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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Los ojos amarillos de los cocodrilos (6 page)

—¿Cómo puedes decir eso?

—Porque no conseguirás que confunda amor propio y amor. Estás molesta, no herida…

Bérengère comprimió la miga de pan con su índice derecho, la aplastó con un golpe seco y después la enrolló hasta que se convirtió en una larga serpiente que ennegrecía el mantel blanco; después, levantando bruscamente la cabeza, lanzó una mirada de hembra herida a su amiga, que se había inclinado para coger el teléfono que sonaba en su bolso.

Bérengère dudó entre derramar lágrimas por su destino o defenderse. Iris soltó el aparato que había dejado de sonar y le lanzó una mirada irónica. Bérengère eligió responder. Mientras se dirigía a esa comida, se había prometido no decir nada, preservar a su amiga del rumor persistente que corría por París. Pero Iris acababa de herirla con tal desenvoltura, tanto desprecio que no le dejaba otra opción: tenía que golpear. ¡Venganza! ¡Venganza!, gritaba todo su ser. Después de todo, se dijo para terminar de convencerse, es mejor que lo sepa por mí. Todo París habla de ello, y ella no se ha enterado.

No era la primera vez que Iris la hería. Incluso cada vez era más frecuente. Bérengère no soportaba la crueldad indolente de Iris, que soltaba las cuatro verdades como quien suelta la regla de tres a un mal estudiante. Ella había perdido a su amante, cierto, y su marido la aburría, desde luego, sus cuatro hijos eran una enojosa carga, le encantaban los chismes y las calumnias, algo evidente, pero rechazaba el dejarse acosar sin protestar. Decidió, sin embargo, tomarse su tiempo antes de lanzar la primera flecha, puso los codos sobre la mesa, el mentón sobre sus manos y con una sonrisa remarcó:

—No es muy amable eso que acabas de decir.

—No es muy amable pero es estrictamente cierto, ¿no? ¿Quieres que disimule, que te mienta? ¿Que llore por ti también?

Hablaba con voz monocorde y cansina. Bérengère atacó, melosa.

—No todo el mundo puede tener como tú, un marido guapo, amable y rico. Si Jacques se pareciese a Philippe, no tendría ningunas ganas de irme con otros. Sería fiel, hermosa, buena… ¡Y serena!

—La serenidad no engendra deseo, deberías saberlo. Son dos nociones completamente ajenas la una a la otra. Se puede ser serena con el marido y ardiente con el amante…

—¡Ah! ¿Es que tienes un amante?

La sorpresa provocada por la respuesta de Iris había precipitado la pregunta cruda y directa de Bérengère. Iris la miró a la cara, sorprendida. Bérengère solía ser más sutil. Estaba tan sorprendida que se echó hacia atrás en la silla y respondió:

—¿Y por qué no?

En una fracción de segundo, Bérengère se estiró y se inclinó hacia Iris con los ojos convertidos en dos rendijas ardientes de curiosidad; sus labios se contrajeron, dispuestos a degustar el divino cotilleo. Iris la miró y se dio cuenta de que un extremo de la boca se levantaba sobre el lado izquierdo. La mujer juzga sin piedad el físico de otra mujer, aunque sea su amiga. Nada se le escapa y busca en la otra los signos del declive que ella misma sufre. Iris había pensado siempre que esa mirada era el cimiento más sólido de la amistad femenina: ¿qué edad tiene? ¿más joven, más vieja? ¿por cuánto? Todos esos cálculos rápidos, furtivos, hechos y vueltos a hacer entre dos bocados, dos comentarios, para consolarse o por el contrario desesperarse, establecen connivencias silenciosas y solidaridades tácitas.


¿
Te has operado los labios?

—No… pero dime… dime.

