—Mi madre dice que le pregunte si le apetecería una taza de té...
—Oculta algo, ¿no crees, Julieta? —La niña abrió mucho sus ojos verdes, pensaba que era imposible que la vieran espiar, y puede que tuviera razón, solo bastaba aventurar que estaba allí, casi siempre se acertaría—. Desde que les conocí noté algo extraño. No me tengo por un buen observador del proceder de los hombres, pero he notado que un secreto puede alterar la forma de comportarse de una persona, o una familia, y cuanto mayor es el secreto, más es esa alteración. ¿Estás de acuerdo conmigo, Julieta?
—No sé. Yo no le digo a mi madre todo lo que hago. —Sonrió traviesa—. Y ella no suele enterarse...
—Cierto, tienes mucha razón. Y creo que eso es, sin con ello querer menospreciar tus capacidades para la actuación, porque te limitas a no contar hechos. La omisión de información no es difícil, si el que te escucha no sabe que la información existe, no hay nada que echar en falta. Lo que me hace pensar que lord Dembow no se limita a ocultar algo, quiere que yo actúe de alguna forma, lo quieren desde la primera vez que nos vimos, por lo que no estoy seguro de que toda mi relación con él sea tan casual como creía.
—Ese señor parece bueno.
—También me lo parece a mí. Lo único que me queda es esperar a que
milord
me de esas «sugerencias», ahí se despejarán muchos enigmas.
No vio otra cosa que hacer, más que esperar. Tal vez pudiera haber indagado algo más en Dembow, entender por qué en un principio el lord parecía ofendido por la existencia del Ajedrecista, luego se mostró atraído por los autómatas en general y este en concreto, y por último se convertía en el promotor de la reconstrucción del más sorprendente de todos. Comportamiento raro, el suyo como el del resto de la familia. Y aún le quedaba más por ver.
Por la tarde, pidió a la viuda Arias si dejaría a su hija subir, para jugar una partida. Tras abandonar sus esfuerzos por reproducir la máquina parlante de Kempelen con las piezas disponibles, esfuerzos que iban en buen camino y que fueron tomados como un divertimento menor, acababa de conseguir ciertos ajustes sobre su Ajedrecista y quería probar. Torre, rey, caballo contra rey, caballo. El caballo era una pieza fascinante, su movimiento, capaz de recorrer todo el tablero con tan simple estructura... complicaba mucho los mecanismos y ensimismaba a Torres hasta hacerle perder la noción de tiempo. Juliette subió corriendo, y parada en la puerta dijo casi sin aliento:
—¡Acabo de ver al señor Ag... a don Raimundo!
—¿Dónde?
—Abajo, pero... —La ilusión desapareció al momento, con esa velocidad en tornar ánimos que tienen los niños—. Dijo que no quería vernos.
—Vaya. —Luego, viendo la tristeza en los ojos de Juliette, añadió—: Creo que ahora trabaja de jardinero en una casa importante.
—¿Y por qué no quiere vernos?
—Tendrá mucho trabajo. Veras como pronto nos hace una visita, o incluso puede que nosotros se la hagamos a él. Sé donde trabaja.
—Me dio un recado para usted. Dijo que tuviera cuidado con lord Dembow y los suyos. ¿Quién es entonces lord Dembow, señor Torres? ¿Un malvado... ?
No contestó. Esa advertencia, viniendo de mí, que ahora frecuentaba Forlornhope, podía ser más que significativa. ¿Qué habría visto yo allí para advertirle de ese modo?, se preguntaría, como se lo preguntan ustedes, seguro.
Permítanme mantener el misterio un tiempo. Si esa familia le parecía extraña, su prevención aumentó con mi mensaje; ojalá hubiera aumentado más.
Dos días después, volviendo de un paseo, se encontró con la muy grata e inesperada presencia de Cynthia a las puertas de la pensión.
—Qué agradable sorpresa, señora De Blaise. —Sorpresa en verdad, pues no era ni frecuente ni apropiado que una dama fuera a visitar a un caballero, ambos casados, sin compañía alguna. Y menos una dama semejante. Ante Torres se presentó una criatura deliciosa, toda envuelta en rojo, espectacular, mucho más hermosa que la última vez que la viera, y esa era una ocasión festiva. Tal vez demasiado arreglada para esas horas de la mañana, ese hubiera sido seguro el juicio de su protector tío de haberla visto.
—Como no se digna a pasarse por casa,
don
Leonardo —fingió un enfado, coqueteando—, tendremos que venir a verle los que añoramos su compañía. Más teniendo en cuenta que, según ha llegado a mis oídos, nos dejará pronto.
—Imperdonable por mi parte, desde luego; dice muy poco de mi buen gusto el preferir las soledades de mis paseos y mis libros a su conversación. La encuentro encantadora esta mañana. ¿Quiere pasar? Señora Arias...
La viuda, que con cierta hosquedad observaba el encuentro desde la puerta abierta de su casa, los invitó a entrar con la más estricta y escueta hospitalidad.
—Vaya, eso quiere decir que a veces no se lo parezco —decía Cynthia ya en el vestíbulo.
—¿Cómo?
