—¿No les interesan ya mis progresos?
—Me temo, señor Torres, que la salud de lord Dembow le va a alejar un tiempo de sus aficiones por la ciencia. —Ramrod, sentado en la biblioteca, no cesaba de jugar con un ostentoso anillo, un sello con un pato o un flamenco—. Sin embargo, desearía conservar el autómata. En rigor, es de su propiedad.
—No estoy yo al tanto de eso.
—¿Va a litigar por un montón de piezas viejas?
—¿Y usted?
El pequeño hombre se mesó las barbas y cuadró un fajo de enormes billetes que sacó del escritorio que mediaba entre ambos, sonriendo.
—No soy un buen negociador. Sé que no soy agradable para nadie, y no me esfuerzo en parecerlo. Por otro lado soy fiel cumplidor de lo que mi señor me pide, más postrado como ahora se encuentra...
—¿Qué les ha dicho el médico?
—Que va a morir. Eso nos va a pasar a todos, ¿no? El asunto es que su deseo es tener ese autómata para su espléndida colección, pese a que no haya sido capaz de repararlo. Puede recibir una interesante cuantía a cambio y salir todos satisfechos, o si no lo desea, nuestro abogado, el señor Fulbright, puede tomar parte.
—No necesito ese capital ahora mismo, y deseo conservar el artefacto en cuestión. En cuanto a sus amenazas, señor mío, haré como que no las he oído, todo esto se arreglaría de modo más sencillo si pudiera hablar en persona con lord Dembow, si su estado es...
—Imposible. Buenas tardes, señor Torres.
Y así fue despedido el español de Forlornhope. A la salida se topó con el alma en pena de Percy que lo aguardaba desde que lo viera entrar, y estuvo más que dispuesto a hablarle, la primera cara amiga que veía en días.
—Quisiera ayudarle —dijo respondiendo a la petición de Torres de que le facilitara el acceso a su padre—, pero si antes mis palabras no tenían interés alguno para él, ahora nada lo tiene.
—Entiendo. Debiera tratar de hablar con él, tal vez en su enfermedad... y lo que pueda averiguar es importante para nuestra pequeña sociedad. —Sonrió—. Por cierto, sería conveniente que nos volviéramos a reunir, si no lo ve apropiado en su club, estoy seguro que la señora Arias no tendrá inconveniente en que mañana...
—Mañana me será imposible. En cuanto... ¿le hablé de dónde se encuentra ahora el señor Bowels?
—Claro, en una casa de su propiedad en...
—Le daré la dirección precisa. Lo mejor es que no tenga yo solo esas señas.
Y llegó el domingo, una semana exacta tras la muerte de Liz Stride y Kate Eddowes. Como en toda mañana de muerte, el alba vino fría, dando fin a una noche en la que Percy no pudo pegar ojo. Desveló al pobre Albert, ya el único habitante de Forlornhope en el que confiaba hasta cierto punto, y le pidió que preparara un coche, que no lo esperara en la puerta, sino en la calle, fuera de la propiedad, lo más apartado que pudiera. Se vistió, se santiguó y ya en la calle estaba el birlocho aguardándolo. Quería ir antes de que De Blaise despertara, aunque no estaba seguro de que estuviera en casa, o en algún sucio catre entregado a sus vicios.
—¿A dónde vamos, señor?
—Tothill Fields.
De camino cambió de idea, oportuno cambio, como verán enseguida. Antes de acudir a la arena del honor, Percy recordó las últimas palabras del doctor Purvis, y pensó que sería apropiado testar. Ya que su padre vivía, no era potestad suya decidir quién ostentaría títulos y posesiones a su muerte que él no poseía aún en vida. Contaba no obstante con cierta fortuna personal y algunas propiedades, que no quería que fueran objeto de mercadeo en manos de su padre, o peor aún, del hombrecillo de confianza de su padre. El era un hombre de cuarenta y dos años, noble y rico, no era en absoluto inusual que ya hubiera dispuesto sus últimas voluntades. Pocos cambios tenía en mente hacer. Había legado todas sus pertenencias a Cynthia y a su descendencia, mientras él no tuviera hijos propios. Ahora temía, no, tenía la certeza de que Cynthia estaba muerta, y no le quedaban más seres queridos a quien favorecer.
