—Al principio, seguro, yo no le gustaba; ahora me soporta. Yo sé cómo tratarla: a su hija, hay que halagarla, acariciarle el cuello como a un perrito, decirle que es guapa, inteligente y…
Joséphine iba a responderle cuando sonó el teléfono.
Era Shirley. Invitaba a Joséphine a ir a su casa.
—Entiéndelo… con la señora Barthillet pululando por ahí, no podríamos hablar tranquilamente.
Joséphine aceptó. Entregó la lista de la compra a Christine Barthillet, le dio dinero y la urgió a vestirse y salir. La señora Barthiller masculló que era domingo por la mañana, que con Joséphine no podía una relajarse, que siempre tenía prisa. Joséphine la cortó asegurándole que el mercado cerraba a las doce y media.
—¡No es verdad! —protestó Christine Barthillet contemplando la lista.
—¡Y no cambie las frutas y verduras por chucherías! —rugió Joséphine al salir—. Son malas para los dientes, para la tez y para el trasero.
—A mí me da igual, yo me como una patata todas las noches.
Se encogió de hombros y se puso a leer la lista de la compra como si descifrara unas instrucciones de montaje. Joséphine la miró, quiso decir algo y cambió de opinión.
Cuando Shirley abrió la puerta, estaba hablando por teléfono. En inglés. Encolerizada. Decía
«no, no, nevermore! I'through with you…
» Joséphine le hizo una señal de que volvería más tarde, pero Shirley, tras una última retahíla de insultos, colgó.
Ante el aspecto deshecho de Shirley y sus grandes ojeras, toda la cólera que había acumulado durante la semana se esfumó.
—Qué alegría me da verte. ¿Te las has arreglado bien con Gary?
—Tu hijo es un encanto. Bueno, guapo, inteligente. Lo tiene todo para gustar.
—Muchas gracias. ¿Quieres un té?
Joséphine asintió y contempló a Shirley como si no la hubiese visto nunca antes. Como si haberla visto al lado de una reina hiciese de ella una perfecta extraña.
—Jo… ¿por qué me miras así?
—Te vi en la tele, la otra noche. Al lado de la reina de Inglaterra. Con Carlos y Camila. Y no me digas que no eras tú porque si no…
Joséphine buscó algo que decir, golpeó el aire con las manos como si se ahogara. Tenía claro lo que quería decir pero no sabía cómo formularlo. Si me dices que no eras tú, cuando te reconocí perfectamente, sabré que me mientes y no lo soportaré. Eres mi única amiga, la única persona en la que confío, no querría poner esta amistad, esta confianza, en duda. Así que dime que no lo he soñado. No me mientas, por favor, no me mientas.
—Era yo, Joséphine. Por eso me fui en el último minuto. Yo no quería ir…
—¿Fuiste obligada a presentarte en un baile con la reina de Inglaterra? —articuló Joséphine estupefacta.
—Obligada…
—¿Conoces a Carlos, a Camila, a Guillermo, a Harry y a toda la familia?
Shirley asintió con una señal de la cabeza.
—¿Ya Diana?
—La conocí muy bien. Gary creció con ellos, con ella…
—Pero, Shirley… ¡Me lo tienes que contar!
—No puedo, Jo.
—¿Cómo que no?
—No puedo.
—¿Incluso si te prometo no contárselo a nadie?
—Es por tu seguridad, Jo. La tuya y la de tus hijas. No debes saberlo.
—No te creo.
—Y, sin embargo…
Shirley la miró con ternura y una gran tristeza.
—Nos conocemos desde hace años, nos contamos todo, te he contado mi único secreto, lees en mi cara como en un libro abierto y la única cosa que se te ocurre decirme es que no puedes contarme nada bajo pena de… —Joséphine se asfixiaba de cólera—.¡Te he odiado toda la semana, Shirley! Toda la semana he tenido la impresión de que me habías robado algo, de que me habías traicionado, y no quieres decirme nada. ¡La amistad, Shirley, funciona en dos direcciones!
