Los ojos amarillos de los cocodrilos (40 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Evidentemente, ese «mi amor» no estaba destinado a ella.

Había pasado la noche dando vueltas y vueltas en la gran cama antaño conyugal y, cuando se había levantado a las tres de la mañana para beber un vasito de vino tinto que, esperaba, le ayudaría a dormirse, había abierto suavemente la puerta de la habitación de Chef para constatar que la cama no estaba deshecha.

¡Otra pista!

A veces no dormía en casa, cuando estaba de viaje. Pero no se trataba de un viaje, puesto que había cenado con ella y seguidamente se había retirado a su habitación como cada noche. Ella había entrado en la habitación de Chef y había encendido la luz: no había duda, el pájaro se había escapado, las sábanas ni siquiera estaban deshechas. Ella había observado con asombro aquella pequeña habitación en la que no entraba jamás, la cama estrecha, una mesita de noche coja, la alfombra barata, una lamparita de noche rasgada, calcetines por el suelo. Había inspeccionado el cuarto de baño: máquina de afeitar, aftershave, peine, cepillo, champú, dentífrico y… y toda una línea de productos de belleza para hombre, Bonne Gueule de la marca Nickel. Crema de día, crema para el rostro cansado, crema exfoliante, crema suavizante, crema hidratante, crema contorno de ojos, reafirmante, crema puñados de amor. La panoplia de belleza de Chef extendida sobre el borde del lavabo se burlaba de ella.

Lanzó un grito: ¡Chef tenía una amante! ¡Chef se la estaba pegando! ¡Chef no reparaba en gastos! ¡Chef se le escapaba!

Se fue a la cocina a terminar la botella de burdeos gran reserva que había empezado durante la cena.

Esa noche no pegó ojo.

La historia del Primero de mayo durante el desayuno confirmó sus dudas.

Ahora debía empezar a investigar. En primer lugar, correr hasta el despacho de Chef para saber si se encontraba allí de verdad.

Registrar su correo, su agenda de trabajo, consultar sus citas, estudiar los talones de su chequera, los recibos de su tarjeta de crédito. Para todo eso tendría que pasar por delante de esa peste de Josiane. Pero ¿acaso no era Primero de mayo? ¡El despacho estaría vacío y ella podría registrar con toda libertad! Sólo tendré que evitar a ese fardo de René y a la tosca de su mujer, dos atontados bien mantenidos por ese memo de Marcel Grobz. ¡Qué apellido infame! Y pensar que es el mío, maldijo, verificando que el alfiler del sombrero estaba bien colocado.

¡Lo que hay que hacer para educar a los hijos! Nos sacrificamos en el altar de la maternidad. Iris sabía ser agradecida, agradable, placentera, ¡pero Joséphine! ¡Qué vergüenza! ¡Y además rebelde! Sufre su crisis de adolescencia con cuarenta años, ¿no es ridículo? En fin, ya no nos vemos y es mejor así. ¡No la soportaba! No soporto la vida mediocre que ha elegido: un fardo de marido, un piso en un barrio de las afueras y un insignificante sueldo de profesora. ¡Menudo éxito! De risa. Sólo la pequeña Hortense venía a endulzar su amargura. Una auténtica señorita, Hortense, buena compostura, buen aspecto, ¡y otras ambiciones que las de su pobre madre!

Estiró el cuello para borrar las arrugas y, esforzándose en mantener la boca fina, salió de su casa y llamó al ascensor.

Al pasar delante del chiscón de la portera, inclinó la cabeza y esbozó una gran sonrisa. La portera le prestaba numerosos servicios: Henriette quería conservar su amistad.