Aún de noche, despertó a su albacea, el doctor Fenster, su profesor y mentor, retirado no por la edad, que su cerebro aún funcionaba a la perfección, sino por su ceguera. El buen doctor no había abandonado en su retiro Londres ni las cercanías de su querido London Hospital. Fue a buscarlo a casa, soliviantándolo y casi sacándolo a la calle en camisón de dormir. El doctor Fenster estaba acostumbrado al comportamiento simple de Percy, y tanta ebullición lo sorprendió: a las tantas de la madrugada, su pupilo lo requería como testigo para un codicilo que debía añadirse a su testamento cuanto antes. Ambos despertaron a las seis de la madrugada al notario, el honorable señor Barnabi, quién se sobresaltó tanto o más que el doctor.
—Señor Abbercromby —dijo el ojeroso jurista, rodeado de su asustada familia—, ¿se encuentra bien? ¿Es que teme...?
—Un mal pálpito... no sé, tómelo como quiera. Tengo la urgencia de rectificar de inmediato mi testamento. Sabe que mi prima, la señora De Blaise...
—Oh, es cierto —intervino la señora Barnabi, olvidándose de lo incómoda que se encontraba en bata y recién sacada de la cama—. Se ha comentado mucho, qué lástima, un criatura tan adorable... ¿Saben algo? Voy a preparar algo de té...
—No señora, por favor, no es necesario. Discúlpeme el haber irrumpido de modo tan abrupto en su hogar, pero me urge...
—La señora De Blaise... sigue con vida que sepamos —continuó Barnabi—, ¿me equivoco?
—Se lo ruego...
Aceptó. Este notario era de renombre en la ciudad, en todo el reino, y acostumbraba a tratar asuntos con lord Dembow y su familia, y nunca fueron asuntos cómodos ni carentes de exigencias. El resultado, rubricado como testigo por el doctor Fenster, que permanecía como albacea de todos los bienes de Percy, es que legaba la totalidad de su patrimonio a la señorita Margaret Cecilia Trent, que administrado por el doctor o quien este tuviera a bien dejar tal tarea, procuraría todo el bienestar posible de la mujer durante su enfermedad, estuviera donde estuviese. Si fallecía... no había nadie más, nadie más que le importara.
—Estoy solo... no sé... Debe haber familiares del señor Hamilton-Smythe con vida. Dénselo todo a ellos entonces. —Ante la pregunta dibujada en la expresión de asombro de médico y letrado, continuó—: Me gustaría poder paliar todo el daño que mi familia ha hecho. Sé que es imposible...
Terminado de atar todo, dejó al doctor Fenster en casa y salió para Tothill Fields. Despidió a Albert y al coche poco antes de llegar.
—¿No dijo que iríamos...?
—No. Prefiero pasear un rato por aquí. Quiero despejarme. Le veré en casa Albert, muchas gracias.
Marchó caminando a buen trote. El lugar precisado para el encuentro es donde ahora se levanta la catedral de Westminster. Tothill Fields había sido una prisión, derribada tres o cuatro años atrás. El solar aún sin edificar se había convertido en un lugar idóneo para encuentros no del todo legales entre caballeros, como el que se disponía ahora entre sus piedras. Ya el sol señoreaba en un cielo claro y sin nubes; llegaba tarde. No le costó distinguir dos monturas junto a la enorme puerta de la antigua prisión, aún en pie. Allí abajo había tres figuras, una alta y airosa, otra pequeña y recia y la tercera, la silueta del doctor Purvis. De Blaise, de negro de rigor para estos lances, daba cortos paseos, impaciente. El señor Ramrod y el doctor estaban atendiendo a una pequeña mesita de jardín que mediaba entre ambos. Se acercó.
