Los horrores del escalpelo (37 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Por eso hice oídos a un tipo, un tal Ben,
Cara de Perro
, un chico de la calle Dover, un truhán grande y con malas pulgas, que en un par de ocasiones me invitó a una cerveza, cosa de agradecer para alguien que era incapaz de entrar en un establecimiento sin provocar algún tumulto. Cara de Perro oyó mis quejas entre pinta y pinta, e instiló en mis oídos el veneno de la traición. ¿Por qué no quedarme yo con lo que ganaba trabajando? Si lo hacía bien, si no era avariento, ¿quién se enteraría? Así que decidí presionar más al pobre Kelly, por empezar con algo fácil. El plan era obligarlo a pagar el doble, y no rendir cuenta de esa subida de tarifas a Ashcroft. Las intenciones de Cara de Perro, que según él consistían en compartir el botín conmigo, no podían ser otras que las de todo esos canallas de la banda de la calle Dover; hacer mella en nosotros, y casi le salió bien.

Fuimos a ver al viejo, mi nuevo amigo Cara de Perro y yo. Kelly se negó a pagar más de lo acordado, era un tipo solitario y triste, pero orgulloso. Yo lo maté. Perdí los nervios. Era un anciano y le pegué hasta matarlo, furioso, golpeando en su cara otros tantos miles de rostros odiados. No era mi intención, lo juro, había bebido, el ver mi «astuto plan» fracasar antes de iniciado me volvió loco... Que Dios me perdone. Una mujer estaba presente. Jamás la había visto. Al parecer ayudaba al viejo Kelly barriendo la tienda o despachando. No tenía ni idea. Andaba trajinando en el cuartucho de atrás. Oyó el ruido, y el golpe sordo de un cadáver al caer al suelo. Debió entonces ser más prudente y quedarse escondida, pero salió chillando, recriminando lo que habíamos hecho al pobre señor Kelly. Recibió otra paliza mortal de ambos. Ella sobrevivió, porque fue Cara de Perro quién le dedicó sus atenciones, mucho menos eficaz en este feo arte que un servidor. La mujer se quejó a los de Green Gate, aunque apenas podía decir palabra con su mandíbula rota.

Estaba furioso y asustado, no supe qué hacer. Conté a Ashcroft que quien lo hizo fue Cara de Perro, no yo, él y los de la calle Dover, que habían obligado a aquella mujerzuela a dar mi nombre, yo había intentado salvar al pobre Kelly, ¿cómo un idiota como yo iba a ser capaz de traicionar a nadie? Las bandas estaban enfrentadas, esa situación tenía que aclararse. Ya saben lo que vino después. Dije a Cara de Perro que mis compañeros iban a por mí, y que podían quitárselos de en medio si tramaban una buena celada. Emboscada de la que hablé de inmediato a Ashcroft, y no estando seguro de que mi palabra fuera creída por unos y otros, fui con el mismo cuento a la policía.

No, no era astucia, mi cerebro no daba para gestar esa artimaña. Fue el miedo y la enajenación, la rabia y el rencor lo que me hacían hablar y hablar cada vez que me topaba con alguno. El resultado de mi locura desbocada fue una batalla campal cerca del West India Dock de la que ya les hablé. Los de la calle Dover, la Metropolitana y nosotros. Doscientas personas o más enzarzadas. La mitad de detenciones. La banda de la calle Dover casi aniquilada, los Green Gate descabezados. Y el cuerpo de Cara de Perro flotando en el Támesis con mi cuchillo en las tripas. De algún modo, lo que quedó de mi banda supo de mi torpe argucia, que no fue precisamente sutil, y eso me llevó, como ya he contado, a buscar refugio en prisión.

Habida cuenta de lo ocurrido, mi cabeza era muy querida por mis antiguos compañeros, el tiempo no había restañado las heridas. Me hacían en presidio, y así, cuando aquel chico me vio, dio la voz y salió todo el Green Gate a por mí.

