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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (36 page)

—Por favor, márchense a casa. Aquí no hay nada que ver —pedían los policías.

—¿Es una de las inquilinas de la casa? ¿La han degollado? —preguntaban periodistas y curiosos.

—De momento no podemos decir nada... —El inspector Chandler salió un minuto a la calle, siguiendo con la mirada el coche de muertos que se marchaba calle Hanbury arriba—. Hemos encontrado el cadáver de una mujer en el patio de esta vivienda, eso es todo. —Indicó algo a un par de agentes que rápido transmitieron sus instrucciones a otros compañeros. Pronto empezaría la rutina habitual, pasar casa por casa del vecindario, preguntar a todos y a cada uno de los que vivían por allí si habían visto u oído algo, cientos de declaraciones en su mayoría, si no todas, inútiles. Nadie vería nada, y los que decían haberlo hecho declararían cuentos adornados, deseosos de que sus nombres aparecieran en las páginas de los diarios junto al del asesino.

Chandler volvió al interior. Pocos minutos después aparecieron en la escena tres detectives más. Uno de ellos era el envarado sargento Thick, cuya mirada tropezó con Torres antes de entrar. Se detuvo y dijo a uno de sus compañeros:

—Leach, entra, yo voy enseguida. —Y luego, dirigiéndose a Torres—: Usted, venga.

Torres fue, incómodo al notar la mirada de más de un reportero que no paraban de preguntar a los agentes: «¿quién es...?», y estos, que informaban con parquedad como era habitual, se encogían de hombros.

—Parece que siempre está usted en medio en lo referente a estas muertes —dijo el sargento cuando estaba junto a él.

—No entiendo a qué se refiere...

—No se enfade. —Johnny Upright parecía un hombre serio y estricto, y por ningún momento haría bromas o lanzaba acusaciones en balde—. Me refiero a que esta misma noche ha llegado su amigo a la comisaría en no muy buen estado y... en fin, venga conmigo. —El español se detuvo inquieto—. No se apure, ya han levantado el cadáver. Hemos mandado un telegrama al inspector Abberline, está al tanto de todo.

El piso de abajo del veintinueve era una tienda de comida para gatos. Junto a él, a su izquierda, estaba la puerta que daba al pequeño pasadizo que cruzaba la finca, con una escalera en su interior, a la izquierda, que conducía al resto de las plantas. Torres leyó un letrero medio borrado sobre la puerta, que en letras blancas decía:

Señora A. Richardson, fabricante de cajas de embalaje

En los tres pisos de ese edificio vivían diecisiete personas; ninguna de ellas era la víctima. El pasaje, custodiado ahora por otros dos agentes, tenía una puerta a la derecha, hacia el final, que accedía a la cocina, y al fondo otra que daba al patio posterior. Estaba abierta. La hoja de la puerta se abría hacia su izquierda y afuera, al patio que no medía más de veinte metros cuadrados. Tres escalones daban al suelo. Dentro se veía al inspector Chandler, los otros dos detectives y al doctor examinando el lugar.

La distancia hasta la puerta, unos siete u ocho metros, no más, se antojaba eterna, un trecho interminable que separaba la calle Hanbury y el mundo de los vivos del lugar del horror. Caminó muy despacio, sin oír qué le decía el sargento, deseando salir de allí, temiendo lo que pudiera ver. No había cuerpo, eso ya lo sabía, y en el lugar no encontró nada que justificara ese miedo: un pequeño patio rodeado de una valla de madera de metro y medio de alto más o menos, sin abertura alguna. El suelo estaba pavimentado en zonas, y en otras era tierra viva. Enfrente, en una esquina había un cobertizo para la leña, en la otra una minúscula letrina. A la derecha según miraba Torres, pegada a la pared por donde accedía el pasaje, estaba la entrada al sótano, ahora cerrada. A su izquierda, tras la hoja de madera vieja de la puerta, había una importante mancha de sangre en el suelo.

