Los ojos amarillos de los cocodrilos (47 page)

Read Los ojos amarillos de los cocodrilos Online

Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

—Luca me habló precisamente el otro día de los predicadores de la época…

—¿Le has dicho que escribías un libro? —preguntó Shirley, inquieta.

—No… pero metí la pata.

Joséphine contó cómo había evocado el libro cuando habían ido al cine. Se preguntó en voz alta si no habría descubierto su secreto.

—Eres la última persona a la que confiaría un secreto —dijo Shirley sonriendo—. ¿Ves cómo tengo razón para no decirte nada?

Joséphine bajó los ojos confusa.

—Tendré que andarme con cuidado cuando el libro haya salido…

—Iris se las arreglará para que toda la atención se concentre en ella. No te dejará ni una migaja. A propósito, ¿qué tal le va a Iris?

—Está ensayando para el gran día… Viene a leer de vez en cuando lo que escribo, hojea todos los libros que le he recomendado. A veces me da ideas. Quería que escribiese una escena en la que estudiantes parisinos provocaran a un auténtico motín, blandiendo sus cuchillos y sus cráneos afeitados; los estudiantes eran clérigos y pertenecían al clero, lo que les ponía al abrigo de la justicia seglar. El rey no podía hacer nada contra ellos, dependían de la justicia de Dios y abusaban de ello, lo que complicaba mucho el mantenimiento del orden en París. ¡Cometían crímenes con toda impunidad! Robaban, mataban. Nadie podía juzgarlos o castigarlos.

—¿Y entonces?

—Tengo la impresión de ser un embudo, lo escucho todo, recojo anécdotas, pequeños detalles de la vida y los vierto en el libro. Ya no seré la misma después de este libro. Estoy cambiando, Shirley, estoy cambiando mucho, ¡aunque no se note!

—Descubres la vida contando esa historia; te lleva por territorios en los que nunca habías estado…

—Sobre todo, Shirley, ya no tengo miedo. Antes tenía miedo de todo. Me escondía detrás de Antoine. Detrás de mi tesis. Detrás de mi sombra. Hoy me permito cosas que antes me prohibía, subo más a la red.

Soltó una risita de niña y se escondió detrás de su mano.

—Sólo necesito ser paciente, dejar que la nueva Jo crezca y, un día, lo invadirá todo, me dará toda su fuerza. Por el momento estoy aprendiendo… He comprendido que la felicidad no es vivir una pequeña vida sin embrollos, sin cometer errores ni moverse. La felicidad es aceptar la lucha, el esfuerzo, la duda y avanzar, avanzar franqueando cada obstáculo. Antes no avanzaba, dormía. Me dejaba llevar por una rutina tranquila: mi marido, mis hijas, mis estudios, mi comodidad. Ahora he aprendido a luchar, a encontrar soluciones, desesperar un momento para rehacerme después y avanzar, Shirley. ¡Sola! Me las arreglo. Cuando era pequeña, repetía lo que decía mamá; su visión de la vida era la mía; después escuché a Iris. Me parecía tan inteligente, tan brillante… Después apareció Antoine: firmaba todo lo que él quería, amoldaba mi vida a la suya. Incluso tú, Shirley… El hecho de saber que eras mi amiga me daba seguridad, me decía que yo era alguien bueno porque tú me querías. Pues bien, todo eso se acabó. He aprendido a pensar por mí misma, a caminar por mí misma, a luchar sola…

Shirley escuchaba a Joséphine y pensaba en la niña que había sido ella. Tan segura de sí. Insolente, casi arrogante. Un día que su nanny la había llevado a pasear por el parque, le soltó de la mano y se fue. Debía de tener cinco años. Había deambulado saboreando la deliciosa sensación de ser libre, de correr sin que miss Barton le dijera que no estaba bien, que una niña bien educada debía caminar con paso regular. Un policía le había preguntado si se había extraviado. Ella había respondido «no, pero debería usted buscar a mi nanny, se ha perdido». Nunca tenía miedo. Me mantenía de pie sola. Fue después cuando todo se estropeó. He recorrido el camino inverso de Jo.

—No son difíciles de entender ese tipo de tíos. Babeaba de avidez hasta formar un charco.

—Pues yo estoy harta de ser pequeña, nadie me mira —gruñó Zoé.

—Ya vendrá, mi niña, ya vendrá… ¿Has olvidado que habías prometido vestirme para mi cita? —preguntó Christine Barthillet a Hortense.

