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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (74 page)

—No es de fiar quién hace alardes de honestidad, si a eso se refiere.

—En efecto, así es. En el mundo que vivimos uno puede ser cualquier cosa, cometer las peores faltas, mientras no demos un escándalo, mientras todo quede de puertas para dentro, está bien. Y los secretos fermentan y hacen daño, un daño mayor que lo que ocultan. Eso, estimado amigo, es lo que ocurre con sus amigos y con la familia de nuestro lord Dembow. —Con afectación tomó un trago de su copa de brandy.

—Me está asustando.

—Es una familia vieja, muy vieja. Entre los fantasmas que atesoran y el gusto por hablar de la gente, que disfruta aireando, o inventando, chismes y patrañas de los ricos, los Abbercromby suman muchos secretos, se lo aseguro.

—¿Qué clase de secretos?

—Le diré... no estoy tan al cabo de la calle para aclararle todos los rumores que rodean a estas gentes, aunque sí los más jugosos. El viejo lord Dembow, padre del actual, tenía fama de hombre severo, incluso cruel, que atormentó a su mujer e hijos. Tan déspota era que nuestro lord trató de pasar el mayor tiempo posible lejos de casa en cuanto pudo evitar la rigurosa educación que su progenitor le proporcionó.

—Rigurosa... ¿en qué sentido?

—En todos. Robert Abbercromby no acudió a ninguno de los elegantes colegios públicos a los que va toda la clase alta de este país, su educación estuvo a cargo de su padre, impartida en el enclaustramiento de Forlornhope, ese fortín de lo arcano, el silencio y la vergüenza que todo lo emponzoña.

—Es usted un poeta, Ángel —rió Torres.

—Lo sé. Lo mismo hizo nuestro lord Robert con su hijo, Perceval, hasta que este encontró en el doctor Fenster, uno de sus preceptores. Imagino que buscó en él un modo de alejarse de la asfixiante tutela paterna. Dembow, por su parte, también hizo lo mismo al alcanzar cierta edad, alejándose lo que pudo del viejo lord, ya muy mayor cuando él era solo un muchacho.

—Eso tengo entendido, que viajó por todo el mundo...

—Sí. Afortunado él. Su madre y hermana no tuvieron tanta suerte, y debieron padecer las iras y la mezquindad de quién tanto tenía y tan poco le lucía... —La hermana. Cayó entonces en el cambio que creyó notar en la biblioteca con funciones de despacho de lord Dembow. Echó en falta el retrato de los niños, aquel daguerrotipo primitivo, donde salía ella.

—¿Qué fue de ellas? Sé que ambas fallecieron, pero.

—Su madre murió de alguna especie de afección nerviosa, siendo aún él muy joven. La gente dice que acabó en un manicomio, quebrada por el tormento al que le sometía su marido. No puedo confirmar ni negar nada al respecto, ni es asunto mío. En cuanto a su hermana... se dijo que tuvo un accidente a caballo y se mató, pero durante el funeral era otra cosa la que se comentaba. Lo cierto es que esa oscuridad pasó al primogénito, y así despreció siempre a su mujer, con la que lo forzaron a casar...

—¿Cómo era?

—Encantadora, dicen, y muy discreta. Y muy triste. Sabe Dios lo que han visto los muros de esa vieja casa. Nunca pareció profesar cariño alguno por ella, y con el hijo de ambos... ya sabe, nadie le ha visto tener una muestra de afecto. Así ha crecido, siendo un hombre áspero y desagradable, amargado por la pérdida de su madre, a quién culpa de su soledad y soltero pese a su edad, cosa que a todo el mundo sorprende...

—Usted también está soltero.

—Mi caso es diferente, mantengo este celibato, y me esfuerzo me cuesta, por bien de las mujeres. —Ambos rieron.

—Sin embargo, su sobrina Cynthia parece gozar del amor y los cuidados de su tío, y no es de su sangre.