—Es para protegerte. Cuando no se sabe, no se habla…
Joséphine soltó una risa de decepción.
—Como si me fuesen a torturar por eso.
—Puede ser peligroso. Como lo es para mí. Pero yo estoy obligada a vivir con ello, no tú…
Shirley hablaba con voz tranquila. Constataba algo. Joséphine no observó ningún énfasis, ningún fraude en su voz. Enunciaba un hecho, un hecho terrorífico, sin que la emoción turbase su voz. Joséphine quedó conmovida por su sinceridad e hizo un movimiento hacia atrás.
—¿Hasta ese punto?
Shirley vino a sentarse al lado de Jo. Le pasó el brazo alrededor de sus hombros y, en un susurro, se confió a ella.
—¿No te has preguntado nunca por qué he venido a instalarme aquí? ¿En este barrio? ¿En este edificio? ¿Completamente sola, sin familia en Francia, sin marido, sin amigos, sin una auténtica profesión?
Joséphine negó con la cabeza.
—Por eso te quiero, Joséphine.
—¿Porque soy una estúpida? ¿Porque nunca veo más allá de mis narices?
—¡Porque no ves el mal en ninguna parte! Yo vine aquí a refugiarme. En un sitio donde estaría segura de no ser reconocida, buscada, acosada. Allí vivía, tenía una gran y hermosa vida hasta que… hasta que pasó aquello. Aquí hago pequeños trabajos, sobrevivo…
—¿Esperando qué?
—Esperando no sé qué. Esperando a que eso se arregle allí, en mi país… A que pueda volver y retomar una vida normal. He olvidado todo al instalarme aquí. He cambiado de personalidad, he cambiado de nombre, he cambiado de vida. Puedo educar a Gary sin temblar de miedo si llega con retraso del colegio, puedo salir sin mirar si me están siguiendo, puedo dormir sin temor a que echen la puerta abajo…
—¿Por eso te has cortado el pelo muy corto? ¿Por eso andas como un chico? ¿Por eso luchas como un hombre?
Shirley asintió con la cabeza.
—Lo he aprendido todo. He aprendido a luchar, a protegerme, a vivir sola…
—¿Lo sabe Gary?
—Se lo dije. No tuve elección. Había deducido muchas cosas y tenía que tranquilizarle. Decirle que no se equivocaba. Eso le ha hecho madurar mucho, crecer mucho… Aguantó el golpe. A veces tengo la impresión de que me protege.
Shirley estrechó su brazo en torno a Joséphine.
—En medio de toda esa desgracia, he encontrado algo de felicidad aquí. Una felicidad tranquila, sin cursilería ni miedos. Sin hombre…
Sintió un escalofrío. Habría querido decir sin «ese» hombre. Le había vuelto a ver. Por su culpa tuvo que prolongar su estancia en Londres. Le había telefoneado, le había dado el número de su habitación en el Park Lane Hotel y le había dicho «te espero, habitación 616». Había colgado sin esperar respuesta. Ella había mirado el teléfono diciéndose «no iré, no iré, no iré». Había corrido hasta el Park Lane Hotel, en la esquina de Piccadilly y Green Park. Justo detrás de Buckingham Palace. El gran hall beige y rosado, con lámparas en forma de racimos venecianos. Los sofás donde los hombres de negocios toman el té hablando en voz baja. Los enormes ramos de flores. El bar. El ascensor. El largo pasillo de paredes beiges, de gruesa moqueta, de apliques adornados con pequeñas pantallas con colgaduras. La habitación 616… El decorado desfilaba como en una película. Siempre se citaba con ella en hoteles cercanos a parques. «Dejas al pequeño jugando en la hierba y subes conmigo. El mirará a los enamorados y a las ardillas grises, eso le enseñará la vida». Un día, ella le había esperado todo el día. En Hyde Park. Gary era pequeño. Corría detrás de las ardillas. «Me gustan de lejos,
mummy
, de cerca parecen ratas». «A mí me pasa lo contrario, me gusta de cerca, de lejos lo tomo por lo que es: una rata». Ese día, no había venido. Habían ido a Fortnum and Mason. Habían comido helados y pasteles. Ella había bebido su té humeante cerrando los ojos. Gary se mantenía recto en su sillón y probaba los pasteles como un experto con la punta de su tenedor. «Tiene el porte de un príncipe», había dicho la camarera. Shirley había palidecido. «Ha estado bien esta tarde en el parque —había proseguido Gary cogiéndola de la mano—, Green Park es mi preferido». Conocía todos los parques de Londres.