Hortense la miró de arriba abajo analizándola.

—¿Qué ropa tiene usted que se pueda poner?

La señora Barthillet suspiró «no gran cosa, no compro nada de marca, yo lleno mis armarios a base de catálogos».

—Vamos a tener que vestirla con aire desenfadado entonces… —declaró Hortense con voz profesional—. ¿Tiene usted una sahariana?

La señora Barthillet asintió con la cabeza.

—Un modelo de La Redoute. De este año…

—¿Un chándal?

La señora Barthillet asintió.

—Bueno… ¡Vaya a buscarlos!

La señora Barthillet volvió con la ropa echa una bola. Hortense la levantó con la punta de los dedos, la extendió sobre el sofá y la observó durante un momento. Max y Zoé la miraban subyugados.

—Bueno, bueno…

Frunció la nariz, torció la boca, cogió un jersey, un chaleco, extendió una camisa blanca, la volvió a dejar.

—¿Tiene usted accesorios?

La señora Barthillet levantó la cabeza sorprendida.

—Collares, brazaletes, una bufanda, unas gafas…

—Tengo algunas baratijas de Monoprix…

Fue a buscarlas a la habitación.

Zoé empujó a Max con el codo y susurró «vas a ver, ¡fíjate bien! Va a transformar a tu madre en bomba sexual». La señora Barthillet depositó un montón de colgantes al lado de la ropa desplegada, que parecía esperar el golpe de varita mágica de Hortense. Esta reflexionó y, después, con tono docto, declaró:

—¡Desnúdese!

La señora Barthillet puso cara de sorpresa.

—¿Quiere usted que la vista o no?

Christine Barthillet asintió. Se encontró en bragas y sujetador delante de Max y las niñas. Se tapó los senos con las manos y carraspeó molesta. Max y Zoé estallaron en un ataque de risa.

—Lo importante: la sahariana. Regla número uno: acompañada de un pantalón de jogging Adidas con bandas blancas es lo correcto. Empezamos bien, tiene usted uno. De hecho, es la única forma de tener un aspecto chic en chándal.

—¿Con una sahariana?

—Efectivamente. Regla número dos: bajo la sahariana, poner un jersey con cuello en V y una camiseta que se vea bajo el jersey…

Hizo una señal a la señora Barthillet para que se pusiese la ropa que le tendía.

—No está mal, no está mal —dijo Hortense sopesándola con la mirada.

Regla número tres: adornar todo con algunos accesorios baratos, vamos a coger sus collares y sus brazaletes de Monoprix.

La decoró como a un maniquí de escaparate. Dio un paso atrás. Echó una manga hacia atrás. Volvió a dar un paso atrás. Arregló el cuello del jersey. Añadió un último collar y un par de gafas de aviador en el pelo.

—Y en los pies, playeras… ¡Y todo listo! —declaró, satisfecha.

—¿Playeras? —protestó Christine Barthillet—. Eso no es muy femenino.

—¿Quiere usted parecer del montón o una profesional del estilo? Hay que elegir, Christine, hay que elegir. Usted me ha pedido que la ayude, yo la ayudo; si no le gusta, póngase tacón de aguja y estará usted vulgar.

La señora Barthillet se calló y se puso las playeras.

—Ya está… —dijo Hortense, tirando del jersey y haciendo aparecer el tirante de la camiseta. Vaya a mirarse en el espejo.

La señora Barthillet se fue a la habitación de Joséphine y volvió con una gran sonrisa.

—¡Genial! No me reconozco. Gracias, Hortense, gracias.

Dio unas vueltas por el salón y después se sentó en el sofá golpeándose los muslos de alegría.

—¡Es increíble lo que se puede hacer con tres trapos cuando se tiene gusto! ¿Y de dónde te viene todo eso?

—Siempre he sabido que valía para eso.

—Un auténtico truco de magia. Como si hubieses visto a otra persona dentro de mí. Como si supiese por fin quién soy yo.

Zoé se hizo una bola sobre la alfombra y, jugando con sus cordones, murmuró:

—A mí me gustaría también saber quién soy yo. Me lo haces, di, Hortense…

—¿Hacerte qué? —preguntó Hortense, distraída, observando un último detalle en la vestimenta de Christine Barthillet.

—Lo que le has hecho a la señora Barthillet…

—Te lo prometo.

Zoé dio un salto de alegría y se colgó del cuello de Hortense, que se soltó de golpe.

