Los ojos amarillos de los cocodrilos (13 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Tenía miedo de la noche.

Echó un último vistazo a las cifras a lápiz y a las escritas a bolígrafo rojo y constató, tranquilizada, que por el momento no se desbordaban. Su mente voló hacia la conferencia que debía preparar. Recordó un pasaje que había leído. Se había dicho que sería útil copiarlo y servirse de él. Fue en su busca y lo encontró. Decidió colocarlo al principio de su conferencia.

«Los trabajos de historia económica destacan toda la etapa que va desde 1070 hasta 1130 en Francia: encontramos en aquel entonces tanto abundantes fundaciones de burgos en entornos rurales como los primeros signos de desarrollo urbano, tanto la penetración de la moneda en el campo como el establecimiento de corrientes comerciales interurbanas. Y ese tiempo de dinamismo e innovación es también aquel en el que la extorsión señorial se hace sistemática. ¿Cómo abordar la relación entre estos dos hechos: despegue económico a pesar de los señoríos o gracias a ellos?».

Con el codo resbalando sobre el mantel de hule, Jo se preguntó si esa cuestión no sería aplicable también a su propio caso. Desde que estaba sola, agobiada por las facturas que pagar, crecía en conocimiento y sabiduría. Como si el hecho de estar en peligro la empujara a redoblar el esfuerzo, a trabajar, trabajar…

Si todo ese dinero no se evaporara tan deprisa, podría alquilar una casa para las niñas el verano próximo, comprarles la ropa que desean, llevarlas al teatro, a los conciertos… Podríamos cenar en un restaurante una vez a la semana y ponernos guapas. Yo iría a la peluquería, me compraría un vestido, Hortense no se avergonzaría de mí…

Se dejó llevar por la ensoñación durante un momento y después despertó: había prometido a Shirley que le ayudaría a entregar los pasteles para una boda. Un gran pedido. Shirley la necesitaba para que los pasteles no se desparramaran en el coche y para quedarse al volante, durante la entrega, en el caso de que no pudiese aparcar.

Recogió sus cosas, su libro de cuentas, su lápiz y su Bic rojo. Permaneció todavía un instante pensativa, chupando el tapón del Bic, y se levantó, se puso el abrigo y se fue con Shirley.

* * *

Shirley la esperaba en el descansillo golpeando el suelo con el pie. Su hijo Gary permanecía de pie en el quicio de la puerta. Saludó con la mano a Jo y cerró la puerta. Joséphine ahogó una exclamación de sorpresa que no pasó desapercibida para Shirley.

—¿Qué te pasa? ¿Has visto un fantasma?

—No, es que Gary… acabo de ver en él un hombre, el hombre que será dentro de unos años. ¡Qué guapo es!

—Sí, lo sé, las mujeres comienzan a echarle el ojo.

—¿Lo sabe?

—¡No! Y no soy yo la que se lo va a decir… No tengo ganas de que se le ponga en la cabeza.

—Se le suba a la cabeza, Shirley, no ponga.

Shirley se encogió de hombros. Había apilado las cajas en las que había guardado, envueltos en tela blanca, los pasteles que debía entregar.

—Oye… Su padre no debía de estar mal, ¿no?

—Su padre era el hombre más guapo del mundo… Era su principal cualidad, de hecho.

Frunció el ceño y sacudió el aire con la mano como para borrar un mal recuerdo.

—Bueno… ¿cómo lo hacemos?

—Como quieras… Eres tú la que sabes, tú decides.

Joséphine la dejó bosquejar un plan.

—Bajamos al portal, tú vigilas los pasteles mientras voy a buscar el coche, cargamos y ¡hala! Nos vamos. Llama al ascensor y bloquea la puerta.

—¿Gary viene con nosotras?

—No. Su profesor de lengua está enfermo, siempre está enfermo. Y mejor que quedarse estudiando, ¡prefiere volver a casa y leer a Nietzsche! Hay quien soporta adolescentes llenos de granos, yo soporto a un intelectual. ¡Venga! Estamos perdiendo el tiempo charlando,
move on!