Bérengère no podía esperar más, suplicaba, casi pataleaba, toda ella parecía decir: soy tu mejor amiga, me debes la exclusividad de la noticia. Esa impaciencia provocó cierta repugnancia en Iris, que intentó disiparla pensando en otra cosa. Su mirada cayó sobre el arco de la boca, hinchado en un lado.

—Y entonces ¿qué es ese pliegue?

Puso el dedo en la comisura izquierda de los labios de Bérengère y golpeó el pequeño montículo. Bérengère, molesta, sacudió la cabeza para liberarse.

—Te juro que te hace rara, ahí, a la izquierda, tienes el labio hinchado. ¿O es la curiosidad la que te deforma la boca? ¿Tanto te aburres como para agarrar el más pequeño chisme y devorarlo?

—¡Deja de ser malvada!

—No te preocupes, en eso nunca te llegaré a la suela de los zapatos.

Bérengère se dejó caer sobre el respaldo de la silla y miró hacia la puerta de entrada, con aire desenvuelto. El restaurante estaba a rebosar de gente, pero no había ni una cara conocida. Poder ponerle nombre a una cabellera o a un perfil la tranquilizaba, pero ese día no encontraba ningún nombre que echarse a la boca de su curiosidad. «¿Soy yo o es que este sitio ha pasado de moda?», se preguntó presionando los brazos de la silla cuyo respaldo le martirizaba la espalda.

—Comprendería perfectamente que necesitases… compañía. Llevas mucho tiempo casada… El deseo no resiste al lavado de dientes matinal codo con codo en el cuarto de baño.

—No te equivoques, nuestros codos fornican aún bastante a menudo.

Bérengère se encogió de hombros.

—Imposible… No después de tantos años de matrimonio.

Y pensó, ¡no después de lo que me acabo de enterar!

Dudó un instante y después, con una voz ronca y sorda que intrigó a Iris, añadió:

—¿Sabes lo que se murmura en París a propósito de tu marido?

—No me creo nada.

—Yo, de hecho, tampoco. ¡Es terrible!

Bérengère sacudió la cabeza como si no pudiera creérselo. Sacudió la cabeza para alargar un poco más el tiempo y la espera de su amiga. Sacudió la cabeza, por fin, para saborear una vez más la dulzura del veneno que destilaba. Frente a ella, Iris no rechistaba. Sus largos dedos de uñas rojas jugaban con el pliegue del mantel blanco, y esa era la única manifestación que podía parecerse a la impaciencia. A Bérengère le hubiese gustado que Iris la acosara, pero recordó que esa no era para nada la forma de ser de su amiga. La gran fuerza de Iris residía en aquella inercia que rayaba en la indiferencia absoluta, como si nada, nunca, pudiese alcanzarla.

—Se dice… ¿quieres saberlo?

—Si eso te divierte.

Había en los ojos de Bérengère un brillo de felicidad contenida a punto de estallar. Debía de ser serio, pensó Iris, no se pondría en ese estado por un rumor sin importancia. Y decir que pretende ser mi amiga. ¿En qué cama va a meter a Philippe? Philippe es un hombre al que las mujeres constantemente hacen guiños: hermoso, brillante, forrado. Los tres pilares, según Bérengère. Pelmazo, también, añadió Iris mientras jugaba con el cuchillo. Pero hay que vivir con él para saberlo. Y ella era la única que compartía la somnolienta vida cotidiana de ese marido tan codiciado. Resulta gracioso, esa amistad que consiste en no tratar bien a la persona que se quiere, sino en localizar el lugar más doloroso en donde hundir la estaca mortal.

Se conocían desde hacía mucho tiempo. Intimidad cruel entre dos mujeres que se juzgaban sin poder pasar la una sin la otra. Amistad a veces malhumorada y otras veces tierna, en la que cada una se medía con la otra, dispuesta a morder o a curar la herida. Según el estado de ánimo. Y la importancia del peligro. Ya que, se decía Iris, si me pasara algo grave, Bérengère estaría a mi lado. Rivales mientras tuviesen garras y dientes para morder, unidas si una de ellas empezara a tambalearse.

