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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (102 page)

—Solo... solo quiero decirte... padre. Voy a buscar a Cynthia...

—Claro, hijo. Precisamente es por eso que... —Henry Matthews lo interrumpió posando con cordialidad su mano sobre el hombro de Dembow.

—Señor Abbercromby, acabo de asegurarle a su padre que dedicaré el máximo interés en que su... —miró a lord Dembow—, su prima aparezca. Aunque haya salido del país, le aseguro... pongo mi honor en ello en que la encontraremos. Me ocuparé en persona, le doy mi palabra. Ya ha habido suficiente sufrimiento en esta familia. Pondré todo mi empeño en aliviarlo.

—Una enorme tarea la que se acaba de imponer, señor secretario, titánica. Caballeros...

Esa breve conversación con su padre, el verlo dolido, reducido a un enfermo que movía a la compasión entre sus pares el que fuera Dios entre dioses, no causó ninguna reacción catártica, que hubiera sido muy necesaria a la vista de los acontecimientos que se avecinaban en el horizonte turbulento de la vida de Perceval Abbercromby. La reunión en sí no inquietó al joven lord en absoluto, estaba acostumbrado a ellas, y no veía secretismo alguno en el habitual ninguneo que su progenitor ejercía sobre su persona en lo tocante a... a todo.

Por eso, dos o tres días después, dejó caer el comentario a Abberline y Torres como quien no quiere la cosa. Abberline no dijo nada, la presencia del secretario de estado hacía que evitara todo comentario, sus superiores ya le habían dejado claro que la política era un muro que no podía franquear. Torres tampoco era un animal político precisamente, pero en este caso, su intranquilidad lo obligaba a entrar en territorios inhóspitos para él, y qué mejor guía que don Ángel Ribadavia. Lo llamó y preparó un encuentro entre el diplomático y el inspector Abberline, que necesitaba alguien que pudiera entrar donde a él le era vedado.

—Soy un tipo estrafalario —respondía Ribadavia a la solicitud del inspector ante la mediación de Torres—. No, lo sé y no me lo tomo a mal. Lo considero una virtud en mi situación. Aquí soy un extranjero pintoresco, divertido, inocuo... incluso entre la propia diplomacia de mi país se me considera eso. Así obtengo más en charlas intrascendentes de café que el mejor de los espías.

—Me cuesta creer que nadie le tome en serio...

—Ni siquiera usted, Leonardo. No... no me lo niegue. —De él, Torres y Abberline necesitaban obtener la información «oficial» que fuera posible respecto al ataque de Jack y mi subsiguiente asesinato acaecido en Forlornhope.

Más que de lo ocurrido (ya que eran ellos los mejores testigos), de lo que esperaban noticias era de las fuerzas que allí estaban, esos «agentes especiales», a quién presentaban sus informes, de quién recibían órdenes...

Ribadavia aceptó sin reparo tras justificarse con su consabida apelación al propio honor y a su deber de hacer lo que fuera por conocer el paradero de «tan deliciosa criatura», y demás... aunque por entonces, jueves cuatro de octubre, cada vez había menos dudas de que Cynthia había sufrido un desenlace fatal. No era esto a lo que quería referirme. Ocurrió que en medio de la charla, Torres le habló de la reunión de caballeros principales en casa de Dembow, y del ocultismo con el que llevaban sus asuntos, reuniones similares había yo visto en Forlornhope, ya recordarán.

—Estando Matthews se trata de un grupo de lo más distinguido —respondió Ribadavia—. Sé que muchos asuntos de este país, como de cualquier otro, se cierran antes en salones de próceres locales que en los parlamentos. ¿Pero qué tienen que ver estos señores con... lo que sea que estén ustedes investigando?

Esa era una pregunta sin respuesta, que atormentaba a Torres. Nada salvo su suspicacia, cada vez más desarrollada, le hacía pensar que esa reunión de tanta personalidad tuviera que ver con nada. Dembow era un hombre importante, seguro que pertenecía a grupos de poder...

