—Sí.
—¿Y en la Biblioteca?
Creyó que no iba a contestarle. (Caras peludas detrás de las troneras. La explosión no había causado ningún daño apreciable). Pero al final habló:
—Estuve en el edificio Panth durante una temporada —dijo, apartando la mirada.
Por unos instantes él no supo a qué se refería. Luego recordó el edificio Panth. Como una cebolla puesta del revés. La reparación del condensador de agua. El dueño que quiso pagar en servicios sexuales. El olor a vampiros en los pasillos.
—¿Hiciste rishathra con carnívoros?
—Con Pastores y con gentes de la raza de la sabana y con otros del Pueblo de la Noche. Son cosas que no se olvidan.
Luis se apartó un poco.
—¿Con los hombres chacales?
—El Pueblo de la Noche es muy importante para nosotros. Nos aportan información lo mismo que al Pueblo de la Máquina. Gracias a ellos se conserva lo que resta de civilización, y nos interesa mucho no ofenderles.
—¡Hum!
—Pero fue lo que… Los chacales tienen un olfato muy desarrollado, Luhiwu. El olor a vampiros los enloquece. Me ordenaron que hiciera rishathra con un Cazador de la Noche, y sin usar la esencia de vampiro. Entonces pedí el traslado a la Biblioteca.
Luis se acordó de Mar Korsill.
—No me parecen tan repugnantes.
—Pero, ¿para hacer rishathra? Los que no tenemos padres, hemos de pagar nuestra deuda a la sociedad antes de que se nos permita buscar pareja y establecer un hogar. Perdí el patrimonio que había acumulado cuando solicité el traslado. Y aún me costó algún tiempo conseguir la plaza —le miró a los ojos—. No fue divertido. Pero he pasado otras temporadas malas. Aunque el olor a vampiros acabe por desvanecerse, los recuerdos no se desvanecen. El olor a sangre en el aliento de los Cazadores nocturnos, a corrupción en el de los del Pueblo de la Noche.
—Te has librado de todo eso —dijo Luis.
Algunos de los kzinti intentaban incorporarse. Habían caído dormidos. Diez minutos después se abrió la escotilla y Chmeee bajó por la rampa dispuesto a hacerse el amo.
Era ya tarde cuando el Inferior hizo de nuevo su aparición. Parecía arrugado de cansancio.
—Por lo visto tu intuición era acertada —dijo—. Además de poseer susceptibilidad magnética, el scrith que forma la estructura del Mundo Anillo está estrecruzado de cables superconductores.
—Eso es bueno —dijo Luis, y sintió que se le quitaba un gran peso de encima—. ¡Eso es magnífico! Pero, ¿cómo iban a saberlo los Ingenieros de Ciudades? No los imagino hurgando hasta llegar al scrith para averiguarlo.
—No. Tenían imanes para utilizarlos como brújula, y localizaron la red de líneas superconductoras que forma un dibujo hexagonal en el subsuelo del Mundo Anillo, con una anchura de ochenta mil kilómetros. Eso les ayudó a trazar sus primeros mapas. Pasaron siglos antes de que los Ingenieros progresaran lo suficiente en física como para saber cuál era el fenómeno que estaban observando, pero sus deducciones les llevaron a desarrollar por su cuenta los superconductores.
—La bacteria que sembrasteis…
—No habrá afectado a los superconductores enterrados en el scrith. Aunque no olvido que el subsuelo del Anillo es vulnerable a los meteoritos. Hemos de confiar en que ninguno haya roto la red de superconductores.
—Tenemos una buena probabilidad a favor.
El titerote meditó lo que iba a decir y continuó:
—¿Estamos buscando todavía el secreto de la transmutación a gran escala, Luis?
—No.
