Los horrores del escalpelo (73 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

—¿Han cambiado la decoración de este cuarto?

—No... ya no lo frecuento, así que no puedo asegurarlo...

—Claro... Lo cierto es que necesitaría esos papeles.

—Los buscaremos... permítame una pregunta. ¿Aquel sujeto tan peculiar? ¿Ese tullido que le acompañaba la primera vez que nos conocimos...?

—¿Don Raimundo?

—Sí, creo que así lo llamaba usted, ¿sigue en contacto con él?

Torres tenía idea de mis recientes visitas a esa casa, de mi supuesta colocación como nuevo jardinero, y sobre todo era consciente de mi advertencia. Ante la sorpresa de pregunta tan extemporánea, contestó con franqueza.

—Le vi recién llegado a Londres, vine a verle de hecho. Hace al menos una semana que no tengo noticias suyas, salvo por su sobrina, que mencionó que había estado por aquí.

—Sí, precisamente por eso se lo pregunto. Estuvo, Cynthia le ofreció ayuda.

—Un gran hombre don Raimundo, aún no he podido devolverle los favores que me ha hecho. —Volvió a caer el silencio. Esto no parecía en nada un debate entre científicos, Torres tuvo que notar que los recelos y sospechas que sentía hacia Dembow y toda su familia, eran recíprocos, al menos por parte del lord—. Bien, pues...

—Entonces necesita mi ayuda. —De pronto volvió a su ser, un hombre enfermo y cansado, iluminado por un repentino interés intelectual, como si los últimos minutos de conversación no hubieran existido—. No puede imaginar el orgullo que supone para mí poder servirle de algo, y no estoy muy seguro de ser capaz, está usted mucho más versado en cuestiones de mecánica y automática que yo.

—Sin embargo, tiene una idea...

—Cierto. Un modo de aproximarse al problema que puede facilitar todo. Dice que el construir una máquina que juegue al ajedrez por sí sola, como un jugador de carne y hueso, es muy complejo. Pues bien, reduzcamos la complejidad, no elimine el elemento humano.

—No le entiendo.

—En vez de construir una máquina que juegue al ajedrez por sí sola, hagamos una que ayude a jugar al ajedrez. Quiero decir, un artefacto que permita a un hombre común, un mal jugador, o incluso alguien que desconozca las reglas del juego, jugar con razonables posibilidades de obtener una victoria. —Torres no dijo nada mientras su poderosa inteligencia procesaba la información que recibía—. De ese modo, utilizando el cerebro humano como centro y motor de la partida, nos limitaremos a fabricar artificios que mediante reglas razonables aumenten la eficiencia del jugador. ¿Qué le parece?

Permaneció unos minutos en silencio para terminar diciendo:

—Un enfoque diferente, desde luego... casi diría que opuesto, aunque no acabo de ver la ventaja, ni siquiera creo que simplifique de un modo considerable el problema, dejando a un lado el detalle de que este no era el objetivo que usted...

—Claro que sí. Estoy seguro de que así es como funcionaba el Ajedrecista. Era Tumblety su contrincante, que jugaba ayudado por rígidas estructuras electromecánicas imbuidas en el autómata.

—¿Y de qué modo se comunica con el Ajedrecista?

—¡Ah!, amigo mío, ese es el factor esencial, la conexión hombre máquina.

Así terminó la conversación, mucho tenía en qué pensar ahora Torres. Lord Dembow lo despidió con la promesa de que buscaría los planos y la documentación que encontrara al respecto, y se la haría llegar. Torres se despidió de toda la familia, menos de John De Blaise, que había salido.

—¿Tan rápido se va? —dijo Cynthia—. Apenas le hemos visto.

—Prometo volver y dedicarles toda una tarde. Ahora...

—No, no se va a ir sin que le muestre la mejora en nuestro jardín, no se lo consiento. Venga.

Las intenciones de Cynthia no eran mostrar mis progresos como floricultor en el patio trasero, que eran casi nulos por el poco tiempo trabajado. Quería saber de la mediación del español con su esposo, si es que esta se había producido. Parecía no tener noticia de la agitada visita de Torres al fumadero de opio, ni estar del todo al tanto de lo que allí ocurrió, a juzgar por lo que dijo, y él no la sacó de su ignorancia. Pensaba que ese incidente tendría relación con el atentado sufrido dos semanas atrás en la puerta de casa, cosa que también creía Torres, aunque ella lo achacaba a disidentes políticos que hostigaban a su familia, a su tío en concreto, que tantos y tan importantes contactos con el gobierno tenía.

Mi amigo contó lo que sabía, sin precisar dónde había hablado con De Blaise. Eran noticias bien escasas.

—Entonces... ¿no dijo dónde estaba esa señorita, cómo se ocupaba de ella?

—No, lo siento. No quise yo pecar de entrometido preguntando demasiado. —La mujer suspiró, y miró triste a los rosales tristes. Pena y belleza juntas forman un cóctel que ningún varón puede resistir—. Cynthia, que su marido se ocupe de esa mujer, debiera ser motivo de orgullo, dice mucho a su favor que trate de aliviar las desdichas de la medio hermana de su amigo, que no ha llevado una vida plena, por lo poco que intuí.