—Encantadora. Si así me encuentra «esta» mañana, debo entender que...
—Jamás, perdone las torpes mañas de este español, estropeadas por tanto número. Sin embargo insisto en que hoy tiene una luz especial.
—Cierto. ¿Recuerda ese artefacto terapéutico que me diera el buen doctor Granville para tratar mis alteraciones nerviosas, ese que desapareció como por magia? Pues tuvo la amabilidad de visitarme de nuevo, no todo el mundo es tan caro de ver como usted, y me proporcionó otro. ¡Qué maravilla! Es un verdadero prodigio, me siento mucho más... más... relajada. Y solo llevo un par de días empleándolo.
—Me... alegro mucho...
—Me temo que estoy hasta abusando de ese aparato. He superado en mucho las instrucciones de uso que me dio el doctor... me hace mucho bien. ¿Por qué seremos tan complicadas las mujeres, Leonardo?
—Un pequeño precio a cambio de la enorme cantidad de virtudes que atesoran.
—Y que de poco nos valen si los caballeros como usted nos dedican tan poco de su tiempo.
—Clemencia, no puedo con tanto reproche, tanto y tan justo. En mi descargo solo puedo decir que ando enfrascado en problemas técnicos, ese cerebro mío que tanto se obsesiona con la más nimia cuestión científica. Por cierto que su tío tiene parte de culpa, el miércoles me visitó su marido y.
—Sí, ya sé, sus cachivaches.
—Señora Arias... —pidió la ayuda de su patrona, que, seria pero diligente, la ofreció.
—Pasen al salón, pasen. Usted sabe,
don
Leonardo, que puede disponer de mi casa como si fuera la suya.
Entrando en el acogedor y algo recargado saloncito de abajo, acompañados de té, unas galletas y la posibilidad de que los oídos de la pequeña Juliette anduvieran por las paredes o tras la puerta abierta, la conversación seguía alegre.
—¿Volvió a ver al señor Aguirre?
—Sí, ha vuelto a casa. Da gusto ver cómo está dejando el jardín, con solo dos días. Por supuesto, le di recuerdos de su parte.
Pero cuando la viuda Arias los dejó «para que hablen de sus cosas con tranquilidad», el lozano talante que traía Cynthia cambió. Se puso en pie, de inmediato otro tanto hizo Torres. La mujer comenzó a contemplar distraída las horrorosas figuritas que se apiñaban en mesas y estanterías, acompañando a la colección de novelitas rosas que tapizaba las paredes.
—¿Le ocurre algo, señora De Blaise?
—Por lo que más quiera, Leonardo, apee el tratamiento. Somos viejos amigos.
—En ese caso, ¿le ocurre algo, Cynthia?
—Es evidente, ¿no? Por eso necesito tanto la ciencia de
monsieur
Granville, que en realidad poco me alivia. No sé por qué me creo con derecho a cargarle con mis preocupaciones, ha sido un impulso... —Los bonitos ojos de Cynthia estaban trémulos al volverse, pero era una mujer fuerte, y decidida a no llorar.
—Vamos, siéntese. —Le ofreció un pañuelo—. Como usted ha dicho bien, me permito considerarla mi amiga, y si en algo puedo ayudarla...
Ambos se sentaron, y Cynthia pronuncio una escueta frase, que en nada gustó a Torres.
—Es mi marido.
El español no deseaba en absoluto entrometerse en problemas conyugales ajenos, aunque fuera de gentes que apreciaba. Y es que los problemas no debían ser pocos: ella casada con el amigo de su difunto prometido. No podía ignorarla sin más, y era cierto que le entristecía ver apenada a esa preciosa mujer. Se armó de paciencia y preguntó:
—¿Ha tenido algún otro problema en casa...? Me refiero a otro atentado como el del fin de semana pasado. —No, sus preocupaciones se circunscribían al terreno de lo sentimental, para tormento del pobre Torres. Decía que su esposo se había sumido en una terrible melancolía. En realidad había caído en ese estado desde la boda, si no lo traía de antes.
—Y me temo que a él, el percuteur no puede aliviarlo...
—Imagino que no...
—Nada puede. Creo que se siente responsable de la muerte de Henry.
—Por lo que sé, así es.
—¿Cómo...? ¿Ha hablado con él de esto? —La mujer se transformó en el retrato mismo de la esperanza.
—Algo me contó. Sí, se siente culpable hasta cierto punto, y creo que es natural. Verá Cynthia, él era su oficial además de su amigo, tendría que tener un corazón de piedra para no achacarse pequeños descuidos o faltas, eso pasará con el tiempo.
—No estoy segura. Anda buscando su... un castigo. —Estuvo a punto de decir «su muerte», los labios formaron la palabra y se retuvo. Era llamativo que esa misma falta, la de la persecución suicida, hubiera sido achacada a Hamilton-Smythe por el propio De Blaise—. Ahora, creo que se ha lanzado a ciertos excesos... sí, ya sé que no es propio de él, que aunque siempre exhibió ese aire de truhán, nunca...