—¿Quieres saberlo?

—Me espero lo peor —articuló Iris con una sonrisa divertida.

—Bueno, sabes, seguramente es una tontería…

—Date prisa, o pronto me habré olvidado de quién hablamos y será mucho menos divertido.

Cuanto más tardaba en hablar Bérengère, más molesta se sentía Iris, pues esa precaución oratoria significaba, sin duda alguna, que la información valía su peso en oro. Si no Bérengère la habría soltado sin dudar, echándose a reír ante la enormidad de la falsa noticia. Pero se estaba tomando su tiempo.

—Se dice que Philippe tiene una relación seria y… especial. Me lo ha dicho Agnés.

—¡Esa arpía! ¿Todavía sigues viéndola?

—Me llama de vez en cuando…

Hablaban por teléfono todas las mañanas.

—Pero si no dice más que tonterías.

—Si hay alguien bien informado, esa es ella.

—¿Puedo saber con quién retoza Philippe?

—Eso es lo que más duele.

—¿Y donde se convierte en algo serio?

La cara de Bérengère se arrugó como el morro de un pequinés disgustado.

—Serio hasta el punto de…

Bérengère asintió con la cabeza.

—Y por esa razón has tenido la deferencia de avisarme.

—De todas formas te hubieses enterado y, en mi opinión, es mejor que estés preparada para enfrentarte…

Iris estrechó sus brazos contra su pecho y esperó.

—Tráigame la cuenta, pidió al camarero que pasaba cerca de su mesa.

Iba a invitar, imperial y magnánima. Le gustaba la elegancia glacial de André Chénier subiendo al cadalso y marcando la página del libro que estaba leyendo.

Pagó y esperó.

Bérengère se retorcía de disgusto. Le hubiese gustado borrar sus palabras. Se arrepentía de haberse dejado llevar por el chismorreo. Su placer había durado poco, pero preveía que haría falta mucho tiempo para borrar los daños. Era más fuerte que ella: tenía que escupir el veneno. Le encantaba hacer daño. A veces prometía resistirse, no calumniar. Se esforzaba por retener su lengua. Podía cronometrar su tiempo de resistencia. Como los buceadores de apnea. No aguantaba mucho.

—Oh, Iris, lo siento… No tendría que… Me odio a mí misma.

—¿No crees que es un poco tarde? —respondió Iris, glacial, mirando su reloj. Lo siento pero, si quieres seguir jugando a alargarlo, no voy a poder esperar mucho tiempo.

—Bueno, ahí va… Se dice que sale con… un… un…

Bérengère la miraba fijamente, desesperada.

—Un… un…

—¡Bérengère, deja de tartamudear! ¿Un qué?

—Un joven abogado que trabaja con él… —soltó Bérengère a toda velocidad.

Hubo un instante de silencio y después Iris miró de arriba abajo a Bérengère.

—Es original —dijo con una voz que se esforzó en mantener neutra—. No me lo esperaba… Te lo agradezco, gracias a ti voy a ser un poco menos estúpida.

Se levantó, agarró el bolso, se puso los guantes rosas de ganchillo muy fino, hundiendo cada dedo como si cada intervalo correspondiera a uno de sus pensamientos, y después, recordando quién se los había regalado, se los quitó y los dejó sobre la mesa delante de Bérengère.

Y salió.

No había olvidado ni la letra del pasillo ni el número de la plaza de aparcamiento y se metió en el coche. Permaneció allí un momento. Recta por educación, envarada por orgullo e inmóvil, atravesada por un dolor que aún no sentía pero que adivinaba inminente. No sufría, estaba perdida. Dispersa en mil trozos, como si una bomba hubiese explotado dentro de ella. Permaneció diez minutos sin moverse. Sin pensar. Insensible. Preguntándose qué era lo que realmente había que pensar, qué era lo que realmente sentía. Al cabo de diez minutos, sintió, extrañada, cómo su nariz se estremecía, su boca temblaba y dos gruesas lágrimas brillaban en el ángulo de sus grandes ojos azules. Las secó, resopló y arrancó el motor.

