Los ojos amarillos de los cocodrilos (19 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

* * *

—¿Estarán dentro? ¿Estás segura? —No me perdería eso por nada del mundo. Una tarde en la piscina del Ritz ¡el colmo del lujo! Suspiró Hortense estirándose en el coche. No sé por qué, desde que dejo Courbevoie, desde que atravieso el puente, me siento revivir. Odio las afueras—. Di, mamá, ¿por qué nos fuimos a vivir a las afueras? Joséphine, al volante del coche, no respondió. Buscaba un sitio para aparcar. Ese sábado por la tarde, Iris la había citado en su club, al borde de la piscina. Eso te hará bien, pareces muy presionada, mi pobre Jo… y hacía treinta minutos que daba vueltas y vueltas. Encontrar un sitio en este barrio no era cosa fácil. La mayoría de los coches esperaban en doble fila, a falta de plazas para aparcar. Era la época de las compras de Navidad; las aceras estaban repletas de gente que llevaba pesados paquetes. Se abrían paso usándolos como escudo y, de pronto, sin avisar, se echaban a la calzada. Había que tocar el claxon para no atropellarlos. Joséphine daba vueltas, abría completamente los ojos, buscando un sitio mientras que las niñas se impacientaban. «¡Allí, mamá, allí!».«¡No! Está prohibido y no tengo ganas de que me pongan una multa». «¡Oh, mamá! ¡Qué aguafiestas eres!». Era su nueva expresión: aguafiestas. La utilizaban en todo tipo de ocasiones.

—Todavía me quedan restos de mi bronceado de verano. No voy a parecer una endivia. —Seguía Hortense examinándose los brazos.

En cambio yo, pensó Jo, voy a ser la reina de las endivias.

Un coche salió justo delante de ella, así que frenó y puso el intermitente. Las niñas se pusieron a dar saltitos.

—Venga, mamá, venga… Aparca como una profesional.

Jo se aplicó y consiguió meterse sin problemas en la plaza vacante. Las niñas aplaudieron. Jo, sudando, se secó la frente.

Entrar en el hotel, enfrentarse a la mirada del personal que la juzgaría y seguramente se preguntaría qué hacía ella allí le provocó nuevamente sudores fríos. Pero se encontró siguiendo a Hortense, quien, perfectamente adaptada, le mostraba el camino cruzando miradas altivas a las libreas bordadas del personal del hotel.

—¿Ya has estado aquí? —susurró Jo a Hortense.

—No, pero me imagino que la piscina debe de estar por ahí… en el sótano. Y si nos equivocamos, no importa. Daremos media vuelta. Después de todo, no son más que criados. Les pagan para informarnos.

Joséphine, confusa, se pegó a ella, arrastrando a Zoé que se detenía en las vitrinas donde brillaban las joyas, los bolsos, los relojes y los accesorios de lujo.

—Guau, mamá, ¡qué bonito! ¡Debe de ser carísimo! Si Max Barthillet viese eso, vendría a robarlo todo. Dice que cuando se es pobre, se puede robar a los ricos, ni siquiera se dan cuenta. ¡Y eso equilibra!

—Pero bueno —protestó Joséphine—, voy a terminar pensando que Hortense tiene razón y que Max es muy mala compañía.

—Mamá, mamá, mira, un huevo de diamantes. ¿Crees que lo ha puesto una gallina de diamantes?

En la entrada del club, una joven exquisita les preguntó sus nombres, consultó un gran cuaderno y les confirmó que la señora Dupin estaba esperándolas al borde de la piscina. Sobre la mesa ardía una vela perfumada. De los altavoces salía música clásica. Joséphine se miró los pies y se avergonzó de sus zapatos baratos. La joven les mostró el camino hacia los vestuarios deseándoles una buena tarde y se metieron cada una en su cabina.