—Chandler —dijo Thick al entrar—. He traído conmigo al señor Torres, tal vez pueda ver aquí algo...

—¿Qué...? —respondió Chandler, su semblante era ahora sombrío, tenso.

—Abberline dice que puede ser un testigo... eso me comentó Godley...

—¿Testigo de qué...? —El inspector bufó como un toro; ante la presente situación y en ese lugar, ni Torres ni nadie recriminaría su mal genio—. Tal vez vea algo de su amigo Aguirre por aquí.

—El... estaba con ustedes —dijo Torres sobreponiéndose a su aturdimiento—. En la comisaría.

—No. ¿No es así, doctor Phillips? ¿Cuándo la mataron?

El aludido levantó la vista del lugar donde estuviera el cadáver, junto a la valla, lugar que atraía la atención de todos como la luz a las polillas.

—Hace dos horas, dos horas y media desde que examiné el cuerpo —contestó el médico—. Tres a lo sumo.

—Eso nos sitúa entre las cuatro y las cuatro y media de la madrugada. Hasta las cinco menos cuarto no llegó Aguirre a la comisaría. Aún si el crimen se produjo a las cuatro y media, la comisaría está muy cerca, tuvo tiempo de llegar en menos de cinco minutos. Y llegó cubierto de sangre...

—No puedo ser más preciso —continuó el doctor—, tengan en cuenta que la evisceración que presenta la víctima influye en su temperatura. Esta noche no ha sido muy fría, pero al tener expuestos los órganos internos, su calor corporal ha tenido que descender más de lo normal por fuerza.

—Aun así, Aguirre es sospechoso, y un sospechoso importante.

—¿Y yo? —Torres miró a su entorno. Por encima de las vallas que daban a los patios colindantes, asomaban cabezas. Los vecinos de esos inmuebles empezaban a cobrar entrada para ver el lugar del crimen, y pronto empezarían a ofrecer refrescos y comida.

—Usted... —Chandler lo miró inquieto—. Seguramente podrá decirme dónde estuvo esta noche...

—Por supuesto. Dormía. Mi patrona, la viuda Arias, podrá atestiguar cuando llegué a casa y...

—No siga, no es preciso —intervino el frío Thick—. No es sospechoso... aunque su comportamiento sea muy extraño. Estoy seguro de que el inspector Abberline le rogará que permanezca aquí si es que es posible posponer...

—Ya he decidido no marcharme. —No sé cuándo lo decidió, si en ese momento o si la idea había ido creciendo a medida que los nocivos vapores de los crímenes entraron en su cabeza—. ¿Murió ahí?

Señalaba a la mancha junto a la valla. Era grande, pero menos de lo que imaginaba, de nuevo las ropas habrían empapado la mayoría. De todas formas, si a esa mujer la habían descuartizado tendría que haber más... ¿pero qué le habían hecho?

—Sí —respondió Chandler—, no hay rastros de que la hayan trasladado. Esas marcas en la pared —señaló algunas gotas sobre la valla de madera que separaba el patio del de el número veintisiete— parecen ser causadas por el corte en el cuello —el doctor asintió a esa afirmación.

—¿La degollaron? —preguntó Torres.

—Como a la Nichols, sí. Casi le cortan la cabeza también. No pudo encontrar ese asesino lugar mejor para hacerlo. La puerta de la calle, según nos han dicho, suele estar abierta de noche, un lugar de los que les gusta a las putas para traerse a sus clientes.

—Eso lo hace más complicado —puntualizo el sargento Thick—. Te aseguro que estos sitios están más concurridos de noche de lo que puedas pensar.

—Nadie va a molestar si ve a una puta con su cliente.

—No sabemos si era una prostituta.

