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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Los ojos amarillos de los cocodrilos (3 page)

El timbre del teléfono la arrancó de su desesperación. Suspiró y descolgó, tragándose las lágrimas.

—¿Eres tú, cariño?

Era Iris, su hermana mayor. Hablaba siempre con voz alegre y placentera, como si fuera la encargada de anunciar las ofertas del supermercado. Iris Dupin, cuarenta y cuatro años, alta, morena, delgada, de largos cabellos negros que se peinaba como si fueran un velo de novia perpetuo. Iris debía su nombre al color de los dos grandes lagos de intenso azul que le servían de ojos. Cuando eran pequeñas, la paraban en la calle. «¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!», repetían los paseantes al cruzarse con la mirada sombría, profunda, aureolada de violeta con un minúsculo brillo dorado. «¡Es increíble! ¡Ven a ver, querido! ¡Nunca has visto unos ojos como éstos!». Iris se dejaba contemplar hasta que, satisfecha y harta, cogía a su hermana de la mano murmurando entre dientes «¡Qué pandilla de pueblerinos! ¡Parece que nunca han salido de casa! ¡Hay que viajar, señores! ¡Hay que viajar!». Esta última frase hacía que Joséphine estallara de alegría y corriera como un helicóptero, con los brazos abiertos, girando sobre sí misma y riendo a gritos.

Iris, en su época, había lanzado todas las modas, cosechado todos los diplomas, seducido a todos los hombres. Iris no vivía, Iris no respiraba, Iris reinaba.

Con veinte años, se fue a estudiar a Estados Unidos, a Nueva York. A la Universidad de Columbia, Facultad de Cinematografía. Pasó allí seis años, terminó la primera de su promoción ex aequo y con la posibilidad de realizar un medio metraje de treinta minutos. Al final de cada curso, a los dos mejores estudiantes se les ofrecía un presupuesto para rodar una película. Iris había sido uno de ellos. El otro laureado, un joven húngaro, gigante tenebroso y rudo, había aprovechado la ceremonia de entrega de premios para besarla detrás del escenario. La anécdota había quedado grabada en los anales de la familia. El porvenir de Iris se inscribía en letras blancas en las colinas de Hollywood. Y un día, sin avisar, sin que nadie hubiese previsto esa posibilidad, Iris se había casado. Tenía apenas treinta años, volvía de Estados Unidos, donde había obtenido un premio en el Festival de Sundance, con un proyecto para realizar un largometraje del que se hablaba de maravilla. Ya contaba con el acuerdo de un productor cuando… Iris presentó su renuncia. Sin dar explicación alguna; nunca justificaba sus actos. Volvió a Francia y se casó.

Con velo blanco, ante el alcalde y el cura. El día de su boda, el salón del ayuntamiento estaba repleto. Hubo que añadir sillas y tolerar que algunos se encaramaran sobre el alféizar de las ventanas. Todos retenían el aliento, a la espera de que se arrancase el vestido y apareciese desnuda gritando: «¡Era una broma!». Como en una película.

Pero no ocurrió.

Parecía completamente prendida de él. De un tal Philippe Dupin, que ronroneaba dentro de su traje de chaqué. «¿Quién es? ¿Quién es?», preguntaban los invitados mirándole de reojo. Nadie le conocía. Iris contaba que se habían conocido en un avión y que fue
«love at first sight».
Un hombre guapo, ese Philippe Dupin. Manifiestamente guapo, a decir de las devoradoras miradas que las mujeres le lanzaban, ¡uno de los hombres más bellos en la faz de la Tierra! Dominaba entre la muchedumbre de amigos de su mujer con una suficiencia teñida de cierta actitud divertida. «Pero ¿a qué se dedica?». «Es un hombre de negocios». «¿Y por qué tanta prisa? ¿Crees que…?». Las lenguas se afilaban entre ellas como puñales, a falta de informaciones precisas. Los padres del novio se plantaron ante los asistentes con la misma actitud ligeramente altiva de su hijo, lo que parecía significar que creían que este cometía un error. Los invitados se marcharon derrotados. Iris ya no divertía a nadie. Ya no hacía soñar. Se había convertido en alguien terriblemente normal, y eso era, en su caso, de muy mal gusto. Algunos no volvieron a verla. Había caído y su corona no dejaba de rodar por tierra.