Joséphine se desvistió. Frotando las marcas de su sujetador, doblándolo cuidadosamente, quitándose las medias, enrollándolas, guardando su camiseta, su jersey y su pantalón en su armario. Después sacó su bañador del estuche de plástico donde lo había guardado el mes de agosto y sintió una terrible angustia. Había engordado desde el verano, no estaba segura de que le sirviera. Tengo que adelgazar sin excusas, se sermoneó, ¡ya no me soporto! No se atrevió a mirar su barriga ni sus muslos ni sus pechos. Se puso el bañador a ciegas, mirando una lámpara camuflada en el techo de madera de la cabina. Tiró de los tirantes para alzar sus pechos, deshizo la arruga del bañador en sus caderas, frotó y frotó para borrar el exceso de grasa que la apesadumbraba. Finalmente bajó la mirada y percibió un albornoz blanco colgado en una percha. ¡Salvada!

Se puso las sandalias de tela blanca que encontró colocadas cerca del albornoz, cerró la puerta de la cabina y buscó a sus hijas con la mirada. Ya habían ido al encuentro de Alexandre e Iris.

Sobre una tumbona de madera, resplandeciente en su albornoz blanco, sus largos cabellos negros peinados hacia atrás, Iris descansaba con un libro sobre sus rodillas. Conversaba animadamente con una chica que daba la espalda a Jo. Una jovencita delgada, con un bikini minúsculo. Un bañador rojo con pedrería incrustada que brillaba como estrellas de la Vía Láctea. Nalgas redondeadas, dentro de un slip tan estrecho que Joséphine pensó que resultaba casi superfluo. ¡Dios, qué hermosa mujer! El talle estrecho, las piernas larguísimas, el porte perfecto y derecho, los cabellos recogidos en un moño improvisado… Todo en ella respiraba gracia y belleza, todo en ella estaba en perfecta armonía con el refinado decorado de la piscina cuya agua azulada dibujaba reflejos cambiantes en las paredes. Todos sus complejos emergieron y Joséphine apretó el nudo del cinturón de su albornoz. ¡Lo prometo! A partir de este momento, dejo de comer y hago abdominales todas las mañanas. Hubo un tiempo en el que fui una chica alta y delgada.

Divisó a Alexandre y Zoé en el agua y les hizo una seña con la mano. Alexandre quiso salir para saludarla, pero Jo le disuadió y volvió a meterse en el agua atrapando las piernas de Zoé que dio un grito de pánico.

La joven en bikini rojo se volvió y Jo reconoció a Hortense.

—Hortense, ¿pero qué llevas puesto?

—Pero bueno, mamá… Es un bañador. ¡Y no hables tan alto! Esto no es la piscina de Courbevoie.

—Hola, Joséphine —articuló Iris, incorporándose para interponerse entre madre e hija.

—Hola —eructó Joséphine que se volvió de nuevo hacia su hija—. Hortense, explícame de dónde viene ese bañador.

—Se lo compré yo este verano y no hay razón para ponerse en ese estado. Hortense está deslumbrante…

—¡Hortense está indecente! ¡Y hasta nuevo aviso, Hortense es hija mía y no tuya!

—¡Vamos, mamá! ¡Ya estamos con las palabras grandilocuentes!

—Hortense, ve a cambiarte inmediatamente.

—¡Ni pensarlo! Porque tú te escondas dentro de un saco yo no me voy a disfrazar de mamarracho.

Hortense sostenía sin pestañear la mirada encolerizada de su madre. Unas mechas cobrizas se escapaban del pasador que sostenía su pelo y sus mejillas estaban enrojecidas, dándole un aire infantil que se contradecía con su vestimenta de mujer fatal. Joséphine no pudo impedir el sentirse herida por la pulla de su hija y perdió toda su seguridad. Balbuceó una respuesta inaudible.

—Vamos, chicas, calma —dijo Iris, sonriendo para distender la atmósfera—. Tu hija ha crecido, Joséphine, ya no es un bebé. Comprendo que eso te choque, pero no puedes hacer nada. A menos que la escondas entre dos diccionarios.

—Puedo impedirla exhibirse como lo hace.

—Está como la mayoría de las chicas de su edad… deslumbrante.