Joséphine se puso en marcha. En unos minutos el coche estaba cargado, los pasteles apilados detrás y Jo con una mano puesta en las cajas para sostenerlas.

—Consulta el plano —dijo Shirley-y dime si hay otro camino para evitar la avenida Blanqui.

Joséphine cogió el plano que estaba sobre el salpicadero y lo estudió.

—Qué lenta eres, Jo.

—No soy yo la lenta, eres tú que tienes prisa. Dame tiempo para mirar.

—Tienes razón. Es un detallazo el querer acompañarme. Debería agradecértelo en vez de echarte la bronca.

Eso es exactamente por lo que me gusta esta mujer, se dijo Jo mientras consultaba el plano. Cuando se pasa, lo reconoce, cuando se equivoca, lo reconoce también. Siempre es exacta. Sus palabras, sus gestos, sus actos coinciden con lo que piensa. Nada en ella es falso o artificial.

—Puedes ir por la calle Artois, girar en Maréchal-Joffre y tomar la primera a la derecha, y sales a Clément-Marot.

—Gracias. Debía entregarlos a las cinco, y van y me llaman para decirme que llegue a las cuatro o que me puedo meter los pasteles donde yo me sé. Es un buen cliente, así que sabe que voy a hacer lo que él cuente.

Cuando se enfadaba, cometía faltas gramaticales. En caso contrario, hablaba muy bien.

—La sociedad se ríe de la gente. Les roba su tiempo, la única cosa a la que no se ha puesto precio y que cada uno posee para hacer lo que quiera con él. Todo pasa como si debiésemos sacrificar nuestros mejores años en el altar de la economía. ¿Qué nos queda después, eh? Los años de vejez, más o menos sórdidos, en los que llevamos dentadura postiza y pañales. No me dirás que no hay algo que falla.

—Quizás, pero no veo cómo podemos actuar de otro modo. A menos que cambiemos la sociedad. Otros lo han intentado antes que nosotros, y no se puede decir que los resultados sean satisfactorios. Si envías a paseo a tu sociedad, encontrarán a otro y perderás tu negocio de pasteles.

—Lo sé, lo sé… Pero gruño porque me sienta bien. Evacuó la tensión. Y soñar no es pecado.

Una motocicleta cortó el paso de Shirley, que lanzó una salva de palabrotas en inglés.

—¡Menos mal que Audrey Hepburn no hablaba como tú! Me costaría mucho traducirla.

—¿Y tú qué sabes? Quizás se aliviase a veces soltando palabrotas. No están en su biografía, eso es todo.

—Parecía tan perfecta, tan bien educada. ¿Te has dado cuenta de que no tuvo una sola historia de amor que no terminase en boda?

—¡Eso es lo que dice tu libro! Cuando rodó
Sabrina
, estuvo tonteando con William Holden y él estaba casado.

—Sí, pero le dejó. Porque él le confesó que se había hecho esterilizar y ella quería muchos niños. Adoraba a los niños. El matrimonio y los niños…

Como yo, añadió Jo en voz baja…

—Hay que reconocer que después de la adolescencia que pasó, debía de soñar con un
home, sweet home.

—¡Ah! ¿También te ha extrañado? Nunca lo hubiese creído de ella, tan menuda, tan frágil.

A los quince años, durante la Segunda Guerra Mundial, en Holanda, Audrey Hepburn había trabajado para la Resistencia. Llevaba mensajes escondidos en las suelas de sus zapatos. Un día, cuando volvía de una misión, fue detenida por los nazis y embarcada junto a una docena de mujeres hasta la Kommandantur. Logró huir y se refugió en el sótano de una casa, con su cartera de la escuela y tan sólo con un zumo de manzana y un trozo de pan. Pasó un mes en compañía de una familia de ratas famélicas. Fue en agosto del 45, dos meses antes de la liberación de Holanda. Muerta de hambre y de angustia, terminó saliendo en plena noche, erró por las calles hasta que encontró su casa.

