Los horrores del escalpelo (103 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

—¿Qué es esto?

—Doctor Greenwood —dijo De Blaise, sin emoción alguna en su tono—, imagino que ya conoce a Perceval Abbercromby, el hijo de lord Dembow.

—¿A dónde pretenden llevar...?

La trataremos bien, señor —intervino el doctor, que no necesitaba ser alguien muy perceptivo para notar la tensión entre ambos hombres—. Lo mejor...

—No se moverá de esta casa.

—Son órdenes de tu padre. —Se le encaró De Blaise, con firmeza y cierta frialdad en la mirada—. Se va, y nadie ha de saber dónde. No necesitamos chismes sobre la locura de esta mujer cundiendo entre el servicio, ya es bastante...

—Apártate.

No hizo tal cosa, ni mucho menos. De un puñetazo directo al pómulo de Percy, lo tiró al suelo.

¡Por el amor de Dios! ¡Caballeros! — intervino soliviantado el doctor. Su mediación en la pelea, cargada de buenas intenciones, desapareció en cuanto vio cómo Percy sacaba de su cintura su enorme pistola. Quedó paralizado, dio un paso atrás—. Señores, ¿se han vuelto locos?

De Blaise, por otro lado, no se retrajo ni por un minuto. Con esa frialdad catártica que había adoptado recientemente, miró el arma de esos cuatro cañones y se dirigió a ellos como si fueran los ojos de Percy.

—¿Vas a matarme aquí? ¿A las puertas de la casa de tus antepasados?

—Dónde mejor —Percy se incorporó, sin dejar de apuntar al pecho de su primo—, morirás donde tanto daño has causado.

De Blaise se abrió la chaqueta mostrando sin reparo su corazón al arma homicida. No había desplante ni dramatismo es su gesto, sino indiferencia, una profunda indiferencia, que fue más efectiva que las lágrimas del reo de muerte o las arrogancias del suicida para aplacar el ímpetu del joven lord.

—Por Dios... —Seguía asustado el doctor, mirando a sus hombres y la enfermera, que habían desaparecido rápidos tras la cobertura del furgón. Tomkins estaba al acecho, detenido solo por el gesto seco del señor Ramrod, quién con una mirada había convocado ya a una veintena de hombres, expectantes.

—¡Acaba con ellos, muchacho! —Los aullidos sordos de su tía, encerrada ya en el carro enrejado, era el único sonido que acompañaba al metálico amartillarse del pistolón—. ¡Mátalos a todos y quema esa abominable casa! Haces bien en no tener hijos, Percy... vuestra semilla está podrida, maldita...

—No —dijo por fin incorporándose del suelo—. No soy como tú, no te mataré indefenso. No te asesinaré como a un perro, como hiciste con Hamilton-Smythe, aunque merezcas recibir un castigo aún peor.

—No sabes de qué estás hablando...

Lo sé todo. —Se levantó por completo, sin dejar de encañonarlo—. Sé la clase de alimaña cobarde que has sido toda tu vida, sé los crímenes que has cometido y sé que tu existencia en este mundo emponzoña el aire. ¿Te ofende que declare a quien pueda oírme que eres un asesino, un asesino y un cobarde?

—Me ofende que una piel tan blanca, alimentada con leche y miel y que ha dormido toda la vida entre sedas, se atreva siquiera a juzgarme. ¿Qué sabes tú de la vida, si hasta tu madre, conociendo la blandura de tu carácter, te abandonó?

—No hables de mi madre.

—¿Te he ofendido? Para eso es preciso un honor al que faltar, y tú solo dispones de los posos del de tu padre. Anda con tus rezos.

Me has insultado. Has nombrado a mi madre muerta y me has golpeado. Exijo una satisfacción.

—¿Ah sí? —rió De Blaise despectivo—. Creí que ya había escuchado todo, y mira, una sorpresa más. Como desees, cualquier satisfacción que precises de mí, no dudes que la tendrás cuando tú digas.