—Caballeros —dijo Ramrod en cuanto vio llegar a Percy—. Esto, además de innecesario es peligroso, sea quien sea el vencedor. Podemos acabar todos en prisión.
—¿Cree que eso me preocupa? —dijo Percy.
—Señor Abbercromby, tal vez se pueda arreglar de otro modo, somos hombres cabales...
—Yo estoy dispuesto a olvidar cualquier ofensa, y a pedir perdón si en algo te he faltado. —Era De Blaise, sin miedo ni servilismo alguno en sus palabras. De hecho parecía adormecido, atolondrado.
—Yo no olvido. A menos que una bala tuya en mi frente me arrebate los recuerdos para siempre.
—Perceval, no sería justo...
—No te tengo miedo.
—Lo sé. No quiero matarte y, no lo tomes como fanfarronería, no creo que tú puedas...
—¿Qué te importa mi muerte? ¿Ya no puedes cargar con otra? La de Cynthia, ¿esa ha colmado tu vaso?
El semblante de De Blaise se contrajo, y suspiró.
—Como quieras. Ramrod, eres testigo de que he tratado de evitar esto.
—Lo soy. Aquí están las armas. —Señaló un bonito estuche de cuero marrón que descansaban en la mesa.
—He sido el retado —dijo De Blaise—, en justicia debiera elegir arma. Tal vez preferiría el sable, las armas blancas son siempre más nobles a la hora de pelear.
—Si eliges espada, será con espada. —Pensaba sin duda en lo que le dijo Purvis, sobre cierta costumbre de evitar que las partes llegan un acuerdo y suspender así el duelo de una forma honorable para todos—. No pararé hasta que tengas que degollarme. Y sabes que eso sí será una lucha injusta.
—A tu gusto, primo. Hemos traído las viejas pistolas de tu padre. Resultará poético matarte con balas suyas.
—Lo apropiado es que tuviera usted un padrino, uno elegido por usted y de su confianza. Como hemos acordado, a falta de otro, ha aceptado como tal al doctor Purvis aquí presente, ¿correcto? —dijo Ramrod—. Bien, hemos confeccionado un documento, aquí está. —Tendió el escrito, del que retiró una hoja de papel carbón y la copia que llevaba pegada—. Se trata de una carta eximiendo de culpa al vencedor de las heridas del contrario, en caso de haberlas. Ambos juran que llegan aquí por propia voluntad y que aceptan los riesgos de este encuentro. Han de firmar abajo. —De Blaise se puso a ello, mientras Percy preguntaba:
—¿Esto tiene validez legal?
—Es una declaración firmada —dijo Ramrod sin mucha confianza en sus palabras—. Yo soy procurador, y ejerceré como testigo, al igual que el doctor Purvis. No se me ocurre otra garantía más, sin que acabemos todos en prisión.
—He traído un coche —dijo por fin el médico, que se había mantenido muy cariacontecido hasta el momento—. Está allí, tras la tapia. Por si hubiera un herido que transportar.
—¡Eh! —El grito vino de detrás de unas piedras. Todos los presentes se sobresaltaron, y a punto estaban de aprestarse a subir a sus monturas y huir, cuando vieron que la figura que se acercaba no era un policía. Era un sujeto algo desaseado, sin afeitar, con aparatosos bigotes, un enorme gabán polvoriento en el que se envolvía y una gorra de marinero de la que asomaban mechones negros y grasientos. Sin dejar de hacer aspavientos se plantó entre los tres y empezó a señalar a Percy y a sí mismo, de forma convulsiva.
—¿Quién es usted? —preguntó Ramrod, y el individuo por toda respuesta siguió señalando, alternativamente a Ramrod y De Blaise y luego a Abbercromby y a él, y hablando en español muy atropellado—. ¿Es su padrino? Creí...
—¿Le conoce de algo? —dijo el doctor.
