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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Los ojos amarillos de los cocodrilos (11 page)

—Ven aquí, querida, para que hablemos las dos —le dijo llevándosela a un sofá, al fondo del salón.

Iris se unió inmediatamente a ellas.

—Bueno querida —atacó Henriette Grobz—, ¿qué piensas hacer ahora?

—Continuar… —respondió Joséphine con obstinación.

—¿Continuar? —preguntó Henriette Grobz sorprendida—. ¿Continuar qué?

—Pues… eh… Continuar con mi vida…

—En serio, querida…

Cuando su madre la llamaba «querida», la cosa se ponía fea. La piedad, el sermón, la condescendencia iban a sucederse como los cuplés de una cantinela gastada.

—En fin… ¡Eso no es asunto tuyo! —balbuceó—. Es problema mío.

Joséphine había dado a su respuesta, demasiado rápida para controlarla, un tono agresivo al que no estaba acostumbrada la autora de sus días, que se ensombreció inmediatamente.

—¡Así es como me contestas! —replicó Henriette Grobz alterada.

—¿Qué has decidido? —retomó Iris con su voz dulce y envolvente.

—He decidido arreglármelas completamente sola —respondió Joséphine de una forma más brusca de lo que hubiese querido.

—¡Ah! Resulta realmente ingrato rechazar la ayuda que se te propone —dijo Henriette Grobz afectada.

—Quizás, pero así son las cosas. No quiero que se hable más de ello, ¿de acuerdo?

Su voz había ido aumentando de volumen y el final de su frase se convirtió en un grito agudo que desentonó en la atmósfera acolchada de aquella velada tranquila.

Vaya, vaya, ¿qué es ese jaleo?, pensó Chef aguzando el oído. ¡Se me esconde todo! En verdad soy el último mono en esta familia. Abandonó como si nada el periódico sobre la mesa baja para acercarse al sitio en el que se sentaban las tres mujeres.

—¿Arreglártelas cómo?

—Trabajando, dando clases particulares… ¡yo qué sé! Por el momento estoy saliendo, creedme, ya es bastante duro así. Todavía no me he repuesto, creo.

Iris miró a su hermana y admiró su coraje.

—Iris —preguntó su madre—, ¿tú qué piensas?

—Jo, tiene razón, todo está aún muy reciente. Dejémosla reponerse antes de preguntarle lo que piensa hacer.

—Gracias, Iris… —suspiró Joséphine, que se atrevió a pensar que la tormenta había pasado.

Pero no había contado con la obstinación de su señora madre.

—Yo, cuando me encontré sola para educaros, me remangué y me puse a trabajar, trabajar…

—¡Pero si yo trabajo, mamá, trabajo! Pareces olvidarlo siempre.

—A eso no lo llamo yo trabajar.

—¿Porque no tengo despacho, jefe ni cheques restaurante? ¿Porque no se parece a nada de lo que tú conoces? Yo me gano la vida, lo quieras o no.

—¡Un sueldo de miseria!

—Me gustaría saber cuánto ganabas con Chef cuando empezaste. No debía de ser más.

—No me hables en ese tono, Joséphine.

Chef, excitado, se incorporó. Cojones, amenaza tormenta, se dijo. La velada empezaba a ser, por fin, divertida. La marquesita iba a enganchar sus mejores caballos, apilar mentira tras mentira, rebuscar en su memoria y exhibir la vieja imagen de viuda piadosa y madre protectora que se había sacrificado por sus hijas. Se sabía el numerito de víctima de memoria.

—Cierto que fue duro. Que nos apretamos el cinturón, pero mis cualidades hicieron que Chef me promocionase enseguida… y pude hacer frente…

Se pavoneaba aún emocionada por aquella victoria increíble ante la adversidad, y una imagen se impuso sobre su discurso: la de una mujer hermosa, alta, heroica, haciendo frente al fuerte oleaje como un mascarón de proa, arrastrando a las dos huérfanas de nariz enrojecida por el llanto. Había sido mérito suyo el haber sabido educar, sola, a sus dos hijas, su Marsellesa, su Legión de Honor.