Iris declaró que todo aquello le importaba un rábano y decidió dedicarse en cuerpo y alma a su marido.

Philippe Dupin era un hombre colmado de certidumbres. Había fundado su propio gabinete de derecho internacional de negocios y después se había asociado a los nombres más grandes de los parqués de París, Milán, Nueva York y Londres. Era un abogado maquiavélico, al que sólo le gustaba defender los casos imposibles. Había triunfado y no podía entender que el resto del mundo no actuara como él. Su divisa era lapidaria: «Cuando se quiere, se puede». Articulaba esas palabras envarándose en su gran sillón de cuero negro, estirando los brazos y haciendo crujir sus falanges, mirando a su interlocutor como si entonara una verdad fundamental.

Ese espíritu había terminado por calar en Iris, que había tachado de su vocabulario las palabras duda, angustia e indecisión. Iris se había convertido, también, en una persona entusiasta y categórica. Los niños son obedientes y brillantes en el colegio, los maridos ganan dinero y mantienen a la familia, las mujeres se ocupan de la casa y de honrar a sus maridos. Iris seguía siendo guapa, despierta y seductora, alternaba las sesiones de masaje con las de jogging, peeling del rostro y tenis en el Racing. Era una mujer ociosa, cierto, pero «hay mujeres sobrepasadas por la ociosidad y otras que dominan la ociosidad. La ociosidad es un arte». Afirmaba. Resultaba evidente que ella se consideraba de esa última clase y sentía el más profundo desprecio por las ociosas desbordadas.

Debo pertenecer a otro mundo, pensaba Joséphine mientras escuchaba la chachara imparable de su hermana, que abordaba ahora el tema de su madre.

Un martes de cada dos, Iris recibía a su madre para cenar, y esa noche tocaba mimar a la progenitora. La regla de esas cenas de familia eran la felicidad y la sonrisa. Inútil decir que Antoine se preocupaba, con cierto éxito, de evitarlas, y encontraba siempre una buena excusa para ausentarse. No soportaba a Philippe Dupin, que se creía obligado a poner subtítulos cuando se dirigía a él, «la COB, lo Comisión de Operaciones Bursátiles, Antoine», ni a Iris, que, cuando se dirigía a él, daba la impresión de hacerlo a un chicle pegado a la suela de sus sandalias. «Y cuando me saluda —se quejaba—, tengo la impresión de que me aspira con su sonrisa para catapultarme a otra dimensión». Iris, había que admitirlo, tenía a Antoine en muy baja estima. «Recuérdame en qué trabaja tu marido», era su frase favorita: «Todavía nada, todavía nada. Bueno… ¡Así que el tema no se ha solucionado! Habría que preguntarse cómo podría solucionarse, tantas pretensiones con tan pocos medios», todo es artificial con mi hermana, se dijo Joséphine apoyando el auricular en el hombro, cuando Iris siente un brote de simpatía o de atracción hacia alguien, consulta el diccionario médico Vidal por si está enferma.

—¿Te pasa algo? —preguntó Iris—. Tienes una voz extraña hoy-Estoy resfriada…

—Ah, bueno, ya me parecía… Para mañana por la noche… La cena con nuestra madre. ¿La habías olvidado?

—¿Es mañana?

Se había olvidado por completo.

—Pero bueno, querida, ¿dónde tienes la cabeza?

Si tú supieras, pensó Joséphine, buscando con la mirada un papel de cocina con el que sonarse.

