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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

Los milagros del vino (49 page)

El sol empezó a ocultarse en las cimas y cayó sobre la ladera como un manto de melancolía. Los ojos grises de Susana, apenados y a la vez interpelantes, estaban fijos en Podalirio.

Tomó asiento él en un grueso tronco tumbado y dijo con voz queda:

—Quiero comprenderte, pero… si no me das más explicaciones…

Susana se sentó también en el suelo, junto a la entrada de la cueva, y se quedó un rato pensativa. Después lloró durante un instante y, secándose las lágrimas con el borde del velo, dijo entrecortadamente:

—Me resulta muy difícil expresarlo… Aunque presiento que puedes llegar a comprenderme… ¡Nunca he contado esto!

—Inténtalo, mujer —la animó Podalirio.

Ella suspiró y paseó su mirada profunda por aquel lugar. Luego, meditativa, empezó a hablar:

—Me encanta la fragancia de este lugar. ¡Si supieras la cantidad de emociones y recuerdos que vienen a mí en este momento! Aquí permanece detenida mi alma de muchacha… ¡Qué delicia sentirse joven…! Entonces la vida tiene esa luz, ese color… ¡Y qué maravilla enamorarse! Toda mujer guarda muy dentro el recuerdo de su primer amor: sentir repentinamente que el alma se va a las nubes mientras se contempla en secreto al muchacho amado, cada movimiento suyo, cada gesto, el color de su piel, de su cabello, de sus ojos… Y ese tierno deseo de hacer algo por él al juzgarlo en el fondo un ser débil, aunque su apariencia sea fuerte; esa necesidad de cuidarlo, de rodearlo de mimos… ¡Ese sentimiento es tan especial, tan extraño…! Porque… ¿qué mujer no sintió que su primer amado se convertía sorprendentemente en su corazón a la vez en hijo, hermano, amante…? ¡He ahí el gran misterio de este lugar! Eso difícilmente un hombre lo podrá alcanzar en su totalidad.

»Cuando vine aquí por primera vez tenía quince años y, como cualquier moza de esa edad, estaba perdida por un muchacho… Porque ya había puesto mis ojos atolondrados en un guapo pastor del valle. Se llamaba Erebo, un adolescente radiante de belleza que cuidaba los rebaños de mi abuelo. ¡Me complacía tanto verle!

Algunas veces llegué a pensar que el Eterno lo había puesto en el mundo sólo para mí y que yo había nacido enamorada ya de él. Nadie, absolutamente nadie, me parecía tenuemente dotado de hermosura comparándolo con mi adonis. Esperaba cada día a que pasara por delante de la villa y me escondía para contemplarle embobada cuando sacaba las ovejas camino del valle: era esbelto, delicado, de brillante cabello color cáñamo y ojos grises profundos, grandes, hermosos; caminaba con gracia y sin prisa, y creo que nunca le vi dejar de sonreír. ¡Qué airoso era!

»Por eso, cuando vine la primera vez aquí, a este paraje consagrado a Adonai, el Pastor, el bello Señor que siempre es joven, el eterno muchacho, el hijo, hermano y esposo de Ishtar, comprendí demasiado bien lo que en el antiguo rito quería expresarse. Aquí veníamos las mujeres a plañir por él, a lamentarnos por la juventud y la belleza, porque, en el fondo, toda mujer vive siempre enamorada, aunque no se atreva siquiera a mencionar el nombre de su amado. Y porque es áspero y amargo ese amor, a la vez que dulce; igual que la mirra, que no es otra cosa que un puñado de lágrimas derramadas por la madre del propio Adonai, la desdichada convertida en el árbol de cuya corteza nació él y enseguida le fue arrebatado de los brazos.

»La antigua leyenda que nos contaban las viejas de Séforis hablaba de todo esto y, ¡cómo no comprenderlo! Pues se repetía una y otra vez: «¡Adonai es joven y hermoso!» Así lo proclamábamos todas a voz en grito, con exaltación, mientras acudíamos a este lugar preñado de misterio por los senderos de la ladera, entre risas y canciones, recordando en el fondo cada una a su amado.

