Read Mil días en la Toscana Online

Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

Mil días en la Toscana (10 page)

Ya hace algún tiempo que todos los meses reciben un sueldo por labrar la tierra, además de un porcentaje bastante razonable de las cosechas, de modo que
i progresisti
están seguros de disponer de dinero suficiente para comprar su propia parte de uno de aquellos palacios rosados y amarillos, en los cuales sus teléfonos móviles tendrán buena cobertura y habrá más tomas para los aparatos de televisión y menos ventanas que lavar. Sin embargo, no es solo su ansia de diversiones electrónicas y de paredes lisas y rectas lo que incita a los progresistas. La irritación es ancestral.


È la scoria della mezzadria
. Es la escoria de la aparcería —dice Barlozzo.

En aquel momento, Florì llega a la
piazza
con un plato cubierto por un paño de cocina. Se acerca a nosotros de puntillas y dice «
scusatemi
», como si llegara tarde al segundo acto de
Madame Butterfly
, Al llegar ella, Barlozzo se pone de pie, le coge el plato y lo deposita sobre el muro de piedra junto a nuestro vino, le besa la mano y le cede su asiento. Casi sin perder el compás, continúa con lo que estaba diciendo.

—Se avergüenzan de ser aparceros en los campos de un señor y se avergüenzan de seguir rindiéndole pleitesía, pero se quitan el sombrero ante él y, más resignados que orgullosos, le dejan cestas con los mejores
porcini
y las trufas más gordas ante su gran puerta brillante. El pago de un sueldo es un barniz demasiado tenue para ocultar la historia de un siervo.

Sabiendo que bajo el paño de cocina aguarda alguna maravilla, Fernando destapa el plato y deja al descubierto algo que parece un postre, pero que en realidad es un pan redondo de pecorino, salado y crujiente. Corta rebanadas muy finas con el cuchillito que Florì ha dejado en el borde del plato. Sin apartar los ojos del duque, ella saca las servilletas de papel que lleva en el bolsillo del jersey, va poniendo una debajo de cada rebanadita, a medida que Fernando las corta, y nos las va pasando, una a cada uno. Así, el pan va menguando poco a poco, porque a intervalos regulares Fernando lo parte y nos lo reparte con suavidad.


I tradizionalisti
sacuden la cabeza. Algunos viven en el pueblo y otros en las tierras, pero ninguno de ellos irá a vivir a los palacios rosados y amarillos. Dicen que, cuando era más difícil, la vida era mejor. Dicen que la comida era más rica cuando calmaba el hambre y que no hay nada más maravilloso que ver todas las salidas y todas las puestas del sol. Dicen que la vida está para trabajar hasta sudar, comer lo que te toca y dormir como un niño. Dicen que no entienden esta tendencia a acumular cosas que no se comen ni se beben ni se ponen encima ni se usan para no pasar frío y recuerdan los tiempos en los que acumular todavía quería decir recoger tres sacos de castañas en lugar de dos. Dicen que sus vecinos han perdido la capacidad de imaginar y de sentir y algunos incluso la de amar. Dicen que, puesto que todos lo tenemos todo y no tenemos nada, lo único que nos queda es seguir tratando de comprender el ritmo de las cosas. La claridad y la oscuridad. Las estaciones. Hay que vivir con dignidad en la abundancia y vivir con dignidad en la escasez y aceptar las dos o renunciar a la mitad de la vida. Dicen que todos los que han ido a vivir a los palacios rosados y amarillos están esperando la muerte y que, mientras tanto, no hacen más que ver programas de televisión pésimos, presentados por chicas que bailan y un hombre con un peluquín mal hecho, y que a aquello lo llaman «ocio». La facilidad y la abundancia se unen para formar un solo sentimiento que acaba pareciéndose mucho a] desprecio. Demasiada facilidad y demasiada abundancia. ¿Qué se puede esperar de ellas sino desprecio?

La palabra que Barlozzo utiliza para «desprecio» es
sprezzatura
, una palabra dura, un concepto duro que se traduce como «falta de esfuerzo» y significa llegar a dominar algo (por ejemplo, un arte o la vida) sin trabajar realmente en ello, con lo cual el resultado es el desprecio.


Tradizionalisti, progresisti. Bah
. Tal vez lo único que importe sea lograr que nuestra vida dure tanto como nosotros; quiero decir, hacer que la vida dure hasta que acabe, que todas las partes lleguen a la par, como cuando mojas el último trocho de pan en la última gota de aceite que te queda en el plato y te lo comes con el último sorbo de vino que te queda en la copa —dice Florì.

El duque se pone de pie, se acerca a Fernando y apoya las manos en sus. hombros. Me mira a mí, después a Florì y después otra vez a mí.

—Florì y tú, Chou, sois tal para cual, aunque tú te pareces incluso más a mi madre. Para ella también la vida fue una lucha.

