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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

Los milagros del vino (53 page)

«Cuando lograba yo hablar con él en privado, trataba de manifestarle mis temores. Pero algo sobrehumano y extraño se interponía entonces entre nosotros. Él ya no quería escuchar; era como si un fuego espiritual más poderoso que esta vida le devorase en su interior y condujese todo hacia delante. Si le advertía de que algunas de sus palabras podrían causarle problemas, se quedaba extrañado y sonreía con la mirada perdida en sus interioridades. La gran visión de ese reino del Eterno que percibía con tanta inmediatez y evidencia resplandecía sin cesar ante sus ojos. Y ese presentimiento grandioso lo apartaba cada vez más lejos de la realidad. A mí, en cambio, empezó a causarme cierto vértigo.

»Hasta algunos de sus allegados lo creyeron loco en algunos momentos. Y los enemigos, que iban en aumento, empezaron a propagar con malicia que estaba poseído por los demonios.

Capítulo 64

La noche era pura oscuridad y Podalirio caminaba por la orilla del mar, con el alma sumida en las sombras y el corazón acongojado. Las negras aguas enviaban olas rugientes y encrespadas que amenazaban tragarse la tierra. El miedo y la soledad se apoderaron de él mientras iba, ora en una dirección, ora en otra, errando, apresurado y anhelante, sabiendo que debía aguardar algo que llegaría de un momento a otro, pero no sabía qué era, ni por dónde tenía que aparecer. Entonces, confundido, se dejó vencer por el llanto. No veía nada, pero sabía que el cielo estaba por encima de su cabeza en alguna parte.

En su gran desolación, clamó entre sollozos y gritos:

—¡Que alguien venga a recogerme de una vez! ¿Es que se han olvidado de mí?

Entonces, como si su llamada fuera escuchada de inmediato, se calmaron las olas y el mar se tornó manso. Sintió que el agua le acariciaba suavemente los pies con la espuma delicada de un casi imperceptible vaivén, y que su terror se mitigaba, dando paso a un alivio creciente.

Una lejana luz se aproximaba con lentitud, deslizándose sobre la superficie, reflejándose en la negrura.

—¡Viene una barca! —exclamó Podalirio—. ¡Al fin!

La espera se hacía insoportable, pues la luz no terminaba de alcanzar tierra. El se impacientaba y preguntaba a grandes voces:

—¿Venís o no a por mí? ¡He de regresar a Corinto! ¿Por qué tardáis tanto?

Una figura clara se distinguió al fin sobre el mar. Era un ser bello y resplandeciente, vestido con una túnica blanca; sus formas, su aspecto, su semblante se iban haciendo cada vez más visibles, a medida que la barca se aproximaba a la orilla. Sobrecogido de emoción, Podalirio gritó:

—¡Oh, menos mal!

Aquel hermoso ser venía sonriente, con los brazos extendidos; todo él era ya visible: joven, grácil, transparente y hecho de luz… Pero extrañamente dotado de unas airosas y largas alas.

La barca alcanzó la orilla y quedó varada en la arena. El espectro luminoso se acercó a Podalirio y lo abrazó con dulzura. Entonces éste notó una sensación muy rara; una especie de agradable desvanecimiento que acabó haciéndole perder el sentido.

Semiconsciente, sintió que estaba aferrado a un cuerpo reconocible por sus formas, por su aroma, por el tacto de su piel…

—¡Eos! —exclamó con una sorpresa que le sacaba del sueño y el aturdimiento.

Ella se apartó y puso en él unos hermosísimos y brillantes ojos.

—¡Mi vida! ¡Mi amado Adonis! —exclamó.

—¿Por qué me llamas así? —preguntó él, confuso y a la vez feliz.

—Porque es lo más natural. Siempre te he llamado así…

—Pues… La verdad es que no recuerdo habértelo oído decir nunca.

—¡Cómo que no! ¡Qué cosas tienes, hijo de Asclepio…! Posees una admirable facilidad para olvidarte de nuestros asuntos. ¿Por qué estás tan confundido? ¡Soy yo, la de siempre!