—¡Vuelve a este siglo y deja a tus trovadores! Eres demasiado despistada. ¿Vienes con tu marido o ha encontrado el modo de eclipsarse?

Joséphine sonrió con tristeza. Llamémoslo así, se dijo, eclipsarse, cambiar de aires, evaporarse, desaparecer como el humo. Antoine se estaba transformando en gas volátil.

—No irá.

—Bueno, habrá que encontrar una nueva excusa para nuestra madre. Ya sabes lo poco que aprecia sus ausencias…

—Francamente Iris, ¡si supieses lo poco que me importa!

—¡Eres demasiado buena con él! Yo le hubiese dado con la puerta en las narices hace mucho tiempo. En fin… Tú eres como eres, no hay quien te cambie, pobrecita mía.

Y ahora, la compasión. Joséphine suspiró. Desde que era niña, ella era Jo, el patito feo, la intelectual, un poco ingrata, siempre metida en sus oscuras tesis, sus palabras complicadas, las largas búsquedas en la biblioteca juntándose con otros cerebritos con granos. La que sacaba buenas notas pero no sabía hacerse un trazo de contorno de ojos. La que se torcía el tobillo bajando las escaleras porque estaba leyendo
La teoría de los climas
de Montesquieu o enchufaba la tostadora al grifo mientras escuchaba una emisión de France Culture sobre los cerezos en flor en Tokio. La que se pasaba la noche con la luz encendida, inmersa en sus apuntes, mientras que su hermana mayor salía, triunfaba, creaba y embrujaba. Iris por aquí, Iris por allá, ¡podría componer un aria de ópera!

Cuando Joséphine se licenció en letras clásicas, su madre le había preguntado cuáles eran sus planes. «¿Qué vas a hacer con eso, pobrecita mía? ¿Servir de tiro al blanco a los alumnos de algún liceo del extrarradio de París? ¿Para que te violen sobre la tapa de un contenedor de basura?». Y cuando continuó con sus estudios, redactando su tesis y artículos que se publicaban en revistas especializadas, sólo había encontrado preguntas y escepticismo. «"Auge económico y desarrollo social en la Francia de los siglos XI y XII". Hija mía, pero ¿cómo quieres que alguien se interese por eso? Harías mejor escribiendo una biografía picante de Ricardo Corazón de León o de Felipe Augusto, ¡eso interesaría a la gente! ¡Podrían hacer una película o una serie! ¡Rentabilizar todos esos años de estudios que he financiado con el sudor de mi frente!». Después lanzaba un silbido de víbora irritada por el lento reptar de su retoño, se encogía de hombros y suspiraba: «¿Cómo he podido traer al mundo a una hija así?». Su señora madre siempre se lo había preguntado. Desde que Joséphine había echado a andar. Su marido, Lucien Plissonnier, tenía por costumbre replicar: «Fue la cigüeña, que se equivocó de casa». Y ante el poco humor con el que se acogían sus intervenciones, había terminado por callar. Definitivamente. Un 13 de julio por la tarde se llevó la mano al pecho y tuvo tiempo de decir: «Es un poco pronto para hacer explotar los petardos» antes de expirar. Joséphine e Iris tenían diez y catorce años. El entierro había sido magnífico, y su señora madre había estado majestuosa. Había organizado hasta el último detalle: las flores blancas en grandes ramos depositadas sobre el féretro, una marcha fúnebre de Mozart, la elección de los textos leídos por cada uno de los miembros de la familia. Henriette Plissonnier se había puesto un velo idéntico al de Jackie Kennedy y pedido a sus hijas que besaran el féretro antes de que lo cubriesen de tierra.

También Joséphine se preguntaba cómo había podido pasar nueve meses en el vientre de esa mujer que decía ser su madre.

El día en el que había sido contratada por el CNRS —estaba entre los tres candidatos elegidos de los ciento veintitrés que optaban al puesto-y se había precipitado hasta el teléfono para anunciárselo a su madre y a Iris, se había visto obligada a repetirlo, a desgañitarse, pues ni la una ni la otra comprendían su entusiasmo. ¿CNRS? ¿Qué iba a hacer ella en aquel antro?

