Los ojos amarillos de los cocodrilos (44 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

—No es muy alegre lo que cuenta…, había dicho mientras se sorbía y buscaba un pañuelo en sus bolsillos.

—Pero debería conocer usted eso. El siglo XII es un siglo muy religioso, muy místico. Los conventos estaban en pleno auge. Los predicadores recorrían las campiñas anunciando el castigo eterno si no se limpiaba el mundo de pecado.

—Es cierto —había suspirado ella, tragándose las lágrimas porque no tenía pañuelo.

Él la observaba atento. A veces ella se decía que eso era lo que tenía de más duro su trabajo: el secreto. Toda la energía que gastaba, todas las ideas que le venían por la noche y la impedían dormir, todas las historias que inventaba no podía compartirlas. Tenía la impresión de ser una clandestina. Peor aún: una criminal; cuanto más hablaba Iris de su «plan», más se convencía ella de que estaba marchando por la senda del crimen. Todo esto va a acabar mal, sospechaba cuando no conseguía conciliar el sueño. Nos van a descubrir y acabaré como la señora Barthillet, arruinada y expulsada de mi casa.

—No debe usted dejarse impresionar así por lo que le cuento —había continuado el hombre de la parka—. Es usted demasiado sensible…

Fue en ese momento cuando ella balbuceó «no sé su nombre». El había sonreído y contestado: «Luca, de origen italiano, treinta y seis años, todos mis dientes y un gran amor por los libros. Soy un ratón de biblioteca». Ella había sonreído, con un aspecto lamentable, pensando que él no estaba diciéndole todo, pensando también que con treinta y seis años era un poco mayor para hacer de modelo. En fin, yo, que estoy haciendo de negro con cuarenta años. No se atrevió a hablarle de las fotos de moda. No sabía por qué, pero le parecía descabellado que él pudiese ejercer esa profesión.

—Y su familia ¿está en Francia o en Italia? —se había atrevido a preguntar.

Tenía que saber si estaba casado.

—No tengo familia —había contestado sombrío.

Ella no había insistido.

Shirley no estaba allí para contárselo. Había llamado tres veces desde Londres. Pensaba volver el lunes. «Estaré allí el lunes, prometido, y te llevaré de juerga».

—No es una juerga lo que me hace falta, sino una cura de sueño. Estoy cansada, tan cansada…

El programa había empezado y Christine Barthillet se chupaba los dedos al comerse una nueva gominola. Se percibían las luces del castillo de Windsor, a Carlos y Camila en lo alto de la escalera, recibiendo a amigos y familia.

—¡Qué bonito! ¡Son una monada! Mire cómo brilla todo, ¿ha visto usted las flores, los músicos, la decoración? Qué bonito, un amor que espera todo ese tiempo. ¡Treinta y cinco años, señora Joséphine, treinta y cinco años! No todo el mundo puede decir lo mismo.

«¡Y mucho menos usted! —pensó Joséphine—. Treinta y cinco segundos en una Web y está dispuesta a instalarse con el primero que llega».

—¿Y cómo se llama el hombre casado con cuatro hijos? —susurró al oído de Christine Barthillet.

—Alberto… Es portugués…

—No se divorciará nunca. Los portugueses son muy creyentes.

Por qué le habré dicho eso si me importa un comino que se divorcie o no.

—Me da igual casarme o no. Sólo quiero un alojamiento, y después ya veremos.

—Entonces… claro…

—No todo el mundo es tan sentimental como usted.

Después de haber tomado un café, se habían dirigido con naturalidad a la parada del autobús y, con naturalidad, ella había subido con él. Cuando él bajó, le dijo adiós y añadió «hasta mañana», haciéndole un pequeño gesto con la mano. Ella había pensado en el camino que tenía que hacer para volver sobre sus pasos. Enfrentarse a las niñas, preparar la cena… La señora Barthillet se desentendía de la cocina. Sólo compraba sopas en polvo, verduras en lata, gambas en bolsa o pescado congelado. Se extrañaba cuando Joséphine preparaba la cena y la miraba mientras se pintaba las uñas. Zoé agarraba el pincel, Joséphine se lo quitaba de las manos. «Pero ¿por qué? ¡Es bonito!». «No, no a tu edad». «¡Pero si soy mayor!». «¡He dicho que no!». «Déjela, señora Joséphine, a los chicos les gusta». «¡Zoé no tiene edad para gustar a los chicos!». «Eso lo dice usted, una niña empieza pronto con sus coqueterías. Yo, a su edad, tenía ya dos pretendientes…». «Mamá siempre me dice que soy demasiado pequeña», gemía Zoé, mirando con avidez las uñas rojas de la señora Barthillet.

