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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

Mil días en la Toscana

 

Con más resolución que recursos, Marlena De Blasi y su esposo Fernando deciden marcharse de Venecia, donde lo tenían todo: casa, trabajo y seguridad, para vivir rodeados de doscientos vecinos, antiguos olivares y aguas termales etruscas en un pequeño pueblo de montaña llamado San Casciano dei Bagni. Marlena y Fernando se instalarán en un viejo establo que no tiene teléfono ni calefacción central, y cuya cocina es minúscula. En San Casciano no tardarán en trabar amistad con Barlozzo, más conocido como el duque, un peculiar aldeano que, con sus anécdotas y su abundante repertorio del folclore local, los ayudará a profundizar en el alma de la Toscana.

Con Barlozzo como guía, descubrirán hosterías de pueblo en las que se come lo que se ha cogido o recolectado el mismo día. Los acompañaremos a buscar setas silvestres y a vendimiar, conoceremos antiguas historias toscanas, oleremos los sabores de las recetas tradicionales y asistiremos al triunfo del amor por encima de cualquier circunstancia, obstáculo o impedimento en una tierra de ensueño… Pero Barlozzo también guarda secretos, uno de los cuales está relacionado con una hermosa aldeana llamada Floriana y con una vieja historia de amor…

Marlena de Blasi

Mil días en la Toscana

ePUB v1.2

Enylu & Mística
20.05.12

Mil días en la Toscana

Título original:
A Thousand Days in Tuscany: A Bittersweet Adventure

Fecha de publicación: 01/04/2012

245 páginas

Idioma: Español

Traductora: Alejandra Devoto

Para Jill Foulston,

una preciosidad que, como los ángeles de Abraham, pasó

una noche y, mientras estuvo aquí,

cambió y ennobleció todo para siempre

«Porque estar aquí es importante y porque

todo lo que hay aquí, a pesar de ser fugaz,

parece requerirnos y, curiosamente, afectarnos.»

R
AINER
M
ARIA
R
ILKE

PRÓLOGO


Ce l'abbiamo fatta, Chou-Chou
, lo hemos conseguido —dice, llamándome por el nombre con que me ha bautizado.

Se aferra con las dos manos al volante del viejo BMW, tiene los codos abiertos como alas, los hombros encorvados de alegría y lanza una carcajada de complicidad.

—Pues sí, lo hemos conseguido —repito, con apenas un atisbo de desdén en el «hemos».

Aparto la vista de él y contemplo por la ventanilla las luces del Ponte della Liberta. El día duerme aún. Los resplandores cremosos de la primera claridad se ensortijan en torno a la luna que se apaga y va descendiendo en el húmedo azul oscuro del cielo de la laguna. Su alegría infantil y el runrún de la carretera bajo las ruedas son lo único que interrumpe el silencio. Comienza el llanto y las lágrimas manan a chorros, a pesar de mi voluntad de contenerlas. No me quiero marchar de Venecia. De todos modos, acertado del nombre del puente me hace sonreír: Libertad. ¿Puede haber mejor camino para huir? Sin embargo, esta huida es suya: es su nuevo comienzo. Claro que también es el mío, el nuestro, y buena parte de mí se regocija ante la perspectiva de instalarnos en la bellísima campiña toscana. Además, el trayecto hasta Venecia se recorre en coche en una mañana. Nos la pasaremos yendo y viniendo —ya lo sé—, pero por ahora he de apelar a la eterna vagabunda que hay en mí y esperar que responda a mi llamado.

Este marido mío veneciano ha descosido todos los lazos que lo ataban a su ciudad. Después de renunciar a su trabajo y de vender nuestra casa, está haciendo añicos los restos de su pasado como si fuera una carta de castigo y esparciendo los trozos sobre un mar que se los traga. En los mil días transcurridos desde que estamos juntos, ha llevado a cabo una reforma premeditada, algunas veces caminando pesadamente y otras veces al galope. Después de decidirse a poner punto final, dice que ahora puede empezar a ser un principiante. A pesar de su tendencia a la melancolía, Fernando cree que los comienzos son, de por sí, pasajes gozosos y cubiertos de flores en los que no cabe el dolor. Piensa que los viejos fantasmas no sabrán llegar hasta la Toscana.

Cuando llegamos a tierra firme y empezamos a atravesar la zona de Marghera hacia la
autostrada
, me mira con sus ojos de color arándano y me acaricia las lágrimas con el dorso de la mano. Ojos antiguos, distantes, hechos de tristeza y picardía. Fueron sus ojos de lo primero que me enamoré; de los ojos y de la tímida sonrisa de Peter Sellers. «Imprevista» han llamado a esta historia nuestra: imprevista, improbable, de fábula. Un martes tormentoso, él, que ya no es joven, está sentado en un pequeño bar de vinos de Venecia y ve a una mujer, que ya no es joven, que cambia algo en él, que lo cambia totalmente; esto ocurre pocos días antes de que él empiece a cambiarlo todo en ella. Aquella chef, escritora y periodista que se gana la vida recorriendo Italia y Francia en busca de algo perfecto para comer y beber reúne lo que puede de su vida, bastante preciosa, bastante solitaria, abraza a sus dos hijos adultos y prósperos y se va a vivir con aquel desconocido a orillas del mar Adriático. Entre las llamas de un centenar de velas blancas y las columnas de incienso con olor a almizcle, se casan en una iglesita de piedra que da a la laguna. Viajan en el tren nocturno a París y comen emparedados de jamón y pastel de chocolate en una litera alta. Viven aquel amor, luchan y ríen. Cada uno se esfuerza por aprender la lengua del otro, las costumbres del otro, pero no tardan en darse cuenta de que nunca les alcanzará el tiempo para saber todo lo que quieren saber el uno del otro, porque el tiempo nunca alcanza.