Tuvo que hacerse a la idea: ella no les interesaba en absoluto. Hacía tiempo que estaba convencida de ello, pero aquello fue la confirmación. Sólo su boda con Antoine las había estimulado. Al casarse, se hacía por fin inteligible. Dejaba de ser un genio desgarbado para convertirse en una mujer como las demás, con un corazón que conquistar, un vientre que fecundar, un piso a decorar.

Pronto, la señora madre e Iris se sintieron defraudadas: Antoine no daría nunca la talla. La raya de su pantalón estaba demasiado marcada —falta de encanto—, sus calcetines eran demasiado cortos —falta de clase—, su sueldo insuficiente y de procedencia dudosa —vender fusiles, ¡eso es una infamia!—y sobre todo, sobre todo, se sentía tan intimidado por su familia política que se ponía a sudar profusamente en su presencia. No una ligera sudoración que dibujara aureolas delicadas en sus axilas, sino un sudor abundante que empapaba su camisa y que le forzaba a ausentarse para enjuagarse. Un defecto manifiesto que no podía pasar desapercibido y que ponía a todo el mundo en una situación incómoda. Sólo le pasaba delante de su familia política. Nunca había sudado en Gunman and Co. Nunca. «Debe de ser porque te pasas la vida al aire libre —intentaba justificarle Joséphine mientras le tendía la camisa de recambio que llevaba a todas las reuniones familiares—. ¡Nunca podrías trabajar en un despacho!».

De pronto, Joséphine sintió un arrebato piadoso hacia Antoine y, olvidando su actitud de reserva que se había prometido adoptar, se dejó llevar y se lo contó a Iris.

—¡Acabo de echarle! ¡Oh, Iris! ¿Qué nos va a pasar ahora?

—¿Has puesto de patitas en la calle a Antoine? ¿Definitivamente?

—Ya no podía más. Es bueno, no resulta fácil para él, es cierto, pero… Ya no aguanto verle sin hacer nada. Quizás me faltó valor, pero…

—¿Estás segura de que eso es todo? No habrá otra razón que no me estás contando…

Iris había bajado el tono. Usaba ahora su voz de confesor, la que empleaba cuando quería arrancarle confidencias a su hermana. Joséphine no podía ocultarle nada a Iris. Siempre se rendía, incapaz de disimular el más diminuto de sus pensamientos. Peor aún: le ofrecía su secreto. Tenía la impresión de que era la única forma de atraer su atención, la única forma de ser amada.

—Tú no sabes lo que es vivir con un marido en paro… Cuando trabajo, llego a tener mala conciencia. Trabajo a escondidas, entre la piel de las patatas y las cacerolas.

Miró la mesa de la cocina y se dijo que tendría que recogerla antes de que las niñas volviesen del colegio para comer. Había hecho cálculos, le salía más barato que el comedor del colegio.

—Creía que al cabo de un año te habrías acostumbrado.

—¡Qué mala eres!

—Perdóname, querida. Pero parecías haberlo aceptado. Siempre le defendías… Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora?

—No tengo la menor idea. Voy a seguir trabajando, eso seguro, pero necesito encontrar algo más… Alguna clase de francés, de gramática, de ortografía, no lo sé, yo…

—No debería de ser muy difícil, ¡hay tantos malos estudiantes hoy en día! Empezando por tu sobrino. Alexandre volvió ayer del colegio con un cero con cinco en dictado. ¡Un cero con cinco! Si hubieses visto la cara de su padre… ¡Pensé que iba a morirse de un ataque!

Joséphine no pudo evitar sonreír. El excelente Philippe Dupin, ¡padre de un mal estudiante!

—En su colegio, la maestra quita tres puntos por falta, ¡la nota baja muy rápido!

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