—Aprende primero a comportarte, Zoé. No hay que demostrar nunca tus emociones. Mantén las distancias. Es la regla número uno para tener clase. El desdén… Mira a la gente desde arriba y te respetarán. Si no entiendes eso, no merece la pena salir.

Zoé se calmó y dio tres pasos atrás, interpretando el papel de orgullosa e indiferente.

—¿Así? ¿Está bien?

—Tiene que ser natural, Zoé. Tienes que ser naturalmente desdeñosa. Es una actitud de dura.

Había pronunciado «actitud» articulando la palabra cuidadosamente.

—La actitud debe ser natural…

Zoé se tiró del pelo y soltó un suspiro rascándose el vientre.

—Es muy difícil…

—Exige trabajo, eso seguro —replicó Hortense con la punta de los labios.

Su mirada se cruzó con Christine Barthillet y le preguntó:

—¿Sabe usted qué aspecto tiene su Alberto?

—Ni idea. Llevará
Le Journal Du Dimanche
bajo el brazo. Ya os contaré… Venga, me voy. ¡Hasta luego!

Cogió su bolso y se dispuso a salir. Hortense la atrapó y le señaló que su bolso no iba para nada con su vestimenta.

—Qué le vamos a hacer —dijo Christine Barthillet—. Ya sé que hay que llegar con retraso, pero si me duermo, ¡ya no habrá Alberto!

Ya bajaba las escaleras cuando Max y Zoé le gritaron que hiciese una foto para saber qué aspecto tenía Alberto.

—Imagínate —silbó Zoé preocupada—, quizás se convierta en tu padrastro…

* * *

En la cocina, con las persianas cerradas para protegerla del calor, Joséphine escribía. El día en el que debía entregar su manuscrito se acercaba. Sólo le quedaban tres semanas para terminar. Iris venía cada día para llevarse a los niños al cine, a pasear por París o por el Jardín Botánico. Ella comía helados mientras les pagaba vueltas en los coches de choque y partidas de tiro al plato. Como el colegio de los chicos era un centro de exámenes de selectividad, Max y Zoé habían sido liberados de toda obligación. Joséphine le había explicado a Iris que no conseguiría terminar la novela si no se sentía completamente libre de toda presencia en su casa y de la preocupación de saber qué hacían todo el día. «No puedo dejar que Zoé y Max Barthillet campen a sus anchas, ¡ella terminaría dedicándose al tráfico de móviles robados o a la venta de cannabis!». A Iris no le había gustado la idea. «Pero ¿qué voy a hacer?». «Te las arreglas como puedas —había respondido Jo—, eso o dejo de escribir». Hortense hacía sus prácticas con Chef y vivía su vida, pero había que ocuparse de Zoé y de Max.

La señora Barthillet proseguía su romance con Alberto. Se citaban en terrazas de café, pero todavía no habían consumado. «Hay algo que falla —decía Christine Barthillet—, hay algo que falla en algún sitio. ¿Por qué no me lleva a un hotel?». Me besa, me toquetea, me hace regalos, pero nada más. ¡Yo lo único que quiero es que concluya! En lugar de darnos el revolcón, nos pasamos las horas hablando, sentados, bebiendo café. Voy a terminar conociendo to-dos los bares de París. Llega siempre puntual, siempre está el primero y su placer más grande es verme andar. Dice que mi caminar le inspira, que adora verme llegar, verme marchar. Seguro que este hombre es impotente. O tullido. Sueña con tener una relación, pero no consigue pasar al acto. ¡Menuda suerte la mía! En fin, tengo la impresión de estar con un hombre-tronco. Nunca lo he visto levantado». «No mujer —había dicho Zoé—, es un romántico, se toma su tiempo». «No tengo tiempo que perder. No voy a echar raíces en esta casa. Tengo ganas de instalarme y, en eso, perdemos tiempo, perdemos tiempo. Ni siquiera sé su apellido. ¡Os digo que esto es muy sospechoso!».