—Por supuesto. —Se volvió a él arrebatada—. Y si tan buena acción es, ¿por qué no me hace partícipe a mí de ella? —Porque el secreto era moneda de cambio en tu familia, le diría yo ahora. Nada dije, porque no estaba, y Torres, estando, también calló. Se despidió prometiendo que dedicaría todo el esfuerzo posible en encontrar a la dama, o en ayudarla en cuanto pudiera.

Dejó a Cynthia en el jardín, con sus cuitas. Fue Perceval Abbercromby quién se empeñó en acompañarlo a la puerta, recogiendo sombrero y abrigo para ambos de manos de Tomkins, quién no se opuso a delegar sus tareas en su señor, pues era reclamado a la biblioteca junto con el señor Ramrod; tenían asuntos que despachar con el lord.

Pasearon disfrutando del boscoso entorno de la mansión, ahora un paraíso otoñal propio de cuentos de caballerías. El frío les hizo arrebujarse en sus ropas mientras oían el crujir del suelo bajo sus pies. Un ambiente propicio para las conspiraciones, que el joven lord no tardó en aprovechar:

—Imagino que nuestro improvisado acuerdo sigue en pie.

—No le entiendo.

—Quería decir que no se sentirá perjudicado por el hecho que su... espera en el despacho de mi padre no le haya aportado lo deseado, no traicionará la confianza...

—Si su temor es que comente lo que le dije a usted, no tiene sentido. Ya es del dominio público el percance de su primo.

—Puede, pero no la identidad del agresor.

En efecto, aunque De Blaise había acudido a la policía como aseguró para informar del incidente con más calma, no mencionó el nombre del sargento mayor Bowels, tal y como quedó claro en la conversación con Cynthia. ¿Por qué?

—En ese caso sí parece que estoy en desventaja, usted ha obtenido algo y yo...

—Puedo invitarle a un trago. —Sonrió Percy.

—En otra ocasión estaré encantado de aceptarlo, de momento me conformo con que me responda a una pregunta. ¿Sabe algo de la hermana de Henry Hamilton-Smythe? —El joven lord no pudo ocultar su sorpresa. Torres no le dio respiro y le mostró el retrato que Cynthia le diera. La miro con una extraña expresión en los ojos, entre tristeza y... repugnancia.

—Vaya, señor Torres, voy a tener que vigilarlo de cerca. Parece que le gusta remover el pasado, y suele ser desagradable agitar a los muertos.

—¿Me está diciendo que esta joven ha fallecido?

—Me refiero a Hamilton-Smythe. No era alguien a quien apreciara, pero ya ha muerto, déjelo estar, por Dios.

Ya alcanzada la verja nueva, que un par de operarios se esforzaban en reponer tras la voladura de la anterior, oyeron unos pasos al trote ligero a su espalda. La señorita Trent corría hacia ellos, haciendo señas para que la esperaran.

—¡Señor Torres! ¡Señorito Perceval! —Los dos caballeros se detuvieron, y esperaron a que llegara la mujer, que parecía cargada con algo de ropa—. Buenos días, señor Torres. La señorita Cynthia ha insistido en que hacía frío, que le llevara este capote.

—Muchas gracias. No hace falta, ya traigo...

—Ese abrigo es de papel, señor, no está usted hecho a estos fríos. Ande, cójalo que si no esa niña me regañará a mí. —Accedió Torres por no demorar más la despedida. Quedaron los tres en silencio, en espera de que alguien reaccionara—. Bueno, nos volveremos a ver pronto.

—Eso espero.

—Que tenga un buen día —se despidió entonces Percy. Echo mano a su sombrero y desanduvo lo andado hacia la casona. Torres quedó pensativo, mirando al joven lord marchar.

—Señor... —interrumpió sus cavilaciones la señorita Trent, mostrando al distraído ingeniero que aún seguía a su lado—, ¿ha venido en coche? Tal vez necesita... estoy seguro que milord querrá que...

—¿Eh...? Oh, disculpe. A veces me quedo ensimismado... no, he venido caminando. Me gusta caminar, ¿sabe?, más por los montes que por la ciudad, pero... da igual. Me voy dando un paseo. —Se envolvió en el capote sonriendo y luego añadió—. Por cierto, disculpe si me entrometo, pero empiezo a considerarme parte de esta casa...

—Lo es, señor, todos le aprecian...

—... tengo entendido que hay o hubo un señor Trent, ¿me equivoco?

—¡Oh! —La buena mujer quedó más que azorada— . Lo hubo. Falleció.

—Cuánto lo lamento. ¿Recientemente? Lo digo por el luto...

—Hace dos años. —No tenía la mujer una expresión de natural alegre, por lo que su duelo no fue llamativo. De todas formas sí pareció dolida, más que lo que cabía de esperar en alguien que, como decía Cynthia De Blaise, había ganado más que perdido con la muerte de su esposo.

—Lo lamento mucho, no tenía idea de que estuviera casada. Imagino que ha sido una gran pérdida.