»Pero después, al llegar al pequeño bosque, nos encontrábamos con que una de las ancianas nos anunciaba, entre sollozos, que Adonai había muerto.

»El dolor brotaba en cada rostro y se entonaba un triste canto:

¡
Oh, Adón! ¡Adonai
!

Mi señor, mi amado
.

¡
Ay, Adón! ¡Ay, Adonai
!

¿
Dónde está mi amor
?

¿
Dónde mi hijo amado
?

¡
Ay de mi luz! ¡Ay de mi primavera
!

¡
Ay, Adón! ¡Ay, Adonai
!

¡
Hijo mío, Adón! ¡Señor mío, Adonai
!

¡
Nadie más que yo te amó
!

¡
Oh, Adón! ¡Adonai
!

»Al oír esto, todas las mujeres nos soltábamos el pelo en señal de duelo, nos cubríamos con tierra la cabeza y hacíamos mil aspavientos entre desconsolados gritos:

¡
Oh, mi amado
!

¡
Nadie te quiso más que yo
!

¡
Mi niño, mi luz y mi primavera
!

¡
Quién te ha matado, hijo de mi vida
!

¡
Quién desgarró tu costado, luz de mis ojos
!

«Estando ya todas deshechas por la pena, sumidas en el trance, salíamos a buscar el cadáver gimiendo; mientras, algunas tocaban una clase de flauta cuyo lamento hiela la sangre. Nadie sabía dónde estaba el malogrado Adonai, excepto las ancianas que lo habían escondido esa misma mañana y, aun sabiéndolo, ellas también lo buscaban.

»De repente, alguna gritaba fuera de sí:

»—¡Aquí está! ¡Ay, Adón! ¡Ay, Adonai!

»Corríamos hacia allí y encontrábamos al yaciente. Estaba tallado el cuerpo en el más fino cedro del Líbano, esbelto y hermoso, con la herida abierta en el costado, de la cual brotaban pétalos de anémona, rojos como sangre.

»—¡Oh, mi señor! ¡Oh, Adonai! ¡Ay, Adón! —sollozábamos mientras trasladábamos la imagen entre flores, en unas angarillas doradas, por los senderos.

»Al llegar justo aquí, frente a la cueva, las mujeres sacaban de los zurrones sus frascos con esencias de aloe, mirra y nardo. Acariciaban y ungían el cuerpo, dejándolo brillante, reluciente, perfumado y derramando resplandecientes gotas de costoso perfume. ¡Qué lástima tan grande!

«Luego algunas escogidas lo envolvían en un blanco lienzo y era depositado cuidadosamente dentro de la cueva a modo de sepulcro. Con esa gran piedra que ves ahí al lado se cerraba la puerta, empujando todas, sin que se dejara de plañir ni un momento.

»Sellada por completo la tumba, regresábamos a nuestras casas, donde encendíamos lámparas día y noche. Hasta que, al cuarto día, una muchacha elegida especialmente para eso, se encargaba de salir a las calles vestida adecuadamente para la ocasión, con atavío de fiesta, y anunciaba cantando en la madrugada:

¡
Adonai vive, Adón ha resucitado
!

¡
Grande es el Señor! ¡Adonai es poderoso
!

«Jubilosas, salíamos del silencio de los hogares y regresábamos corriendo a este lugar para, entre todas, retirar la piedra. Y resultaba que la oscura tumba estaba vacía…

»Aquel año, cuando me enamoré de mi pastor, yo fui la encargada de anunciar en la ciudad la vuelta a la vida de Adón. Mi abuelo lo consideraba un grandísimo honor que se celebró en casa con dispendio: se repartió vino gratis para los invitados, para la servidumbre y para toda la gente que trabajaba en nuestros campos; se mataron terneros cebados y se dio una gran fiesta con músicos y danzarinas. Como era su derecho, por ser pastor a sueldo, también vino el guapo Erebo. ¡Era el colmo de la felicidad…! Me sentí ese día la persona más afortunada del mundo.