—No sé… esperaba…

—¿Qué esperabas, cariño?

El se apartó y la miró tratando de serenarse. Todavía no era capaz de determinar si era víctima de un engaño.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—¿Dónde va a ser…? ¡En la barca!

—¿Camino de Corinto, al fin?

Ella se echó a reír.

—¡Oh, no! ¡Todavía no!

Él paseó la mirada por su alrededor. No estaban solos. Algunas otras figuras iban con ellos a bordo. En frente, sentado a babor, iba el ser luminoso que le abrazó antes. Se fijó primeramente en él. Le preguntó a Eos:

—¿Quién es?

—¿Cómo que quién es? ¡Ay, Podalirio, qué memoria! A veces me parece que ya no eres el mismo de antes. ¡Es Morfeo! ¿Lo has olvidado?

—¿Morfeo? ¿Aquí…?

—Pues claro. Es el dios de los sueños, el hijo de Hipnos, ese sueño que ahora te posee, y de Nix, nuestra amiga la Noche; hermano de Fobetor y de Fantaso y hermanastro de Tánatos, la Muerte… ¡Todos ellos han venido con él! ¿No los ves?

—Veo a Morfeo, pero también golondrinas, cornejas, lechuzas, palomas y otros pájaros —respondió Podalirio, fijándose bien.

—En efecto —asintió Eos—. Porque Fobetor es el encargado de representar a los animales. ¿Por qué crees si no que yo era capaz de tener conmigo a la golondrina, la corneja, la lechuza…? Él se encarga de esas apariciones.

—¡Claro, lo recuerdo perfectamente! —exclamó él con satisfacción—. Y ahí está Fantaso también. ¡Ahora los veo a todos!; son los prodigiosos Oniros, encargados de los sueños. Y, además de Fobetor, está Fantaso, que es el más extravagante de todos; el que se ocupa de los sueños en los que aparecen elementos inanimados de la naturaleza, tales como montañas, rocas, ciudades, árboles, costas, islas, agua, el mar… ¡Qué maravilla! Casi me había olvidado de todos ellos…

—Morfeo es etéreo y hecho de extraña luz —dijo Eos—. Es el único que sabe cómo hacer soñar a quienes duermen, como tú ahora, y en esos sueños toma la forma de personas queridas para traerlas. ¿Por qué puedo yo estar aquí sino gracias a él? Con sus alas, puede volar a cualquier rincón de la Tierra velozmente, para abrazar a alguien y hacerlo soñar; ayudándole a escapar de las maquinaciones poderosas de los dioses… Por eso fue muerto por Zeus, por haber revelado secretos a los mortales.

—Una vez más de tantas —dijo con tristeza Podalirio—, el padre de los dioses castiga a los que se ponen de parte de los hombres; como hizo con Prometeo, por darnos el fuego; o con mi adorado Asclepio, por resucitar a algunos… ¡Donde quiera que alguien se atreva a favorecernos, Zeus lo fulmina!

—Así es, querido —asintió Eos apenada—, pero será mejor no hablar demasiado de ese asunto… Así que… ¡A remar!

—¿A remar? ¿Ahora?

—Sí, anda coge eso de ahí —le señaló los remos.

Podalirio vaciló muy extrañado.

Entonces, detrás de él apareció gruñendo la figura desagradable de un anciano alto, delgado, de barba y pelo canoso y con llamas en los ojos, que vestía unas pieles sucias y empuñaba una larga vara. Rugía:

—¿No has oído, estúpido mortal? ¡A remar!

Podalirio comprendió estremecido que se trataba de Caronte, el barquero del Hades, encargado de guiar las sombras errantes de los difuntos recientes de un lado a otro del río Aqueronte, hasta el reino de Hades, el inframundo.

—¿Has traído el óbolo para pagar el viaje? —preguntó con exigencia el viejo barquero.

Podalirio se estuvo palpando los bolsillos y no dio con ninguna moneda.

—No he traído nada; no pensaba morir precisamente ahora…

—Ja, ja, ja…! —rió con ganas Eos—. ¡Qué ocurrencia tan graciosa, Podalirio! ¿Quién sabe cuándo va a morir?