—Enorme. Tuve la fortuna de casarme con el mejor de los hombres, si me permite la presunción, y de esas cosas no se da una cuenta hasta que es muy tarde.

—Sé lo doloroso que es la pérdida de un ser querido, lo sé bien.

—¿También falleció su mujer...?

—Mi hijo. Hace menos de un año.

—Pobre criatura del señor. Cuánto lo siento, ese sí es un dolor terrible, el peor, perder un hijo...

—¿Usted tiene niños?

—Sí... aunque hace tiempo que no los veo.

Se despidió estrechando la mano de la señorita Trent con cariño, y dio un largo paseo hasta casa de la viuda Arias. Cuando llegó aún tenía aquel trozo de papel que encontrara en la estufa de la biblioteca de Forlornhope, bien oculto en su bolsillo; al final él era quien no había sido justo con Abbercromby.

Llegado a casa comprobó al reflexionar que todos los aspectos de este tan extraño viaje se veían eclipsados por la brillante luminaria de aquella «idea» de lord Dembow. El bien engrasado cerebro del español debió echar chispas tras escuchar ese pensamiento y dejar que madurara. La hipótesis de inicio le gustaría mucho al finado Hamilton-Smythe: fue Tumblety su oponente en aquella partida, no un artefacto creado por el hombre y su diabólica ciencia. El doctor indio de algún modo comunicaba los movimientos al Turco de metal, telegrafía sin hilos, imanes, como fuese; no es que el método fuera sencillo, pero se podía buscar el modo de abordarlo. La excelencia surgía en pensar que la maquina depuraba las ideas del americano. Por medio de rígidos procesos lógicos, donde se habrían sistematizado todos los lances posibles de una partida de ajedrez, que ya es sistematizar, la máquina corregía los errores llevados por la torpeza del jugador. Por tanto, el autómata proporcionaba la lógica, mientras que el hombre aportaba todo aquello ajeno a la mecánica, propio de la parte más espiritual: la imaginación, el arrojo, la improvisación... brillante. ¿Cómo podía hacerlo? Torres tenía sus dudas respecto a que esta aproximación, aunque fuera correcta, simplificara en nada la tarea. Seguía teniendo que codificar las muchas posibilidades que cabían esperar a lo largo de una partida y, además, añadirle un método eficiente de comunicación, hombre-máquina. Mucho tenía que pensar, y que trabajar, e intuía que lo que había hecho lord Dembow era darle unas migajas con el fin de excitar su intelecto; debía aguardar a esos planos, que seguro llegarían.

He dicho que las incógnitas que se habían ido acumulando en aquel septiembre habían quedado eclipsadas. Puede. ¿Olvidadas?, qué va. Al día siguiente el señor Ribadavia invitó a Torres a su club, para comentarle las nuevas informaciones que parecía tener. A eso de las dos de la tarde de un miércoles acudió a la cita en el club Atheneo, sito en la parte más hermosa y señorial de Londres. Era insólito que alguien no británico perteneciera a club tan exclusivo, del que eran miembros toda la intelectualidad de la ciudad, lo que daba idea de lo aceptado que era el diplomático español en la sociedad londinense.

Le recibió en un suntuoso salón, todo aromas a tabaco y a buen brandy, tapizado de cuadros de antiguos e insignes miembros del club, donde caballeros de lo más granado del país leían la prensa, fumaban regios cigarros, bebían y conversaban. Señores entre los que la arrolladora personalidad de Ribadavia destacaba sin desentonar. Se acomodaron en dos magníficos sillones y al solaz de dos copas de licor empezaron su conversación.

—Entonces, ¿sabe algo nuevo respecto a lo que comentamos?

—Ay, don Leonardo, me temo que sí. —Suspiró, se arrellanó en el sillón, abrió la cigarrera de plata propia de los miembros del club, ofreció uno a Torres y buscó distraído un fósforo en el bolsillo de su espectacular chaleco.

—Debo entender que no son buenas noticias.

—Peores de las que esperaba, y no tenía expectativas de que todo esto no encerrara un escándalo de alguna índole. Estoy seguro que ha oído chismes sobre mis muchas faltas...

—Le aseguro que todo lo que a mis oídos ha llegado son buenas palabras respecto a usted —atajó rápido Torres, sonriendo. Ribadavia acabó por desistir de la búsqueda de su cerilla justo cuando un elegante lacayo se acercó, y le dio fuego.

—No —dijo tras envolver a ambos en fragante humo—. Bien que me ocupo en airear hasta el menor de mis pecados y acrecentar en lo posible mi mala fama.

—Las famas no son más que una chaqueta que nos ponen, o nos ponemos; cambiar de traje es cambiar de fama. Es el interior del hombre lo que tiene valía, y en cuanto a lo que usted llama «sus pecados»... me va a permitir que piense que es mucho mayor la diversión que le provoca el airearlos que el posible daño que haga con...

—Ahí está el problema, en la ropa, los disfraces que nos colocamos para ocultar lo que creemos lacras terribles. —Endureció el semblante—. Incluso cuando tales borrones son reales, tan espantosos como imaginamos, el ocultarlos bajo el manto de la más pulcra respetabilidad no hace más que empeorarlos.

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