Otra vez, cuando subió a la habitación del hotel, Gary había ido a hablar con los oradores de Marble Arch. Debía de tener once años.
Decía «tómate el tiempo que quieras,
mummy
, no te preocupes por mí, así practico el inglés, no quiero olvidar mi lengua natal». Había disertado sobre la existencia de Dios con un individuo taciturno que, encaramado a un taburete, esperaba a que viniesen a hablarle. Había preguntado a Gary: «Si Dios existe, ¿por qué ha hundido al hombre en el sufrimiento?». «¿Y tú qué le respondiste?», había preguntado Shirley levantando el cuello de su chaqueta para esconder la marca de un chupetón. «Le hablé de la película
La noche del cazador
, del bien y del mal, de que el hombre debe hacer una elección y de que cómo puede elegir si no conoce el sufrimiento y el mal…». «¿Le dijiste eso?», había respondido Shirley maravillada.
Háblame, cariño, háblame más para que olvide esa habitación y a ese hombre, que olvide el asco de mí misma cuando salgo de los brazos de ese hombre. El esperaba en la habitación. Echado en la cama con los zapatos puestos. Leyendo el periódico. La había mirado sin decir nada. Había dejado el periódico. Puesto una mano sobre sus caderas, levantado su falda y…
Siempre era lo mismo. Esta vez, ella era libre de ser su prisionera: Gary no esperaba en el parque. No había visto pasar las horas. Ni los días. Los platos se acumulaban al pie de la cama. Las camareras eran despedidas cuando llamaban a la puerta.
Nunca más, nunca más. ¡Esto tenía que acabar!
Tenía que permanecer lejos de él. Siempre la encontraba. El nunca venía a Francia, le buscaban y tenía miedo de pasar la frontera. En Francia ella estaba protegida. Allí estaba a su merced. Por culpa suya. No conseguía resistirse a él. Sentía vergüenza cuando volvía con su hijo. Él la esperaba, confiado, delante del hotel. Cuando llovía, se refugiaba en el interior y esperaba. Volvían los dos a pie atravesando el parque. «¿Tú crees en Dios?», había preguntado Gary, un día, tras haber pasado la tarde hablando con un nuevo orador de Hyde Park. Le había cogido gusto a eso. «No lo sé —había respondido Shirley—, me gustaría tanto creer…».
—¿Crees en Dios? —preguntó Shirley a Joséphine.
—Pues, sí… —respondió Joséphine, extrañada por la pregunta de Shirley—. Le hablo por las noches. Salgo al balcón, miro las estrellas y le hablo. Me ayuda mucho…
—
Poor you!
—Lo sé. Cuando digo eso, la gente me toma por tonta. Así que no hablo de ello.
—No tengo fe, Joséphine… No intentes convertirme.
—No lo intentaré, Shirley. Si tú no crees, es por despecho, porque el mundo no está hecho como tú quisieras. Pero es como el amor, hay que ser valiente para amar. Dar, dar, sin pensar, sin contar… Con Dios, hay que decirse «creo» y todo se vuelve entonces perfecto, lógico, todo tiene un sentido, todo se explica.