—Sería una solución muy elegante a nuestro problema —dijo el Inferior—. El mecanismo debió operar a una escala tremenda. Convertir materia en energía debe de ser mucho más fácil que transmutar una materia en otra. Pero supongamos que simplemente disparásemos… digamos un cañón transmutador en la cara exterior del Mundo Anillo, en su punto de máxima distancia al sol. La reacción haría que la estructura retornase a su lugar. Naturalmente, habría algunos problemas. La onda de choque mataría a muchos nativos, pero se salvarían muchos más. Y la protección antimeteoritos quemada podría sustituirse más tarde. ¿De qué te ríes?
—Eres brillante, pero el problema es que nunca tuvimos motivos para creer que existiese un cañón transmutador.
—No te entiendo.
—Halrloprillalar se limitó a inventar historias, como después nos confesó. Al fin y al cabo, ¡qué sabía ella acerca de cómo se construyó el Mundo Anillo! Sus antepasados eran poco más que simios cuando eso sucedió. —Luis vio que las cabezas empezaban a ocultarse, y se apresuró a decir—: ¡No te enrolles! No disponemos de tiempo para eso.
—A la orden.
—¿Qué más tienes?
—Poca cosa. Aún no he terminado el análisis de los textos. Las fantasías alrededor del Gran Océano no me dicen gran cosa. Inténtalo tú.
—Mañana.
Unos sonidos demasiado tenues como para interpretarlos enseguida le despertaron. Luis se volvió en medio de la oscuridad y la suspensión en caída libre.
Pero la claridad estelar era suficiente para ver. Kawaresksenjajok y Harkabeeparolyn estaban el uno en brazos del otro y se murmuraban cosas al oído. La traductora de Luis no llegaba a captarlas, pero parecía amor. Se sonrió burlándose de sí mismo al darse cuenta de que había sentido una súbita punzada de envidia. Había creído que el muchacho era demasiado joven, y que la mujer había optado definitivamente por la abstinencia. Pero aquello no era rishathra, puesto que sucedía entre seres de una misma especie.
Luis les volvió la espalda y cerró los ojos. Sus oídos esperaban escuchar un chapoteo rítmico, pero no sucedió nada, y luego se quedó dormido.
Soñó que estaba en una de sus excursiones vocacionales.
Caía, caía hacia las estrellas. Cuando el mundo se volvía demasiado abundante para él, demasiado variado y exigente, entonces había llegado el momento de dejar atrás todos los mundos. Lo había hecho muchas veces. A solas, en una nave estelar pequeña, huía hacia los huecos inexplorados, más allá del espacio conocido, para ver lo que hubiese que ver y para saber si aún se apreciaba lo suficiente a sí mismo. Ahora Luis flotaba entre las placas sómnicas y soñaba en viajes felices entre las estrellas Sin obligaciones, sin promesas que cumplir.
Entonces una mujer aulló de pánico junto a su oído. Un talón le asestó una fuerte patada debajo de las costillas flotantes y Luis se dobló, privado de aliento. Unos brazos le aporrearon como aspas de molino y luego rodearon su cuello como si pretendieran estrangularle. Todo ello entre fuertes sollozos.
Luis hizo presa en los brazos para quitárselos del cuello, y gritó:
—¡Campo sómnico fuera!
La gravedad volvió a actuar. Luis y su atacante cayeron sobre la placa inferior. Harkabeeparolyn dejó de gritar y permitió que le bajara los brazos a viva fuerza.
El muchacho Kawaresksenjajok estaba arrodillado a su lado, confuso y poniendo cara de espanto. Hizo preguntas apresuradas en el idioma de los Ingenieros. La mujer le contestó con un bufido.
El chico volvió a hablar. Harkabeeparolyn le echó una larga perorata. El muchacho asintió con la cabeza, de mala gana. Lo que acababa de escuchar, fuera lo que fuese, no le había gustado. Se retiró al rincón, despidiéndose con una mirada que Luis no supo interpretar, y desapareció hacia la bodega de carga.
Luis alargó la mano en busca de la traductora.
—Bueno, ¿qué pasa aquí?
