Así acabó este singular encuentro entre los humos de alcaloides y pólvora. Vaya... creí que había pasado más tiempo. Aún nos queda algo y no estoy cansado. Mejor, porque ese domingo le esperaba una sorpresa más aún a Torres; la tercera visita inesperada de las que les hablaba. Al llegar a la pensión, tras despedirse de De Blaise rogando que le tuvieran informado del estado del detective herido, la propia viuda le dijo que un caballero lo esperaba.
—¿Tan tarde?
—Es un señor extraño —dijo Juliette, agarrada a las faldas de su madre.
—No te metas en los asuntos de los mayores, Juliette. Perdónela, don Leonardo, es incorregible.
—No importa. ¿Dónde está ese caballero?
—Le he dejado esperando en el saloncito. No sabía cuándo iba usted a volver, no me dijo nada, pero el caballero insistió en esperar. Por supuesto, pueden disponer de ese cuarto cuanto guste, como siempre.
La viuda lo condujo al saloncito, y allí estaba, con los brazos abiertos, el Monstruo.
—Señor Torres Quevedo, qué placer verle después de tanto tiempo.
—Señor Tumblety, le aseguro que esto supone una gran sorpresa.
—No lo creo, seguro que antes o después esperaba mi llegada. Aunque tal vez ahora no sea un encuentro muy grato para usted, ¿me equivoco? No responda, no es necesario. —Francis Tumblety tenía ahora cincuenta y cuatro años, veinte más que torres, y conservaba un aspecto formidable para esa edad. El pelo se mostraba más gris y ralo, había ganado peso y vestía ahora mucho más discreto, alejado de la parafernalia militar con que tanto le gustaba adornarse. Aparte de eso, mantenía sus imponentes mostachos, así como el fuego en la mirada.
—Bien, sentémonos —dijo Torres y así lo hicieron—. Creo que es muy tarde para que mi patrona pueda ofrecernos nada más que un té...
—No he venido a cenar, amigo Torres. Supongo que entre nosotros sobran las ceremonias. Me temo que usted tiene algo que es mío.
—No le entiendo.
—Creo que sí. Mi Ajedrecista.
—Ignoro de dónde saca esa idea. En caso de que obre en mi posesión algo semejante, me parece mucho suponer que sea de su propiedad.
—No andemos con juegos semánticos. Usted sabe bien que guarda las piezas de un autómata que me pertenece.
—Se está poniendo muy impertinente. No tengo nada que sea suyo.
—No es cierto. Usted asistió a una de mis pequeñas exhibiciones hace muchos años, sabe a cuál me refiero, y he oído de muy buena fuente que tiene ahora lo que queda de la máquina, aquí mismo. —Torres se levantó dispuesto a dar por zanjada la entrevista—. No, déjeme terminar, no es mi intención despojarle de él sin más, estoy seguro que ha cuidado bien de esa joya e incluso puedo entender que le haya tomado cariño, soy un hombre civilizado y razonable, y creo que de no tenerlo yo, no podría estar en mejores manos que en las suyas. Considerando estas razones estaré dispuesto a proporcionarle cierta compensación económica...
—Creo que debe irse, ahora mismo.
Tumblety se puso en pie, rió con un remedo de suficiencia, que aun torpe, no carecía de cierta cualidad atemorizante, como si en el sonido de esa carcajada viajaran los horrores que el Monstruo era capaz de cometer. Se puso en jarras, echando los faldones de su abrigo atrás y mostrando al cinto un cuchillo.
—Señor Torres, no tengo ningún deseo en litigar con usted, pero comprenderá que ese objeto tiene un valor más que sentimental para mi persona.
—Esto es indignante... —La puerta se abrió y entró la pequeña Juliette, apurada y nerviosa. Haciendo una tímida reverencia dijo:
—Señor Torres, viene para aquí el inspector Abberline, inspector de Scotland Yard. Quiere hablar con usted, como ya le dijo.
Tumblety cerró su abrigo, lanzó una mirada iracunda a la niña y dijo:
—La oferta está ahí. Le daré doscientas libras por el Ajedrecista. Cualquier otro acuerdo que lleguemos, le aseguro que será muy desagradable.
—Váyase inmediatamente.
—Como desee. —Se fue hacia la puerta. Juliette se ocultó tras las piernas de Torres, huyendo de su paso—. No confié en la policía, Scotland Yard está formado por individuos de mentes mucho menos abiertas a las nuestras, no entenderán nada de todo esto, no lo están entendiendo. —Antes de abandonar la casa volvió a sentenciar—: Dembow y los suyos no son buena gente para negociar. No son de fiar, lo he probado en mis propias carnes.
No fue plato de gusto oír la misma advertencia que yo le hiciera en los labios del doctor indio. Torres siguió hasta la calle al yanqui, para asegurarse que saldría de esa casa, y pidiendo con la mirada a la señora Arias que se mantuviera al margen, él se ocupaba. Ya fuera, recuperada la frialdad necesaria, dijo:
—Oiga Tumblety, si aceptara su oferta, dónde podría...
