Los ojos amarillos de los cocodrilos (21 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

—Vuelve a la Tierra, Jo. François Villon les importa un bledo.

Joséphine calló y suspiró:

—Sólo quería ayudarte.

—Lo sé, es muy amable de tu parte. Eres buena, Jo. Estás completamente fuera de juego, pero eres buena.

De vuelta al punto de partida, pensó Joséphine. Soy de nuevo la torpe… Sólo quería ayudarte. Una lástima.

Una lástima para ella.

Y, sin embargo, existía ese despecho, ese tono de celos en la voz de Iris que estaba segura de haber oído. ¡Dos veces en pocos segundos! No soy tan desastre como parece si me tiene envidia, pensó incorporándose, no tan desastre… Y, además, no he pedido tarta de manzana. Ya he perdido cien gramos por lo menos.

Lanzó una mirada triunfante a su alrededor. ¡Me tiene envidia, me tiene envidia! Poseo algo que ella no tiene y que le gustaría tener. Lo he sentido durante una milésima de segundo en un brillo de su mirada, un tono de su voz. Y todo este lujo, estas palmeras en macetas, todas estas paredes de mármol blanco, todos estos reflejos azulados que recorren los ventanales de cristal, esas mujeres en albornoz blanco que se estiran haciendo tintinear sus brazaletes no me importan nada. No cambiaría mi vida por ninguna otra en el mundo. ¡Enviadme a los siglos x, xi y XII! Revivo, me vuelven los colores, me estiro, salto sin silla de montar tras Rollon el gigante y huyo con él agarrada a su cintura… Guerreo a su lado a lo largo de las costas normandas, amplío sus dominios hasta la bahía del Mont-Saint-Michel, adopto a su bastardo, le educo y se convierte en Guillermo el Conquistador.

Oyó sonar las trompetas de la coronación de Guillermo y enrojeció.

O quizás…

Me llamo Arlette, la madre de Guillermo. Lavo la ropa en la fuente de Falaise cuando Rollon, Rollon el gigante, me ve, me secuestra, me desposa y me preña. De simple lavandera me convierto en casi reina.

O quizás…

Levantó el borde de su albornoz como se levanta una falda. Me llamo Matilde, hija de Balduino, conde de Flandes, que se casó con Guillermo. Me gusta la historia de Matilde, es más novelesca. ¡Matilde amó a Guillermo hasta el día de su muerte! Era raro en aquella época. Y él la amó también. Hicieron construir dos abadías, la abadía de los Hombres y la de las Mujeres, a las puertas de Caen, para dar gracias a Dios por su amor.

Yo tendría historias que contar si un editor viniese a pedírmelas. ¡Cientos y miles! Sabría describir el cobre de las trompetas, el galope de los caballos, el sudor de las batallas, el labio que tiembla antes del primer beso… «La dulzura de los besos que son el cebo del amor».

Joséphine se estremeció. Sintió ganas de abrir sus cuadernos, de rebuscar entre sus notas, de encontrar la hermosa historia de aquellos siglos que la fascinaban.

Miró su reloj y decidió que era hora de volver a casa. «Tengo trabajo que hacer…», se dijo incorporándose. Iris levantó la cabeza y soltó un débil «¡ah!».

—Ya me encargo de recoger a las niñas, no te molestes. ¡Y gracias por todo!

Estaba deseando marcharse. Abandonar ese lugar donde todo, de pronto, le parecía falso y vano.

—¡Vamos, niñas! ¡Nos marchamos! ¡Y nada de protestas!

Hortense y Zoé obedecieron sin rechistar, salieron del agua y fueron con ella hasta los vestuarios. Joséphine sintió que había crecido diez centímetros. Avanzaba bailando con la punta de los pies, hoyando como una soberana la espesa moqueta blanca inmaculada, barriendo con la mirada los espejos que le reenviaban su imagen. ¡Ja! Unos kilos menos y estaré fantástica. ¡Ja! Iris ha usado mis conocimientos para brillar en una cena parisina. ¡Ja! Si me lo pidiesen a mí, escribiría volúmenes de mil páginas. Pasó delante de la joven exquisita de la entrada y le dirigió una gran sonrisa victoriosa. ¡Feliz! Soy tan feliz. Si supiese lo que acababa de pasar. Ella tampoco podría evitar mirarme de otro modo.