Pudiste hacer frente porque yo te pasaba sobres llenos de billetes con pretextos absurdos, y que tú hacías como si no te dieses cuenta para no tener que agradecérmelo, pensó Chef mojando su índice para pasar la página de su periódico. Pudiste hacer frente porque eras pérfida de nacimiento, más fría y sin piedad que la más materialista de las putas. Pero ya me tenías enganchado, y yo hubiese hecho cualquier cosa para gustarte, para ayudarte.

—… Y que inmediatamente fue reconocido mi trabajo por todos, incluida la competencia de Chef, que quiso conservarme a cualquier precio…

Tenía tantas ganas de seducirte que te habría propuesto un salario de director general sin que tuvieses que pedírmelo. Te hice creer que todos te querían para que aceptases el dinero que te daba sin ofenderte. ¡Qué tonto fui, pero qué tonto! ¡Tonto hasta decir basta! Y hoy te haces la virtuosa. ¿Por qué no le dices a tu hija cómo me sedujiste? ¿Cómo me dabas de comer en la palma de tu mano? Creía ser un marido y me he convertido en un sirviente. Te supliqué que me dieses un hijo y te echaste a reír en mis narices. ¡Un hijo! ¡Un pequeño Grobz! Tu boca vomitaba mi nombre como si ya estuvieses abortando. ¡Te reías! ¡Y eres tan fea cuando te ríes, tan fea! ¡Cuéntales eso también! ¡Diles la verdad! ¡Que lo sepan! ¡Que los hombres son niños grandes! ¡Que los llevan de acá para allá agitando una zanahoria! ¡Que marchan como un pelotón de soldados! De hecho, debería desconfiar de Bomboncito… Esa historia de Chaval no me gusta mucho.

—Haré como tú. Trabajaré. Y me las arreglaré sola.

—¡No estás sola, Joséphine! Tienes dos hijas, te lo recuerdo.

—No hace falta que me lo recuerdes. Lo sé. Lo sé muy bien.

Iris escuchaba esa conversación y pensaba que, quizás muy pronto, se encontraría en la misma situación. Si Philippe se llenara de valor insensato, reclamaría su libertad… Le imaginó de repente disfrazado de mosquetero intrépido y la idea le hizo sonreír. ¡No! Ambos estaban atrapados en la misma red, en la de la respetabilidad. No tenía nada que temer. ¿Por qué temía siempre que el cielo se desplomara sobre su cabeza?

—Me parece que estás en las nubes, Joséphine. Siempre he pensado que eras demasiado ingenua para la vida de hoy en día. Demasiado débil, mi pobre hija.

Entonces Joséphine enrojeció. Años y años de ese tono lacrimógeno empleado con ella se dispararon de pronto como balas que le alcanzan el corazón, y estalló.

—¡No me jodas, mamá! ¡No me jodas con tu discurso benefactor! ¡Ya no lo aguanto más! ¿Te crees que me trago tus historias edificantes de viuda meritoria? ¿Te crees que no sé lo que hiciste con Chef? ¿Que no he adivinado tus maniobras rastreras? ¡Te casaste con Chef por su dinero! ¡Así fue cómo te las arreglaste, y no de otra forma! No porque fueses valerosa, trabajadora y meritoria. Así que no me des lecciones. Si Chef hubiese sido pobre, ni le habrías mirado. Habrías encontrado a otro. Nunca me he chupado el dedo, ya ves. Yo lo habría aceptado, habría entendido que lo hacías por nosotras, lo habría encontrado incluso hermoso y generoso si no te hubieses hecho siempre la víctima, si no hubieses empleado ese tono condescendiente cuando te diriges a mí como si fuese una fracasada, una despreciable… Ya no aguanto más tu hipocresía, ya no aguanto más tus mentiras, ya no aguanto tus brazos en cruz, tu sacrificio… Esa forma de darme lecciones en cada momento, ¡mientras que tú te has limitado a ejercer el oficio más viejo del mundo!

