Los ojos amarillos de los cocodrilos (18 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

—No soy un bebé.

—Sí… Quieres dormir con nosotros como cuando eras un bebé.

—No, no soy un bebé.

Hipaba de cólera y de pena. Estaba a la vez furioso contra su madre y seguro de tener miedo.

—¡Y tú eres mala!

Iris no supo qué responder. Ella le contempló, con la boca abierta, dispuesta a replicar, pero no pronunció ninguna palabra. No sabía cómo hablar a su hijo. Ella estaba en una orilla, Alexandre en la opuesta. Se observaban en silencio. Eso había empezado desde su nacimiento. En la clínica. Cuando habían colocado a Alexandre en la cuna transparente al lado de su cama, Iris se había dicho:

¡Anda! ¡Una nueva persona en mi vida! Nunca pronunció la palabra «bebé».

El silencio y el apuro de Iris volvieron a Alexandre aún más intranquilo. Debe de pasar algo grave para que mamá no pueda hablarme. Para que me mire sin decirme nada.

Iris depositó un beso sobre la frente de su hijo y se incorporó.

—Mamá, ¿puedes quedarte hasta que me duerma?

—Tu padre se va a poner furioso…

—Mamá, mamá, mamá…

—Lo sé, cariño, lo sé. Voy a quedarme, pero la próxima vez, prométeme que serás fuerte y que te quedarás en la cama.

Él no respondió. Ella le tomó de la mano.

El suspiró, cerró los ojos y ella posó la mano sobre su hombro, acariciándolo suavemente. Su largo cuerpo endeble, sus negras pestañas, su cabello negro y ondulado… Tenía la gracia frágil de un niño inquieto, un niño al acecho. Incluso mientras dormía, se formaba una arruga entre sus cejas y su pecho se hundía como aplastado por un peso demasiado grande. Dejaba escapar suspiros de miedo y de alivio, suspiros que le cortaban la respiración.

Ha venido a nuestra habitación porque ha intuido que lo necesito. El presentimiento infantil. Ella se vio, pequeña, riéndose muy fuerte de las bromas de su padre, haciendo el payaso para luchar contra la gran nube negra que había entre sus padres. No pasaba nada terrible entre ellos y, sin embargo, tenía miedo… Papá gordito, bueno, suave. Mamá seca, dura, delgada. Dos extraños que dormían en la misma cama. Ella había continuado haciendo el payaso. Le parecía que era más fácil hacer reír que expresar lo que sentía. La primera vez que habían murmurado delante de ella: «¡Qué guapa es esta niña! ¡Qué ojos más bonitos! ¡Nunca he visto unos ojos así!», ella había cambiado su disfraz de payaso por la panoplia de niña guapa. ¡Un papel de teatro!

Estoy mal en este momento. Esta apariencia sosegada y acomodada que he mantenido tanto tiempo se rompe, y emerge un batiburrillo de contradicciones. Al final voy a tener que elegir. Ir en una dirección, pero ¿cuál? Sólo el hombre que se ha encontrado, el hombre que coincide consigo mismo, con su verdad interior, es un hombre libre. Él sabe quién es, se divierte explotando lo que es, no se aburre nunca. La felicidad que siente al vivir en buena vecindad consigo mismo le vuelve casi eufórico. Vive entonces realmente mientras los demás dejan pasar sus vidas entre los dedos… sin cerrarlos jamás.

La vida pasa entre mis dedos. Nunca he conseguido encontrarle el sentido. No vivo, ando ciega. Me siento mal con los demás, mal conmigo misma. Odio a la gente que me muestra esa imagen de mí que no me gusta y me odio por no ser capaz de tener el valor de cambiar. Basta con obedecer una sola vez las leyes de los demás, con vivir en conformidad con lo que piensan, para que nuestra alma se resquebraje y se rompa. Nos resumimos en una apariencia. Pero, y de pronto este pensamiento la aterrorizó, ¿no es demasiado tarde? ¿No me he convertido ya en esa mujer cuyo reflejo veo en los ojos de Bérengère? Al pensar eso sintió un escalofrío. Cogió la mano de Alexandre, la apretó con fuerza y, en su sueño, le devolvió la presión murmurando «mamá, mamá». Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se acostó junto a su hijo, posó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.