—¡Mire, señora Joséphine, mire! ¡Son la reina y el príncipe Felipe! ¡Qué guapo es! Tiene el pecho musculoso y abombado! ¡Un auténtico príncipe de cuento de hadas!

—Un poco viejo, ¿no? —lanzó Joséphine molesta.

La reina Isabel avanzaba vestida con un largo traje de noche azul turquesa, un bolso negro le colgaba del brazo. Le seguía el príncipe Felipe vestido de chaqué.

—Pero, pero… —balbuceó Joséphine—, ¡justo detrás de la reina, allí, a tres pasos de ella, mirad, mirad!

Se incorporó señalando la pantalla con el índice, repitiendo «mirad, pero mirad», y, como nadie reaccionaba, se levantó y posó el dedo sobre la pantalla, sobre una joven que avanzaba con la cabeza gacha, vestida de rosa con una larga cola, cuya silueta se distinguía gracias a sus pendientes que brillaban como gotas de agua al sol.

—¿La habéis visto?

—No —respondieron al unísono.

—Ahí os digo, ¡ahí!

Joséphine martilleaba la pantalla con el dedo. «Ahí, la mujer del pelo corto». La joven avanzaba sosteniendo su cola. Evidentemente, buscaba quedar a la sombra de la reina, pero la seguía de cerca.

—Eh, sí… El bolso negro de la reina. No queda muy bien con el vestido turquesa.

—No, no la reina. Justo al lado. ¡Gary! —gritó Joséphine en dirección a la habitación de Gary—. ¡Gary, ven aquí!

La joven aparecía ahora en la pantalla, escondida a medias por la reina, que sonreía detrás de sus gafas.

—¡Ahí! ¡Justo detrás de la reina!

Gary entró en el salón y preguntó: «¿Qué pasa? ¿Por qué gritáis así?».

—¡Tu madre! ¡En el castillo de Windsor! ¡Al lado de la reina! —gritó Joséphine.

Gary se rascó la cabeza, se plantó ante la pantalla de televisión y murmuró «¡ah, sí! Mamá…», antes de volver a su habitación arrastrando los pies.

—Pero ¿qué hace ella allí? —gritó Joséphine en dirección a la habitación de Gary—. ¿Formáis parte de la familia real?

No obtuvo respuesta.

—¡La señora Shirley! —eructó Christine Barthillet, interrumpiendo la deglución de una gominola—. Es verdad, ¿qué demonios hace allí?

—Ya me gustaría saberlo… —dijo Joséphine siguiendo la larga silueta rosa que se fundía ahora entre la multitud de invitados.

—¡Qué cosas! —soltó Christine Barthillet—. Qué fuerte.

—Fuerte como la mostaza inglesa —emitió Zoé.

—Va a tener que explicármelo —murmuró Joséphine.

Localizó a Shirley entre la multitud de invitados, la vislumbró de nuevo siguiendo a la reina y permaneció estupefacta. ¿Era realmente posible que Shirley estuviera emparentada con la familia real? Pero, entonces, ¿qué hacía en un barrio de la periferia de París dando cursos de música, de inglés y cocinando pasteles?

Joséphine pasó la velada preguntándoselo, mientras Christine Barthillet, Max y Zoé terminaban las patatas fritas, las coca-colas y las gominolas cotilleando sobre la belleza del espectáculo y el desfile de príncipes y princesas. ¡Oh! ¡Guillermo ha engordado! Parece ser que tiene novia y que Carlos va a invitarla a cenar! ¡Y Harry! ¡Qué mono es! ¿Qué edad tiene ahora? Está disponible y parece más divertido que Guillermo…

El lunes, Shirley no volvió. Ni el martes ni el miércoles ni el jueves. Gary iba a comer a casa de Joséphine. Cuando las niñas le asediaban a preguntas, respondía: «¡Habéis visto mal, os habéis equivocado!». «Pero, bueno, Gary, ¡si tú la viste también!». «He visto a una mujer que se le parecía, eso es todo. Hay muchas rubias con el pelo corto. ¿Qué pintaría ella allí?». «Es cierto eso, señora Joséphine, ¡trabaja usted demasiado! Se le está yendo la cabeza». «¡Pero si la habéis visto todos! No lo he soñado». «Gary tiene razón… Hemos visto a alguien que se le parecía, pero es posible que no fuera ella».