—¿Lord Dembow es masón? —preguntó Torres.

—No. Ni la mayoría de los caballeros que estaban en esa sala, según me han contado. ¿Por qué?

—A veces creo ver un aura de misterio, de secretismo o disimulo sofisticado en torno a él.

—No sé... cada vez tiendo más en fiarme de sus ideas. Sin embargo, le diré que los masones no son tan enigmáticos como pueda usted pensar.

—¿Lo es usted, don Ángel?

—No. No creo que haya grupo social que me admitiera, si no se ve forzado a ello, por no mencionar lo dispar de nuestros objetivos. Los masones aspiran a la mejora del mundo y a completar la obra de Dios; yo tengo fines un poco más egoístas y mucho menos espirituales.

—Por supuesto, y por ese mismo egoísmo es por lo que va a ayudarnos...

—Ayudo a mis amigos. Necesito amigos felices con los que brindar, Leonardo.

Pero estoy contando los hechos mal y desordenados. Antes de esta reunión informal ocurrieron hechos que no puedo omitir. El día anterior, sin ir más lejos, Torres recibió de nuevo una oferta de manos de John De Blaise. El aspecto del antiguo mayor De Blaise era preocupante, tanto que la viuda Arias se apresuró a ofrecerle un caldo o cualquier cosa para reponer esa fragilidad que parecía dominar todo su cuerpo. Los guardaespaldas que aún lo acompañaban tuvieron que entrar con él y ayudarlo en todo momento a no tropezar y desplomarse en el suelo. Por cierto, el jefe inspector Littlechild ya no estaba alojado en la pensión, era evidente que su labor allí ya no parecía ni necesaria ni fructuosa tras el día del doble crimen, por tanto no hubo que dar explicación alguna del estado de De Blaise. De todas formas, a ojos incluso de alguien no muy observador, todos los males del joven se reducían a los excesos con los narcóticos.

La propuesta en esta ocasión era más sencilla. Una suculenta cantidad de dinero a cambio de que entregara el Ajedrecista, los restos de él. Además, la cuantía de la oferta, que suponía un desahogo considerable incluso para una economía de por sí ya desahogada como la de Torres, incluía el pago de un billete para volver a España, en caso de que quisiera abandonar el país.

—Echará mucho de menos a su familia, imagino —argumentaba un mortecino De Blaise.

Torres se limitó a decir que lo pensaría, de momento, y De Blaise no insistió, parecía seguro de que el español iba a rechazar cualquier ofrecimiento que su tío hiciera. Sin minorar lo preocupante de esta oferta, mil quinientas libras nada más y nada menos, más inquietante, e incluso demoledor para su espíritu, fue lo que en esos días le aconteció a Perceval Abbercromby. Al día siguiente de su despedida con cajas destempladas de la reunión en la biblioteca de Forlornhope, el mismo miércoles en que Torres recibía la oferta para marcharse, tuvo un encuentro aún más agrio con su padre.

Pasó el día en el mismo turbio estado de ánimo de los precedentes, sumido en tan lóbregos pensamientos que el mismo hecho de aspirar el aire que lo rodeaba se le antojaba un trabajo ímprobo. Hora a hora había perdido todo ímpetu por salir de ese pozo, ni siquiera la posibilidad de dañar de algún modo a De Blaise lo animaba. A mediodía, gritos histéricos y jaleo lo sacó de su mórbido estado. La conmoción que surgía por los ventanales de la biblioteca lo sorprendió dando un paseo desganado por los jardines. Corrió hacia allí, entró y el grotesco espectáculo lo paralizó.