* * *

—Josiane, ¿se ha ocupado de mis billetes a China?

Marcel Grobz, plantado ante su secretaria, le hablaba como lo haría a una señal de tráfico. A un metro por encima de su cabeza. Josiane sintió una violenta punzada en el pecho y se estiró en su silla.

—Sí… Todo está sobre la mesa.

Ya no sabía cómo dirigirse a él. El la llamaba de usted. Ella balbuceaba, buscaba sus palabras, la construcción de sus frases. Había suprimido todos los pronombres personales de su conversación y hablaba en infinitivo o en indefinido.

Él se había refugiado en el trabajo, multiplicando los desplazamientos, las citas, las comidas de negocios. Cada tarde, Henriette Grobz venía a buscarle. Pasaba ante el despacho de Josiane, sin mirarla. Un trozo de madera que se desplaza, tocada con un sombrero redondo. Josiane les veía partir, él, encorvado, ella, estirada como el asta de una bandera.

Desde que les había sorprendido, a ella y a Chaval, ante la máquina de café, él la evitaba. Pasaba delante de ella, se encerraba en su despacho para salir solamente por la tarde, rápidamente, gritando «¡hasta mañana!» y volviendo la cabeza. Ella apenas tenía tiempo de verlo pasar…

Y yo, me voy a quedar en la acera. De vuelta en la casilla de «salida». Me va a echar muy pronto, me pagará las vacaciones, mi antigüedad, mi indemnización, me planta un certificado de conformidad, me desea buena suerte tendiéndome la mano y ¡hala! ¡adiós, pequeña! ¡Si te he visto no me acuerdo! Suspiró y contuvo las lágrimas. ¡Qué imbécil ese Chaval! ¡Y qué imbécil yo misma! ¡No podía estarme quietecita! ¡No podía haber tenido cuidado! Nunca en la empresa, le había dicho, ni un gesto equívoco ni el suspiro de un beso. Anonimato total. Trabajo, trabajo. Y tuvo que venir a ponerse gallito delante de las narices de Marcel. Fue más fuerte que él. ¡Un golpe de testosterona! ¡Se sintió obligado a hacer el Tarzán! Para soltarme enseguida en pleno vuelo de liana.

¡Porque el hermoso Chaval la había enviado a paseo! Después de haberle soltado un buen montón de insultos. Una letanía tal que ella se había quedado de piedra. Algunos, incluso, que no había oído en su vida.

Y, sin embargo, en ese tema, tengo la ciencia infusa.

Desde entonces, ella lloraba a mares.

Desde entonces, se pasaba las tardes destrozada. Debo de parecer-me a una catástrofe aérea. ¡Expulsada en pleno vuelo! Y eso que lo tenía todo en mis manos: mi gordito enamorado, un amante joven y apuesto, y el rey Parné a mis pies. ¡Sólo tenía que tirar del cordón, y el lazo estaba hecho! ¡La buena vida a un salivazo de distancia! Ni siguiera consigo pensar correctamente: tengo la cabeza llena de plastilina. En el entierro de mi madre me puse gafas negras y todo el mundo creyó que escondía mi pena. ¡Bien que me vino aquello!

El entierro de su madre…

Josiane había llegado en tren, transbordo en Culmont-Chalindrey, había tomado un taxi (treinta y cinco euros más la propina),franqueado a pie y bajo la lluvia la puerta del cementerio para encontrarse, pegados como lapas bajo sus paraguas, a todos los que había abandonado haciéndoles un corte de mangas veinte años antes. ¡Adiós, chicos! ¡Me largo a vivir la buena vida a París! Volveré forrada o con los pies por delante. Puede que no haya sido una buena idea volver en plan tacaña, sin pompa ni circunstancia, ni nada con lo que cerrarles el pico. «¿Has venido en tren? ¿No tienes coche?». El coche, en su familia, era lo más, el signo de que se había «llegado». De que se dormía en el Elíseo. Que se tenía éxito. «No, no tengo coche porque en París está de moda ir andando». «Ah, bueno…», habían dicho y habían hundido sus narices en sus solapas negras para reírse en voz baja «no tiene coche, ¡no tiene coche! ¡Menuda gorda inútil!».