Fue entonces cuando su albornoz se abrió y la joven la miró con dulzura y cariño.

—¡Oh! No lo había visto…

—¿No había visto qué?

—Que iba usted a tener un bebé. ¡La envidio tanto! Mi marido y yo intentamos tener uno desde hace tres años y…

Joséphine la miró estupefacta. Después sus ojos cayeron sobre su amplio talle y enrojeció. No se atrevió a sacar de su error a la exquisita joven que la miraba con ojos tan dulces y volvió a su cabina arrastrando los pies como si fueran de plomo.

Rollon y Guillermo el Conquistador pasaron sin mirarla. Arlette la lavandera se rio de ella en sus narices salpicándola con el agua del lavadero…

En la cabina de al lado, Zoé pensaba en lo hablado con Alexandre.

¡Iris y Philippe no podían separarse! Era todo lo que le quedaba como familia: un tío y una tía. Ella nunca había conocido a la familia de su padre. No tengo familia, susurraba su padre mientras le besaba en el cuello, mi única familia sois vosotras. Desde hacía seis meses no veía a Henriette. Tu mamá y ella se han enfadado un poco, explicaba Iris cuando le preguntaba el porqué. Estaba triste de no ver a Chef; le gustaba sentarse sobre sus rodillas y escuchar sus historias de cuando era un niño pobre en las calles de París, que limpiaba las chimeneas por unas monedas o pegaba con masilla cristales rotos.

Tenía que encontrar una idea genial para que Iris y Philippe siguieran juntos; hablaría de ello con Max Barthillet. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. ¡Max Barthillet! Formaban un estupendo equipo, Max y ella. Él le enseñaba un montón de cosas. Gracias a él había dejado de ser una niñita tonta. Oyó la voz de su madre, impaciente y precipitada, que la llamaba, y gritó «sí, mamá, ya voy, ya voy…».

* * *

Un chillido despertó a Antoine Cortès. Mylène se agarraba fuertemente a él, presa de temblores, mostrando con el dedo algo sobre el suelo.

—¡Antoine! ¡Mira allí! ¡Allí!

Se pegaba contra él, la boca crispada, los ojos completamente abiertos por el terror.

—Antoine, ¡aaahh!, Antoine, ¡haz algo!

A Antoine le costó despertarse. Aunque llevaba más de tres meses viviendo en Croco Park, cada mañana, en la somnolencia que seguía al ruido del despertador, buscaba la persiana de su habitación en Courbevoie y miraba a Mylène, extrañado al no ver a Joséphine con su camisón de florecillas azules, extrañado al no escuchar a sus hijas saltar sobre la cama gritando ¡levántate papá, levántate! Cada mañana debía hacer un esfuerzo de memoria. Estoy en Croco Park, en la costa oriental de Kenia, entre Malindi y Mombasa, y crío cocodrilos para una gran empresa china. He dejado a mi mujer y a mis dos niñas. Necesitaba repetirse esas palabras. Dejado a mi mujer, a mis dos niñas. Antes… Antes, cuando se iba, siempre volvía. Sus ausencias se parecían a unas vacaciones cortas. Hoy, se esforzaba en repetir Antoine, hoy crío cocodrilos y voy a ser rico, rico, rico. Cuando doble el volumen de negocio, habré doblado mi inversión. Vendrán a proponerme nuevas aventuras y yo elegiré, fumándome un gran cigarro, la que me permita ser aún más rico. Después volveré a Francia. Devolveré a Joséphine cien veces lo que le debo, vestiré a las niñas como princesitas rusas, les compraré a cada una de ellas una hermoso piso, y a vivir. Seremos una familia feliz y próspera.