Henriette Grobz era como mucha gente: detestable con su familia, amigable con el recién llegado. Como pensaba que ya no tenía nada que ganar con las personas con las que vivía y ella ignoraba todo lo que significaba don, amor y generosidad, no hacía ningún esfuerzo y ejercía con su familia una tiranía brutal, sin piedad, con el fin de mantenerlos bajo su yugo. Pero, llena de orgullo, le faltaban esos dulces halagos que tanto le gustaban, halagos que sólo podía obtener de perfectos desconocidos, quienes, ignorando lo profundo de su alma, encontraban a esa mujer encantadora, admirable, creyéndola propietaria de todas las cualidades. Cualidades en las que se sumergía y que repetía a discreción, mencionando a toda esa gente que la amaba tanto y que se dejaría matar por ella, que la juzgaban tan distinguida, tan meritoria, tan deslumbrante… De esta forma hacía loables esfuerzos por ganarse la estima de esa gente, mientras que sospechaba que su familia, su hija Joséphine en particular, había adivinado lo vacío que estaba su corazón. Esperaba así ganarse la estima de aquellos que le eran extraños y aumentar el círculo en cuyo centro se situaría ella. Prestando servicios a perfectos desconocidos, recogía una cosecha de amor propio que la mantenía en la alta opinión que tenía de sí misma.

La portera formaba parte de su corte. Henriette le regalaba sus trapos viejos asegurando que procedían de los más grandes modistos, un billete a su hijo que le ayudaba a subir los paquetes cuando estaba demasiado cargada y permitía al portero aparcar gratuitamente su coche en la plaza libre que poseían en el garaje del inmueble. Mediante esta falsa generosidad, se asegurada una gratitud que la realzaba en la idea que tenía de ella misma y que le permitía continuar aterrorizando a su entorno. Esa red de amistades lejanas la reconfortaba. Podía desahogarse con ellas, contar los mil y un tormentos que le hacía sufrir su hija pequeña, y, antaño, Joséphine se sentía a menudo extrañada de la cara arisca que le dedicaba la portera cuando iba a visitar a su madre.

Esa mañana, Henriette Grobz no tuvo ningún problema en imaginar lo peor de su esposo. Veía el mal por todas partes porque lo llevaba con ella.

Se sorprendió primero de no encontrar el coche y el chofer firmes delante de su puerta, después recordó que no trabajaba el Primero de mayo, maldijo fiestas y estos días festivos que fomentan la pereza de los franceses y ralentizan la actividad del país, y consintió levantar el brazo para parar un taxi.

—Avenida Niel —ladró al taxista de un Opel gris que se detuvo rozándola de cerca.

Como esperaba, las oficinas estaban vacías.

Ni rastro de Chef ni de su secretaria. Ni de los dos cretinos del almacén. Soltó una risa malvada y subió las escaleras del despacho del que poseía las llaves.

Se instaló confortablemente, empezó a inspeccionar los papeles pendientes, abrió una carpeta tras otra, comprobó las citas en la agenda. Ningún nombre de mujer, ninguna inicial sospechosa. No se desanimó, empezó a vaciar los cajones en busca de chequeras y recibos de tarjeta de crédito. Los talonarios de cheques no le dijeron nada. Ni los extractos de tarjeta. Empezaba a desesperar cuando puso la mano sobre un grueso sobre escondido en el fondo de uno de los cajones sobre el que estaba inscrito «Gastos diversos». Abrió el sobre y se sumergió en una cálida ola de alegría revanchista. ¡Lo tenía! Una factura de hotel, cuatro noches en el Plaza para dos personas, con desayunos, mira, mira, rio, caviar y champán en el desayuno, ¡no se aburre cuando está con su zorra! Una importante factura con el nombre de un joyero de la plaza Vendôme, y más, champán, perfumes, ¡vestidos procedentes de boutiques de lujo! ¡Demonios! Sí que le cuestan sus conquistas, ¡nada es demasiado bonito para ellas! ¡Cuando se es viejo, hay que pagar! ¡Y se paga caro!

Se levantó y pasó al despacho de Josiane para fotocopiar su botín. Mientras la máquina hacía su trabajo, se preguntó por qué Chef había conservado esas facturas. ¿Las había pagado con cheques de la empresa? Si era el caso, ¡habría cometido abuso de bien social y le tendría atrapado por partida doble!

