—Tienes razón otra vez. Disculpe mis modales, señor Aguirre, le ruego que lo achaque a la alegría por verle. Nana, ¿haces el favor de traernos algo de té para el señor Aguirre y para mí?
La señorita Trent sonrió ahora, contenta con que su querida niña, para ella siempre lo sería, cumpliera con corrección sus obligaciones de anfitriona, y luego salió dejándolos solos. Cynthia empezó a hablar sin parar. La dejé. Las buenas personas, las escasas con las que me he cruzado, tendían a ignorar mi defecto en el habla, esperando con paciencia a que acabara mis frases, así lo hacía, o lo pretendía hacer Cynthia. Tratándose de una mujer hermosa, su corrección al tratarme me ponía aún más nervioso, y siendo ella un ángel encarnado fue consciente de mi apuro y decidió llevar las riendas de la conversación. No le era difícil, pues la extroversión era una de sus cualidades más llamativas. Me habló de su boda, de lo feliz que era ella y su esposo. Comentó, con seriedad pero sin vulgares dramatismos, el malestar de su tío y la esperanza de una mejora. Intercaló ocasionalmente alguna pregunta, que yo pudiera responder con un monosílabo. Me di cuenta por esas preguntas que no tenía idea de que hubiera trabajado para las empresas de su familia, y no le saqué de su ignorancia. Llegaron las cuestiones comprometidas, justo cuando Tomkins entró acompañado de una doncella y una bandeja con té y pastas.
—Gracias Tomkins, ya estábamos sedientos. Ya me encargo yo —dijo ella. Nos levantamos y ocupamos las butacas cercanas a una pequeña mesita, sobre la que dejó el extraño percuteur para servir el té con exquisita elegancia. Sus movimientos, el modo delicado en que ponía el plato, la tacita, la servilleta, me parecía todo de tal armonía que apenas me atrevía a respirar, por no interrumpir esa danza doméstica tan encantadora—. ¿Leche? ¿Azúcar?
—Sí. —Hubiera dicho sí a cualquier cosa, es una palabra muy fácil.
—Debo tenerle mareado ya con mis historias, es que tenía muchas ganas de verle, señor Aguirre, y mucho que contar. He sido una anfitriona terrible, espero que este té me redima. Dígame, ¿cómo le va a usted?
—Bien. —Buena respuesta, simple y corta.
—¿Está ahora... con don Leonardo? —Estaba deseando preguntarme si estaba otra vez bajo la protección del español. Sabía por nuestra breve charla previa que no había salido de Inglaterra y Torres no había vuelto de su país; era consciente, como no podía ser de otra manera, de que nuestra relación no había continuado. Sin embargo, mi aparición poco después de que supieran de la llegada de Torres no parecía una casualidad. En realidad sí lo era. Lo era y no lo era, al menos no como ella imaginaba.
—Sí —mentí a la anterior pregunta.
Cynthia era muy inteligente, no una princesa victoriana encerrada en su torre de porcelana y prejuicios que la alejaban de la realidad, sabía del mundo y sus gentes, y entendía que un tipo como yo, con sus taras físicas, mentales y morales, no visitaba a nadie por cortesía. Yo había venido por algo y ella me allanó el terreno.
—Debía estar muy enfadada con usted, señor, todos estos años sin venir a vernos. Le recuerdo que tenemos una deuda, por cómo se portó con mi marido y... con mi marido y don Leonardo, pero sin su presencia nos impide poder agradecerle todo como deberíamos. Le perdono porque por fin está aquí. Si pudiera hacer algo por usted... —Empecé a hablar, sin saber qué iba a decir. Recordé a Liz, y lo que tenía que hacer allí, e hice lo que pude, lidiando con mis terribles nervios.
—Yo... una amiga nec... nec... necesita ayu... ayu... Quiero ayu... No t... t... tengo muuuucho din... Esta rr... ropa mmm... mmm...
—Odio estas plantas —se levantó a mirar por la ventana, y yo casi tiro todo el juego de té al incorporarme—, es imposible que nada crezca bien en esta ciudad sin cuidados. La pobre Nana apenas puede hacerles caso. Seguro que a ella le alegraría ver ese jardín floreciendo... Le he visto mirarlo con ojos de buen conocedor, parece que sabe de jardinería.
—C... crecí rod... rod... rodeado de plantas. —Hablaba de mi pantano.
—¿Dónde?
—La F... Florida.
—¿En América? Tiene que ser precioso. —Asentí y ella volvió a su silla, con un brillo ilusionado en sus ojos verdes—. ¿Sabe lo que necesitamos? Un jardinero, solo para este jardincito. No sería mucho trabajo, apenas hay cuatro plantas, pero sin cuidado... todas acaban muriendo, y a mí me encantan las flores. ¿Qué le parece? Si tuviera un rato, de vez en cuando, podría pasar y atender un poquito a esas pobres abandonadas. Le pagaríamos el trabajo, por supuesto.
—¿Yo?
—Claro, si tiene tiempo.