Joséphine se tambaleó y tuvo que sentarse en la tumbona cercana a Iris. Enfrentarse a su hermana y a su hija al mismo tiempo la superaba. Volvió la cabeza para contener las lágrimas de rabia e impotencia que le emergían. Siempre terminaba de la misma forma cuando se oponía a Hortense: perdiendo la compostura. Tenía miedo de ella, de su orgullo, del desprecio que demostraba hacia ella, pero, además, debía reconocerlo, Hortense a menudo tenía razón. Si ella hubiese salido de la cabina orgullosa de su cuerpo, a gusto dentro de su bañador, seguramente no habría reaccionado tan violentamente.

Permaneció un instante deshecha, temblorosa. Mirando fijamente los reflejos del agua de la piscina, fijándose sin verlas en las plantas de interior, las columnas de mármol blanco, los mosaicos azules. Después se incorporó, inspiró profundamente para aguantar las lágrimas, sólo faltaba hacer el ridículo y dar el espectáculo, y se volvió, dispuesta a enfrentarse a su hija.

Hortense se había alejado. En los escalones de la piscina, tanteaba el agua con la punta de los pies y se disponía a sumergirse.

—No deberías ponerte en ese estado ante ella. Pierdes toda autoridad —susurró Iris volviéndose de espaldas.

—¡Ya me gustaría verte a ti! Se comporta conmigo de forma detestable.

—Es la adolescencia. Está en plena edad del pavo.

—Tiene buen plumaje la edad del pavo. Me trata como si fuese su sirvienta.

—Porque nunca te has defendido.

—¿Cómo que nunca me he defendido?

—¡Siempre has dejado que la gente te tratara como quería! No tienes ningún respeto por ti misma, entonces ¿cómo quieres que los demás te respeten?

Joséphine, estupefacta, escuchaba hablar a su hermana.

—Que sí, acuérdate… Cuando éramos pequeñas… yo te obligaba a arrodillarte ante mí, y tú debías ponerte en la cabeza lo más valioso que tuvieses y ofrecérmelo inclinándote sin hacerlo caer… ¡Y si no, te castigaba! ¿Te acuerdas?

—¡Era un juego!

—¡Un juego no tan inocente! Yo te probaba. Quería saber hasta dónde podía llegar y hubiese podido pedirte cualquier cosa. Nunca me dijiste que no.

—¡Porque te quería!

Joséphine protestaba con todas sus fuerzas.

—Era amor, Iris. Puro amor. ¡Yo te veneraba!

—Pues bien… no debiste. Tenías que haberte defendido, tenías que haberme insultado. Nunca lo hiciste. Ahora no te extrañes de que tu hija te trate así.

—¡Para! Ahora me dirás que es culpa mía.

—Pues claro que es culpa tuya.

Eso era demasiado para Joséphine. Dejó que las grandes lágrimas que aguantaba corriesen por sus mejillas y lloró, lloró en silencio mientras Iris, tendida boca abajo, la cabeza hundida entre sus brazos, continuaba evocando su infancia, los juegos que inventaba para mantener a su hermana en la esclavitud. Heme aquí de vuelta a la Edad Media, pensaba Joséphine entre lágrimas. Cuando el pobre siervo se veía obligado a pagar un impuesto al señor del castillo. A eso se le llamaba vasallaje, cuatro monedas que el siervo se colocaba sobre la cabeza inclinada y que ofrecía al señor en señal de sumisión. Cuatro monedas que no podía dar pero que, sin embargo, encontraba, sin las que era azotado, encerrado, privado de tierras para cultivar, de sopa… Pueden haberse inventado el motor de explosión, la electricidad, el teléfono, la televisión, pero la relación entre los hombres no ha cambiado. He sido, soy y siempre seré la humilde sierva de mi hermana. ¡Y de otros! Hoy es Hortense, mañana será cualquier otro.

Estimando que el tema estaba zanjado, Iris retomó su posición boca arriba y continuó la conversación como si nada hubiese pasado.