—¡Estaba cayéndome! —sollozó ella.
—No es nada —la consoló Luis—. A algunos nos gusta dormir así. Ella le miró a la cara.
—¿Cayendo?
—Sí.
No fue difícil interpretar la expresión de la mujer. Un loco. Loco de atar… y el encogimiento de hombros. Hizo un visible esfuerzo por contenerse, y luego dijo:
—Me he enterado de que he dejado de seros útil, ahora que vuestras máquinas leen con más rapidez que yo. Sólo puedo hacer una cosa para que nuestra misión sea más llevadera, y es calmar el tormento de tu deseo frustrado.
—¡Qué alivio! —dijo Luis con sarcasmo que no supo si ella sería capaz de captar, y muy poco inclinado a aceptar tal género de caridad.
—Si te bañas y te lavas bien la boca…
—Déjalo. Tu sacrificio en aras de nuestros fines superiores es muy encomiable, pero sería una descortesía por mi parte si aceptase.
—Así, ¿no quieres hacer rishathra conmigo, Luhiwu? —se extrañó ella.
—No, gracias. ¡Conectado el campo sómnico!
Luis se elevó en flotación, lejos de ella. Por sus experimentos anteriores adivinaba la inminencia de una discusión acalorada, que no iba a servir de nada. Pero si ella ensayaba otra vez la fuerza, no tardaría en experimentar de nuevo la temida sensación de caída.
Una vez más la mujer le sorprendió al decir:
—Sería una tragedia para mí si concibiera un hijo ahora, Luhiwu.
Bajó la mirada. Ella no estaba enfadada, pero sí muy seria, y prosiguió:
—Si ahora me apareo con Kawaresksenjajok, quizá procrearíamos un hijo condenado a morir en el fuego solar.
—Pues no lo hagáis. De todas maneras, es demasiado joven.
—No, no lo es.
—¡Ah! Bien. ¿Acaso no llevas…? Pero no, no creo que lleves anticonceptivos. ¿No podrías calcular tu período fértil para evitarlo?
—No te entiendo. ¡Ah! Espera… ahora sí que lo entiendo. Ten en cuenta, Luhiwu, que nuestra especie ha dominado la mayor parte del mundo gracias a nuestro dominio de los matices y variaciones del rishathra. ¿No sabes cómo llegamos a aprender tanto acerca del rishathra?
—Gracias a vuestra buena suerte, supongo.
—Algunas especies son más fértiles que otras, Luhiwu.
—¡Ah!
—Desde la prehistoria hemos sabido que el rishathra es un sistema para no tener hijos. Si nos apareamos, cuatro falans después nace un niño. Dime, Luhiwu, ¿puede salvarse el mundo? ¿Nos salvaremos nosotros?
¡Ah, las vacaciones! Solo en una nave de una sola plaza, a años luz de cualquier responsabilidad que no afectase directamente a Luis Wu… o hallarse bajo los efectos del cable.
—No garantizo nada.
—¡Entonces haz rishathra conmigo para que yo pueda dejar de pensar en Kawaresksenjajok!
No era la proposición más halagadora que hubiese escuchado Luis Wu en su joven existencia.
—¿Y qué haremos para aliviarle a él?
—Lo del chico no tiene remedio, ¡pobre! ¡Que se fastidie!
Pues fastidiaos los dos, pensó Luis Wu. Pero no se atrevió a decirlo. La mujer hablaba en serio, sufría y tenía razón. No sería buen momento para traer al mundo un nuevo Ingeniero.
Y la deseaba.
Salió del campo de caída libre y la llevó hasta la cama de agua. Menos mal que Kawaresksenjajok se había retirado a la bodega de carga. ¿Qué diría el chico a la mañana siguiente?
Luis despertó bajo los efectos de la gravedad, sonriente, con todos los músculos llenos de agradables agujetas y picor en los ojos. Había dormido muy poco la noche pasada. Harkabeeparolyn no había exagerado su estado de necesidad. Pese a la época vivida con Halrloprillalar, él no sabía que los Ingenieros fuesen capaces de tal fogosidad.