Ella les había dejado a un lado de un golpe seco y se había acercado al nicho donde habían colocado la pequeña caja con las cenizas. Saltaron las alarmas. ¡En fin! Todo se había mezclado y la bañera se había desbordado: Marcel, mamá, Chaval, nadie, estoy sola, abandonada, sin dinero, sin perspectivas, fracasada. Tengo ocho años y espero el tortazo que me va a caer. Tengo ocho años y las nalgas que dicen bravo de tanto temblar de miedo. Tengo ocho años y el abuelo que entra sin hacer ruido en mi habitación cuando todo el mundo duerme. O hace que duerme porque les conviene más.

No era por su madre por la que lloraba sino por ella. Debió de ser concebida una noche de borrachera, siempre había tenido que arreglárselas sola y nunca había tenido infancia. Por culpa de esa que se estaban comiendo los gusanos y a la que le importaba un rábano que ella fuese violada, explotada o simplemente infeliz. ¡Menudo negocio! ¡Cuando tenga al rey Parné en el bolsillo, me acostaré en el diván de un charlatán y le hablaré de mis viejos! Ya veremos lo que dice.

De vuelta del cementerio, habían montado un festín. Corrían mares de vino tinto, salchichas y morcillas, pizzas y patés, Caprice des Dieux y figuritas de patata. Todos se acercaban a observarla, a escrutarla, a tomarle el pulso. «¿Qué tal? ¿Cómo es la vida en París?». «De lujo», decía, poniéndoles en las narices el diamante rodeado de rubíes que le había regalado Marcel. Estirando el cuello para que se percatasen del collar de treinta y una perlas cultivadas de los mares del sur con broche de diamantes y montura de platino. Se estiraba, se estiraba, se convertía en jirafa para hacerles cerrar la boca. «¿Ya qué te dedicas? ¿Te pagan bien? ¿Te trata bien el jefe?». «Mejor imposible», respondía apretando los dientes para impedir que la bañera se desbordase. Cada uno venía, por turno, haciendo las mismas preguntas, con las mismas respuestas, las mismas bocas abiertas que subrayaban la amplitud de su éxito. Babeaban de estupefacción y se servían una copa. ¡Joder! Los que decían que, aquí, incluso para ser cajera en el supermercado había que tener un enchufe. ¡Aquí no hay donde trabajar! Aquí se pregunta uno por dónde se ha ido la vida… Los viejos decían: «En mis tiempos empezábamos a los trece años, en cualquier sitio, en cualquiera, pero había trabajo; hoy no hay nada». Y se volvían a servir una copa. Pronto estarán borrachos como cubas y empezarán las canciones obscenas. Ella decidió marcharse antes de que comenzaran las estrofas alcoholizadas. No se sabía lo que iba a ocurrir cuando empezaban a empinar. Se peleaban, se desaliñaban, se empujaban, arreglaban cuentas familiares de hacía años, rompían los cuellos de las botellas para utilizarlas como armas.

Al cabo de un rato, su cabeza comenzó a darle vueltas y pidió que abriesen la ventana. «¿Por qué? ¿Estás mareada? ¿Te han preñado? ¿Sabes quién es el padre?». Estallaron las risas vulgares, un coro de risas en batería, disparadas en todas direcciones, subiendo y bajando de tono y dándose codazos como si fuesen a bailar el baile de los pajaritos. «Joder, se diría que soy vuestro único tema de conversación —se encaró antes de retomar aliento—, no tenéis nada más de que hablar… Es una suerte que haya venido porque os habríais aburrido como ostras!».