Volvió a sentarse a la mesa y continuó registrando. Habría quizás otros sobres sospechosos. Su pie tropezó con una caja, bajo la mesa. Se inclinó, la sacó, la abrió y vio, atónita, su contenido: decenas de monos para bebé rosas, azules, blancos, de terciopelo, de punto, de seda, baberos, manoplas para bebé para que no se arañe la cara, patucos de lana de todos los colores, lujosos chales comprados en La Châtelaine, catálogos suizos, ingleses, franceses de cunas, cochecitos, móviles para colgar encima de la cama del bebé. Inspeccionó la caja y pensó. ¡Iba a lanzar una línea para bebés! Copiar a las grandes marcas, hacerlas fabricar a bajo precio en China o en otro lado. Hizo una mueca de disgusto. El viejo Grobz abría un nuevo mercado. El de los bebés. ¡Penoso! Volvió a cerrar la caja y la colocó bajo la mesa con la punta de su escarpín. ¡Así es como se consuela de no haber tenido hijos! La vejez es una edad patética cuando se pierde el sentido de lo conveniente, hay que saber renunciar. Dios sabe la lata que le había dado con sus ganas de descendencia… ¡Pero ella se había mantenido firme! Su puño de acero no se había relajado. Ya era bastante duro soportar sus asaltos, sentir cómo sus deditos regordetes le estrujaban los senos e… Hizo una mueca de disgusto y se recuperó. ¡Vamos! Ese tiempo ya pasó, ella lo había zanjado pronto.

Bajó por la escalera. Tenía miedo de coger el ascensor sola. Una vez había quedado atrapada y creyó que se moría. Se ahogaba, aspiraba el aire golpeándose la cabeza, se sofocaba, rugía. Tuvo que quitarse el sombrero, desabrocharse la camisa, quitarse una por una las horquillas de su moño para recuperar el aliento y fue una señora anciana, enloquecida y agonizante, la que habían recuperado los bomberos llamados al rescate. El episodio había durado poco más de una hora, pero no olvidaría nunca las elocuentes miradas del personal cuando salió, titubeante. Durante mucho tiempo no se atrevió a poner el pie en la empresa.

En el patio, escuchó una música de salvajes procedente de la casa de Ginette y René, y un hombre, probablemente ebrio, sacó la cabeza para gritarle:

—¡Eh, tú! ¡La vieja! ¡Ven a bailar el twist con nosotros! ¡Eh, colegas! Venid a ver, ¡hay una vieja con un bonete en la cabeza que intenta huir!

—¡Cierra la boca, Régis! —gritó un hombre que parecía ser René—. Es la vieja Grobz.

Ella se encogió de hombros y aceleró el paso, estrechando el sobre difamante entre sus brazos. Podéis burlaros, os he pillado y no os vais a librar así como así, escupió rogando al cielo para encontrar un taxi enseguida con el fin de poner su botín al abrigo de la caja de su habitación.

* * *

—¿Por eso ya no te vemos en ninguna parte? ¿Te encierras y escribes?

Iris adoptó un aire misterioso y asintió. Se transportó mentalmente hasta la cocina de Joséphine y describió las angustias de la creación a una Bérengère atónita por la metamorfosis de su amiga.

—Es agotador, sabes. ¡Si me vieras! Apenas salgo de mi despacho. Carmen me trae un plato para el almuerzo. ¡Me obliga porque me olvido completamente de comer!

—Es cierto: has adelgazado…

—¡Todos esos personajes en mi cabeza! Viven dentro de mí. Son más reales que yo, Alexandre o Philippe. Es sencillo: me ves aquí, ¡pero no estoy aquí! Estoy con Florine, el nombre de mi protagonista.

Bérengère escuchaba con la boca abierta.