Se dio la vuelta, y la gran cama empezó a oscilar debajo de él. Otro cuerpo tropezó con el suyo: era Kawaresksenjajok que, boca abajo y con todos los miembros separados como una estrella de mar, roncaba suavemente.
Harkabeeparolyn, al pie de la cama y envuelta en la piel anaranjada, rebulló y se puso en pie. Tal vez para excusarse por haberle dejado, explicó:
—Me interrumpe el sueño a cada momento eso de que la cama se mueva debajo de una.
Choque cultural, pensó él, recordando que a Halrloprillalar le agradaba el campo sómnico, pero no para dormir.
—Hay suelo en abundancia. ¿Cómo estás?
—Mucho mejor, por ahora, gracias a ti.
—Gracias a ti. ¿Tienes hambre?
—Aún no.
Hizo sus ejercicios. Los músculos estaban fuertes todavía, pero faltos de entrenamiento. Los Ingenieros le contemplaron extrañados. Luego compuso el desayuno marcando los códigos para melón, soufflés al Grand Marnier, bollos y café. Sus invitados rechazaron el café, como era de esperar, y también los bollos.
El Inferior apareció con muestras de gran cansancio, desmochado y abatido.
—Las pistas que buscábamos no aparecen con claridad en las grabaciones de la ciudad flotante —dijo—. Todas las especies daban a sus armaduras las formas de los protectores de Pak. Sin ser las mismas en todos los lugares, ni mucho menos, sin embargo la variación es muy limitada. Quizá pueda atribuirse a la dispersión de la cultura de los Ingenieros. Su imperio fundió las ideas y los inventos a tal punto, que resulta imposible rastrear los orígenes.
—¿Y qué se sabe de la droga de la inmortalidad?
—Tenías razón. El Gran Océano es contemplado como origen de horrores y de delicias, entre las que se incluye la inmortalidad. El regalo no es siempre una droga, sino que a veces se concede sin advertencia previa, como un capricho de los dioses. Estas leyendas no tienen sentido para mí, Luis, puesto que no soy humano.
—Monta la cinta para que la veamos; supongo que nuestros invitados querrán mirar también. A lo mejor ellos consiguen interpretar lo que yo no entienda.
—A la orden.
—¿Qué hay de las reparaciones?
—No hay precedentes de actividades de mantenimiento en toda la historia registrada del Mundo Anillo.
—¡Estás bromeando!
—¿Qué aspecto y cuánto tiempo abarcan los archivos de la ciudad? Muy poco. Aparte de eso, he estudiado las antiguas entrevistas con Jack Brennan. Sospecho que los protectores tienen la vida muy larga y una capacidad de atención extraordinaria. Prefieren no utilizar servomecanismos si pueden hacer ellos el trabajo. Por ejemplo, a bordo de la nave espacial de Phsstkpok no había piloto automático.
—Ilógico. El sistema de las tuberías de drenaje es, ciertamente, automático.
—Pero planteado de una manera muy primitiva, con arreglo a un sistema de fuerza bruta. No sabemos por qué murieron o abandonaron el Mundo Anillo los protectores. Es posible que conocieran su destino y tuvieran tiempo para automatizar el sistema de los drenajes. ¿Qué falta nos hace saber todo eso, Luis?
—¿Eh? Sí, claro. La defensa contra meteoritos también es automática, probablemente. ¿No te gustaría saber algo más acerca de esa defensa?
—Ya lo creo.
—Y los reactores de corrección de posición también eran automáticos. Posiblemente podía anularse el automatismo por medio de mandos manuales. Pero desde que desaparecieron los Pak, han evolucionado miles de especies humanoides, y sin embargo los automatismos siguen funcionando. O bien los protectores tuvieron desde siempre la intención de marcharse… cosa que me cuesta creer…