»Y como resultaba que, para mí, que estaba aún transida por la emoción del rito, Erebo era la imagen viva de Adonai, el pastor, el amado… enloquecí de gozo y no pude luchar más contra el impulso de ir a él. Como una insensata, recogí un puñado de dulces enmelados y se los llevé. No fui capaz de decir ni una sola palabra, pero nuestros ojos sostuvieron las miradas durante un rato, y creí que moriría allí mismo cuando él ensanchó su sonrisa.

»Durante los días siguientes, mis pies parecían caminar por su cuenta y me llevaban como en volandas en su busca; seguía a distancia al rebaño y esperaba a que él se volviera y me mirara con sus enormes ojos grises.

»Pero, al cabo de unas semanas, mi abuelo se percató de mi arrobamiento y mandó a buscarme. Se encerró conmigo en la bodega del vino nuevo y me hizo un montón de preguntas. Luego me reprendió con dureza. Yo no comprendía nada. ¿Tan malo era lo que estaba haciendo? Protesté, lloré, pataleé y grité que me mataría si no me dejaban estar con el pastor.

»Mi abuelo se quedó estupefacto, palideció y le brotó un reguero de lágrimas que le corrieron hasta la barba. Con la voz quebrada por el dolor, me dijo:

»—No se puede hacer lo que el Altísimo reprueba más que ninguna otra cosa. En esta casa no se cometerá ese pecado que infringe la más sagrada ley… Ese pastor, Erebo, es tu hermano, hijo ilegítimo de tu propio padre.

»Algunas semanas después, mi pastor desapareció y nunca más le volví a ver…

Capítulo 59

Podalirio estaba en el patio que daba a las traseras de la casa de Séforis. Se había sentado en un rincón, a la sombra del emparrado. A esa hora de la tarde, cuando el sol declinaba lánguidamente en el valle, las moscas se habían convertido en seres insoportables que se dejaban caer de manera monótona e implacable sobre las mesas enmostadas. Los hombres iban llegando atraídos por el encanto del vino, enrojecidos los rostros, brillantes las frentes y tostados los cogotes, hablando en griego, con el peculiar acento de la gentilidad galilea, de recuerdo seléucida, antioqueno, damasquino, alejandrino… Como era verano, les apetecía holgar, charlar, fanfarronear y olvidarse del mundo. La leña en la parrilla empezaba a humear, antes de convertirse en relucientes brasas, sobre las que se doraría el cordero tierno, enjugado con eneldo, ciruelas pasas, vinagre de vino viejo, cebollas tiernas y comino. El delicioso aroma de esa carne, macerada, blanca, apetitosa, se alzaba desde la cocina y recorría las narices ávidas y encantadas. Una mujerona de alegre rostro iba friendo berenjenas en un perol de hierro puesto sobre una trébede, en el centro del patio, en torno al cual se arremolinaba la felicidad de aquellas gentes que ansiaban la llegada de la noche y el asomo asombroso y fascinador de la luna.

El viejo Gabinio se aproximó cojeando hasta donde estaba Podalirio y dejó a un lado su bastón. Se sentó y le miró con ojos lánguidos de hombre acostumbrado a la vida.

—Amigo, casi se cumple un año desde que llegaste a esta tierra, cuando casi concluíamos la última vendimia. Ya las uvas maduran otra vez allá abajo, en los valles… ¿Volverás pronto a Grecia?

Podalirio le miró con ojos lánguidos. Como estaba relajado y feliz, se encogió de hombros y contestó suspirando:

—¡Me quedaría con Susana toda la vida…!

—¡Y ella contigo! —agregó el viejo, antes de llevarse el vaso a la boca. Bebió y le cayó un reguero de vino desde la comisura de los labios, que torpemente se limpió con el dorso de la mano arrugada y temblorosa.

Solícito, acudió el hombretón que servía las mesas y depositó delante de ellos una bandeja con berenjenas fritas, pan tostado y carne asada.

Podalirio degustó el vino añejo y se dejó inundar por la felicidad que le rodeaba. Buscando la sinceridad que le brindaba Gabinio, preguntó:

—¿Qué hace ella en medio de todo este mundo? ¿De verdad es feliz?