Joséphine no desistía: era Shirley, con un vestido largo rosa, a la sombra de la reina. Sintió una cólera terrible contra Shirley. Le cuento todo, me lo saca todo, y ella, ¡ella se calla! Ni siquiera tengo derecho a hacerle preguntas. Tenía la impresión de ser una ingenua, que todo el mundo la tomaba por una ingenua. Todo se mezclaba en su cabeza: Iris, Antoine, la señora Barthillet y sus amantes en la red, Shirley en el castillo de los Windsor, el desprecio de Hortense, Zoé desvergonzándose… ¡Todos la tomaban por tonta! Y, de hecho, eso era exactamente lo que era.

La cólera le dio alas. Puso fin a los días del gentil trovador, que murió envenenado tras haber sentido la inmensa alegría de asistir al nacimiento de su hijo. Florine no necesitaba ya luchar para existir: tenía un hijo legítimo, heredero de su señoría: Thibaut el Joven. Jo aprovechó también para hacer morir a la suegra, que comenzaba a ponerle de los nervios con sus perpetuos lloriqueos. Después hizo aparecer al tercer marido, Balduino, un caballero dulce y muy piadoso. Balduino tenía una hermosa figura, soñaba con cultivar sus tierras, ir a misa y hacer penitencia. Inmediatamente, tanta cursilería sacó de quicio a Joséphine, y Balduino sucumbió víctima de su furia. ¿Cómo haré morir a este? Es joven, tiene buena salud, no bebe, no se da grandes comilonas, practica el coito con compunción… Volvió a pensar en el baile de Carlos y Camila, en la silueta furtiva de Shirley, en una posible filiación con los Windsor, y su cólera se abatió sobre Balduino el dulce.

Balduino y Florine son invitados a un gran baile ofrecido por el rey de Francia, que caza en tierras vecinas a Castelnau. El rey, entre la multitud de invitados de vestimentas tornasoladas, percibe a Balduino. Palidece y suelta su cetro, que rueda bajo el trono. Después, con una señal de su mano enguantada, convida a la joven pareja a sentarse cerca de él para beber una copa de vino. Balduino se ruboriza, deposita su espada a los pies del soberano. Florine se inquieta: teme un nuevo ascenso. ¿Va a conocer de nuevo un golpe de buena suerte que la alejará del sexto escalón donde permanece desde hace tiempo? ¡De eso nada! Al final de la velada, la joven pareja, extrañada por tantos honores, vuelve a los aposentos que el rey ha puesto a su disposición. Balduino es degollado en el rincón de un pasillo ante los ojos de su joven esposa, horrorizada. Tres brutos se le echan encima, le apresan y le cortan el cuello. La sangre fluye a borbotones. Florine pierde el sentido y cae a los pies del cuerpo sin vida de su esposo. Más tarde se sabrá que era un hijo bastardo del rey de Francia y podría pretender la corona. Por miedo a que se declarase sucesor, el rey ha preferido hacerle asesinar. Para consolar a la joven viuda, la cubre de oro, de armiño, de piedras preciosas, la devuelve al castillo de Castelnau, escoltada por cuatro caballeros encargados de vigilarla. Florine, viuda de nuevo, suplica al cielo que aleje de ella su ira con el fin de que pueda ascender con tranquilidad los últimos escalones.

¡Y van tres!, suspiró Joséphine, convertida en escritora sanguinaria. ¡Ah!, se alegró contando el número de páginas escritas en unos días, la cólera es una buena musa y llena la página en blanco con miles de signos.

—Parece que va mejor —constató Luca en la cafetería de la biblioteca.

—¡Estoy enfadada y eso me da alas!

El la miró con atención. Algo rebelde y ardiente se había posado en su rostro y le daba un aspecto de adolescente en pie de guerra.

—Tiene usted un aspecto… ¡un aspecto de pícaro travieso!