—El domingo, al alba.

—¿Es que nadie va a hacer algo...? —suplicaba Greenwood, y como convocado por esas palabras, el señor Ramrod se acercó.

—No cometan más locuras, señores. Ahora tenemos que llevarnos a esa desdichada a que la atiendan como es debido y como desea lord Dembow. ¿Va a impedírnoslo, señor Abbercromby? ¿Va a dispararnos a todos?

Percy bajó el arma, y por primera vez vio la conmoción que su actitud causaba en los que allí estaban, servicio, personal del sanatorio, el médico... él parecía el loco, el criminal. Siendo enemigo de excesos y escándalos por naturaleza, se sintió incómodo. En tales situaciones, un inglés bien criado suele limitarse a saludar con corrección e irse, lo más rápido sin perder la necesaria dignidad. Así lo hizo, volviendo al cobijo incómodo que para él fue siempre Forlornhope, ignorando ciertas quejas, o discusiones que se produjeron entre Ramrod y De Blaise. Luego, desde su abuhardillado cuarto, pudo ver alejarse a la ambulancia, con la parsimonia de un cortejo fúnebre.

Pese a la idea que ustedes, jóvenes, tengan del Siglo, el batirse en duelo era ya no solo delictivo, sino
demodé
. Hacía más de tres décadas que los caballeros empleaban modos legales, menos románticos y mucho más saludables para dirimir las querellas. El reñir estaba algo trasnochado (y digo algo porque siempre hay excepciones, sobre todo si de hábitos sociales hablamos) y fuera de lugar, salvo en los novelones que devoraba la ensoñadora viuda Arias. El carácter atávico de Percy había hecho que canalizara su odio hacia formas de satisfacción del honor personal, no solo fuera de lugar, sino peligrosas para él. Palmarla era la mayor pericia de De Blaise a la hora de tirar, con arma de fuego o con sable. Sin necesidad de haber sido testigo de su tino con los pichones, como más de una vez lo había presenciado en Kent, se notaba que el que fuera mayor estaba más hecho a las armas que el joven lord, amigo de lecturas piadosas y rezos. Percy había optado por ese tremendo Lancaster con el que cargaba desde hacía días para su defensa personal, confiando en que el exceso de calibre supliera la falta de puntería. En el campo de la lid, eso no le valdría de nada. Se supo muerto, y el miedo a su inminente final no fue lo que le desveló las dos noches hasta el domingo, sino el temor a que De Blaise siguiera respirando el lunes, y el martes... ya les comenté: el mayor dolor de la muerte no es lo que termina, es lo que continúa.

Dedicó entonces sus velas forzosas a rogar por el más aciago de los destinos para su oponente, forma nada pía de rezar, por cierto. Pidió que, aunque su muerte era ineludible, se le diera fuerzas para dañar a De Blaise de forma irreparable, con su último aliento. Esta línea de pensamiento lo llevó a Bowels, por supuesto. Ni había olvidado ni abandonado al sargento mayor. Estaba a buen resguardo y fue allí al día siguiente, no estaba seguro con qué fin, al margen de abastecerlo de más vituallas para su encierro. Sin duda se trataba de pedir que matara donde él seguro iba a fallar. Tal acción, ya fuera aparecer oculto el día del duelo y disparar a De Blaise si él erraba el tiro, o atacar a su primo incluso antes de llegar a la funesta cita, no le debió parecer muy noble, así que en la visita a su casa de St. John's Wood, se limitó a comentarle novedades del exterior, aquellas que pudieran interesarle.