—Me alojo en una pensión en el East End, cerca de Commercial Street... pero no es una residencia fija... mejor... Me comunicaré con usted dentro de dos días, espero que entonces haya tomado una decisión. Buenas noches. —Y se fue.
—Era un hombre malvado —dijo Juliette cuando el americano ya se había alejado—, pensé que podía hacerle daño...
—Te lo agradezco, Julieta.
Ese extraño domingo había tenido no pocas revelaciones. Contribuyó a ensombrecer el ánimo de Torres y a decidirse por tomar cartas en el asunto de un modo más activo. Tenía que cerrar los misterios antes de acabar el mes, y volver por fin a España. Y he dicho «los misterios», en plural, dado que la impertinente aparición de Tumblety hacía que de nuevo su papel en los crímenes de Whitechapel cobrara importancia.
Así el lunes, en cuanto pudo, concertó una entrevista con el inspector Abberline. Se vieron una vez más en la comisaría de la calle Leman. La noticia que traía no era pequeña: «he visto al doctor Tumblety», y no solo eso: «es muy posible que vuelva a verlo en pocos días». Esperaba una reacción de entusiasmo que no se produjo, todo lo contrario. Puede que fuera culpa de la sosería natural británica, lo cierto es que el comportamiento del inspector podría calificarse de casi indiferente. Torres era un hombre perspicaz, ya lo habrán notado, pero carecía de experiencia en la investigación criminal, y no alcanzaba a ver en su plenitud la envergadura de los asesinatos a los que se enfrentaba Scotland Yard. Tumblety era para la policía (al menos para Abberline), otro sospechoso más, y descartaban un centenar por semana, ni siquiera se le consideraba un candidato a «asesino de Whitechapel» con significativos indicios a su favor. Añádase a esto el terrible cansancio moral y físico que soportaban los inspectores del CID.
—Pensé que era mi obligación comunicárselo, como encargado del caso...
—Ese dudoso honor le corresponde al jefe inspector Swanson —respondió Abberline, frotándose los ojos cargados—. Le agradecemos el interés que se ha tomado. Con respecto al señor Tumblety, será mejor que hable... que hablemos con el inspector Andrews.
Abberline no se rendía, pero el peso de la frustración empezaba a hacer mella en él, como en el resto de la policía. El día anterior había terminado la vista del asesinato de Polly Nichols, con el frustrante veredicto habitual de «asesinato premeditado cometido por una o varias personas desconocidas», los ataques de la prensa contra la labor policial, la burla directa, era cada vez mayor, las iras de la gente en la calle y la falta de pistas contundentes se aliaban para componer el clima gris de aquel otoño.
—¿Cómo es que vino a visitarle? —preguntó mientras ordenaba telegrafiar al inspector Andrews para que se personara cuanto antes en la comisaría.
—Eso es extraño, y no sé hasta qué punto es por pura casualidad. ¿Saben aquel aparato que recuperé de la pensión de Crossingham?
Hacía quince días de aquello, parecía una eternidad pero no lo suficiente como para olvidarlo. Tampoco parecía darle importancia alguna. De hecho, era muy probable que la referencia al Ajedrecista enfriara aún más si cabe el interés del policía, y tomara la aportación de Torres como el entusiasmo de un científico alocado, deseoso de ayudar. Esto no son más que opiniones mías, y lo cierto es que Abberline era policía por encima de todo, y no ignoraría una pista por estrafalaria que le pareciera.
Llegó Andrews; un carácter completamente distinto al de su compañero. No es que Abberline fuera un sujeto desagradable, todo lo contrario, pero el detective Andrews era un hombre mucho más cálido y acogedor. Él sí mostró un interés en el asunto, en especial en todo lo que Tumblety dijo en la breve entrevista con Torres, que este reprodujo con la precisión de su buena memoria.
—Puede haber un centenar de pensiones en el East End cerca de Commercial Street —dijo al terminar y Abberline, buen conocedor del barrio, asintió—. Le agradecemos mucho la información, señor Torres, no está obligado a nada más, por supuesto. Sin embargo me veo forzado por los acontecimientos a abusar más de su buena disposición. ¿Estaría dispuesto a ayudarnos?
—Quiere que vuelva a hablar con Tumblety.
—Eso es. Sin duda se pondrá de nuevo en contacto con usted. Podríamos hacerle acompañar a partir de ahora por un agente, y hablar con él...
—Podrían detenerlo.
—¿Por qué? No tenemos nada en su contra. Sin embargo, si sigue viéndole y hablando, tal vez diga algo que lo identifique, y he comprobado que usted es un testigo excelente. La conversación que tuvo con él es tal y como nos lo ha contado, ¿no?
—Sí, estoy razonablemente seguro.
—Pues ya tenemos información interesante. Le dijo que nosotros no entendíamos nada, que «no estamos entendiendo», ¿sabe a qué se refería?
—No.
—No puede ser a ese asunto suyo sobre la propiedad de esa antigüedad, nosotros no tenemos ningún interés en eso.
—¿Quiere decir que se refería a los asesinatos? —Los dos detectives se miraron.