—Je! —rió Chandler—. Te apuesto mi jubilación. Metió aquí a un tipo y ese se despachó a gusto... la muy estúpida, se lo dejó en bandeja, todas lo hacen —respiró hondo y continuó—: La encontró un vecino ahí tendida, junto a la valla, con la cabeza hacia la puerta y las piernas abiertas y dobladas, con las plantas de los pies en el suelo. El asesino le subió la ropa y la abrió todo el vientre... —La voz del inspector fue menguando a medida que contaba lo que vio—. Le han sacado las tripas, el intestino, ¿no, doctor? Han dejado parte en el suelo, sobre el hombro izquierdo sin cortarlo, ahí estirado, saliendo de su barriga... había otro trozo de... yo que sé, bajo su brazo.

—El destrozo ha sido muy grande —interrumpió el doctor—. Aún tengo que examinar el cadáver con más detenimiento, pero me temo que le han extirpado algún órgano y se lo han llevado, y diría que con cierta pericia. He de hacer la autopsia antes de sacar conclusiones precipitadas. Ahora tengo que irme...

Los detectives presentes espantaban a voces y manotazos a los curiosos que asomaban sobre la cerca, este era todo el ruido que se oía, cada palabra parecía tener eco, aunque fuera imposible, más eco que una catedral. El doctor Phillips se fue. Thick tomó del brazo a Torres con delicadeza para que saliera también. Chandler, algo más tranquilo, siguió hablando.

—Lo que me extraña es lo que han dejado aquí, es muy raro. —Torres se detuvo sobre los escalones y miró, había una serie de objetos en el suelo, dispuestos en orden justo bajo donde estuviera el cadáver de la pobre desdichada, colocados como para ser examinados con cuidado—. Sí, mire. Puede que esto le recuerde a algo, o le diga algo que a nosotros no...

—¿A mí?

—El criminal ha dispuesto los efectos de su víctima en orden, a sus pies, como... no sé con qué fin. Mire.

Había un trozo de muselina tosca y gastada, que haría las veces de pañuelo, un cepillo de pelo y otro de dientes guardados en una cajita de papel, todo colocado y en orden, como formando parte de algún espantoso ritual... no, se estaba dejando llevar por el recuerdo de mis palabras, de mis acusaciones de satanismo contra el americano...

En segunda línea había dos pequeñas monedas de cobre.

—¿Qué son? —preguntó Torres.

—Parecen dos
farthings
pulimentados...

—¿Farthings...? No entiendo...

—Monedas de cuatro peniques —dijo Thick—. Las suelen lijar y así, en la oscuridad pueden pasar por medios soberanos. Ve... —Cogió una del suelo para dárselo a Torres, pero la retuvo un instante—. No parecen... las han pulimentado demasiado y tienen marcas, como... —Se lo dio a Torres, y Chandler volvió a tomar las riendas de la escena.

—Junto a la cabeza colocó esto. —Tenía en la mano un trozo de sobre en el que habían metido dos píldoras. En la dirección solo se podía leer una letra eme mayúscula. Tenía matasellos de Londres, del veintitrés de agosto.

—Aguirre no estaba en esta ciudad el veintitrés, y por supuesto yo mucho menos. —Chandler lo miró a disgusto.

—Debo entender con eso que nada de lo que ha visto le sugiere algo.

—No veo que podía sugerirme...

—¿Su «amigo» no acostumbra a colocar así los objetos o tiene alguna fijación enfermiza...?

—No tengo idea.

—Hemos encontrado esto también. —El detective Leach mostraba en su mano un pequeño trozo de metal, y una caja de clavos vacía.

—Eso puede ser de cualquiera, no tienen por qué tener relación con...

—¡Señor! —Un agente de uniforme llamaba la atención desde el otro lado del angosto patio—. Mire esto. —En la mano tenía un delantal de cuero empapado en agua.

—Delantal de Cuero —murmuró Chandler—, empiezo a estar cansado.

Nada es tan sencillo en esta vida, y menos que nada el crimen. El delantal encontrado por ese agente terminó por ser propiedad de la señora Richard, la propietaria, y se había mojado en la fuente que había junto a la entrada del sótano. Eso no impidió que las voces siguieran hablando de otra víctima más de Delantal de Cuero.

