—¿El señor De Blaise? —dijo él—. ¿Está aquí?
El chino no daba señales de entender palabra de inglés, aunque es probable que sí le comprendiera. Siguió insistiendo en su permanente ofrecimiento de lo que fuera, mientras el español intentaba hacerle saber que solo buscaba a alguien. Otro oriental más se les unió, un anciano, posiblemente el dueño o el encargado, y su participación no ayudó en nada al entendimiento. Al final, no tuvo más remedio que ignorarlo. Caminó por el local con la exasperante sombra de los dos asiáticos persiguiéndolo y parloteando en su ininteligible lengua.
El lugar estaba más iluminado de lo que había esperado tras ver la entrada. Todo decorado con plumas de pavo real, sedas y oropeles colgando en las paredes, figuras en los estampados y sobre mesitas representando chinos en actitudes de armonía y paz, un par de estufas en las esquinas sobre las que se acumulaban los vasos, incensarios y otros enseres propios del arte de fumar opio. Por todos lados, entre biombos decorados, había divanes donde lánguidos orientales envueltos en túnicas de algodón y pequeños gorros de piel disfrutaban de su momento de paz. Y no solo orientales. Habría treinta o cuarenta personas allí reclinadas, atendidas por los solícitos domésticos del local, tan obsequiosos como pesado era ese viejo que seguía a Torres, y esto solo era un piso, se adivinaban escaleras que conducían a un sótano. Pues bien, una tercera parte de los asistentes eran ingleses, algunos trajeados, otros con aspecto más desaseado, había quien parecía llevar meses ahí encerrado, envuelto entre vapores de opio e incienso y de calor, sabe Dios qué aventuras traía a cada cual por allí. No vio a ninguna mujer.
El encargado empezaba a mostrarse molesto y eso, aunque Torres no tenía idea, podía resultar peligroso, que más de un fumadero de opio en Limehouse ocultaba tras de sí guaridas de las ligas Hung, peligrosas bandas que controlaban el crimen en el gueto oriental. Al voltear con indiscreción uno de los bastidores policromados, oyó la voz de De Blaise que le llegaba desde su espalda.
—¡Torres! —Parecía azorado y sorprendido a un tiempo. Ya les digo que disfrutar de esa sustancia no era delito alguno, aunque tal vez no estuviera bien visto según en qué círculos. Cierta intelectualidad incluso alababa las excelencias de fumar una pipa o dos al día, si bien a decir verdad solía tomarse en el mejor de los casos como excentricidad, y en el peor como una falta de fortaleza moral. Así parecía sentirlo De Blaise a juzgar por su expresión, que pronto disfrazó tras la habitual sorna—. No imaginé que tuviera aficiones de sibarita.
—De Blaise, quería hablar con usted. —El inglés, tumbado en una otomana roja sujetaba una hermosa pipa de ébano, el
yen siang
que llamaban los chinos, reposando junto a él, mientras un asiático utilizaba una larga aguja incandescente para prender el opio, hasta hacerlo burbujear. Aún no había empezado a fumar, lo que no era necesariamente una ventaja para la cuestión que le traía a Torres junto a él.
—¿Y ha venido hasta aquí para...? Ya sé: ha decidido aceptar nuestra oferta.
—Bueno... —Se sentó junto al diván, en un pequeño taburete, incomodo asiento para alguien de su estatura —. Debo serle sincero, estoy aquí a petición de su esposa.
—¿Cynthia?
—Se encuentra muy preocupada por usted, cree... le encuentra algo abatido.
—Ya, está histérica. La atiende un médico. ¿Usted cree que estoy abatido?
—El hecho de frecuentar este sitio...
—Le aseguro que lo hacía antes de casarme con ella, antes de que Harry muriera.
—Es usted el que ha sacado la muerte del teniente a colación no yo. —De Blaise suspiró desganado y con un gesto indico al sirviente chino que se fuera. Este le tendió el
yen siang
ya cargado—. También lo mencionó Cynthia.
—¿Sabe lo que en el fondo teme? Que me suicide o cometa otro tipo de tontería, cualquier acción escandalosa que manche el sacrosanto nombre de su familia, tan enlodado ya. No soportaría otro luto tan seguido. Tranquilícela si quiere, no es mi intención morir.
—No creo que el corazón de su esposa...
—A usted también le engaña, como a todos. Es fría y calculadora como su tío y su primo. Solo tuvo corazón para Harry. —Aspiró por la pipa profundamente, dando por zanjada la conversación.
—Entiendo —dijo Torres—, no soy nadie para meterme en sus vidas.
—No, he sido un grosero —murmuró De Blaise, cerrando los ojos—. Sé que trata de ayudarme, y de ayudar a Cynthia. No hay nada que hacer. Las cosas están bien como están... —Tomó de nuevo la pipa. Sus movimientos se fueron volviendo más lánguidos. El oriental, el mismo o tal vez otro, apareció rápido y se ocupó en colocar la pipa adecuadamente, para evitar que cayera al suelo y mantenerla siempre al alcance de los labios del somnoliento fumador.