Bowels estaba nervioso. Se encontraba en un estado de extrema indefensión, ahí encerrado, sin poder salir temiéndose buscado por la policía, temor que Percy, ni Torres en su última visita, habían disipado. En esta ocasión, el joven lord trató de apaciguar la inquietud del soldado, y no supo bien cómo. Debía decirle, tal era su intención, que si a la semana siguiente no recibía noticias suyas, se fuera y se procurara la fortuna como bien pudiera. Luego pensó que una vez muerto, que más le daba lo que le ocurriera a nadie, y menos a ese sargento Bowels, al que la única simpatía que le tenía era la paridad del odio de ambos por De Blaise.

—¿Se va a salir con la suya? —decía el sargento, y no pudiendo decir, o no atreviéndose a hacerlo, que al día siguiente se batiría con él, cayó. Preguntó también el hombre por la señorita Trent, que era su socia y benefactora, esto lo sabía ya Abbercromby, y las noticias no le supieron bien—. ¿A dónde se la llevan? Ese bastardo...

—La verdad es que no tengo idea, y no creo que nadie esté dispuesto a decírmelo.

—Podría intentar averiguarlo yo, señor. Le juro que estas paredes me van a volver loco.

No había ningún peligro en que saliera, nadie sabía de él, ni la policía con la excepción de Abberline, quién había consentido en no tomarse interés alguno por el asunto. Más peligroso era ese hombretón allí encerrado, con su rabia y su desamparo macerando en soledad. Por tanto, le dio su bendición para esa empresa, con tal de que procurara no dejarse encontrar por De Blaise ni nadie de Forlornhope.

Después, ya en casa, un caballero joven, tan enlutado como él, con facciones que le resultaron algo familiares vino a visitarlo a mediodía.

—El doctor Purvis desea verle, señor —le anunció Tomkins, un muy alicaído Tomkins.

—¿Purvis? No le conozco.

—Uno de los médicos que atiende al señor.

—¿Y qué desea de mí? Es lo mismo, hágalo pasar aquí. —Estaba en su despacho, en la tercera planta—. Tomkins... ¿usted se encuentra bien?

—No, señor. Son las viejas heridas. —Señaló a las feas cicatrices que roturaban su rostro—. Hay días que duelen más que otros. Gracias por preocuparse.

Salió y dejó pasar al joven doctor, serio, moreno, de encrespado pelo rizado que parecía molestarle de continuo. Quedó sorprendido por el parecido entre ambos, un parecido sutil, no era mirarse a un espejo, pero la sosería que compartían les hacía muy similares.

—Doctor Purvis. No estoy al tanto de los asuntos... médicos de mi padre. Cualquier decisión que sea precisa...

—No es nada de eso. —El médico comprobó que la puerta estaba cerrada, y bajó el tono de voz—. Se trata de... la cita que tiene mañana por la mañana.

—No sé a qué... ¿El duelo? ¿El señor De Blaise le envía para que me excuse?

—En absoluto. El señor Ramrod me ha pedido un favor. Por muy disparatados que sean los actos de un caballero, han de hacerse como es debido.

—No entiendo.

—¿Tiene padrino? Necesitará uno.

—Dios mío. —Por un momento fue consciente de lo absurdo de la situación en la que había desembocado su odio cerval por De Blaise, o más bien, su amor no menos intenso por su prima desaparecida. Luego recapacitó; la presencia del doctor, tratando de hacerle más manifiesto la inminencia del encuentro podría ser una treta de su antagonista para hacerlo flaquear. Él se debía a un nombre, no iba a echarse atrás.

—¿Y bien?

—No, no tengo padrino. —Y no podía pensar en nadie para tal papel. Contó sus amigos y terminó la cuenta en uno, y eso si incluía a Torres, amistad muy reciente y en nada intensa, desde luego. No podía ir al español con semejante demanda.

—Sería conveniente...

—¿Usted es el padrino de De Blaise?

—No, ese papel le corresponde al señor Ramrod. Es él quién ha pensado que usted estaría desprovisto de representación, y consideró que... bien, me ofrezco a mediar por su bando, si está usted de acuerdo.