La señorita Trent, irreconocible con su pelo siempre recogido y pulcro ahora revuelto, gritaba enloquecida, desbordaba insultos y espumarajos de rabia sobre su señor, el propio lord Dembow, que se limitaba a taparse la cara con la mano, agitado por un llanto incontenible. La violencia había sido mucha, a juzgar por la posición en que se encontraba la silla de ruedas del lord. Ahora, Tomkins y el señor Ramrod trataban de apartar a la desbocada cocinera del anciano, con no poco esfuerzo a pesar de ser ambos hombres fornidos.

—¡Monstruo! —gritaba la mujer—. Has matado a mi niña, por fin la has matado... ¿no podías permitir que a tu lado creciera ni un pequeño brote de felicidad? ¡Asesino! —Sin duda se refería a Cynthia, aunque nadie podía, ni en rigor aún puede, certificar su muerte. Ese mismo día encontrarían el torso desnudo de mujer en Whitehall del que hablara Abberline, cuando reunidos contara ese dato, al parecer ajeno a los crímenes de Jack, junto con otros hechos pintorescos como la oferta de no sé qué vidente para colaborar con la policía.

—Sáquenla de aquí —musitaba el viejo mientras su silla giraba para dar la espalda al conflicto—, por caridad.

—¡No!, enfréntate a tus pecados por una vez en tu vida, ¡monstruo depravado! Ella era inocente, no tenías que...

—Meg —rogaba Tomkins, que la abrazó con fuerza para evitar que hiciera daño a cualquiera o a ella misma—. Cálmate, aún no sabemos...

—Yo sí sé... Alistaire, sé que es un criminal y que debe morir, como debe morir toda su estirpe. —Y mirando con ira al propio Percy, añadió—: ¡Todos tenéis que morir! ¡Mi pequeña...!

—Tomkins —ordenó Ramrod—. Enciérrela en su cuarto. Vamos, dese prisa o acabará por lastimarse.

El fornido mayordomo tomó en brazos a la mujer y se la llevó, sin que ella dejara de forcejear, gritar e insultar. No creo que el silencio que quedó tras su marcha fuera mejor que el ajetreo anterior. Ramrod rehízo su aspecto, y de una botella de brandy llenó una copa que tendió a su señor.

—¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó el pequeño asistente, sin mostrar en su voz alteración ni pesar alguno—. Es un contratiempo... entiéndame lord Dembow, su salud no puede soportar este tipo de desasosiegos.

—Sí... —El anciano bebió apenas un sorbo de su copa, y abrió un cajón del escritorio que estaba a su lado—. Señor Ramrod, ocúpese de encontrarla acomodo.

—¿Va a encerrar a esa pobre desdichada en algún agujero perdido, señor? —dijo Percy—. ¿Cómo hizo con mi madre?

Hacía mucho tiempo, él tendría diez u once años, cuando su madre se puso enferma, y hubo que trasladarla. No volvió a verla, no podía, estaba muy delicada, y siempre le mandaba recuerdos... El la odió por haberlo abandonado, por no permitir que la visitara, por los rumores que corrieron respecto a que su marcha era motivada por alguna posible infidelidad. Hasta que al cumplir dieciséis le dijeron que había muerto, sola, sola y Dios sabe dónde. Su cadáver avejentado el día del funeral era su único recuerdo. No lloró.

*

—Parece el destino de toda la familia... sí Percy —Dembow había sacado un retrato del cajón, la vieja fotografía de su infancia, en el lago, con su amigo—, allí acabaremos todos, en manos de la locura. —Con su hermana... Su hermana. Su tía Margaret. ¿Qué recordaba de ella? Nada, tenía cuatro años cuando murió, y nunca vio otra foto que esa, esa de niña junto a un joven Dembow y al capitán William. ¿Qué había dicho la señorita Trent? «Mi pequeña... mi niña.» Ella siempre había estado, siempre cuidando de Cynthia, con tanto cariño y con esa dignidad. No parecía una cocinera.