—Como quiera. Me marcho. —Se levantó y quedó un minuto mirando al inglés.
—Todo está bien así... así...
—Permítame una sola pregunta. Sobre la muerte de Hamilton-Smythe, ¿hay algo que no me contara, que omitiera o...?
Alguien lo empujó, haciéndole caer sobre el diván donde se amodorraba De Blaise. El chino se quejó, el opio, la pipa y demás cacharros corrieron por el suelo. Torres desde el suelo alzó la vista para ver un hombretón furioso pistola en mano.
—Ahora te vas a llevar lo tuyo. —lo reconoció. Estaba seguro que era aquel sujeto con el que tropezó frente a Forlornhope, aquel que parecía querer hablar con él—. No has podido despacharme como a los otros. Pagaras tus mentiras.
El español se movió al tiempo que el sujeto disparaba. De una patada empujó la otomana, sacudiendo a todos los que estaban ahí. El lacayo oriental cayó con la cabeza sangrando, había recibido el disparo que iba dirigido a De Blaise. El tirador gruñó algo y movió el cañón para volver a apuntar al inglés, ignorando a Torres, que trataba de levantarse e impedir de nuevo el asesinato. Sonaron entonces otros dos disparos. Fumadores y sirvientes enloquecieron, gritaron, buscaron salidas, corriendo entre sueños de droga.
El agresor dio media vuelta hacia los disparos que provenían de los dos guardaespaldas que aguardaban a la salida. Ahora venían a la carrera, pistola en mano, rodeados de los gritos de los clientes tratando de huir en medio de su sopor opiáceo. Disparó dos veces, haciendo que los detectives buscaran cobertura, y una tercera contra un asiático armado, uno de los que empezaban a surgir de entre las esquinas. Una estufa cayó, y las brasas corrieron por el suelo.
¡Bowels! —gritó Torres. El sargento, la intuición del español hizo diana, dudó por un instante sorprendido, suficiente para que los detectives hicieran blanco de no ser por otro chino airado que cayó sobre él, cuchillo en mano. Los dos rodaron por el suelo. Los detectives tenían también sus dificultades; además de lo complicado de acertar entre el barullo histérico estaban los orientales furiosos, que no distinguían un inglés de otro, decididos a acabar con todo hombre blanco que se atreviera a airear una pistola.
Torres no se quedó parado. Fue a por De Blaise y trató de arrastrarlo, de sacarlo de allí, y poca ayuda daba para ello el inglés narcotizado. Otro disparo y el sargento mayor se deshizo de su agresor asiático.
¡Quietos ahí! —gritó a Torres encañonándole.
—¿Se ha vuelto loco? —respondió este mientras se interponía entre el arma de Bowels y De Blaise—. ¿Qué es lo que quiere?
—Venganza.
Otros dos disparos, y uno de los guardaespaldas cayó, abatido por un oriental. A juzgar por el número de armas blancas y de fuego portadas por asiáticos que aparecieron de la nada, en efecto estaban en una guarida Hung. Bowels se vio forzado a reaccionar. Saltó y viendo que el español se interponía en sus intenciones asesinas, agarró con violencia al anciano propietario que chillaba y protestaba, lo encañonó y empezó a correr con el viejo en brazos hacia el fondo, buscando una salida trasera.
—¡Matadlo! —gritó De Blaise con voz áspera y somnolienta. Sus detectives no estaban en posición de obedecerle, uno atendía a la herida del otro mientras era maltratado por los chinos, había tirado el arma para no repetir la suerte de su compañero.
—Nos veremos otra vez mayor, tiene una deuda conmigo. —Bowels salió seguido por la mirada de los Hung, escaleras abajo, hacia el sótano.
Con la misma velocidad que aparecieran esas cien armas se volatilizaron cuando llegaron los agentes de policía. Las protestas de los orientales asfixiaban a la autoridad. En cuanto a hombres blancos, pronto desaparecieron ayudados a salir a través de puertas traseras por chinos deseosos de mantener la privacidad de su clientela. De Blaise prefirió quedarse y atender a las preguntas, pocas y desatinadas, de la policía, seguramente por desconfianza de los asiáticos, pero a Torres le pareció la medida más oportuna. Dijo no conocer al agresor, igual que declararon el resto de los presentes. Torres calló a su vez, la intensidad de la mirada del inglés le hizo mantener el secreto. Los detectives parecían no saber tampoco de Bowels. De los dos guardaespaldas, el herido quedó con la policía y su compañero salió escoltando a Torres y De Blaise por la trastienda acompañados del anciano propietario, a quien el sargento mayor había liberado nada más encontrarse en la calle. Era difícil leer en la expresión del chino: o se disculpaba o exigía que no volvieran a su establecimiento, imposible de interpretar a esos orientales.
Debo agradecerle que me haya salvado la vida, una vez más dijo De Blaise más recuperado cuando marchaban hacia casa.
—Siento lo de ese joven oriental que fue herido, no creo que sobreviva. —Bajó el tono al añadir—: Se trataba del sargento mayor Bowels, ¿me equivoco? No me siento cómodo habiendo mentido a las autoridades, espero que me dé alguna razón que lo justifique.