Yo no era muy consciente de esto. Mis pensamientos estaban dedicados solo a Juliette, para ser más concreto, en cómo iba a explicar a Torres que había dejado que la niña se fuera por su cuenta, allí, por las calles del East End. Claro que yo no estaba a cargo de ella, nadie me había dado tal responsabilidad y yo no tenía por qué tomármela, sabía que los gritos y los reproches que me caerían eran del todo injustos. No me atreví a dar la cara, imaginaba la furia de Torres y de esa pobre madre desconsolada. No estaba para soportar zarandajas ni lloros, claro que no, que cada palo aguante su vela...Con estas cavilaciones llegué a la noche, inseguro respecto a lo que debía hacer. La pasé andando, una vez más, escondido de no sabía bien qué peligro. Acabé tendido cerca del mercado de Spitalfields.

La luz me despertó. Eché a andar al sur, sin rumbo. Bajando hacia Aldgate dieron conmigo. No los vi llegar. Aprovecharon el mucho concurrir de la gente, que a mí me servía de disimulo, para aproximarse por mi lado ciego y propinarme un golpe en la cara, supongo que con un palo o un hierro, porque al abrir el ojo sangraba mucho por mi resto de nariz, y tenía un diente roto, otro más, y no era este un bien del que pudiera andar desprendiéndome. No tengo idea si el gentío vio algo, si hubo un tumulto o lo que fuera. Desperté dolorido y atado, sobre un suelo polvoriento, a oscuras. Una puerta se abrió, entró luz, muy tenue. Me habían vendado. Oí los pasos de alguien.

—¿Este es el anormal? —Me patearon.

—Qué asco —dijo otro. Cayó un líquido en mi cara, apestoso. Empecé a toser. Amoníaco. Temí por mi único ojo, no soportaba la idea de quedar ciego. Me revolví y recibí más golpes.

Tosí un buen rato, casi eché los pulmones. Luego me dejaron y me dormí. Atado, medio asfixiado, sin luz alguna; no puedo saber cuánto tiempo estuve así. Me despertaron voces, algarabía, o tal vez la claridad a través de la venda que me cegaba. Un golpe me despertó por completo.

—Mirad al galán que tenemos pa vosotras. —Era la voz de antes, la de quien, creo, me tiró el amoniaco encima. Escuche bromas y risas femeninas, la clase de risas que solo salen de las putas.

—Dejar a ese pobre hombre... —dijo una—. Yo me voy…

—¿Pobre hombre? —dijo otra voz—. Si es un semental, lo hemos traío pa vosotras...

—No me gusta estas cosas, me largo.

—De eso na. —Un chasquido metálico, y esa voz chillona, casi de niño, siguió—: Es un regalo pa vosotras. Vamos Taggart, quítale los pantalones a ese animal, que enseñe toas sus deformidades.

Pasos de mujer corriendo, forcejeos, risas y llantos. Si se me acercaba alguno, lo iba a matar, no sé cómo. Oí el pesado andar de Taggart. Lo recordaba, era un gordo indecente de Kilkenny, siempre risueño. Me había vertido una garrafa de amoniaco encima, y eso lo iba a pagar.

—¡Eh! —exclamó el irlandés, que debió ver mi agitación—. Parece...

—Vamos —seguía la voz chirriante, ahora entrecortado. Parecía forcejear con una chica, que estaba llorando mientras sus compañeras reían—. No seas cobarde. Quiero que esta princesa vea a ese asqueroso, y yo la vi a dar mientras... —La puta gritó más.

—¡Para ya! —La tercera voz sonó autoritaria, acompañada de un estruendo, como de algo dejado caer—. ¿Qué crees que haces? Esto no es una fiesta.

—Claro que es una fiesta... —susurró el chillón. Un golpe más, una carrera femenina. Risas—. ¿Quién coño te crees, Patt?

—El que te va a reventar si no paras duna vez.

—Aguafiestas... —dijo una de las mujeres.

—¡Tos fuera! Has tenío que joderla, siempre haces lo mismo... —La puerta se abrió, más ruidos y protestas. El niño torturador siguió protestando mientras se alejaba.

—Un día me vas a encontrá, Patt, ya lo verás.

—Cuando quieras, hijo de puta, aquí me tienes. Na, no ties lo que hay que tener. Anda, vámonos de una vez, y vosotras, iros a airear el coño a otro lao... —Se oyeron quejas, insultos—. Taggart, quéate tú vigilando.