Y después, volviéndose hacia Chef, que escuchaba ya sin disimular:

—Lo siento, Chef…

Y ante la franca figura con la boca abierta de la que ella percibía el ridículo pero también, de pronto, toda la bondad y la generosidad, se sintió llena de remordimientos y sólo supo repetir.

—Lo siento, lo siento… No quería hacerte daño.

—No te preocupes, mi pequeña Jo, no me he caído de un guindo.

Joséphine enrojeció. Hubiese querido ahorrarle la escena, pero no había podido controlarse.

—¡Me salió de golpe!

Enunció esa evidencia mientras su madre, muda y lívida, se había dejado caer en el sofá y se abanicaba con una mano, amenazando con desmayarse con la finalidad de atraer la atención sobre ella.

Joséphine le lanzó una mirada exasperada. Pronto pediría un vaso de agua, se incorporaría, pediría que le pusiesen un cojín en la espalda, empezaría a gemir, a temblar, a lanzarle una mirada oscura, asesina y desfilarían los subtítulos que se sabía de memoria: «Después de todo lo que he hecho por ti, tratarme así, no sé cómo podré perdonarte, si es mi muerte lo que quieres, no tendrás que esperar mucho, prefiero morir a soportar una hija como tú…». Sabía de maravilla cómo crear un sentimiento de culpabilidad atroz en el otro con el fin de tenerlo a sus pies pidiendo perdón por haber osado contradecirla, enfrentarse a ella. Joséphine se lo había visto hacer, primero, con su padre y, después, con su padrastro.

Por un instante pensó en abandonar el gran salón para ir a reponerse a la cocina con Carmen. Echarse un poco de agua en lacara y pedirle una aspirina. Estaba agotada. Agotada pero… feliz, había osado ser ella misma, Joséphine, esa mujer que no conocía muy bien, con la que convivía desde hacía cuarenta años sin prestarla realmente atención, pero ante la que se moría de ganas, ahora, de conocerla. Era la primera vez que esa mujer se enfrentaba a su madre, la primera vez que le levantaba la voz, que se atrevía a decir lo que pensaba. La forma no había sido muy elegante, un poco grosera, un poco embrollada, lo reconocía, pero en el fondo le había encantado. Así que, por esa mujer, antes de dejar la habitación, decidió dar el golpe de gracia y, enfrentándose a su madre que gemía en el sofá, añadió con una voz suave pero segura:

—¡Ah! Lo olvidaba, mamá… no te pediré nada, ni un sólo céntimo ni el menor consejo. Voy a arreglármelas sola, completamente sola, ¡aunque nos muramos mis hijas y yo! Escúchame bien, hoy te voy a hacer una promesa: ¡nunca, nunca más seré el pajarito perdido al borde del camino al que tú des lecciones y pongas en el buen camino! Porque ¿sabes qué? Soy una mujer, madura y responsable, y te lo voy a demostrar.

Debería tener cuidado: no podía dejar de hablar.

Henriette Grobz apartó violentamente la cabeza como si la vista de su hija le fuese insoportable y emitió algunos gruñidos que decían ¡que se vaya! ¡Que se vaya! ¡No puedo más! Me quiero morir…

Joséphine, divertida por lo previsible de las reacciones de su madre, se encogió de hombros y salió del salón. Cuando empujó la puerta, oyó un pequeño grito, era Hortense que escuchaba, con la oreja pegada a la puerta que había abierto.

—¿Qué haces aquí, hija?

—¡Estamos buenos! —le contestó—. ¿Ya has montado tu numerito? Ahora te sentirás mejor, espero.

Joséphine prefirió no responder y se refugió en la primera habitación al lado del salón. Era el despacho de Philippe Dupin. No lo vio enseguida pero escuchó su voz. Estaba de pie, en parte ocultado por las pesadas cortinas de terciopelo rojo bordadas de pasamanería, y hablaba en voz baja con el teléfono pegado al oído.