—Si yo no creo que la vida sea una lucha…

—Claro que no; en todo caso, tal vez no lo sea en este momento, con todas las «adaptaciones» que has ido introduciendo con el tiempo. Mi madre también se fue adaptando. Para ella, la vida tenía una luz demasiado chillona, era demasiado grande y quedaba demasiado lejos, y por eso apretaba los párpados y acortaba el primer plano. Como si fuera una pintora impresionista, frotaba las protuberancias para suavizarlas y creaba sus propios esfumados, su propia traslucidez. Veía la vida como a la luz de una vela y casi siempre parecía deambular con una especie de rebeldía elegante. Se aferraba a sus secretos, igual que tú, y pensaba que todo se podía arreglar con una hogaza de pan, igual que tú.

—Es cierto: ella lo ve todo con sus propios ojos.

Fernando cuenta una anécdota sobre Erich y yo. Una mañana, lo llevaba a la escuela en coche por la carretera Río Americano de Sacramento. Conocíamos cada curva y vuelta del camino y todos los edificios y lugares característicos del trayecto, de modo que aquel día, al descubrir un letrero nuevo un centenar de metros más adelante, codeé suavemente a Erich y le dije:

—Mira, cariño, han puesto una panadería francesa nueva.

Leí las cuatro letras brillantes —
pain
—, como si fuera francés, «pan».

—Mamá, en el letrero pone
pain
, «dolor», en inglés. Es una clínica —me explicó el niño.

Como Fernando no es de los que estropean una buena historia ciñéndose a la verdad, adornó los acontecimientos y acabó entrechocando las manos con el duque. Espero a que se tranquilicen y a que se me pase un poco el bochorno y después pregunto a Barlozzo:

—¿Qué sabes tú de mis secretos?

—Si supiera algo de ellos, no serían secretos, ¿verdad? Lo único que puedo decir es que, por lo general, las personas misteriosas se reconocen entre sí.

—De modo que, si te das cuenta de que guardo secretos, eso significa que tú también los guardas. ¿No es cierto?

Florì levanta la cabeza y, para recuperarse de la sorpresa, se estira para coger la fuente, que ha quedado vacía, salvo por unas cuantas migas y el viejo cuchillo plateado.

—Cierto es y dejémoslo así por ahora.

—De acuerdo y, en cuanto a que intente resolverlo todo con pan, vamos a ver, lo único que pienso es que, además

de todo lo demás que hay o que deja de haber, una buena hogaza no le hace daño a nadie y, hablando de pan, se me ha vuelto a acabar el romero. ¿Podrías traerme más?

—¿Acaso estás rellenando un colchón con romero? ¡Caray! Nunca he conocido a nadie tan aficionado a él como tú.

—A lo mejor es que echo de menos el mar. Rosmarino, rosa de mar. El de la parcela que hay junto a las viejas caldas es casi tan bueno como los arbustos con costra salada que crecen a orillas del Mediterráneo.

—Te traeré suficiente romero para rellenar diez colchones y disfrutaré todas las cenas exóticas que tú quieras, pero ¿me prepararás siempre mi propio pan normal de todos los días y me servirás una copa de vino y pondrás una aceitera en la mesa? Creo que me ha llegado la hora de, como hace Florì, practicar para que todas las partes lleguen a la par: el pan, el aceite y el vino.

5

S
E
P
ONE
E
L
P
OLLO
E
N
U
NA
F
UENTE
D
E
H
ORNO
S
OBRE
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NA
B
UENA
C
APA
D
E
N
ABOS,
P
ATATAS,
C
EBOLLAS,
P
UERROS
Y Z
ANAHORIAS

Algunas mañanas, en lugar de bajar a las fuentes de aguas termales, trepamos con dificultad por detrás del pueblo hasta donde estaban las terme, «las caldas», originales. La palabra «spa» es un acrónimo latino de salus per aquam, «la salud mediante el agua». Espiamos el interior de los salones en ruinas donde en otros tiempos venían a remojarse los Medici y nos preguntamos si será verdad lo que promociona el servicio de información del pueblo. Seguro que, si una empresa florentina emprendiera una gran reconstrucción de las termas, cambiaría el color del pueblo: seduciría a la gente elegante y estresada, que vendría a que las aguas calientes la revivieran y a que le masajearan las espaldas doloridas. El pueblo somnoliento despertaría, aunque no necesariamente gracias a un apuesto príncipe.

Miro de soslayo a mi apuesto príncipe, mientras caminamossin hablar, absorto cada uno en sus propios ensueños. Pero ¿qué es esto? ¿Qué es este estremecimiento largo y lento? ¿Será posible que lo provoquen los vientos que se agitan, tratando de expulsar el verano? ¿O será la fuerza de la mano de mi esposo apoyada en mi cadera al andar? Me arde la cara, en el lugar en que él la cogió hace un momento al besarme, y me gusta el sabor suyo que me queda en la boca y mezcla el sabor del café, el de la leche y el del pan con los granos de azúcar sin disolver que le quedan en los labios. Tiene gusto a
kugelhopf
. ¿Cómo puede hacerme esto? ¿Cómo es posible que me aturda de esta manera? Aunque puede que no tenga nada que ver con él; es que tengo la presión alta. ¿Por qué no se me había ocurrido? Seguro que es eso. La presión alta me hace estremecer. ¿O será una hormona que se va y después vuelve, porque le da la gana? Puede que sea Fernando. Decido que es él, pero es horrible no estar segura, aunque más horrible me parece que este hombre tenga la habilidad de hacerme estremecer de otra forma.