—Eso no es del todo cierto. Al menos eso se dijo. Ya le he dicho que a la muerte de Margaret Abbercromby, la hermana del lord, hubo muchos rumores. ¿Sabe que la niña, adorable criatura, vino tras un viaje a América de lord Dembow?

—Sí.

—Pues hubo quien aseguraba que ese viaje no fue en busca de aventuras, ni siquiera fue una escapada del atosigante ambiente paterno. El joven lord buscaba a su hermana.

—¿Y qué hacía allí, en otro continente?

—Se había fugado con un mozo de cuadras de los Abbercromby, un tal William.

—¿El «capitán» William? Creí que eran amigos de la infancia...

—No lo dudo, aunque parece ser que era más amigo de la hermana que del hermano. Dicen que Maggi Abbercromby era de carácter libre y alocado, y no congeniaba en nada con su padre. Sea por amor adolescente o por rebeldía, el caso es que se escapó con ese mozo a las américas, y allí vivieron juntos y tuvieron a la pequeña Cynthia, que por tanto es sobrina de lord Dembow, sobrina de sangre.

—Me deja de una pieza.

—Eso no es todo. Hay quien aseguraba que Dembow encontró a la pareja en California, los mató a ambos y se trajo a la pequeña bastarda.

—Eso ha de ser una calumnia, por Dios... —Torres se encontraba ya incómodo dando pábulo a esos rumores con su presencia.

—Estoy seguro. Sin embargo, las voces corren. No voy a decir lo de «cuando el río suena...», me limito a hablar de secretos. Lo que sí me consta es que Dembow quería mucho a su hermana, tal vez a la única persona que apreciaba. La alegría de la niña que trajo, fiel reflejo de su madre, seguro que iluminaba esas paredes oscuras y llenas de reglas y odios.

—No concuerda eso con el asesinato.

—Son hombres severos los de esa familia, ya le digo, demasiado rígidos y prontos a la furia. En fin, como es de esperar, el amor que sintió por su hermana, lo volcó en su sobrina.

—¿Y a qué inventar esa historias del capitán? ¿Por ser ilegítima debían...?

—Me temo que sí. Ya le digo, familias viejas.

—No creo nada de esto. —Bebió de su copa—. Además, la información que me interesaba era otra...

—Lo sé, y ahí también hay mucho que contar, esta familia atrae los escándalos.

—No creo haber preguntado nada sobre la familia de lord Dembow.

—Lo hizo. Quería saber de la estancia de estos dos caballeros, John De Blaise y Henry Hamilton-Smythe, en Asia, durante la campaña birmana de ochenta y seis, y ambos señores forman o estuvieron por formar parte de la familia, ¿no es así? —Torres asintió—. Hablé con mi amigo Barstow, y con otros oficiales que sirvieron por allí, incluso he llegado a entrar en contacto con algunas de las personas que intervinieron en el proceso del incidente de Kamayut.

—Vaya, le agradezco el interés que se ha tomado.

—Antes de agradecerme nada, escuche lo que tengo que decirle. En un principio todo lo que me contaban se ajustaba más o menos a la versión que conocemos. Una de las ventajas de mi fama torcida es que, brindo por eso —levantó su copa—, todo el mundo acaba animándose a confiarse a un tarambana como yo, le dan poca importancia a lo que pueda decir. Además, soy español; los hijos de la Gran Bretaña no nos tienen en mucha consideración. Y bajando la voz, se arrimó a Torres para decir—: Ni yo a ellos, por cierto, aunque me beba su brandy.

Don Ángel —rió el ingeniero—. Que ya ha llovido desde Trafalgar.

—No para mí, Leonardo, no para mí. —Y ambos brindaron—. Resumiendo, parece ser que es cierto lo que usted me comentó al respecto del comportamiento del teniente Hamilton en Birmania y en la India; allí su proceder se... deterioró mucho, o para ser más preciso, se agravó.