Se callaron molestos. «¡Ay! ¡No has cambiado nada! —le dijo el primo Paul—, siempre tan agresiva. ¡No me extraña que nadie te haya preñado! ¡No ha nacido aún el que se arriesgue a ello! ¡Veinte años de trabajos forzados encadenado a la estirada! ¡Habría que estar delirando o totalmente tarado!».

¡Un hijo! ¡Un hijo de Marcel! ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Y encima soñaba con ello. No paraba nunca de hablar de quela Escoba había rechazado ese placer legítimo. A él se le humedecían los ojos cuando veía uno de esos angelotes que gateaban en los anuncios, llenos de papilla o de pañales malolientes.

El tiempo se detuvo y se volvió mayúsculo.

Los asistentes al banquete de morcillas se detuvieron como si hubiese pulsado la tecla pausa en el mando a distancia y las palabras tomaron forma. Un be-bé. Un be-bé. Un niño Jesús. Un pequeño y mofletudo Grobz. Con una cuchara de oro en la boca. ¿Qué digo una cuchara? ¡Una cubertería entera, sí! ¡Cubierto de oro de arriba abajo, el bebé! ¡Dios, qué pocas luces tenía! Eso es lo que necesitaba: recuperar a Chef, que le hiciese un bombo y ¡después sería inseparable! Una sonrisa angélica se esbozó en su rostro, su mentón cayó en beatitud y su pecho se expandió en olas temblorosas dentro de su sujetador, talla 105 C.

Dedicó una tierna mirada a sus primos y primas, sus hermanos y tíos, sus tías y sobrinas. ¡Cómo les quería por haberla dado esa idea luminosa! ¡Cómo amaba su mezquindad, su mediocridad, su jeta alcoholizada! Había vivido demasiado tiempo en París. Había adoptado costumbres de señoritinga. Había perdido el tranquillo. Olvidado la lucha de clases, de sexos y de monederos. Debería venir aquí más a menudo para recibir una formación continua. De vuelta a la vieja realidad: ¿cómo conservar a un hombre? Con un polichinela en el cajón. ¿Cómo había podido olvidar esa vieja receta milenaria que engendraba dinastías y llenaba cajas fuertes?

Estuvo a punto de abrazarles pero se contuvo, tomó un aire de damisela ofendida, «no, no, no se me ha ocurrido», pidió perdón por haberse dejado llevar, «es el recuerdo de mamá que me ha turbado. Tengo los nervios a flor de piel». Y como el primo Georges partía hacia Culmont-Chalindrey en coche, le pidió que la dejara allí, eso le ahorraría un transbordo.

«¿Ya te vas? ¿Apenas te hemos visto? Quédate a dormir aquí». Ella les dio las gracias con una gran sonrisa, besó a unos y otros, soltó un billete para sus sobrinos y sobrinas, y se largó en el viejo Simca del primo Georges verificando que nadie hubiese tenido la tentación de echar mano a las joyas de su amante mientras que ella interpretaba la escena de la Anunciación.

Sin embargo, lo más duro quedaba por hacer: reconquistar a Chef, convencerle de que su aventura con Chaval había sido furtiva, tan furtiva que ya no la recordaba, un momento de abandono, de aturdimiento, de debilidad femenina, inventar una patraña que pareciese verosímil —¿él la había forzado, amenazado, agredido, drogado, hipnotizado, hechizado?—, retomar su puesto de favorita y conseguir un pequeño espermatozoide grobziano para guardarlo bien calentito en el cajón.

Al subir, en Culmont-Chalindrey, al compartimento de primera clase del tren a París, Josiane reflexionó y se dijo que tendría que hilar fino, caminar suavemente y de puntillas. Habría que reconstruirlo todo: recolocar pacientemente cada ladrillo sin refunfuñar, sin enfadarse, sin traicionarse. Hasta que la pirámide estuviera edificada, irrefutable.

Sería duro, eso seguro, pero la adversidad no le daba miedo. Había salido victoriosa de otros naufragios.

Se hundió cómodamente en su asiento, sintió las primeras sacudidas del tren y le invadió un pensamiento emotivo hacia su madre, gracias a la cual ella volvía a estar fogosa y combativa de nuevo.

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