—No se equivoca. No se preocupe, ese silencio solo durará esta noche. Mañana iré a la policía y hablaré de esto. El sargento me da lástima... sí, sé que mató a Harry, pero... está trastornado. No quisiera provocar una persecución y que en los nervios acabe muerto, eso no consolaría a nadie.
—Le creí más deseoso de justicia...
—No sé si eso sería justo... no lo sé, estoy aturdido. Mañana, con más calma... y le rogaría que de momento no contara nada de lo sucedido a Cynthia, ahora que se ha convertido en su amigo y confidente...
—No se preocupe, no diré nada. Salvo que no he podido servirle de mucha ayuda, ni siquiera me ha contestado lo que le pregunté cuando el sargento nos interrumpió.
—¿Lo que me preguntó...? ¿Sobre Birmania? Todo lo que le conté es tal y como lo recuerdo. Cynthia exterioriza a su manera los sentimientos de culpa que siente por casarse conmigo, por traicionar, según ella, a Harry, eso es todo —¿Era ese el motivo de la frialdad del lecho conyugal de los De Blaise? Torres no preguntó nada al respecto. Se limitó a decir:
—Hay una cosa que no entiendo. —Más de una cosa, como la repentina compasión de De Blaise por el presunto asesino de su amigo. No insistió, se limitó a preguntar—: ¿Por qué quiere matarlo? Las acusaciones que cayeron sobre él no partieron de usted, sino de esos dos suboficiales, que por cierto han fallecido...
—¡Qué me dice! —Quedó un instante pensativo—. Los habrá matado él, por haber hablado, por tanto... lo que contaron era cierto. Tuvo que ser él el responsable de la muerte de Harry, ahora caben pocas dudas.
—¿Y por qué quiere hacerle daño? ¿Qué mal le ha podido causar?
—Estaba al mando. Supongo que mató a Harry porque le creía un incompetente o un peligro, o por miedo a lo que dijera al llegar al fuerte Kamayut, y en su mente criminal piensa que una mayor firmeza en mi mando hubiera evitado todo. No voy a ser yo quien contradiga esa opinión...
—Sí, eso tiene sentido.
La noche cayó muy fría. Los dos caminaban tranquilos por las oscuras callejas de Limehouse, rodeados de siniestros hombrecillos, y otra fauna local, no menos esperpéntica, refugiándose en sus abrigos, seguidos a dos pasos por el detective, a quien De Blaise se dirigió pasados unos minutos diciendo:
—Conklin, haga el favor de buscarnos un coche en cuanto pueda, si es tan amable.
Mientras el guardaespaldas se ocupaba de cumplir esa orden, Torres volvió a insistir:
—Trataré de calmar a su esposa. No soy quién para dar consejos, pero le recomendaría que abandonara estos hábitos, de momento, mientras Bowels no esté en prisión...
—Sí, trataré de tranquilizarla yo también. Nuestro matrimonio puede que no sea algo ideal, Torres, pero es lo único que tenemos. Ojalá Harry...
—Debe quitarse ese pesar. Si el culpable de la muerte de su amigo es Bowels, como parece ser, yo me ocuparía de ayudar a las autoridades en todo lo posible para que lo atrapen, estoy seguro que su captura satisfará las deudas que cree tener para con el teniente Hamilton-Smythe. —De Blaise sonrió a desgana—. Creo que esas deudas no solo le han llevado a casarse con Cynthia.
—No le entiendo.
—La hermana de Hamilton. Se ocupa de ella, ¿no?
—Señor. —La inoportuna intervención de Conklin dio un respiro a De Blaise, que miraba al español sorprendido—. Ahí hay un coche, hablaré con el chofer, aguarden aquí, por favor.
Cuando el detective se alejó, De Blaise volvió la mirada a Torres y dijo:
—Veo que ha llegado a intimar mucho con mi esposa, esas confidencias no se las haría a cualquiera.
—Me honra esa confianza, pero... ¿está atendiendo al bienestar de esa señorita?
—Hago lo que puedo. Siempre hice lo que pude.
—Es raro que Cynthia no conociera a esa joven.
—No es hermana, ¿sabe?, no de madre. Es una hija ilegítima del coronel Hamilton. De tal padre... Harry heredó el gusto por frecuentar casas de alterne, y ella fue el resultado de alguna de las visitas de su progenitor. Su hermano, medio hermano, miraba por ella, pero esa rigidez recalcitrante suya hacía que fuera incapaz de ocuparse de modo apropiado, la despreciaba, y más el coronel... esa mujer es una de las personas más desdichadas que he conocido nunca. Poco puedo hacer por ella.
El coche se acercó con Conklin sobre el pescante, subieron a él y la conversación terminó. De Blaise estaba muy cansado.
—Le haré caso. Se acabó el opio para mí. Ahora preferiría descansar. Le llevaremos a su pensión. Seguirá con su ajedrecista, supongo.
—Sí, sin embargo...
—Discúlpeme, no creo que pudiera atender a ningún problema técnico. Ahora quisiera descansar los ojos.