—¡Me encanta la prueba de la chica más sexy del mundo! —añadió Jo.

—¿Y eso qué es?

—Una prueba que hacía en las fiestas, cuando empezó su carrera en Inglaterra. Estaba muy acomplejada porque tenía los pies grandes y nada de pecho. Se ponía en una esquina y se repetía: «Soy la chica más deseable del mundo. Los hombres se arrastran a mis pies, sólo tengo que agacharme a recogerlos…». Se lo repetía tantas veces que acababa funcionando. Antes del fin de la fiesta, estaba en el centro de una marea de hombres.

—Deberías intentarlo.

—¡Oh! Yo…

—Sí, ya sabes… Tú tienes un poco de Audrey Hepburn.

—Deja de burlarte de mí.

—Que sí… ¡Si perdieses unos kilos! Tienes los pies grandes, los pechos pequeños, los grandes ojos de avellana y el cabello castalio liso.

—¡Qué mala eres!

—Nada de eso. Ya me conoces: digo siempre lo que pienso.

Joséphine dudó un momento, y se tiró a la piscina:

—He visto a un tipo en la biblioteca…

Le contó a Shirley el encontronazo, los libros desparramados, el ataque de risa y la complicidad inmediata que estableció con el desconocido.

—¿Qué aspecto tiene?

—Parece un estudiante tardío… Viste una parka. Un hombre no lleva parka a menos que sea un estudiante tardío.

—O un cineasta que investiga o un explorador friolero o un licenciado en historia que prepara una tesis sobre la hermana de Juana de Arco… Hay muchas hipótesis, ¿sabes?

—Es la primera vez que me fijo en un hombre desde que…

Jo se detuvo. Todavía le costaba hablar de la partida de Antoine. Tragó y se repuso.

—Desde que Antoine se fue.

—¿Os habéis vuelto a ver?

—Una vez o dos… cada vez, él me sonríe. No se puede hablar en la biblioteca, todo el mundo está en silencio… Así que nos hablamos con la mirada… Es guapo, ¡qué guapo es! ¡Y romántico!

El semáforo se puso en rojo y Jo aprovechó para sacar papel y lápiz de su bolso y preguntó:

—¿Sabes cuándo Audrey rueda con Gary Cooper… y él habla un inglés raro?

—Era un auténtico cowboy. Venía de Montana. No decía
yes
o
no
, decía
yup
y
nope.
Ese hombre que ha hecho soñar a millones de mujeres hablaba como un granjero. Y, sin intención de decepcionarte, era más bien soso.

—El dice también:
«Am only in film because ah have a family and we all like to eat!».
¿Cómo traducirías eso en lenguaje cowboy, precisamente…?

Shirley se rascó la cabeza y metió una marcha. Dio un volantazo a la derecha, otro a la izquierda y consiguió, tras insultar a dos o tres automovilistas, salir del atasco.

—Podrías poner: «Yo hago pelis pa dar de come a mi familia, que todos tienen buen saque…». Algo así. Mira en el plano si puedo girar a la izquierda, porque todo está atascado.

—Puedes, pero luego tendrás que volver a girar a la izquierda.

—Giraré a la izquierda. Es el lado del corazón, mi lado.

Joséphine sonrió. La vida se transformaba en centrifugadora con Shirley. Nunca se detenía en las apariencias, las convenciones, los prejuicios. Sabía exactamente lo que quería; iba derecha al grano. La vida según Shirley era sencilla. A veces se sorprendía de la forma en la que educaba a Gary. Hablaba a su hijo como si fuese un adulto. No le ocultaba nada. Le había dicho a Gary que su padre se había volatilizado cuando nació, le había dicho también que, el día que se lo pidiese, le daría su nombre para que lo buscase si quería. Había añadido que estuvo locamente enamorada de su padre, que había sido un niño deseado, amado. Que la vida era muy dura para los hombres de hoy en día, que las mujeres les exigían mucho y que no siempre tenían las espaldas lo suficientemente anchas para cargar con todo. Entonces, a veces, preferían darse a la fuga. Eso parecía haberle bastado a Gary.