Dio entonces por fin con quién era ese doctor Purvis. Lo había visto en ocasiones en casa, acompañando al doctor Greenwood, el asistente de este o su pupilo. Elegirle a él era la opción más inmediata, claro. El doctor Greenwood era el único, a parte de los interesados, que estaba al tanto del duelo. Siendo una personalidad de su relevancia no podía verse inmiscuido, aunque Ramrod recurriera a él por algún tipo de lealtad o deuda, de modo que habían mandado a su joven protegido para tan fea labor.

—Me parece bien.

De acuerdo. —Se sentó atendiendo a un gesto de Percy—. ¿Qué quiere que transmita...? Imagino que preferirá pistola. —Sin duda. Si su pericia con las armas de fuego era la de un principiante, con espadas era inexistente. Jamás, salvo de niño, en juegos, había empuñado un sable—. Entonces estamos de acuerdo. En cuanto al lugar... ¿le parece bien en Tothill Fields?

—Si usted lo considera apropiado. —A él le daba igual. Un error, creo yo. Afortunados aquellos que tienen la oportunidad de elegir la tierra donde van a morir.

—Sí. Es solitario y alejado. ¿A las ocho de la mañana? A menos que llueva, si lloviera sería mejor posponerlo... me encargo yo. —Percy ojeaba el periódico encima de su escritorio, despreocupado en apariencia—. ¿A un disparo?

—Si esa es la costumbre...

—Creo que con eso quedarán más que satisfechos los respectivos honores. No hay mucho más que hablar. No hará falta traer un médico, pues estaré yo. Bien. —Se levantó y Percy hizo otro tanto, estrechando la mano del doctor—. Mañana vendré a... ¿las siete? Traeré un coche discreto y...

—No. Nos veremos allí. Preferiría ir solo.

—No creo que sea apropiado.

—Lo prefiero así.

—Como guste. Entonces nos veremos en Tothill Fields rondando las ocho de la mañana. Le deseo suerte. —Dio media vuelta hacia la puerta y se detuvo, dudando un momento allí. Volvió a encarar a Percy con expresión algo azorada—. Vera... espero que no se ofenda... creo que hay forma de solucionar esto sin que nadie salga herido.

—Ya es tarde.

No. No lo crea. —Se volvió a sentar—. Tengo entendido que existen precedentes. Le explico, si usted me indicara instrucciones para el duelo que la parte contraria se negara a aceptar... no sé... un número de disparos exagerado, la distancia, cualquier cosa en la que los padrinos no llegaran a un acuerdo, se podría suspender el duelo y los honores habrían quedado resguardados. Esto ha ocurrido...

—Doctor Purvis, creo que me ha tomado por lo que no soy.

—Mis disculpas. —El joven médico se envaró. Saludó formalmente y marchó—. Nos vemos mañana por la mañana. Sería oportuno, tal vez, que dejara arreglados sus asuntos.

Pobre Perceval. Su estúpido sentido del honor y el decoro le habían hecho rechazar la puerta de escape que se le ofrecía. Respiró hondo, tomó una botella de whisky de su cajón y dio un trago. El resto del día se mantuvo abstemio, no querría llegar a su muerte con mal aspecto. Paseó por el vasto jardín, muy hermoso en ese otoño de sangre que Dios regalaba a los sufridos londinenses.

Vio así entrar por el portón a Torres. Venía a rechazar la amable oferta que recibiera de De Blaise: no pensaba regresar de momento a España, y su ajedrecista no estaba en venta. Pretendía resolver también algunas cuestiones que lo intrigaban, ¿por qué ya no estaban interesados en que acabara el trabajo? ¿A qué esa urgencia que se traslucía entre tanta generosidad? Por desgracia lord Dembow estaba muy delicado, y fue recibido por el seco Ramrod, que se limitó, y no es poco, a aumentar la generosa oferta a cinco mil libras, como quién ofrece un cigarro. Torres insistió en su rechazo.

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