas con la cabeza gacha, cada vez más distantes, como un ejército derrotado y triste que se repliega en la oscuridad de inmensos espacios vacíos… Pero de esas visiones, la peor, aquella que invariablemente lo despertaba temblando y empapado en sudor, era la del 2100, las dos bellas jóvenes pecosas de ojos oscuros. Ambas lo miraban en silencio, al borde de las lágrimas; luego volvían lentamente la cabeza y, una y otra vez, la oscuridad devoraba gradualmente sus facciones.

El significado del sueño estaba claro; no era necesario recurrir a un clarividente o a un psicoanalista para descifrar su crudo simbolismo: por desgracia, el teorema de la incompletitud era aplicable a su problema.
A priori
, no había forma de demostrar la conjetura de Goldbach.

♦ ♦

A su regreso a Múnich después de un año en Cambridge, Petros reanudó la rutina que había establecido antes de marcharse: las clases, el ajedrez y un mínimo de vida social; puesto que ya no tenía nada mejor que hacer, empezó a aceptar alguna que otra invitación. Era la primera vez desde su más temprana infancia que la obsesión por las verdades matemáticas no desempeñaba el papel principal en su vida, y aunque continuó con su indagación durante un tiempo, el antiguo fervor se había desvanecido. A partir de ese momento investigó unas pocas horas al día, trabajando distraídamente con el método geométrico. Todavía se levantaba antes del amanecer y se paseaba por el estudio con cuidado de no pisar los paralelogramos de judías dispuestos en el suelo (había colocado todos los muebles contra la pared para hacerles sitio). Recogía unas pocas judías aquí y añadía algunas allí mientras murmuraba entre dientes. El proceso continuaba durante un buen rato, pero tarde o temprano se sentaba en su sillón, suspiraba y volvía a concentrar su atención en el tablero de ajedrez.

Esta situación se prolongó durante dos o tres años, en los que el tiempo dedicado a su errática «investigación» se fue reduciendo de manera gradual hasta ser prácticamente nulo. Luego, a finales de 1936, Petros recibió un telegrama de Alan Turing, que a la sazón estaba en la Universidad de Princeton:

He demostrado la imposibilidad de demostrar la solubilidad de un problema
a priori
. Stop.

Exactamente: Stop. Eso significaba que resultaba imposible saber con antelación si una proposición matemática determinada era demostrable. En efecto, si con el tiempo se probaba, lo era. Turing había conseguido establecer que mientras una proposición permaneciese indemostrada, no existía manera de prever si la verificación era imposible o simplemente difícil.

Para Petros, el corolario de esa demostración consistía en que si tomaba la decisión de seguir buscando la prueba de la conjetura de Goldbach, tendría que hacerlo por su cuenta y riesgo. Para continuar con su investigación necesitaría grandes dosis de optimismo y espíritu de lucha. Sin embargo (con la ayuda del tiempo, el cansancio, la mala suerte, Kurt Gödel y ahora Alan Turing) había perdido estas dos cualidades.

Stop.

Pocos días después de recibir el telegrama de Turing (en su diario señala la fecha del 7 de diciembre de 1936), Petros informó a su ama de llaves de que ya no necesitaría las judías. La mujer las barrió, las lavó bien y las convirtió en un suculento guiso para la cena del profesor.

El tío Petros permaneció callado durante un rato, mirándose las manos con amargura. Más allá del pequeño círculo de pálida luz amarilla que nos rodeaba, proyectado por una única bombilla, la oscuridad era absoluta.

—¿Fue entonces cuando te diste por vencido? —pregunté en voz baja.

Petros asintió.

—Sí.

—¿Y nunca volviste a trabajar en la conjetura de Goldbach?

—Nunca.

—¿Y qué fue de tu «amada Isolda»?

Mi pregunta pareció sobresaltarlo.

—¿Isolda? ¿Por qué preguntas por ella?

—Pensaba que habías decidido probar la conjetura para conquistarla, ¿no fue así?

Mi tío esbozó una sonrisa triste.

—Isolda me regaló un «hermoso viaje», como dice nuestro poeta. Sin ella «nunca habría emprendido la marcha». Sin embargo, sólo fue el estímulo inicial. Pocos años después de empezar a trabajar en la conjetura, su recuerdo se desvaneció y ella se convirtió en un fantasma, en una evocación agridulce… Mis aspiraciones adquirieron un cariz más elevado, más sublime. —Suspiró—. ¡Pobre Isolda! Murió durante el bombardeo de los aliados a Dresde, junto con sus dos hijas. Su marido, el «gallardo teniente» por quien me había abandonado, había muerto antes en el frente.