Durante las vacaciones, Shirley se iba a Escocia. Quería que Gary conociese el país de sus antepasados, que hablara inglés, que conociese otra cultura. Ese año, cuando volvieron, Shirley estaba sombría y huraña. Se le había escapado esta reflexión: «El año que viene iremos a otra parte…». Después no volvió a mencionarlo.

—¿En qué piensas? —preguntó Shirley.

—Pienso en tu lado misterioso, en todo lo que no sé de ti.

—¡Mejor! Saberlo todo del otro es aburrido.

—Tienes razón… Sin embargo, a veces me gustaría ser vieja porque pienso que entonces sabría exactamente quién soy yo.

—En mi opinión, y sólo es una opinión, tu misterio reside en la infancia. Hay algo que pasó que te ha bloqueado. Me pregunto por qué te haces tan poco caso a ti misma, por qué tienes tan poca seguridad…

—Figúrate, yo también me lo pregunto.

—¡Haces muy bien! Eso es un principio. La pregunta es la primera pieza del puzle a colocar. Hay gente que nunca se hace ninguna pregunta, que vive con los ojos cerrados y que nunca encuentra nada.

—No es tu caso.

—No… Y va a ser cada vez menos el tuyo. Hasta ahora te habías atrincherado en tu matrimonio, en tus estudios, pero estás empezando a sacar la nariz fuera y van a pasar cosas ¡ya verás! Cuando empezamos a movernos, empezamos también a remover la vida a nuestro alrededor. Y no te vas a librar. ¿Nos queda mucho?

A las cuatro en punto, avistaron la puerta de la empresa Parnell Traiteur. Shirley aparcó en el vado, impidiendo la entrada y salida de vehículos.

—Quédate en el coche y muévelo si molesta, ¿vale? Yo voy a hacer la entrega.

Joséphine asintió. Se colocó en el asiento del conductor y contempló a Shirley hacer juegos malabares con las cajas de pasteles. Las colocaba con el hombro, las apilaba bajo el mentón, las sostenía con los brazos y avanzaba a grandes zancadas. De espaldas parecía un auténtico hombre. Llevaba un peto de trabajo y una chaqueta gruesa. Pero sólo tenía que darse la vuelta para convertirse en Urna Thurman o Ingrid Bergman, una de esas rubias altas, cuadradas, la sonrisa franca, la piel clara y los ojos rasgados como los de un gato.

Volvió dando brincos y besó las dos mejillas de Jo.

—¡Pasta! ¡Pasta! ¡Voy a poder salir a flote! Me toca bastante las narices este cliente, pero me paga bien. ¿Vamos a la cafetería y nos premiamos con una cervecita?

A la vuelta, mientras se dejaban arrullar por el traqueteo de la furgoneta, y Joséphine pensaba en el esquema de su conferencia, una silueta que cruzaba frente a ella la sacó de sus pensamientos.

—¡Mira! —gritó Jo agarrando a Shirley por la manga—. Allí delante.

Un hombre en parka, con media melena castaña, las manos en los bolsillos, cruzaba sin prisas.

—No puede decirse que sea nervioso. ¿Le conoces?

—¡Es él, el hombre de la biblioteca! Ese… ya sabes… mira qué guapo e indolente.

—Como indolente, sí, es indolente.

—¡Qué presencia! Está aún más guapo que en la biblioteca.

Joséphine se echó hacia atrás en su asiento por miedo a que él la viese. Después, sin poder aguantar, se acercó y pegó la nariz al parabrisas. El chico de la parka se había vuelto y hacía grandes gestos mostrando el semáforo que iba a pasar a verde.

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