—¡Oh, perdón! —dijo ella cerrando la puerta tras de sí.

Él se interrumpió inmediatamente. Ella le oyó decir «te llamaré luego», y colgó.

—No quería molestarte…

—Ha sido un poco más largo de lo que pensaba…

—Quería solo descansar un poco… lejos de…

Se secó la frente cubierta por un ligero sudor y colocó un pie tras otro esperando a que la invitase a sentarse. No quería fastidiarle, pero tampoco quería volver al gran salón. El la contempló un momento preguntándose lo que convenía decir y cómo debía enlazar la conversación que acababa de dejar con esa mujer, incompetente, farfullante, que le contemplaba esperando algo de él. Siempre se sentía torpe ante la gente que esperaba algo de él. Le repugnaba. Era incapaz de sentir la menor empatía cuando le obligaban o se la mendigaban. La menor irrupción en su intimidad le volvía frío y colérico. Joséphine le inspiraba piedad. Y sentir piedad le daba asco. Claro que se decía que había que ser amable, ayudarla, pero sólo quería una cosa: quitársela de encima lo antes posible. De pronto, tuvo una idea.

—Dime Joséphine, ¿hablas inglés?

—¿Que si hablo inglés? ¡Claro que sí! Inglés, ruso y español.

Aliviada de que por fin se dirigiese a ella, que le hiciese una pregunta personal, había usado una vocecita aflautada para recitar sus habilidades. Tosió y se recuperó. Había presumido de manera evidente. No estaba acostumbrada a ensalzarse, pero la cólera, esa noche, había acabado con sus inhibiciones.

—He oído decir a Iris que…

—¡Ah! ¿Te lo ha contado?

—Podría encontrarte un trabajo para que ganases algo de dinero. Se trataría de traducir contratos importantes, contratos de negocios. ¡Oh, muy aburrido! Pero no está mal pagado. Teníamos en el gabinete una colaboradora que se encargaba de ello, pero acaba de marcharse. ¿Has dicho ruso? ¿Lo hablas suficientemente bien como para conocer las sutilezas del lenguaje de los negocios?

—Lo hablo bastante bien, sí…

—Podríamos ver eso juntos. Te pediría que hicieses una prueba…

Philippe Dupin permaneció un largo rato en silencio. Joséphine no osaba interrumpirlo. Ese hombre tan perfecto la intimidaba y, sin embargo, de forma extraña, nunca le había parecido tan humano. El móvil de Philippe volvió a sonar y no respondió. Joséphine se lo agradeció.

—La única cosa que te pido, Joséphine, es no decírselo a nadie. Absolutamente a nadie… Ni a tu madre ni a tu hermana ni a tu marido. Preferiría que todo esto quedase entre nosotros. Entre nosotros dos, quiero decir.

—A mí también me gustaría —suspiró Joséphine—. Estoy harta, sabes, de tener que justificarme todo el tiempo ante toda esa gente que piensa que soy blandengue y lela…

Las palabras «blandengue» y «lela» le hicieron sonreír, y la tensión desapareció de golpe. Ella no se equivoca, pensó él. Hay algo de insípida en ella. Son exactamente las palabras que yo emplearía para describirla. Sintió de pronto una oleada de simpatía hacia esa cuñadita torpe pero enternecedora.

—Te aprecio mucho, Jo. Y también te estimo mucho. ¡No te sonrojes! Me pareces muy valiente, muy buena…

—A falta de ser bella y enigmática como Iris…

—Es cierto que Iris es guapa, pero tú tienes otra clase de belleza…

—¡Oh, Philippe, para! Me voy a echar a llorar… Me siento frágil en este momento. Si supieses lo que acabo de hacer…

—Antoine se ha ido, ¿es eso?

No es eso en lo que ella estaba pensando, pero sí, ahora lo recordaba: Antoine se había ido. Contestó:

—Sí…

—Son cosas que pasan…

—Sí —profirió Joséphine con una sonrisa—, ya ves, en mi desgracia, ni siquiera tengo el consuelo de la originalidad.

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