El viejo recorrió con los dedos la bandeja delicadamente, tanteando, y agarró un pedazo de cabrito; lo mordisqueó con gusto, a pesar de sus encías desdentadas, dio vueltas en la boca a la carne, tragó y sonrió.

—Yo ya veo muy poco. Mis pobres ojos se cansaron hace tiempo… Pero aún me doy cuenta de lo que sucede a mi alrededor. No me queda sino disfrutar de estos sabores que me traen los recuerdos de la juventud. Y sé que nuestra querida Susana es una mujer inteligente… Para nosotros, los varones, la vida es intensa, feroz y a la vez placentera… ¡Ellas son otra cosa…! Cuando una mujer ha luchado mucho y ha sabido desprenderse de las fieras en el interior de su alma, es difícil que algo la haga sufrir… ¡Así son ellas!

Podalirio guardó silencio, se quedó pensativo y, con asombro, observó:

—¿De verdad piensas que los hombres somos tan diferentes a las mujeres?

El viejo guiñó el ojo y, sonriendo, respondió:

—¡Vaya pregunta tonta! ¡Qué sé yo!

—Ella es diferente… —murmuró Podalirio.

—¡Qué dices! —rugió el viejo—. ¡Habla alto, griego, que no oigo!

—Me gustaría saber más cosas de ella…

Podalirio se dio cuenta de que Gabinio no comprendía lo que le pedía, y vio que entornaba los ojos casi ciegos, lo cual era un indicio de enfado. El viejo dijo con cautela y suavidad:

—¿Quién puede saber eso?

—Tú lo sabes —replicó Podalirio—. No es una mujer como las demás…

El viejo se aproximó y le puso la mano en el hombro.

—A Susana ya le importan muy poco ciertas cosas…

—Lo sé —asintió Podalirio, paladeando el vino—. Por eso estoy sorprendido; porque observo este mundo de hombres, de viñadores recios, de campesinos… y la veo a ella…

La mano temblorosa de Gabinio se aferró a su hombro como una garra.

—¿Y qué? Se ha criado en esto. ¿Qué te preocupa?

—No sé… En el fondo, tal vez me parece un poco indefensa.

El viejo se echó a reír. Le sudaba la frente; acercándose aún más a él y recalcando las palabras, dijo con sorda voz:

—En esta casa ya no se teme a la muerte… ¿Qué puede temer un hombre o una mujer sino a eso?

Podalirio asintió meneando la cabeza; tomó un fino hueso con carne apetitosa, lo saboreó y lo tragó con dificultad, pues tenía un nudo en la garganta.

—Es verdad… —afirmó—. Si no existe ese miedo, ¿qué importa lo demás? No hay mayor enemigo que el miedo.

El viejo le miró sonriendo, alargó la mano y cogió su bastón. Se puso en pie y dijo:

—Yo me voy a dormir. No tengo la cabeza para complicaciones. Sordo y medio ciego, ya no puedo ver salir la luna y dentro de un momento esta gente empezará a cantar y a recitar poemas… ¡Que se mueran! ¡Eso es! Porque morir es muy fácil… ¡El caso es que resucitemos! ¡Que nos alcemos con todo lo felices que hemos sido! Y que los miedos caigan en sus tinieblas…

Podalirio le agarró por el antebrazo.

—¡Espera!

Gabinio gruñó. Bebió un último trago y se marchó con sus pasos renqueantes. Anduvo entre las mesas ajeno al vocerío ansioso de los hombres y se perdió por la puerta de la cocina.

Un rato después cayó la noche y, como había predicho el viejo, salió la luna. La mujer que freía berenjenas retiró el perol de las brasas y también se marchó. Como si todo estuviera dispuesto cuidadosamente de antemano, Susana apareció y se puso junto al fuego. Sus movimientos eran rápidos y enérgicos. Sus grandes ojos grises sonreían esa noche más claros y juveniles, con las finas arrugas irradiando hacia sus sienes y las hebras de plata brillándole sobre las orejas, de las que pendían largos y dorados zarcillos en forma de racimos. Era alta y bien proporcionada, elegante y austera, a pesar de la túnica ricamente bordada. Se puso en medio de los hombres y habló con la voz algo ronca, con lentitud y seguridad:

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