John De Blaise, según la opinión no muy objetiva de su mujer, sentía remordimientos, justos o no, por la muerte de su amigo, acrecentados por cierta vergüenza al estar casado con la prometida de este. Lo último, según ella, era absurdo, porque ese matrimonio era el mejor remedio para su dolor, debía serlo. Ella era consciente que el amor que sintió por Hamilton había muerto para siempre, que su corazón no volvería a sentir por otro hombre lo que sintió por él. También sabía del sincero afecto que De Blaise le profesaba, y la amistad y el cariño pueden ser buenos sustitutos para la pasión. Vio en el hecho de casarse con él un modo de ser fiel a la memoria de Hamilton, un consuelo y un alivio. Sentía, ahora como siempre, cierta ternura hacia su marido, y consideraba que eso era cimiento suficiente sobre el que edificar un matrimonio, e incluso alcanzar la felicidad. No discutiré yo las razones de la señora De Blaise, es obvio que nunca llegué a casarme y mis experiencias románticas se reducen a esa pueril obsesión por la propia Cynthia y a mi relación con Liz Stride, llámenla como quieran, ambos romances un tanto atípicos. Lo que puedo asegurar, o así lo hizo Torres, es que la joven parecía sincera al decir que quería de cierta manera a su esposo y se preocupaba por su estado.
—Su matrimonio... ¿insistió mucho De Blaise para casarse?
—La verdad es que no. Me lo pidió, pero rodeó la propuesta con pudores y reparos. Fue mi tío quién le animó, nos animó a los dos. En un principio yo no era capaz de decidirme, estaba confusa y le pedí consejo, creyó que era lo mejor...
Y a todo esto, ¿qué pretendía Cynthia que hiciera Torres? Quería que hablara con él, con su esposo, que le hiciera entender que no era responsable de la muerte de Hamilton-Smythe y, sobre todo, que comprendiera que ella no se lo reprochaba, que lo quería.
—¿Piensa que puede atender más a mis palabras que a las de usted o...? Sabe que les aprecio, pero comprenda que nuestro conocimiento no es tan estrecho.
—Precisamente, esa cordial amistad que les une será el mejor inicio para un acercamiento. A usted le tiene en mucha estima, le considera un hombre cabal, de buen juicio. El resto de sus conocidos... tras la muerte de Henry hubo mucho revuelo, un proceso, nadie le echó la culpa, no, pero quedó flotando un mal hálito, el regusto que dejan los rumores y la maledicencia de las gentes. —Eso era innegable para cualquiera que viviera a finales de siglo: el mal ajeno era la mayor fuente de disfrute social, puede que en cualquier siglo. Quedaba una última razón, y la más importante, a juzgar por la prolongada pausa enfática que hizo antes de decir lo siguiente—. Hay otro asunto. Creo que ese dolor, esa pena empieza a convertirse en una obsesión. Me temo que ahora frecuenta a esta señorita. —Le mostró una fotografía de una joven, muy atractiva aunque algo vulgar en la forma de vestir, una cabaretera, o algo peor. Indudablemente posaba en un pequeño escenario.
—Me va a perdonar, Cynthia, pero me temo que yo no debo inmiscuirme en...
—Es su hermana, la hermana de Henry, quiero decir. —Sí, ahora encontró un fuerte parecido familiar, aunque el aire carnavalesco no congeniaba en nada con la sobriedad de los Hamilton-Smythe—. Encontré por casualidad la foto, pensé lo peor, me enfurecí y se lo recriminé. ¿Cómo no hacerlo si apenas...? ¿Acaso soy tan repugnante a los ojos de un hombre?
En absoluto lo era, y eso debió pensar Torres sorprendido por lo que insinuaban las palabras de Cynthia, insinuación que el pudor impedía aclarar más.
—Disculpe —continuó reponiéndose algo—, es una desconsideración por mi parte avergonzarle con estos asuntos domésticos que seguro nada le importan...
—Por Dios, no se apure. Claro que me importan, que no sea yo tal vez el más apropiado para aconsejarle, y que me vea incapaz de prestarle la ayuda que, le aseguro, desearía brindarle no quiere decir...
—Gracias. ¿Ve? No puedo confiar más que en usted, ya no me quedan amigos. —La mujer ya no pudo contener las lágrimas. Torres no tardo nada en ofrecerle un pañuelo y en posar su mano sobre el brazo de ella, para reconfortarla—. Fueron celos, supongo, eso me hizo alzarle la voz, y eso debiera demostrarle mi cariño, ¿no cree? Entonces me dijo que era la hermana de Henry, y que se estaba ocupando de ella, que necesitaba su ayuda o... no fue muy preciso, no quiso serlo, ¿lo entiende? ¿No ve que es una obsesión? —Torres dijo que hablaría con él, no tuvo fuerzas para negarse, estaba aún más hermosa cuando lloraba.
—Si lo único que desea es que tenga una conversación con su marido, bien, accedo, será un placer para mí, pero ya le digo que no creo que en mis palabras encuentre más consuelo que en las suyas. Es su marido, Cynthia; seguro que tiene confianza...
—Solo lo es en nombre, Leonardo, le aseguro que solo en nombre. —Se produjo una pausa incómoda.