Asentí. Quería decir que aceptaba, quería decirlo a gritos. Me sentí feliz, necesitaba ese trabajo, estar en esa casa, cerca de esa mujer. Mi cabeza empezó a correr, me vi allí, atendiendo a las plantas. Mi alegría desbocada me empujaba a imaginar más y más: tal vez me dieran una habitación, tal vez necesitaran una doncella, Liz podría...
Tomkins entró de nuevo, lord Dembow reclamaba la presencia de su sobrina. Ella se disculpó pidiéndome que esperara un minuto allí. Salieron. A solas, mis sueños fueron calmándose y dando la bienvenida a la realidad, la más reciente, la de mi misión allí. Miré por la puerta entreabierta. En el vestíbulo no había nadie, y se escuchaban voces provenientes del salón grande. La puerta de la biblioteca estaba allí al lado, ese lugar que Torres descubriera como despacho de trabajo del lord. Mi instinto para el crimen me decía que allí encontraría lo que buscaba, si es que había algo que encontrar. Entré, estaba más o menos como lo había descrito mi amigo, papeles, libros, planos... ningún artilugio mecánico, salvo un magnífico reloj de cuco en uno de los anaqueles.
Cogí planos, no sé de qué, apenas podía ver los trazos sobre el papel. Tomé los que no me parecieron ni barcos ni nada que pudiera reconocer, y los metí en mis pantalones. ¿Para qué? No lo sé, se daban un aire a lo que me mostraran los judíos, todos los planos se parecen para alguien sin instrucción alguna. Se los enseñaría a Potts y él sabría qué hacer, o no. Daba lo mismo, iba a entrar al servicio de Forlornhope, ser jardinero de lord Dembow o mejor, de Cynthia De Blaise. Tendría muchas oportunidades de rebuscar y encontrar esos cacharros. Papeles con trazos y números serían suficiente botín para probar mi entrega a la misión.
Salí y volví a la salita pequeña sin que nadie me viera. A punto cogí un puñado de pastas y me las eché al bolsillo, las dos cucharitas de plata... cuando se es ladrón, todo lo que brilla atrae. Junto a los dulces vi el extraño
percuteur
, reposando en su estuche. Lo cogí, era un artefacto bastante grande, pero mis ropas también. Lo oculté como pude, era un aparato, ¿no? Eso era lo que había venido a buscar, con eso contentaría a Potts y a los Tigres.
Entró Tomkins.
—Señor, ¿desea algo?
—M... m... m... me voy.
El mayordomo me acompañó... a la salida principal. Ya fuera me llamó Cynthia desde la puerta abierta del salón grande, a través de la que creí ver a varias personas reunidas. Guiñé. Guiñé el ojo pero solo pude reconocer la silueta en silla de ruedas de lord Dembow. Tomkins nos dejó y ella se acercó a mí.
—Siento no haber podido... atenderle...
—No s... s... —Me encogí de hombros.
—¿Se tiene que ir? Bien, espero verle mañana. —Yo pensé que... que se refería a que al día siguiente iniciaría mi trabajo de jardinería, y cobraría mi jornal del que por cierto no habíamos hablado. Lo cierto es que Cynthia se refería a la invitación a comer que hiciera a Torres para ese sábado, ella suponía que yo también acudiría.
Me fui a paso vivo.
Recorrer a trote el bosquecillo...
... el patio y ser abordado por alguien fue todo a un tiempo. Una mano me cogió por la nuca y me lanzó contra un roble. Tenía que ser muy bueno para acercarse hasta mí sin que lo oyera, aunque lo hizo por mi lado derecho. Me di de morros e ignoré el dolor, media vuelta y de un golpe tiré a mi agresor contra el suelo. Era Tomkins... había... había salido ligero tras de mí en cuanto me dejó con su ama. Daría la vuelta por una puerta trasera para atraparme sin que su... mi... su señora lo viera. Me dispuse a encararme, cuando sacó el revólver.
El revólver.
El revólver. Yo quedé quieto. Tomkins miró a los lados, solo una par de criados a lo lejos entre los árboles desnudos, que nos ignoraron.
Dame eso que has cogido —dijo, manteniendo la pistola baja. Le di los papeles, y el par de cucharillas, nada más—. No quiero problemas contigo... Si la señora quiere desperdiciar su buen corazón en gentuza como tú, sea, pero mantendré un ojo siempre sobre ti. —Gruñí desafiante por toda respuesta—. No te confíes, no creas que ella te ayudara. No serías el primero que se ha enfrentado a mí y que ha acabado en el río.
En el río.
Se fue con el mismo andar rápido con que había venido... Yo estaba enfadado, no sé por qué, no estaba seguro.... Tampoco... tengo idea de por qué me quedé con el aparato del doctor Granville, así salvaba mi orgullo al ser capaz de escamotear algo de la casa y de la mirada de sabueso de Tomkins, esa razón... esa razón es tan válida como cualquier otra. Me dirigí al camino que llevaba a la salida, sacudiendo mi ropa maltrecha. Allí... ya llegaba un coche a recoger a los invitados de lord Dembow. Lo que vi... lo que vi... fue más de lo que debiera haber visto. El lord desp... despedía a sus invitados a la puerta, en su silla de ruedas, su trono traqueteante, acompañado por De Blaise y su querida esposa. Reconocí al caballero de aspecto noble y severo que se marchó en un coche en compañía de otro más joven. Mi maldito ojo muerto...