—Es cierto, sienta bien soltarse un poco. ¡Soy siempre tan correcta! Buena amiga, buena hermana, buena madre…

—¿Tiene usted hijos?

—Dos hijas… ¡Pero sin marido! No debía de ser buena esposa. Se fue con otra.

Rio tontamente y se ruborizó. Acababa de dejar escapar una confidencia.

Habían tomado por costumbre encontrarse en la cafetería. Él le hablaba de su manuscrito. «Quiero escribir una historia de las lágrimas para mis contemporáneos, que confunden sensibilidad con sensiblería, que lloran para exhibirse, para venderse, para parecer sacrificados, para vivir emociones que no sienten. Quiero devolver a las lágrimas su nobleza tal y como la entendió en su momento Jules Michelet; ¿sabe usted lo que escribió? «El misterio de la Edad Media, el secreto de sus lágrimas inagotables y de su genio profundo. Lágrimas preciosas, que brotaron en límpidas leyendas, en maravillosos poemas y, amontonándose hacia el cielo, se cristalizaron en gigantescas catedrales que querían subir hasta el Señor». Citaba con los ojos cerrados y la miel brotaba de sus labios. Citaba a Michelet, a Roland Barthes y a los Padres del desierto cruzando los dedos como si dijera una plegaria.

Una tarde, se volvió hacia ella y preguntó:

—¿Le parecería bien venir al cine el sábado por la noche? Ponen una vieja película de Kazan que nunca echan en Francia,
Río salvaje
, en un cine de la calle des Écoles. Me preguntaba si…

—De acuerdo —dijo Joséphine—. Totalmente de acuerdo.

Él la miró extrañado por su entusiasmo.

Acababa de comprender algo muy importante: cuando se escribe, hay que abrir completamente las puertas a la vida con el fin de que se mezcle con las palabras y alimente la imaginación.

* * *

El sábado por la noche, Luca y Joséphine fueron al cine. Habían quedado delante de la sala. Joséphine llegó antes de la hora. Deseaba tener tiempo de recuperar la compostura antes de que apareciese Luca. No podía evitar enrojecer cuando la miraba y si, por ventura, sus manos se rozaban, su corazón parecía que iba a salir de su pecho. El la turbaba físicamente y eso la inquietaba mucho. Hasta el presente su experiencia sexual había sido bastante sosa. Antoine se había mostrado dulce y solícito, pero no hacía subir en ella la ola de calor que una sola mirada de Luca le provocaba. Eso la atormentaba. No quería que nada la distrajese de la escritura del libro, pero, al mismo tiempo, no podía resistir las ganas de estar cerca de él en una sala oscura. ¿Y si pasaba su brazo alrededor de sus hombros? ¿Y si la besaba? No había que emocionarse demasiado rápido, tenía que mantener la cabeza fría. Me queda todavía un mes largo de trabajo encarnizado y no debo retrasarme en el camino, ni desviarme a causa de un enamoramiento. Florine me necesita.

Joséphine estaba extrañada de la facilidad con la que escribía. Del placer que sentía construyendo sus historias. Del lugar que se estaba haciendo el libro en su vida. Su pensamiento pasaba el tiempo con sus personajes, y le costaba mucho interesarse por la vida real. Hacía el paripé, decía sí, decía no, pero habría sido incapaz de repetir lo que acababan de decirle o preguntarle. Miraba a sus hijas, a Max y a la señora Barthillet con ojos distraídos mientras reescribía una frase o decidía una nueva peripecia. De hecho, al aceptar la invitación de Luca, ¿no se había dicho que podría utilizar su propia turbación para expresar la emoción amorosa de Florine, aspecto que hasta entonces había dejado un poco de lado? Florine era mujer y señora, una
perpulchra
devota y valiente, pero no por ello era menos mujer. Va a tener que enamorarse de uno de sus cinco maridos, pensó Jo dando vueltas y vueltas frente al cine, realmente enamorada, enamorada hasta perder la cabeza, hasta quedarse sin aliento… No puede contentarse con la escala de san Benito y su Divino Esposo. La tentación carnal debe morderle en las entrañas. ¿Y cómo es cuando se está enamorada hasta perder la cabeza? Podía adivinarlo viéndose actuar frente a Luca.

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