V
ERANO
1

E
SAS
M
ARAVILLAS
Q
UE
E
STÁN
C
OCINANDO
S
ON
F
LORES
D
E
C
ALABACÍN

Su aroma basta para hacer estremecer a cualquier hambriento. Aquellas preciosidades calentitas descansan en una enorme pila indisciplinada sobre el hilo blanco. A través de la funda dorada de su piel crujiente se aprecia el amarillo de las flores desnudas.

«La piel es tan fina como el cristal veneciano —pienso, aunque estoy muy lejos de Venecia—. Ahora vivimos en la Toscana. Desde esta mañana, vivimos en la Toscana. —Me lo digo jovialmente, como si fuera cosa de un día—: Ayer, Venecia; hoy, San Casciano dei Bagni.»

Seis horas después de llegar, ya estoy en una cocina: en la cocina pequeña y llena de vapor del bar del pueblo, observando a dos cocineras de gorro blanco y bata azul que preparan
antipasti
para lo que parece haberse convertido en una fiesta del pueblo.

Las maravillas que están cocinando son flores de calabacín, gruesas y aterciopeladas, casi tan anchas y largas como lirios, y la danza de la fritura se ejecuta con precisión: se pasa rápidamente una flor por la masa casi líquida, se deja escurrir el sobrante otra vez en el bol, se deposita la flor suavemente en la sartén ancha y baja con aceite muy caliente. Otra flor y otra. Doce por vez en cada una de las cuatro sartenes. Las flores son tan ligeras que, cuando se forma costra de un lado, cabecean en el aceite y se ponen a dar vueltas y más vueltas, hasta que se introduce una espumadera para rescatarlas y apoyarlas un momento sobre un papel de estraza grueso, que a continuación sirve como soporte para transportarlas hasta una bandeja forrada de hilo. Una de las cocineras llena de agua salada tibia una botella de vidrio rojo, le enrosca un pulverizador de metal y, sujetándola a un brazo de distancia, rocía las flores doradas con el agua salada; las pieles calientes silban y su aroma despierta y se eleva en la brisa húmeda de junio. Este alimento que pasa de la sartén a la mano y de la mano a la boca sirve de sustento durante el intervalo de doce minutos previo a la cena, de modo que, cuando está listo el primer centenar, la cocinera, la que se llama Bice, me pasa la bandeja y me dice: «
Vai
, ve», sin alzar la vista. Es una orden de cocina, de una colega a otra, de una chef a otra, y me lo dice con familiaridad, como si hiciese años que trabajásemos juntas. Sin embargo, esta noche no soy yo la chef. Creo que soy una invitada o puede que sea la anfitriona. No estoy del todo segura de cómo ha comenzado esta fiesta, pero me alegro de que haya empezado.

Feliz y sin haberme lavado todavía después de viajar toda la mañana y de trabajar toda la tarde, estoy tan salada como las flores que ofrezco a la gente, que las toma sin ceremonia. Aquí funciona la misma familiaridad, ya que cada uno me sonríe o me da una palmadita en la espalda y me dice: «
Grazie, bella
, gracias, guapa», como si llevara toda la vida sirviéndoles flores calientes y crujientes.

Esto me gusta. Por un momento, se me ocurre que podría salir corriendo con la cesta hasta algún rincón oscuro de la
piazza
a devorar yo sola las flores que quedan, con los ojos entrecerrados, en un desvanecimiento lujurioso en la penumbra, pero me abstengo. Algunos no pueden esperar a que yo llegue y se me acercan y se sirven una flor mientras beben vino o conversan por encima del hombro. Ahora se congrega la gente a mi alrededor, como los grajos cuando descienden en picado a buscar comida, hasta que no quedan más que unas pocas migas, crujientes y todavía tibias: las presiono con el dedo y me lo chupo.

Me acerco al extremo de un pequeño grupo que está felicitando al propietario del terreno en el cual se cosecharon las preciosidades aquella mañana. Dice que al día siguiente tendrá más y que a eso de las siete dejará un montón en la tienda de Sergio, por si alguien quiere algunas. Comienzan a continuación tres conversaciones distintas y simultáneas sobre la mejor manera de cocinar las flores de calabacín. ¿Es mejor rellenarlas o no? ¿Rellenarlas con
mozzarella
y una anchoa salada, rellenarlas con una loncha de
ricotta salata
, rellenarlas con requesón fresco y unas hojitas de albahaca, mezclar la masa con cerveza o vino blanco, añadir aceite de oliva a la masa, no ponerle aceite? Y la pregunta más importante de todas: ¿conviene freír las flores en aceite de cacahuete o en virgen extra? Estas discusiones me distraen y no escucho que me llaman desde el lado opuesto de la pequeña
piazza
.

—Chou-Chou —dice Bice, dando pataditas impacientes en el suelo con el pie izquierdo, a la entrada del bar, mientras sujeta otra bandeja con los brazos extendidos.

Esta vez sí que, desplazándome ágilmente entre el gentío, distribuyo las flores calentitas en tiempo récord. Aunque en realidad no sé quiénes son ni me han presentado a la mayoría de aquellas personas, todas parecen saber que Fernando y yo acabamos de mudarnos a la casa de los Lucci, al pie de la colina. Esta información no es más que una primera muestra de lo bien que funciona el sistema de difusión interno del pueblo, puesto en marcha, sin duda, por el pequeño batallón de habitantes de San Casciano que se habían reunido antes a la entrada de nuestra casa para darnos la bienvenida. Una cosa fue conduciendo a otra, pero, de todos modos, ¿cómo pudo convertirse un
aperitivo
de agradecimiento en una cena y por qué me aferró tanto a aquella bandeja vacía?

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