—Sí... —fue la tímida respuesta de Percy, que no tenía idea de quién era el tipo que no dejaba de mirarlo, abriendo mucho los ojos, como queriendo decirle algo. Hablaba español, eso lo empujaba a seguirle la corriente.
—Esto es muy extraño —dijo Ramrod—, ¿qué...? ¿Quiere que sea su padrino?
—Sí... creo...
—Ya está bien —cortó De Blaise hastiado, y entregó con fuerza un maletín que contendría las armas a su pequeño padrino—. Acabemos de una vez.
Si conoce a este... a este señor, que sea su padrino. Usted se limitará a ejercer de médico, Purvis, si es necesario.
—Como gusten —dijo el aludido.
Ramrod se encogió de hombros, y procedió a montar las armas, viejas y hermosas pistolas de duelo que Percy ya había visto más de una vez. Eran armas húngaras de un siglo de antigüedad, mimadas con tanto cariño que brillaban sus cañones dorados como nuevos y la madera de las culatas parecía recién barnizada. Una vez cargadas las entregó al improvisado padrino contrario para que las examinara, con toda la ceremonia requerida, mientras Purvis medía el terreno de la liza, y marcaba con el pie dos líneas enfrentadas.
—Caballeros, cada uno caminara diez pasos y se detendrán. A mi orden darán media vuelta, apuntarán y dispararán solo cuando yo lo indique. —Sacó un revólver de su levita—. Si alguno de ustedes se adelanta, yo mismo lo abatiré. Adelante. —Volvió a guardar su arma y tomó las dos preparadas para la lucha. Las tendió a De Blaise.
—Elige tú —dijo este. Ramrod dio media vuelta y el sucio padrino de Abbercromby, del que este no había apartado su atónita mirada, tomó una—. ¡Por Dios!, ha de ser él quién escoja. —Se la arrebató de la mano con violencia y se la entregó a Percy—. Adelante señores, que la fortuna les sonría, y que Dios ayude a quien resulte herido.
Ambos contendientes se dieron la espalda y comenzaron a caminar. De seguro el corazón de Abbercromby debería cabalgar desbocado. Iba a morir. No solo era peor tirador, mucho peor; sus nervios nunca se habían templado en situaciones como esta, su pulso temblaría. Si supiera algo de armas y de muerte, no habría estado tan asustado. Esas viejas pistolas de duelo tenían mucho alcance, pero sus cañones eran lisos, apuntar con ellas era un auténtico martirio. Las destrezas de los contendientes se igualaban por la falta de precisión de las armas. Un duelo dependía más de la suerte que de la puntería, y sobre todo y fundamental, de la sangre fría, de la que Percy no disponía en ese momento.
—¡Den media vuelta!
Eso hizo. Le pareció que De Blaise estaba muy lejos, muy pequeño. Hasta eso se conjuraba en su contra: él era mucho más grande, ofrecería un blanco más claro.
—¡Apunten!
Lo hizo, y vio que su oponente amartilló el arma primero. Lo imitó, ya muy nervioso, el pulso le temblaba, mientras que De Blaise alzaba el brazo con firmeza. ¿Qué sería mejor? Apuntar al cuerpo, sin duda. Lo quería muerto, pero la cabeza le parecía un blanco muy pequeño. De Blaise se había perfilado contra él. Claro, así era más fácil apuntar, y la superficie del objetivo se reducía. Hizo lo mismo, mientras veía que a un lado, junto a Ramrod, el desconocido le hacía pequeños gestos extraños. Eso, la misteriosa aparición de ese hombre era tan insólita que le había alejado de los pensamientos nefastos que ahora no podía contener, haciéndole actuar como impelido por una voluntad ajena. Estaba solo, frente a un cañón inmisericorde... ¿o tal vez no? Seguramente De Blaise no se atrevería a cometer un asesinato, y esto es lo que era a ojos de la autoridad un duelo. Tal vez le disparara a una pierna o un brazo, era un hombre de excelente puntería; sí, eso haría, y él dispararía al pecho y...