—Hay gente que lo sabe; o, al menos, que lo presiente.

—¿Quién?

—Yeshúa lo sabía…

—¡Ésa es otra historia, Podalirio! —replicó Eos—. Ahora estamos a lo que estamos…

—¿Ya qué estamos? —preguntó él—. ¿Ya empezamos con los enigmas?

—Aquí no hay ningún enigma —repuso Eos muy seria—. Éstas son nuestras cosas de toda la vida.

—Entonces… ¿qué hago yo aquí muerto? —preguntó él.

—¿Y quién te ha dicho a ti que estás muerto? —inquirió ella.

—Estoy a bordo de la barca de Carón te…

—Vayamos por partes, cariño —dijo Eos con tono docente—. Cierto es que resulta muy raro que Caronte deje pasar a algún mortal aún vivo. Pero ya se lo permitió a Heracles, cuando descendió a los infiernos sin haber muerto, y no hubiera podido pasar de no haber empleado toda su fuerza para obligarle a cruzar el río, tanto a la ida como a la vuelta.

—¡Un momento! —protestó el anciano barquero—. No me obligó; digamos que me dio lástima de él. Y por esa razón precisamente fui encarcelado durante un año, por haber ayudado a pasar a un mortal sin haber obtenido el pago habitual exigido a los vivos: el óbolo o la rama de oro que proporcionaba la sibila de Cumas, como hizo Eneas. Por cierto, hijo de Asclepio, ¿has traído tú la rama? —le exigió a Podalirio.

—Pues no. No pensaba embarcarme ahora ni vivo ni muerto —contestó Podalirio encogiéndose de hombros.

—Entonces, ¡ahora mismo debes echarte al agua! —le ordenó Caronte muy furioso.

—¡Nada de eso! —gritó Eos con enérgica autoridad—. ¡Esto es asunto mío, viejo cascarrabias! Porque Podalirio es semejante a aquel otro mortal que logró cruzar dos veces victorioso el Aqueronte: Orfeo, quien te encantó a ti, Caronte, y a Cerbero el guardián del Hades, gracias al hechizo de su música, para traer de vuelta al mundo a su amada muerta, Eurídice… Aunque, ahora que lo recuerdo, Psique también logró hacer el viaje de ida y vuelta estando viva…

Taciturno y malhumorado, Caronte comentó como para sí:

—Últimamente, aquí hace cada uno lo que le da la gana… ¡No sé lo que está pasando! Se mueren cuando quieren, resucitan luego… ¡Oh, Zeus!, ¿cuándo han sucedido antes estas cosas?

A todo esto, Podalirio se afanaba remando y empezaba a sentirse cansado. Jadeante, le preguntó a Eos:

—¿Cuándo vamos a llegar al Hades?

—No vamos al Hades, cariño —respondió ella.

—Bueno, pues a Corinto, o adonde sea…

—¡Ay, Corinto! —exclamó ella con ojos soñadores—. ¡Quién pudiera regresar allí!

—Entonces… ¿Adonde vamos?

—¡Eres un impaciente, Podalirio! ¡Siempre lo has sido! —le recriminó ella.

—No me riñas, mujer, es que estoy cansado…

—Está bien, querido —otorgó Eos con dulzura—, deja el remo un rato, que he de mostrarte algo.

—¿Que deje de remar? —rezongó Caronte—. ¡Así no llegaremos a parte alguna!

—¡Cállate tú! —le espetó ella.

El barquero bajó la cabeza y murmuró:

—Lo que yo digo: esto es desgobierno, un sin dios…

Ajena a los malhumorados refunfuños del barquero, Eos recogió algo de la cubierta y lo sostuvo entre las manos con fervorosa delicadeza y admiración. Podalirio se fijó en ello: era una bonita ánfora dorada, adornada con bellos dibujos de flores.

—¡Oh, el frasco del costoso perfume de nardo! —exclamó Podalirio con júbilo—. ¿Cómo te has hecho con él?