Cuando sea rico…

Esa mañana no tuvo tiempo de terminar su sueño. Mylène batía las piernas, enviando al suelo toda la ropa de cama. Sus ojos buscaron el reloj para mirar la hora: ¡las cinco y media!

El despertador sonaba cada mañana a las seis, y a las siete en punto, sonaba el silbato de míster Lee para formar el equipo de obreros que trabajaría hasta las tres de la tarde. Sin interrupción. La plantación Croco Park funcionaba sin descanso; los ciento doce obreros estaban divididos en tres equipos, según los viejos principios de Taylor. Cada vez que Antoine pedía a míster Lee que organizase pausas en los horarios de los obreros, este le respondía: «But,
sir, míster Taylor said…»
y él sabía que era inútil discutir. A pesar del calor, de la humedad, del duro trabajo que hacían, los obreros no bajaban el ritmo. La mitad de ellos estaban casados. Vivían en cabañas de adobe. Quince días de vacaciones al año, ni uno más, ningún sindicato que los defendiese, setenta horas de trabajo por semana y cien euros de salario mensual, alojamiento y comida incluidos.
«Good salary, míster Cortès, good salary. People are happy here! Very happy! They come from all China to work here! You don't change the organization, very had idea!».
[2]

Antoine se había callado.

Cada mañana pues, se levantaba, tomaba una ducha, se afeitaba, se vestía y bajaba a tomar el desayuno preparado por Pong, su boy, quien, para agradarle, había aprendido algunas palabras de francés y le saludaba con un «Bien domido, míster Tonio, ¿bien domido?
Breakfast is ready!».
Mylène se volvía a dormir bajo la mosquitera. A las siete, Antoine se encontraba al lado de míster Lee, frente a los obreros que, firmes, recibían su hoja de trabajo para la jornada. Derechos como varas de incienso, sus pantalones cortos flotando sobre sus muslos de cerilla, una eterna sonrisa en los labios y una sola respuesta: «Yes,
sir»
, con el mentón elevado hacia el cielo.

Esa mañana estaba escrito que las cosas no pasarían como de costumbre. Antoine hizo un esfuerzo y se despertó completamente.

—¿Qué pasa, cariño? ¿Has tenido una pesadilla?

—Antoine… Allí, mira… ¡No estoy soñando! Me ha lamido la mano.

No había ni perros ni gatos en la plantación: a los chinos no les gustaban, terminaban siendo pasto de los cocodrilos. Mylène había recogido un gatito en la playa de Malindi, un precioso gatito blanco con dos orejitas puntiagudas y negras. Le había llamado Milú y le había comprado un collar de conchas blancas. Encontraron el collar flotando en el agua de un río de cocodrilos. Mylène había gemido de terror. «Antoine, ¡el gatito ha muerto! Lo han devorado».

—Vuelve a dormirte, querida, tenemos todavía un poco de tiempo…

Mylène clavó sus uñas en el cuello de Antoine y le obligó a despertarse. El hizo un esfuerzo, se frotó los ojos e, inclinándose por encima del hombro de Mylène divisó, sobre el parqué, un largo cocodrilo grueso y reluciente que los miraba fijamente con sus ojos amarillos.

—Ah —apuntó—, en efecto… Tenemos un problema. No te muevas, Mylène, ¡sobre todo no te muevas! Los cocodrilos atacan si te mueves. Si te quedas inmóvil, no te hará nada.

—Pero ¿no lo ves? ¡Nos está mirando fijamente!

—De momento, si no nos movemos, somos sus amigos.

Antoine observó al animal, que le clavaba sus delgados ojos amarillentos. Se estremeció. Mylène lo sintió y le sacudió.

—Antoine, ¡nos va a devorar!

—Que no… —dijo Antoine para calmarla—. Que no…

—¿Has visto sus colmillos? —gritó Mylène.

El cocodrilo les miraba abriendo la boca, descubriendo unos dientes poderosos y acerados, y se aproximó a la cama tambaleándose.

—¡Pong! —gritó Antoine—. Pong, ¿dónde estás?