—Se refiere a sus tendencias irreflexivas en el combate, a su urgencia por ir a primera línea...

—Sí, eso también. Antes o al tiempo que esa actitud, se dedicó a ciertos... excesos inapropiados, a satisfacer apetitos que, si nunca debieran producirse en ninguna circunstancia, aún menos en el ejército, ciertos comportamientos decadentes, supongo que me entiende.

—Pues para serle franco, no mucho. El señor Hamilton no me pareció un «decadente» como usted lo llama, al estilo de...

—Del señor Wilde.

—Por ejemplo. Todo lo contrario, era un hombre temeroso de Dios y muy rígido. Tengo entendido que se sometía con frecuenta a las tentaciones de la carne, y que eso le trajo alguna que otra enfermedad, pero...

—No tenía idea.

—Eso me contaron. Creo que esa excesiva debilidad por el sexo bello también la tenía su padre el coronel. —Ribadavia tosió con sonoridad, y tuvo que dar un trago a su copa para reponerse.

—No me cabe en la cabeza. El general Hamilton era un caballero intachable, hasta rozar el tedio, diría.

—Ese mismo carácter era el que vi en su hijo Henry, pero hasta Aquiles tenía un talón para desdorar sus perfecciones. Incluso estos escarceos, los del padre, dieron como fruto una hija ilegítima.

—¿Cómo dice? —Todo el club se volvió al oír la voz. Torres se envaró un tanto, y echó mano a su chaqueta.

—Tengo una fotografía... —Ribadavia la tomó y le dedicó una larga mirada. Suspiró, volvió a retreparse en su asiento y aspiró con deleite del cigarro; sin otro gesto más que utilizar de prólogo, devolvió el retrato con toda ceremonia.

—El coronel Hamilton solo tuvo un hijo varón, ahora fallecido. Esa foto no es la hermana de don Henry Hamilton-Smythe.

—No... no le entiendo.

—Es don Henry. —Torres bajó la mirada despacio. El parecido familiar era en efecto considerable, más que considerable. Hamilton tenía un rostro angelical... feminoide... bien podía... poco a poco los retazos de recuerdos, de incómodas sensaciones fueron asentándose con solidez en su memoria: la frialdad del trato con su novia, sus reiteradas postergaciones al casamiento, la conversación con aquel sujeto desagradable con el que se topó en casa del teniente, la referencia a que molestaban a sus «amigos», la reacción de Percy al ver la foto, incluso alguna mirada cínica de Tumblety... —. ¿Era... invertido?

—Así es, señor mío, ¡travestido y sodomita! —El salón enteró tosió. Ribadavia se acercó más, en actitud conspiratoria—. Esa fotografía seguro que fue tomada en alguno de los locales que frecuentaba por aquí, lugares de depravación que gustan de ese tipo de espectáculo y que seguro usted no conoce; yo sí, ya sabe, por consolidar mi reputación. En Londres mantenía sus inclinaciones con discreción, no diría yo incluso que esa actitud «severa» de su carácter que usted menciona no fuera un embuste, un disfraz. Al llegar a Asia, tierra de excesos y sensualidad, desató lo que llevaba dentro.

—Quiere decir que cometió actos... ¿allí?

—Como lo oye. Empezó por ensalzar continuamente la figura de ciertos héroes clásicos, guerreros como él. Dicen que una noche salió al campo desnudo, solo con su fusil, queriendo cargar contra el enemigo... prefiero no aventurar a qué se refería cuando dijo «cargar», poseo una imaginación muy viva, lindando con la perversión. En otra ocasión, supongo que la definitiva, sus hombres le sorprendieron vestido de forma semejante a esa foto.

—¿De mujer?

—Sí, pero algo más exótica, por lo que tengo entendido.

—¡Dios nos asista! —Torres quedó conmocionado, cómo si no. No pudo mirar más el retrato, en el que ahora era incapaz de no apreciar el parecido, y lo guardó en su chaqueta de nuevo.