Eos le miro con una expresión rara y distante. Replico:

—¿Perfume de nardo? ¡Qué tontería tan grande! ¡Es el ánfora de Pandora, Podalirio! ¿Qué te sucede, vida mía? ¿No recuerdas aquella historia? Cuando Prometeo osó robar el fuego que portaba en su carro el dios Sol, Zeus entró en estado de cólera… Pandora sabía que no debía abrir su ánfora, pero su curiosidad fue más poderosa que su voluntad y acabó liberando a todas las desgracias humanas: la soledad, la vejez, la enfermedad, la fatiga, la locura, el vicio, la pasión, la incertidumbre, la tristeza, la pobreza, la maldad… Los bienes también salieron y, en vez de quedarse en la Tierra, se fueron veloces al Olimpo, al territorio de Zeus. Menos mal que Pandora, asustada, cerró el ánfora de golpe justo antes de que el último bien, la esperanza, se escapara.

—¡Como siempre, Zeus fastidiando! —observó con desgana Podalirio.

—¡Eh, más respeto, mortal! —regañó Caronte, amenazándole con su vara—. A ver si se va a desatar una tormenta… ¿Quieres que acabemos todos en los dominios de Posidón?

—Nosotros ya nos vamos —dijo entonces alguien—. Hemos llegado a la orilla y nuestro trabajo se acaba…

El que hablaba era Morfeo, en nombre propio y en el de sus hermanos Fantaso y Fobetor, que llevaban ya un buen rato remando.

—Pero… ¿habéis cogido los remos vosotros? —les preguntó Podalirio.

—¡Pues claro! —contestó Caronte—. Alguien tendrá que llevar la barca a su destino… Como no hacéis más que hablar y hablar he tenido que poner a éstos a remar.

Eos se levantó y afirmó con asombro:

—¡Anda, hemos llegado! Venga, que todo el mundo eche pie a tierra.

—No —negó el barquero—; yo me vuelvo a la otra orilla, que me queda faena.

—Y nosotros… —añadió Morfeo—, ¡a volar!

Dicho esto, alzó el vuelo con Fantaso y Fobetor y se perdieron en las alturas con todas las aves que iban con ellos: golondrinas, cornejas, lechuzas, palomas…

Desembarcaron Podalirio y Eos en una costa oscura y silenciosa. La barca zarpó de nuevo y se adentró en las aguas, desapareciendo de su vista, mientras se iban apagando los refunfuños de Caronte.

Pero, no bien habían caminado unos pasos por la arena, cuando Podalirio advirtió que alguien más los seguía, aunque no acababa de saber quién era, pues sólo advertía una especie de negra sombra, fría y de una invisibilidad escalofriante.

—Alguien ha desembarcado a la vez que nosotros —le indicó a Eos— y va a nuestras espaldas.

—Es Tánatos, la Muerte —explicó ella indiferente.

—¿No sería mejor que se fuera con su hermano el sueño?

—¡Oh, ella va a su aire! —observó Eos.

Caminaron los tres por la arena durante un largo trecho. Eos iba delante llevando su ánfora con decisión; la seguía Podalirio muy de cerca, y Tánatos se quedaba atrás, como si no tuviera fuerzas suficientes para acompasar su marcha.

—¡Un momento! —le pidió Podalirio a Eos—. Vayamos más despacio, que esa pobre sombra no es capaz de alcanzarnos.

Eos se detuvo y se lamentó:

—¡Ay, qué muerte tan poca cosa! Lo que le ocurre es que no es en realidad una muerte verdadera, sino sólo el deseo de abandonar la lucha de la vida y de regresar a la quiescencia de la tumba.

—Entonces… —dijo Podalirio—, ¿qué hacemos con ella? No vamos a dejarla sola ahí atrás…

—Tienes razón —asintió Eos—. Anda, lleva tú el ánfora y ve por delante, que yo esperaré a Tánatos y le daré ánimos…

—¿Yo solo? ¿No me perderé?

—¡No protestes y sigue! Ya te alcanzaremos.

Obedeció Podalirio y, cargando con el ánfora, se adentró por unos campos que no le resultaban del todo desconocidos, a pesar de la oscuridad. «A que va a ser esto el puerto de Cencreas», se dijo.

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