El animal agarró la punta de la sábana blanca caída al suelo y, cogiéndola entre sus dientes, se puso a tirar y tirar de la sábana, arrastrando a Antoine y Mylène que se agarraban a los barrotes de la cama.

—¡Pong! —gritó Antoine que perdía su sangre fría—. ¡Pong!

Mylène gritaba, gritaba tanto que el cocodrilo se puso a rugir y a hacer vibrar sus flancos.

—Mylène, ¡cállate! ¡Está soltando su grito de macho! Estás excitándole sexualmente, nos va a saltar encima.

Mylène se puso lívida y se mordió los labios.

—Ay, Antoine, vamos a morir.

—¡Pong! —gritó Antoine, teniendo mucho cuidado de no moverse y de no dejarse invadir por el miedo—. ¡Pong!

El cocodrilo miraba a Mylène y emitía un extraño chillido que parecía proceder de su tórax. Antoine no pudo impedir ser presa de un ataque de risa.

—Mylène, creo que te está cortejando.

Mylène, furiosa, le dio una patada en la pantorrilla.

—Antoine, creía que siempre tenías un fusil debajo de la almohada…

—Lo tenía al principio, pero…

Fue interrumpido por unos pasos precipitados que subían las escaleras. Llamaron a la puerta. Era Pong. Antoine le pidió que se deshiciera del animal y tapó con la sábana el pecho de Mylène que Pong miraba fijamente simulando que bajaba los ojos.

—¡Bambi! ¡Bambi! —chilló Pong, hablando de repente como una vieja china desdentada.
Come here, my beautiful Bambi… Those people are friends!

El cocodrilo giró lentamente su cabeza cilíndrica de ojos amarillos hacia Pong, dudó un instante y, después, soltando un suspiro, hizo pivotar su cuerpo y reptó hasta míster Lee que le dio una palmadita y le acarició entre los ojos.


Good boy, Bambi, good boy…

Después sacó un muslo de pollo del bolsillo de su pantalón y se lo tendió al animal, que lo atrapó con un golpe seco y brutal.

Eso fue demasiado para Mylène.


Pong, take Bambi away! Out!
Out!
—chapurreó en su inglés.


Yes, mame, yes… Come on, Bambi.

Y el cocodrilo, bailoteando, desapareció seguido de Pong.

Mylène, lívida y temblorosa, escrutó a Antoine con una larga mirada que significaba «no quiero ver NUNCA MÁS ese animal en la casa, lo has entendido, espero». Antoine asintió y, atrapando sus pantalones cortos y una camiseta, fue en busca de Pong y de Bambi.

Los encontró en la cocina con Ming, la mujer de Pong. Pong y Ming mantenían la mirada baja mientras que Bambi mordisqueaba el pie de la mesa a la que Pong había atado un esqueleto de pollo frito. Antoine había aprendido que no había que enfrentarse a un chino a la cara. Los chinos son muy sensibles, incluso susceptibles, y cada advertencia puede ser interpretada como una humillación que no olvidará durante mucho tiempo. Preguntó pues con suavidad a Pong de dónde venía ese animal, encantador ciertamente, pero amenazante y que, en todo caso, no tenía nada que hacer en la casa. Pong le contó la historia de Bambi, cuya madre había sido hallada muerta en el Boeing que los traía de Tailandia. No era más grande que un gran renacuajo, aseguró Pong, y tan hermoso, míster Tonio, tan hermoso… Pong y Ming se habían encariñado con el pequeño Bambi y le habían criado. Le habían alimentado con biberones de sopa de pescado y caldo de arroz. Bambi había crecido y nunca les había agredido. Mordisqueado a veces, pero era normal. Habitualmente vivía en un estanque, rodeado de un cercado, y no salía nunca. Esa mañana se había escapado. «Seguramente quería conocerle. No volverá a pasar. No le hará daño —prometió Pong-no lo tire a la laguna con los otros, se lo comerían, ¡se ha convertido en una cría de hombre!».

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