Estoy en el jardín, preparando un pollo como Florì me ha dicho que solía hacerlo su
mamma
para la comida del domingo. He hecho exactamente lo que ella me dijo: poner el pollo en una fuente de horno sobre una buena capa de nabos, patatas, cebollas, puerros y zanahorias…

Y no me ha dicho nada más, de modo que sigo como a mí me parece. Le relleno el vientre con un puñado de ajo —aplasto los dientes, pero no los pelo—, después le froto el pecho con aceite de oliva para que brille y por último lo adorno con una rama gruesa de romero silvestre. Al cabo de una hora, aproximadamente, en el horno de leña, la piel se ha bronceado y ha quedado crujiente y los jugos corren en chorritos dorados, de modo que lo retiro a una bandeja larga, profunda y caliente y lo dejo reposar. Dentro de la casa, pongo la fuente de horno sobre un fuego fuerte, rasco los trocitos de las verduras caramelizadas y la grasa que ha chorreado y se ha adherido a la fuente y los rocío con vino blanco, transformando finalmente los jugos en una salsa que sabe tanto a sábado por la noche como a domingo a mediodía. Extiendo rebanadas de pan sobre la salsa y las dejo un rato, para que se impregnen, mientras caliento media taza de Vin Santo, añado un puñado de gruesas
zibibbi
, pasas de uva de la isla de Pantelleria, frente a las costas de Sicilia. Tengo listas en la nevera lechugas silvestres, lavadas, secas y envueltas en un paño de cocina. Abro una botella de Sauvignon Blanc de Castello della Sala y lo pongo en un cubo de hielo.

A Monet le habría encantado la mesa de la terraza, enjoyada con una jarra de amapolas y espliego y con velas dentro de viejos faroles de barcos para que no las apaguen los vientos bochornosos de las nueve. Llamo a Fernando, que está arriba, en alguna parte. Pongo las lechugas frías en una fuente, las rocío con un poco más de salsa, coloco encima el pan empapado, esparzo sobre él las pasas calientes embebidas en vino y, por último, sobre toda aquella creación pongo el pollo. Me muero de hambre.

Lo llamo desde el pie de las escaleras.

—Fernando,
la cena è pronta
, está lista la cena.

Sirvo el vino y empiezo a beberlo a sorbos de pie en la terraza, con una mano apoyada en la cadera, contemplando el final del día. Fernando sigue sin aparecer. Salgo al jardín y grito a la ventana abierta.

—Fernando, ¿bajas a cenar conmigo?

Alguien que no es Fernando asoma la cabeza por la ventana de una de las habitaciones de huéspedes. Lo reconozco a pesar de la oscuridad, aunque, en realidad, puede que más bien perciba la presencia de mi viejo amigo, Don Impulsivo. La respiración agitada que atrib ulaba a mi esposo sin ninguna restricción en Venecia ha hallado nuestro escondite en la Toscana.


Non ho fame
.

Don Impulsivo nunca tenía hambre.

—¿Por qué no bajas aunque sea a hacerme compañía? El pollo tiene muy buena pinta. Por lo menos prueba un vaso de vino o un trozo de pan. Ven a charlar conmigo.

Pruebo con todos los botones que han dado resultado en el pasado, pero ninguno sirve.

Aquel maestro de lo dramático da tiempo para que se acumule la tensión durante unos cuantos minutos y después o escucho bajar con pereza las escaleras. Bebo un trago largo de vino. Con una sola mirada, me doy cuenta de que es un jenízaro que ha ido a combatir contra las estrellas. Para empezar, anuncia que haberse marchado del banco no le ha proporcionado toda la paz que buscaba y se lamenta de lo que ha perdido: la seguridad, el puesto y el título.

—En este lugar apagado, pensé que estaría la serenidad —dice.

Quiero decirle que la serenidad no depende de la geografía y que, si no se sentía sereno en Venecia, ¿cómo iba a pretender sentirse sereno en la Toscana? Sin embargo, no digo nada y me limito a mirarlo con tranquilidad y asombro, mientras se agitan en mi cabeza las imágenes maravillosas de estas últimas semanas y meses. Me dice que siente que ha sido robado y formula su acusación de pie muy cerca de mí.

—¿Y soy yo la ladrona? —le pregunto, ahora también de pie.

—Pues sí, claro que sí. Fuiste tú la que hizo que esto pareciera posible. Fuiste tú la que me hizo creer que podía llegar a ser alguien más que «el bueno de Fernando» —dice, dispuesto a recibir la tierna bendición que sabe que es inminente.

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