Torres salió de allí, abriéndose paso entre la multitud de curiosos que no dejaba de crecer en número y en irritación. Volvió hacia la comisaría, demudado por el horror. No había visto cadáver alguno, no sabía cómo el asesino había profanado el cuerpo de esa desdichada, pero su estómago se revelaba contra la idea de verse envuelto en actos semejantes. Vino a verme, a informarme de que de momento permanecería encerrado.

—Nnnn... no se preocupe. Estoy bien aq... aquí. Mejor que fu... fuera.

No pareció escucharme. Su inalterable humor le hacía capaz de sobreponerse a la mayor de las impresiones, y aun así noté una sombra en su semblante, una tristeza que le afeaba el rostro como nunca lo vi, ni siquiera cuando fuimos atacados en la Isla de los Perros.

—Don Raimundo —dijo—, sé que usted no pudo matar a las otras mujeres. No solo porque no estuviera aquí; no es capaz. Creo que guarda un corazón bondadoso, no lo creo, me lo ha demostrado. No obstante... está furioso, y temo que la ira o la ofuscación...

—¿Han mmm... matado a...? —tenía mucha dificultad para hablar, más que de costumbre.

—Sí.

—Es Tum... Tumblety. —Esa era mi manera de responder a la pregunta que todavía no me había formulado. Yo no la maté. No pude hacerlo. A menos que mi mente jugara conmigo de forma cruel, podía contar mis andanzas durante el último día, y todas me alejaban de Hanbury Street—. Nnnno importa q... que crean que he ss... ssido yo. Estoy b... bien aquí.

—No diga eso, por Dios. ¿Cómo va a estar bien que le tomen por un asesino así? ¿Dónde ha estado?

Y se lo conté. Como pude se lo conté.

El rescate, por llamarlo de alguna manera, que protagonicé frente a la pensión pública de Crossingham, fue una bengala de advertencia para mis muchos enemigos. Ya les conté que en mi huida junto a Juliette, un chico del Green Gate me reconoció. Fue con el cuento a sus compañeros. No sé hasta qué punto sabían de mi traición, lo que no se les escapaba a ninguno, por muy obtusos y simples que fueran, es que Ashcroft (ya les he hablado de él antes, Joe Ashcroft, el líder de los Green Gate) estaba en prisión, muchos camaradas muertos y yo, el asesino de John Kelly, andaba por las calles secuestrando niñas.

Ese mismo asesinato, el del viejo Kelly, fue el que desencadenó aquella situación tan desafortunada, por lo que me veo obligado a hablar del episodio más vergonzante de mi vida, una vida llena de faltas, entre la que luce esta como la mayor. John Kelly era un viejo zapatero y zurcidor irlandés al que sacábamos dinero a cambio de protección. De él me encargaba yo, y el pobre anciano dejaba caer lo poco que ganaba en mi mano en cuanto me veía entrar por su cuchitril, como a muchos otros tenderos del barrio. La única diferencia es que Kelly estaba solo, ni mujer, ni hijos, ni familia alguna.

Un año atrás yo andaba tan solo como él, pues aunque tratara de hacerme uno más entre la banda de Green Gate, se me daba de lado. Era valorado por mi fuerza y mi capacidad inusitada de ejercer la más extrema de las violencias, al tiempo que mi media cara, mi habla, mis andares y mi estulticia me hacían foco de todas las humillaciones que a Ashcroft y a su camarilla les pasaban por la cabeza. Eso no hacía mella en mi piel endurecida. Lo que colmó mi tolerancia fue el dinero, que si no... Vivía poco más que en la indigencia pese a que trabajaba más que otros, que buenos beneficios conseguían todos de nuestras extorsiones, de las que la mano dura era siempre yo. Incluso para esos menesteres se me escatimaba medios, que algunos de mis compañeros obtenían armas excelentes mientras yo seguía dependiendo de mis puños.

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