—A la luz de esto, ya no sé qué pensar del incidente de Kamayut, se lo aseguro. Mucho desprecio debió generar el teniente allí. La verdad es que su muerte fue lo mejor que le pudo ocurrir, sí, no crea que soy cruel. A la vuelta a Inglaterra no le hubiera esperado nada bueno. Fue preferible así para él, para lord Dembow y desde luego para esa joven a la que, por cierto, usted bloquea mi acceso con cruel obstinación.

—Hamilton no era una mala persona, yo conocí a un hombre valiente y honrado... muchas ramas se tuercen. Lástima.

—No se engañe, Leonardo. Hay torceduras que no se pueden enderezar.

Torres estaba consternado. Sin tener el mundo ni el desparpajo de Ribadavia, era mejor conocedor del alma de los hombres y no podía si no apenarle la vida del pobre teniente Hamilton, y de los que lo rodeaban. El no veía en su actitud disciplinada, su fervor religioso, en su seriedad y su sequedad un embozo para esa feminidad oculta, no, más bien una reacción. Esas virtudes, que seguro atesoraba en su alma de natural, fueron potenciadas en un deseo por alejar de sí tendencias que sin duda alguna lo atormentaban. Al igual que su compromiso con Cynthia, otro intento de escape. Qué cruel es la vida con algunos. Ese tormento que arrastraba lo llevó a la locura y a la inmolación en oriente. Si no lo mató Bowels y los suyos como castigo por ofender al regimiento, lo hubiera hecho un dah birmano sobre el que seguro se lanzaría gozoso.

Bien, don Ángel —se levantó Torres dando un último trago a su copa—, le agradezco mucho el tiempo que me ha dedicado.

—Un placer amigo mío, aunque lamento que lo que traigo sea tan desagradable. Dudo que pueda ayudar a su amigo De Blaise... en fin. Sigue pendiente el asunto de la señora De Blaise, no puede dejar de facilitarme el acceso a ella.

—Creo que le conozco bien, Ángel —sonrió y palmeó el hombro del diplomático, trayendo algo de buen humor a conversación que había concluido con tanto desagrado—, y sé que no busca favores de familia tan principal, sino que le mueve un amor puro y casto...

—La duda ofende, Leonardo, aunque ese afecto sea más puro que casto.

—Sin embargo, en el estado en que se encuentra, no sé si...

—Oí cómo ese médico afrancesado hablaba de su histeria y de sus aparatos para aliviarla. Le aseguro que yo soy mejor prescripción para ese mal que cualquier artilugio. Por cierto, que la señora De Blaise anda haciendo preguntas en las más altas esferas.

—¿Cómo?

—Sí. Esta misma mañana un compañero de bridge que trabaja en el Home Office me ha comentado que la dama visitó a ciertos amigos suyos, e hizo preguntas.

—¿Preguntas? No le habrán llegado rumores... como los que usted me ha comentado.

—¿Sobre su madre? No lo creo. Vamos, puede que oyera comentarios, pero no tengo la menor duda de que si ha sido así, los ha despreciado hace tiempo, como ha hecho usted ahora. Está preguntando sobre la familia del extinto Hamilton-Smythe. Aprovecha ciertos contactos de su tío en el gobierno...

—¿Por qué en el gobierno? ¿Por qué indaga allí?

—No lo sé, la dama parece misteriosa y fascinante. Entonces, mi querido compatriota —ambos ya en pie, caminaron hacia el vestíbulo del club—, ¿cuándo propiciará el encuentro inevitable entre esa beldad y mi persona?

—Sí... bien... el sábado o el domingo a más tardar iré a visitarles para despedirme, puede acompañarme si lo desea. Quiero ya volver a casa.

—Estupendo... no el que se vaya, eso lo lamento mucho y espero que vuelva cuanto antes a visitarme.

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