—No en mi caso —rio Shirley con amargura—. Mi vida es una serie de cosas imperfectas, ilógicas… Si fuera una novela, sería un melodrama para llorar a mares, y me horroriza inspirar piedad.
Se detuvo como si ya hubiese hablado demasiado.
—Y con la señora Barthillet, ¿cómo van las cosas?
—¿Eso quiere decir que ya no puedes hablar de nada? —suspiró Joséphine. Cambias de tema. Se acabó la discusión.
—Estoy cansada, Jo. Tengo ganas de respirar… Estoy feliz de haber vuelto, créeme.
—Eso no impide que todos te hayan visto en la televisión. ¿Qué vas a decir si las niñas o Max te preguntan?
—Que hay alguien que se me parece en la corte inglesa.
—No van a creerte: han encontrado fotos de Gary en Internet con Guillermo y Harry. Un antiguo criado que…
—No las ha podido vender a la prensa, así que las ha puesto en Internet. Pero yo lo negaré, diré que nada se parece más a un niño que otro niño. Confía en mí, sabré arreglármelas. Las he pasado peores. ¡Mucho peores!
—Debes de pensar que mi vida es bastante aburrida…
—Tu vida va a complicarse con esa historia del libro. Cuando se empieza a hacer trampas, a mentir, se embarca uno en extrañas aventuras…
—Lo sé. A veces me da miedo…
El hervidor había empezado a silbar y la tapa, a bailar por la fuerza del vapor. Shirley se levantó, dispuesta a hacer té.
—He traído un Lapsang Souchong de Fortnum and Mason. Ya me dirás qué te parece…
Joséphine la observó realizar la ceremonia del té: calentar la tetera, contar las cucharadas de té, verter el agua hirviendo, dejar reposar, con la seriedad de una auténtica inglesa.
—¿Se hace el té de la misma forma en Escocia y en Inglaterra?
—Yo no soy escocesa, Jo. Soy una auténtica lady inglesa…
—Pero si me habías dicho…
—Me pareció más romántico…
Joséphine estuvo a punto de preguntarle cuáles eran las otras mentiras, pero se aguantó. Saborearon su té hablando de los niños, de la señora Barthillet, de sus citas por Internet.
—¿Te ayuda económicamente?
—Está sin blanca.
—¿Quieres decir que compras la comida para todo el mundo?
—Pues… sí.
—Eres realmente demasiado buena —dijo Shirley golpeándole cariñosamente la nariz—. ¿Hace la casa? ¿Cocina? ¿Plancha?
—Ni siquiera eso.
Shirley se encogió de hombros y los dejó caer soltando un profundo suspiro.
—Me paso el tiempo en la biblioteca. He ido al cine con el hombre de la parka. Es italiano, se llama Luca. Siempre tan taciturno. Eso, en cierto modo, me viene bien. Debo terminar primero el libro.
—¿Hasta dónde has llegado?
—Hasta el cuarto marido.
—¿Y ese quién es?
—Todavía no lo sé. Me gustaría que ella viviese una pasión tórrida. Una pasión física…
—¿Como Shelley Winters y Robert Mitchum en
La noche del cazador!
Ella lo desea como una loca y él la rechaza… así que ella lo desea aún más. El se hace pasar por un pastor y se sirve de la Biblia para enmascarar su avidez. Cuando ella intenta seducirle, él la sermonea y le vuelve la espalda. Acaba asesinándola. Es el mal encarnado…
—Eso es… —prosiguió Joséphine apretando su taza de té entre las manos—. Sería predicador, recorrería las campiñas, ella le en-contraría, se enamoraría perdidamente de él, la esposaría, ambicionaría su castillo y su oro e intentaría matarla. Temería por su vida, él cogería a su hijo como rehén… Pero ese no podrá hacerla rica.
—¿Y por qué no? Podrías inventar que ya había estafado a muchas viudas, que había escondido el botín en alguna parte y que ella lo heredaría…