—Sí. —Y luego añadió hacia otro lado—: Pero tú te quéas conmigo, princesa. Ven aquí... que el viejo Taggart te va a dar un regalito... —Risas, risas, risas... No estoy seguro de cuánto estuve en esa especie de tormentoso duermevela, rodeado de los desagradables sonidos del gordo Taggart copulando con esa zorra. Luego el silencio, la soledad. Más tarde un golpe, zarandeos. Alguien me apretó algo contra la boca, perdía el aliento. Me izaron. Dormí.

Así estuve una eternidad hasta que desperté entumecido, en pie, y sin venda tapando mi ojo, atado a una viga del techo de lo que parecía un sótano. Sentí una patada en mis partes, que no hizo sino enturbiar un poco más mi estado de conciencia. No había más luz que un candil, no tenía idea de cuánto llevaba dormido, aunque el dolor de mis brazos tensados me hizo pensar que llevaba mucho tiempo allí colgado, más de dos horas y hasta tres.

—Drunkard... ¿fuiste tú? —Recibí un nuevo golpe en el bajo vientre que me impidió contestar, aunque nada tenía que decir—. En mala hora has vuelto, deforme.

La voz sonaba como la de mi antiguo amo, Pottsdale, mucho más profunda, pero de similar color. El presente juicio, o ejecución, me traía recuerdos de aquella otra vez en que también fui acusado y condenado por traición en el callejón de los fenómenos; en ambos casos los cargos estaban probados antes de empezar el proceso.

—Mu valiente —era otro el que hablaba ahora, el mismo que antes llamaran Patt, un tipo serio de floridos bigotones—, y mu idiota. Volver otra vez aquí.

—Despabílalo —dijo el primero, y así hicieron. Un cubo de orines e inmundicias fue arrojado a mi cara. Abrí el ojo. Allí había cinco personas, los dos que habían hablado y tres más que fumaban y reían socarrones entre las sombras de ese sótano. Patt tenía el cubo recién vaciado en la mano, y con un amplio movimiento del brazo me lo estampó en mi cara, que empezó a sangrar de nuevo, despertando el griterío alegre de los allí presentes.

—Quieto Patt —dijo el poseedor de esa voz de bajo que hacía que mis latidos se espaciaran algo más. Recordé quién era: «el Bruto» O'Malley. Si yo fui los puños de la Green Gate Gang, él fue siempre su cuchillo afilado y artero. Este gigante era un púgil de renombre dentro de un barrio como Benthal Green, famoso por sus boxeadores. Hacía tiempo que había dejado las peleas por dinero hasta partirse las manos en sótanos de mala muerte, donde poco de lo que se jugaba era para él. Decidió emplear su pegada de forma más provechosa, convirtiéndose en el matón más temido del Green Gang, a parte de un servidor.

Yo no solía amedrentarme por muchas cosas. Entiéndanme, temía a la muerte si me enfrentaba a un número grande de oponentes, no me gustaba el dolor, ni la autoridad que solía infringirlo, eso no es terror, es prevención. Ninguna persona me dio jamás miedo, a no ser que fuera armado y yo no, pero eso es cautela, la misma que siente el más fiero de los leones. Solo Tumblety causó que mis rodillas flaquearan sin más que imaginar su persona. Pues bien, O'Malley era el único ser humano que causaba en mí algo similar a lo que me producía el médico indio. Su capacidad de hacer el mal superaba con mucho a la de sus jefes, y de ese modo Ashcroft lo empleaba cuando era necesario un trato especial. El Bruto parecía ahora dispuesto a suministrarme ese trato a mí.

—Lo quiero despierto. Porque tienes que contestarme, Drunkard Ray, ¿lo hiciste tú? ¿Abriste tu asquerosa boca?

—Déjamelo a mí. —Patt, que horas antes se opusiera a mi humillación, ahora era el más sediento de sangre. Un tipo serio, ya he dicho, que trabajaba a fondo cuando había que trabajar—. Ya verás cómo habla este bastardo...

—Tranquilo, todos nos vamos a divertir. Creo que has disfrutado mucho de tus paseos por esta ciudad, Ray, dicen que incluso has hecho amigos influyentes. Qué bien. Y mientras Joe —se refería a Ashcroft, sin duda—, pudriéndose en Holloway. —Afortunadamente no acabó junto a mí en Pentonville, si no, no creo que estuviera contándoles mi historia—. Eso no está bien. Es tu oportunidad de saldar cuentas y poner tu alma a bien con el Señor. ¿Vas a contarnos cómo nos traicionaste? Y lo que es más interesante, ¿quién te dijo cómo hacerlo? Porque a una bestia como tú no se le puede haber ocurrido tal cosa.