—¿Qué vas a hacer en Navidad?

—No lo sé… —alcanzó a decir Jo conteniendo las lágrimas—. No he tenido tiempo de pensar en ello. Shirley me ha propuesto irme con ella a Escocia.

—¿A casa de sus padres?

—No. No quiere volver allí. No sé por qué. A casa de unos amigos, pero Hortense pone mala cara. Escocia le parece «una caca de vaca».

—Podríamos pasar las Navidades juntos en el chalet…

—Seguro que lo preferiría. ¡Es tan feliz con vosotros!

—Y yo me sentiría feliz de veros.

—¿No tienes ganas de quedarte en familia? Siempre estoy pegada a vosotros… Philippe se va a hartar.

—Oh, ya no somos una pareja joven, ¿sabes?

—Tengo que pensármelo. Son las primeras Navidades sin su padre —suspiró. Después una idea, cortante y desagradable, atravesó su espíritu y preguntó—: ¿Estará allí nuestra señora madre?

—No… En caso contrario no te lo hubiese propuesto. He comprendido que no puedo poneros la una frente a la otra sin llamar a los bomberos.

—Qué graciosa. Me lo pensaré.

Después, echándose hacia atrás, preguntó:

—¿Has hablado de esto con Hortense?

—Todavía no. Simplemente le he preguntado, como lo he hecho con Zoé, qué quería como regalo de Navidad.

—¿Y te ha dicho lo que quería?

—Un ordenador… pero ha añadido que tú le habías dicho que se lo comprarías y que no quería decepcionarte. Ya ves que puede ser delicada y atenta con los demás.

—Podemos llamarlo así. De hecho, ella me arrancó prácticamente la promesa de comprarle uno. Y, como de costumbre, cedí.

—Si quieres se lo regalamos a medias. Un ordenador es caro.

—¡No me hables! Y si le hago un regalo tan caro a Hortense, ¿qué le regalo a Zoé? Detesto las injusticias.

—Ahí también te puedo ayudar… —y, corrigiéndose—: Puedo participar. Sabes, no es gran cosa para mí.

—Y después será un portátil, un ipod, un lector DVD, una cámara… ¿Qué quieres que te diga? Me siento desbordada. Estoy cansada, Iris, muy cansada…

—Precisamente, déjame ayudarte. Si quieres, no diré nada a las niñas. Les haré un regalito y te dejaré asumir toda la gloria.

—Es muy generoso por tu parte, pero no. Me molestaría bastante.

—Vamos, Joséphine, déjate llevar. Eres demasiado rígida.

—Te digo que no. Y esta vez no cederé.

Iris sonrió y se rindió.

—No insisto. Pero te recuerdo que Navidad es dentro de tres semanas y que no tienes mucho tiempo para ganar millones. A menos que juegues a la lotería.

Lo sé, rumió Joséphine en silencio. Sólo pienso en eso. Debería haber entregado mi traducción hace una semana, pero la conferencia de Lyon me ha robado todo el tiempo. No tengo tiempo de trabajar sobre mi informe de habilitación para dirigir trabajos de investigación, me salto la mitad de las reuniones. Miento a mi hermana escondiéndole que trabajo para su marido, miento a mi director de tesis diciéndole que tengo la cabeza en otro sitio desde que Antoine se fue. Mi vida, en otro tiempo armoniosa como una partitura musical, se parece a un inmenso galimatías.

Mientras que, sentada en la esquina de una tumbona, Joséphine proseguía su monólogo interior, Alexandre Dupin esperaba impaciente a que su prima pequeña hubiese terminado de debatirse en el agua y se dedicase a actividades más tranquilas para hacerle las preguntas que se acumulaban en su cabeza. Zoé era la única que podía responderle. No se podía confiar ni a Carmen, ni a su madre, ni a Hortense, que le trataba siempre como si fuese un bebé. De esta forma, cuando Zoé consintió acodarse en el borde de la piscina y descansar, Alexandre se puso a su lado y empezó a hablarle.

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