—Es una posibilidad que no podemos obviar —continuó Andrews—. Analicemos al señor Tumblety. Tiene conocimientos anatómicos, cosa que según el doctor Phillips sería imprescindible para cometer las monstruosidades que ha hecho ese sujeto. Es un invertido, y ha manifestado un odio exagerado hacia el sexo débil. Es americano, cosa que coincide con el supuesto estudiante americano que estuvo buscando órganos por los hospitales. Además, estaba en la ciudad en las fechas de los asesinatos, y lo que es más, por usted sabemos ahora que se hospeda en Whitechapel.
—Entonces, todos los datos concuerdan —dijo Torres entusiasmado.
—No todos. Su aspecto no coincide exactamente con las descripciones de los testigos que dicen ver al asesino.
—¿Hay testigos fiables?
—Fiables... no. Hay gente con buena voluntad, pero es de poca utilidad el recordar un rostro o el aspecto de una persona que has visto un segundo, y en la que no has reparado por nada especial. Tras el asunto Chapman tuvimos un testigo prometedor, y aunque el calificativo de «extranjero» es apropiado para nuestro Tumblety, es demasiado viejo y esos bigotes inconfundibles no aparecen en los testimonios. Además, no hay ninguna referencia a actos violentos en el pasado del doctor indio, ni aquí ni en su país, ni nada de ningún comportamiento aberrante, de lunático me refiero.
—A mí me amenazó, veladamente.
—En efecto, eso no se aproxima al Tumblety que conocemos, algo lo ha envalentonado. Hasta ahora solo se le consideraba un timador sin escrúpulos, un agitador político como mucho.
—Entonces... ¿con qué nos quedamos? ¿Es el asesino o no?
—Nos quedamos en que seguiremos investigando —dijo Abberline—. Señor Torres, lo que mi colega quiere pedirle es que continúe actuando como hasta ahora, que le siga la corriente, que hable con él y escuche todo lo que le dice. No sé si estamos en situación de pedírselo, pero tal vez debiera aceptar su proposición, ¿sería un perjuicio para usted perder esa... máquina?
—No... no, no... —En el fondo. En el fondo lo que había hecho era construir su propio ajedrecista con las piezas de ese otro, podía repetirlo e intentar avanzar en cualquier momento, el problema de las patentes... no tenía claro las intenciones de Tumblety, pero si no había registrado ya el ajedrecista, es que no podía. En cuanto al valor «histórico», no creía que fuera el Ajedrecista original, se notaba que muchas piezas habían sido arregladas y sustituidas por otras nuevas, improvisadas más allá de la mera restauración. Puede que fuera una «evolución» de la obra de Kempelen y Maelzel... puede—. No me importa demasiado. Lo que deben decirme es qué quieren saber de él.
—Cualquier cosa —dijo Andrews—, especialmente la dirección exacta de esa pensión donde dice residir, y si fuera posible obtener una muestra de su escritura...
—¿Su escritura?
—Sí. Hemos... recibido cartas del asesino. —Torres no salía de su asombro—. Nosotros y la prensa. No pensamos... que ninguna sea real, ninguna da información significativa. Hay demasiado anormal que disfruta confundiéndonos, o bromistas con muy poco sentido del humor. No dejamos nada sin investigar, y hay la posibilidad, en mi opinión remota, de que el propio criminal quiera reírse de nosotros a través de alguna de esas cartas siniestras, por eso no quiero perder la oportunidad de comparar la caligrafía con la de Tumblety.
—¿Quién puede escribir...? ¿Con qué fin?
—Hay mucha oscuridad en el mundo, señor Torres —sentenció Torres... Perdón, Abberline—. Por eso le agradecemos mucho cualquier ayuda que nos ofrezca.
—No... no... se preocupen, lo considero un honor, y un deber el ayudarles a capturar a ese monstruo.
—De acuerdo... pues en cuanto hable con él, comuníquese con el inspector Andrews o conmigo. Eso sí, tenga mucho cuidado. Si es en realidad el asesino, se trata del criminal más aberrante que haya nacido de mujer, no se arriesgue en lo más mínimo. Pero si no lo es, ese Tumblety no deja de ser peligroso, puede que cargue en su espalda con no pocas muertes.
Con estas prudentes...
Con estas prudentes advertencias marchó Torres en pos de la resolución del segundo enigma: el misterio de lord Dembow. Al día siguiente...
Sí. Estoy cansado. Pero permítame acabar. Sera... serán... diez minutos.
Sí. Gracias. Eso es. Sí....
Al día siguiente se personó en casa del lord... quien no se encontraba en ese momento, ni el matrimonio De Blaise, dijo el mozo que lo recibió, Tomkins tampoco estaba allí. Sí estaba el secretario personal del señor Dembow, hombre no muy cordial a quien conoció fugazmente Torres en el pasado almuerzo. Él anfitrión tuvo que ser el joven lord. Algo le dijo que esa circunstancia era afortunada, que lo que iba a pedir era más fácil que se lo concediera el hijo que el padre...