Ya sabían la respuesta a la primera pregunta. En cuanto a la segunda, ¿qué decir? ¿Que Cara de Perro, cuyo esqueleto ahora adornaba los fondos del Támesis, me convenció? La confusión de mi cabeza dolorida y la ignorancia me impidieron decir nada, solo me quejé.

—Nnn... no...

—¡Quitarle los pantalones a ese malnacido!

Parece que era una fijación de esta gentuza el descubrir mis partes. Así hicieron. Los cuatro se arrojaron sobre mí, me golpearon con saña en la cara y los riñones, pese a que poco más que agitarme podía hacer allí colgado, y me arrancaron los pantalones. Empezaron a reírse, a mofarse de mi mal olor y del aspecto que ahora debía ofrecer, allí colgado, maltrecho y con mis vergüenzas al aire, que fueron tratadas a puntapiés, como el resto de mi persona. Yo no grité, mi ojo, lloroso y casi cegado por el amoníaco, se clavaba en unas enormes tijeras y un cordel que mostraba sonriente el juez de este, mi sumarísimo proceso.

—Vas a pagar tus deudas hoy, Drunkard. De eso no te libras. Pero puedes elegir, uno siempre puede elegir, o sea que no me vengas con que no fue culpa tuya, con que te obligaron...

—Córtaselas ya...

—Déjame a mí...

—No. Os digo que Drunkard Ray puede decidir. Ha sido un camarada, un amigo, y merece eso. —De golpe, tan rápido que casi me pareció que se esfumaba y reaparecía a mi lado, me agarró el cuello con mucha fuerza y apretó las tijeras a la mejilla. El olor del pescado que venía de esa arma casi me hizo vomitar, a mí, hecho a todos los hedores—. Si confiesas tu traición, me dices con quién hablaste y quién te dijo que lo hicieras, cortaremos tu asquerosa lengua, para que no vuelvas a usarla contra ningún hermano, cerdo delator... —Abrió las tijeras, aprisionando mis labios entre ella. Puede que empezara a sangrar, mi rostro estaba demasiado tumefacto para notar nada—. Si callas... me quedaré con tus pelotas.

Agarró mis testículos con fuerza y los estrujó. Grité, y todos chillaron divertidos conmigo. El Bruto O'Malley se separó de mí y arrojó la cuerda a Patt, que dejó a un lado la manzana que estaba comiendo, y se vino para mí. Escupió en mi cara fruta a medio masticar y luego empezó a atarme los testículos con la cuerda. Patt tenía un estómago muy tolerante.

—La verdad es que es una elección complicada para ti, Ray; no sabes cómo usar bien ni la lengua ni las pelotas. —El Bruto se reía de mí mientras Patt me retorcía a gusto los bajos—. Vamos, empieza a largar.

Tenía tanto miedo que era incapaz de pensar nada, solo veía aquellas tijeras y escuchaba la risa cruel e histérica de todos, no sabía qué decir. ¡Maldita sea!, tenía medio cerebro, no creo siquiera que entendiera bien la pregunta.

—¿No dices nada? De acuerdo. —Hizo chasquear las tijeras con un sonido que sonó a definitivo. Todos silbaron, como si apacentaran ovejas, y gritaron de júbilo. Patt, de rodillas ante mí, dijo—: Despídete de ellas, monstruo. — Y volvió a golpearme allí. Se apartó y todos se acercaron, incluido O'Malley, que enseguida puso los fríos filos en mi escroto, agarrando con fuerza el resto de mi hombría. Supongo que estaban fríos, porque ya no sentía nada. No era el miedo de perder la virilidad de la que tan escaso uso hacía, era el dolor y mi inminente muerte lo que me aterraba. Nadie encontraría los restos de Raimundo Aguirre, allí, en ese sótano infecto. Por cómo aullaban y se mofaban mientras el Bruto empezaba a cortar, nadie podría oír mis gritos. Iba a morir, allí castrado y desangrado, solo, como había vivido.

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