La última parte de la historia de mi tío no tenía mayor interés matemático.

En los años siguientes, la fuerza determinante de su vida fue la historia, en lugar de las matemáticas. Los acontecimientos mundiales rompieron la barrera protectora que hasta el momento lo había mantenido a salvo en la torre de marfil de sus investigaciones. En 1938 la Gestapo arrestó a su ama de llaves y la envió a un «campo de trabajo», como les llamaban todavía. Petros no contrató a nadie para que ocupara su lugar, ya que creía, ingenuamente, que regresaría pronto, dado que su arresto se debía a algún «malentendido». (Después de la guerra supo por un pariente de la mujer que ésta había muerto en 1943 en Dachau, a corta distancia de Múnich). Empezó a comer fuera y sólo regresaba a casa para dormir. Cuando no tenía clases en la universidad, estaba en el club de ajedrez, jugando, mirando o analizando partidas.

En 1939 el rector de la facultad de Matemáticas, a la sazón un distinguido miembro del partido nazi, ordenó a Petros que solicitara de inmediato la ciudadanía alemana y se convirtiera oficialmente en miembro del Tercer Reich. Mi tío se negó, aunque no por una razón de principios (se las ingenió para pasar por la vida libre de cargas ideológicas), sino porque lo último que deseaba era volver a trabajar con ecuaciones diferenciales. Por lo visto, el ministro de Defensa había sugerido que solicitara la nacionalidad precisamente con ese objetivo en mente. Tras su negativa, Petros se convirtió en
persona non grata
. En septiembre de 1940, poco antes de que la declaración de guerra de Italia a Grecia lo convirtiera en un extranjero enemigo susceptible de ser confinado en un campo de concentración, lo despidieron de su puesto. Después de una advertencia amistosa, se marchó de Alemania.

Teniendo en cuenta que, según los severos criterios académicos con respecto a la publicación de trabajos, Petros había permanecido matemáticamente inactivo durante más de veinte años, era imposible que encontrara un empleo en el mundo universitario, de modo que se vio obligado a regresar a su país natal. Durante los primeros años de ocupación de las naciones del Eje, vivió en la casa familiar en el centro de Atenas, en la avenida Reina Sofía, con su padre, que había enviudado poco antes, y su recientemente casado hermano Anargyros (mis padres se habían mudado a su propia casa), y dedicó casi todo su tiempo al ajedrez. Sin embargo, pronto los gritos y las travesuras de mis pequeños primos se convirtieron en una molestia mucho más insoportable para él que los ocupantes fascistas y nazis, por lo que se mudó a la pequeña y casi abandonada casa familiar de Ekali.

Después de la liberación, mi abuelo echó mano de todas sus influencias para conseguir que a Petros le ofrecieran la cátedra de análisis en la Universidad de Atenas. Sin embargo, él la rechazó con la falsa excusa de que «interferiría en su investigación». (En este caso, la teoría de mi amigo Sammy de que mi tío usaba la conjetura de Goldbach como pretexto para permanecer inactivo resultó ser cierta). Dos años después murió el patriarca de los Papachristos, que legó a sus tres hijos partes iguales del negocio y los principales puestos ejecutivos sólo a mi padre y a Anargyros. «Mi primogénito, Petros —dejó expresamente escrito en su testamento—, conservará el privilegio de continuar con su importante investigación matemática»; vale decir, el privilegio de que sus hermanos lo mantuvieran.

—¿Y después? —pregunté, todavía con la esperanza de que me reservara una sorpresa, de que las tornas se volvieran inesperadamente en la última página de su historia.

—Después, nada —concluyó mi tío—. Durante casi veinte años mi vida ha sido lo que ves: ajedrez y jardinería, jardinería y ajedrez. Ah, una vez al mes visito la institución filantrópica fundada por tu abuelo para ayudar con la contabilidad. Lo hago para salvar mi alma, por si existe el más allá.

Ya era medianoche y yo estaba agotado. Sin embargo, pensé que debería concluir la velada con una nota positiva, así que después de bostezar y desperezarme, dije:

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