Era Henry Matthews... Secretario de Estado...
Cabeza del Home Office...
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Domingo por la noche
—Es cierto. Es Raimundo Thelonious Aguirre.
—¿Cómo...? Ha enloquecido. —Alto se frota su mentón sin afeitar— . ¿Tiene idea de lo que supone esa afirmación? Es... me va a disculpar pero es una tontería, por Dios, somos hombres cultos...
—Entiendo. —Acaban de abandonar a Aguirre, y como de costumbre Celador está ocupado acostando al viejo para la noche—. No digo que exista Aguirre, que es testigo de asesinatos y de Ajedrecista, no. Es posible que sea un invento para... excitar la curiosidad nuestra. Digo que no hablamos con una... un engaño de nuestro carcelero, de Solera o quien mande aquí.
—¿Por la prueba de su nota? ¿Por eso lo dice? Sí, cierto, sabía cuándo se la dio...
—Usted y yo comprobamos que el celador no puede vernos en ese momento, aunque la encontrara luego, no puede saber el momento que se la di.
—A menos que se lo preguntara y Aguirre se lo dijera.
—En ese caso lo tuvo que decir, me da usted la razón. —Alto abre la boca... y vuelve a cerrar. Suspira, anda nervioso.
—¿Y dónde nos sitúa todo eso?
—En una locura, una alucinación que no es parte de nuestra... ena... locura...
—Enajenación.
—Eso, enajenación. Es real, estoy seguro.
—¿Qué propone?
—Ehhh... —Lento se encoge de hombros—. Seguir igual. Intentar desenliar la mareja...
—Madeja.
—La madeja. Asegurarnos de seguir vivos. —Palmea la pistola en su bolsillo.
—No sé si podremos. Tan absurdo es lo que vemos como lo que oímos. ¿Qué hace el señor Matthews saliendo de casa de lord Dembow?
—Ya nos dijo que fue a la fiesta del sábado...
Por eso, ¿por qué estaba la tarde anterior? Sí, sé que me va a decir que Dembow es un personaje relevante, con contactos políticos y... ¿no le da la sensación de que van a meternos ahora en una conspiración gubernamental...? Usted es el entendido, pero lo creo muy pueril.
—¿Pueril?
—Muy tonto... muy forzado.
—Lo es, estamos ahogados conspiratorias absurdas. No sé. Pienso que no es esencial cómo, «por qué» es lo importante. Por qué nos han metido en esto, a nosotros, para qué. —Oyen como Celador termina, y se acerca—. Hable con detective, busque datos de Aguirre, de Solera; quieren algo, y aún no sé.
Aparece Celador secándose las manos con un trapo y sonriendo. Con un gesto hace que los dos lo sigan pasillo arriba.
—Señor —se dirige a Lento—, hoy gozaremos de su compañía esta noche, ¿no?
—Sí.
Suben dos pisos, allí llegan a la celda que ocupan, noche uno, noche el otro.
—Buenas noches —dice el Celador—. He dejado agua y algo de fruta, no pueden quejarse del servicio. Ahora acompañaré a su amigo a la salida. Hasta mañana.
Se despiden y Lento queda solo.
No hay nada que hacer entre esas cuatro paredes, sin ventana a la calle. La luz del cabo de una vela es triste compañía, y no hay otra. Come la manzana que reposa junto a la jarra con agua. Mira las cajas apiladas, llenas de papeles amarilleando. Toma un librillo, un capítulo más...
Lee Lento
El 13
er
trabajo de Heracles por
M. R. William
Capítulo 29: El esperado cumpleaños de Camille
Dos semanas antes del tan aguardado acontecimiento: el décimo sexto aniversario de la hija del conde, Jim decidió hablar con su padre. Sentía que era esencial conseguir, no solo la aprobación del severo profesor Billingam, también su comprensión y sus buenos deseos. Quería mucho a su padre, pero bien sabía que el amor paterno-filial entre varones está siempre constreñido, encorsetado, velado por una mordaza de virilidad y dignidad que impide que los sentimientos, erróneamente considerados propios de féminas, se desborden. Por si fuera poco, la sal en la herida de su incomunicación llegó en forma de funesta revelación.
—Jim, me muero.
Lo dijo sin prologo alguno, con la frialdad de quien habla del tiempo, del buen tiempo. Luego apuró su copa, sentado en su despacho, rodeado de libros, papeles y toda una vida de docencia, que ya concluía.
—Qué está diciendo, señor. Goza usted de excelente salud.
—No te fíes de mi aspecto.
—No...
—El doctor ha sido categórico al respecto.
—Entonces... ¿va a morir?
—Sí.
—Es imposible.
—No hay tiempo para sensiblerías. No es el mejor momento para dejarte, lo sé, eres joven. Sin embargo...
—Pero ¿qué enfermedad...?
—Eso no viene al caso. Un mal que me apartará de este mundo y de los que quiero en el plazo de menos de un año. Todos los que realmente aprecio se reducen a ti.