Sintió que sus piernas temblaban. Maldijo en silencio su propia arrogancia, su pomposo temperamento que le había impulsado a ignorar a aquella mujer. Recordó la ira en ella, cuando lo sorprendió junto a su prima, su prima. Dijo: «¡No se le ocurra tocarla!». Ahora todo tenía sentido, y todo se volvía más oscuro, más difícil de asimilar. Recordaba los rumores, los cuentos sobre que la tía Margaret se había escapado, sobre que Cynthia era en realidad su prima carnal... a él también le habían llegado, ¿cómo no? Siempre tomados por chismorreos maliciosos y temidos también como tal. En las tinieblas, donde se ocultan los secretos, es fácil convivir con ellos, pero ahora, iluminados por la claridad de una revelación, el miedo y el dolor fueron intolerables.

—Todo era verdad —dijo al día siguiente a Torres—, ahora entiendo su reacción y la de Cynthia al saberlo.

—Eran primos —asintió con gesto comprensivo Ribadavia cuando el ingeniero le contó a su vez lo hablado con Abbercromby—. Todo Londres lo sabía.

—Solo primos.

—Primos hermanos, si le parece poco...

Pero antes, en la gran biblioteca y despacho de Forlornhope, Percy no encontraba palabras que expresaran su dolor, su miedo y su rabia. Pasó cinco segundos como cinco años sin decir palabra, mirando a su padre, para luego murmurar:

—Dios me perdone, Dios nos perdone a todos, señor. No sé cuántos infiernos tendríais que pasar para purgar tanta falta...

—Ya basta, Percy. No soporto más reproches. Hoy no.

El corazón de un hombre tiene un límite de sufrimiento, su intelecto está preparado para resistir los embates de la vida hasta un cierto número de conmociones. Fueron sin duda demasiados para la atormentada alma de Percy. No supo dónde esconder su dolor, cómo paliarlo, y dejó que el whisky lo hiciera por él. Así, a merced de Dioniso, apenas recordaba la aparición de un sujeto de bombín calado y mirada venenosa que exigió, entrada ya la noche, ser recibido por lord Dembow. Ni él ni Torres ni Abberline podían saber de quién se trataba, pero seguro que han apreciado que esa descripción se acomoda a la perfección con Efrain Pottsdale, que ignorante aún de que ese mismo mes moriría en mis manos, tendía sus taimadas redes, o las de su amo.

Al día siguiente, salvo el encuentro en el Marlborough del que ya he hablado, Percy siguió vagando entre trago y trago, incapaz de dirigir sus pasos hacia nada de provecho. Un alma en pena caminando por Forlornhope, un Hamlet decimonónico que en una mano cargaba con la Biblia y en otra con el pistolón, los ojos vidriosos por la bebida, la mirada perdida. Nadie, ni servicio ni habitantes de la mansión se atrevieron a preocuparse por su estado, ni a dirigirle la palabra, lo que puede que fuera afortunado. De toparse con De Blaise, armado y borracho como iba, quién sabe si las funestas circunstancias que pronto iban a colmar su vida, no se hubieran adelantado días.

El viernes se mostraba tan abatido y desalentador como el jueves, añadiéndose a este los malestares propios de quien no está hecho a la bebida. Decidió no pasar ese fin de semana entre sus pinturas, lo que aunque supuso la abstención de uno de los pocos bálsamos que le restaban, fue oportuno. Al atardecer, los guardias, que abundaban discretamente armados desde el atentado, franquearon el paso de la verja principal a un furgón oscuro y lóbrego, cerrado por rejas. Se detuvo a la puerta, y de él bajaron dos hombres fornidos y una enfermera, acompañados de un caballero muy trajeado; el doctor Greenwood. A recibirlos en la puerta salieron Ramrod, Tomkins y seis más del servicio, acompañando a una muy alicaída señorita Trent. Atendiendo al doctor, estaba un gris y mohíno De Blaise, su visión es la que hizo que Percy corriera escaleras abajo, hacia la salida. Al llegar, la señorita Trent, su tía según entendía ahora, subía al furgón blindado.

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