* * *

Marcel Grobz extendió el brazo por la cama para atraer hacia él el cuerpo de su amante, que se había separado con un vigoroso movimiento de caderas dándole la espalda de forma ostensible.

—Déjalo, bomboncito, no te enfurruñes. Sabes bien que no lo soporto.

—Te hablo de algo superimportante y no me escuchas.

—Que sí… Que sí… Venga, vamos… Te prometo que te escucho.

Josiane Lambert se relajó e hizo rodar su salto de cama en bordado malva y rosa contra el majestuoso cuerpo de su amante. Su amplio vientre se desbordaba de sus caderas, el vello rojo ornaba su pecho y una mata de pelo rubio rojizo coronaba su calva cabeza. Marcel, no era un jovencito, pero sus ojos de un azul vivo, despiertos, penetrantes, lo rejuvenecían considerablemente. «Tus ojos tienen veinte años», le susurraba Josiane al oído después de hacer el amor.

—Muévete, coges todo el sitio. Has engordado, ¡estás lleno de grasa! —le dijo ella pellizcándole la cintura.

—Demasiadas comidas de negocios en este momento. Son tiempos duros. Hay que convencer, y para convencer hay que adormecer la desconfianza del otro, hacerle comer y beber… ¡comer y beber!

—¡Bueno! Te voy a servir una copa y así me escucharás.

—¡Quédate aquí, bomboncito! Venga… te escucho. ¡Vamos!

—Bueno, entonces…

Había plegado la sábana por debajo de sus grandes senos blancos marcados por sus venas de un delicado violeta, y a Marcel le costaba separar la vista de aquellas dos esferas que había chupado ávidamente segundos antes.

—Hay que contratar a Chaval, darle responsabilidades e importancia.

—¿Bruno Chaval?

—Sí.

—¿Y por qué? ¿Estás enamorada de él?

Josiane Lambert soltó esa risa profunda y ronca que le volvía loco, y su mentón desapareció en tres collarines de grasa alrededor del cuello que se pusieron a temblar como gelatina inglesa.

—¡Ummmmm! Cómo me gusta tu cuello… —gruñó Marcel Grobz hundiendo su nariz en uno de los círculos flácidos del cuello de su amante—. ¿Sabes lo que le dice un vampiro a la mujer a la que acaba de morder?

—Ni idea —respondió Josiane, que tenía más interés en no perder el hilo de su razonamiento y soportaba mal las interrupciones.

—Te lo agradezcuello.

—¿Te lo agradezco qué?

—Te lo agradez… cuello.

—¡Ah, qué gracioso! ¡Pero que muy gracioso! ¿Has terminado ya con tus jueguecitos de palabras y tus chistes? ¿Puedo hablar?

Marcel Grobz puso cara de arrepentido.

—No lo haré más, bombón cito.

—Como te iba diciendo…

Y como su amante volvía a hundirse una vez más en uno de los numerosos pliegues de su voluptuoso cuerpo:

—Marcel, si continúas me voy a poner en huelga. ¡Te prohíbo tocarme en cuarenta días y cuarenta noches! Y esta vez te prometo que lo cumplo.

La última vez, él, para romper la cuarentena, tuvo que regalarle un collar de treinta y una perlas cultivadas de los mares del sur, un broche cubierto de diamantes y una montura de platino. «Con certificado —había exigido Josiane—, sólo así me rendiré y te dejaré poner tus zarpas sobre mí».

A Marcel Grobz le volvía loco el cuerpo de Josiane Lambert.

A Marcel Grobz le volvía loco el cerebro de Josiane Lambert.

A Marcel Grobz le volvía loco el sentido común campesino de Josiane Lambert.

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