Joséphine, en cambio, no tenía tiempo que perder. El cuarto marido acabada de expirar, quemado en la hoguera de los herejes. ¡Uf!, pensó secándose la frente con la mano, ¡ya era hora! ¡Qué hombre malsano y malhechor! Había llegado al castillo montado en un gran caballo de batalla negro y llevando con él los Santos Evangelios. Había pedido asilo y Florine le había acogido. La primera noche, no quiso dormir en una cama sino en el suelo, bajo las estrellas, envuelto en su gran capa negra. Guibert el Piadoso era un hombre magnífico. El cabello largo y moreno, el torso poderoso, los brazos de leñador, hermosos dientes blancos, una sonrisa carnívora, penetrantes ojos azules… Florine había sentido el fuego quemarle las entrañas. Hablaba citando versículos del Evangelio, recitaba el texto del
Decretum
que conocía de memoria y combatía el pecado en todas sus formas. Se había instalado en el castillo y reglamentaba la vida de todos. Exigía a Florine que portara vestimentas austeras, sin color. El Maligno se aloja en el seno de cada mujer, profesaba levantando el dedo hacia el cielo. Las mujeres son frívolas, habladoras, infanticidas, abortivas, lujuriosas, lúbricas, prostitutas. La prueba: no hay mujeres en el Paraíso. Había hecho retirar los tapices y los cuadros de las paredes del castillo, había confiscado las pieles y vaciado los joyeros. Con su hermosa voz de macho poderoso, lanzaba anatemas. Los maquillajes son bermellones para adúlteras, las chicas feas son vómitos de la tierra y de las hermosas hay que desconfiar, pues no son más que apariencia disimulando un saco de basura. ¿Pretendes querer seguir la regla de san Benito y tiemblas cuando te ordeno dormir en el suelo, en camisa? ¿Acaso no ves que es el diablo el que te encierra en ese bienestar de reina, el diablo el que ha llenado tus cofres de oro y piedras preciosas, el diablo que te murmura que cuides tu belleza y la suavidad de tu piel para alejarte de tu Esposo divino? Florine escuchaba y se decía que este hombre le había sido enviado para llevarla por el buen camino. Se había desviado por culpa de sus precedentes maridos. Había olvidado su vocación. Su voz la embrujaba, su estatura la turbaba, su mirada la atravesaba. Temblaba tan fuerte de deseo por él que le consintió todo. Isabeau, su fiel servidora, aterrorizada por el fanatismo de Guibert, huyó una noche llevándose al joven conde. Florine permaneció sola, entre criados aterrorizados. Los que no obedecían eran encerrados en las mazmorras del castillo. Nadie se atrevía a oponerse a él. Una noche, sin embargo, pasa el brazo alrededor de los hombros de Florine y le pide que se case con él. Radiante de alegría, Florine da gracias a Dios y acepta. Será una boda triste y austera. La novia lleva los pies descalzos, el novio la mantiene a distancia. Durante la noche de bodas, mientras Florine se desliza en el lecho conyugal temblando de alegría, él se envuelve en su capa y se aleja de su lado. No pretende consumar el matrimonio. Sería ceder al pecado de lujuria. Florine llora, pero aprieta los dientes para que él no lo oiga. Tiene que repetir como un rezo no soy nada, soy menos que nada, soy una mala mujer, peor que la peor de las bestias. He encontrado a mi Salvador tomando a este hombre por esposo y debo obedecerle en todo. Ella cede. Al día siguiente, él corta sus largos cabellos dorados con su puñal y le marca la frente con dos grandes trazos de ceniza. Polvo eres y en polvo te convertirás, enuncia él deslizando el pulgar sobre su frente. Florine desfallece de placer al sentir su dedo sobre su piel desnuda. Ella confiesa su placer y él redobla su crueldad. La agota trabajando, le inflige un ayuno perpetuo, le ordena hacer ella misma todas las tareas de la casa y beber el agua sucia de lavar. Despide uno por uno a todos los criados cubriéndoles de regalos para que no hablen. Ordena que le entregue todo su dinero y que le indique dónde ha escondido su oro, el oro que te ha dado el rey de Francia tras haber asesinado a tu marido, y que tú has escondido. Ese oro está maldito, debes dármelo para que yo lo tire al río. Florine se resiste. No es su dinero, sino el de su hijo. No quiere desheredar a Thibaut el Joven. Guibert la somete entonces a una verdadera tortura, la encadena en una celda hasta que hable. A veces, para ablandarla, la toma en sus brazos y rezan juntos. Dios me ha enviado a ti para purificarte. Ella se lo agradece, agradece a Dios que la conduce por la vía de la sumisión y la obediencia.

Other books

March Mischief by Ron Roy
Backlash by Lynda La Plante
Footsteps in the Sky by Greg Keyes
Satisfaction Guaranteed by Tuesday Morrigan
THE ONE YOU CANNOT HAVE by SHENOY, PREETI
Ecstasy in the White Room by Portia Da Costa
Letter From Home by Carolyn Hart
Beloved Evangeline by W. C. Anderson