—Ya no duermo. Me levanto durante la noche para tomar notas. Pienso en ello todo el tiempo. Y después, hay que encontrar el lenguaje de cada uno, su evolución interna que hace avanzar la acción sin que parezca artificial. Todo debe fluir, todo debe parecer haber sido escrito sin esfuerzo para que el lector pueda identificarse y disfrutar. Dejar puntos negros, hacer elipses…

Bérengère no estaba segura de comprender el sentido de la palabra «elipse», pero no se atrevió a pedirle a Iris que se lo explicase.

—¿Y cómo haces con las historias de la Edad Media?

—¡Del siglo XII, querida! Una etapa clave en la historia de Francia… He comprado un montón de libros y leo, leo. Georges Duby, Georges Dumézil, Philippe Aries, Dominique Barthélemy, Jacques Le Goff… También leo a Chrétien de Troyes, las novelas de Jean Renart y el gran poeta del siglo XII, Bernard de Ventadour.

Iris adoptó un aire serio, inclinó la nuca como si todo ese saber pesara sobre sus hombros.

—Mira, ¿sabes cómo llamaban a la lujuria en aquella época?

—¡Ni idea!

—La golosina. ¿Y cómo abortaban? Con tizón de cereales.

Otra palabra que no entiendo, se dijo Bérengère, estupefacta por el saber de su amiga. Quién hubiera dicho que la desdeñosa, la fútil Iris Dupin iba a emprender una tarea tan ardua: escribir una novela. ¡Y una novela situada en el siglo XII, además!

Funciona, funciona, se felicitaba Iris. Si todos los lectores son tan fáciles de engañar como esta, voy a deslizarme por la ola de la sencillez. Sólo tendré que buscarme un atuendo adecuado, un peinado, un aspecto, dos o tres tics de lenguaje, una violación cuando tenía once años, dos o tres rayas de cocaína y ¡bingo! Me toca el gordo. Estas comidas con Bérengère eran un ensayo excelente de lo que le esperaba, así que las promovía regularmente como haría más tarde con los periodistas.

—¿Y el Decretum? ¿Has oído hablar del Decretum?

—No aprobé la selectividad, Iris —respondió Bérengère desesperada—. Ni siquiera fui admitida para el examen oral.

—Era un cuestionario muy crudo, establecido por la Iglesia, destinado a reglamentar el comportamiento sexual de las mujeres. Con preguntas aterradoras: «¿Has fabricado un instrumento de la talla que te conviene, lo has atado donde está tu sexo o el de una compañera y has fornicado con otras malas mujeres con ese u otro instrumento?».

—¿Ya existían los consoladores en aquella época?

Bérengère no salía de su asombro.

—«¿Has fornicado con tu hijo pequeño? ¿Le has colocado sobre tu sexo e imitado la fornicación?».

—Guau… —exclamó Bérengère atónita.

—«¿Te has ofrecido a un animal? ¿Has provocado el coito con él mediante algún artificio? ¿Has saboreado la semilla de tu hombre para que arda de amor por ti? ¿Le has hecho beber la sangre de tus menstruaciones o comer pan amasado sobre tus nalgas?».

—Nunca en mi vida —dijo Bérengère pasmada.

—«¿Has vendido tu cuerpo a amantes para que lo gocen o el cuerpo de tu hija o de tu nieta?».

—Se diría que es como ahora…

—Eso me ayuda, precisamente. El decorado, la vestimenta, la alimentación y el ritmo de vida cambian, pero los sentimientos y las conductas privadas son siempre las mismas, desgraciadamente…

Otro argumento que había escuchado de la boca de Joséphine. Se sentía bastante satisfecha de sí misma. Se había aprendido de memoria pasajes del Decretum y los había recitado sin errores. Este pichón es perfecto, va a contar nuestra comida a todas las personalidades de París, y nadie podrá sospechar que no he escrito el libro. Más tarde, cuando sea publicado, ella dirá «pero si estaba allí, estaba allí, la he visto trabajar en su novela». ¿Me paro o lanzo una última estocada?

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