Read Mil días en la Toscana Online

Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

Mil días en la Toscana (6 page)

Por aquí, precisamente por aquí, a lo largo de este camino en el que recojo tallos de hinojo silvestre, pasaban las legiones romanas. Es la antigua Via Cassia, la actual Strada Statale Numero 2, y seguro que justo aquí, a su lado, en este campo en el que hemos hecho el amor y bebido nuestro vino crepuscular, los romanos han encendido hogueras entre las piedras etruscas, han cocido su papilla de
farro
y han dormido un sueño sombrío. Parece como si siempre estuviéramos deslumhrados. Vamos en coche a Urbino y decimos: «En aquella casa nació la madre de Rafael». En Città della Pieve decimos: «En aquella iglesia trabajaba Perugino». Damos vueltas por Spoleto y decimos: «En esta puerta resistieron a Aníbal las tribus de los
spoletini
». En los bosques que se extienden más allá de nuestro propio jardín, decimos: «Esta mañana, aquella pandilla de cazadores domingueros capturará dos jabalíes cumpliendo los mismos ritos que los cazadores medievales».

En casi todas las aldeas, comunas y fracciones de borgo, habrá al menos una ruina que la redima de su humildad: un fragmento de un muro, una pintura, una capilla, una iglesia espléndida, una torre, un castillo, un pino piñonero solitario e imperecedero que defienda una montaña geórgica, medio metro de un fresco del siglo x que todavía se puede distinguir de los milenios de transformaciones que lo rodean. Preservada, reverenciada, ahora encontramos un trozo de una decoración acicular que adorna el obrador de una chocolatería. Son pasajes, huellas y rastros que, como nosotros, ansian que alguien los toque y no los olvide jamás.

Todos los días aprendemos un poquito. Paramos en cada
frantoio
que encontramos junto a la carretera y probamos aceites de oliva hasta que encontramos uno que nos gusta lo suficiente para llenar nuestra
giara
, una tinaja con espita que tiene capacidad para veinte litros. Al ritmo de un litro por semana, tendremos suficiente hasta diciembre, cuando se prense el aceite nuevo. Entramos la vasija de aceite por la puerta del establo y la instalamos en un rincón oscuro y fresco.

Esta es la tierra del
Chianti Geográfico
. Aunque aquí se fabrica el vino con las mismas variedades de uva y casi la misma metodología que las del Chianti propiamente dicho, estas vides quedan fuera de las regiones llamadas del Chianti y, por consiguiente, deben llevar otra denominación. Recorremos las colinas con nuestras botellas de cinco litros recién lavadas y relucientes tintineando en el maletero del coche y llamamos a la puerta de todos los vitivinicultores que inviten a
degustazione
,
vino sfuso
, a probar sus vinos de barril. Vamos dando vueltas y probando durante las tardes hasta que finalmente seleccionamos uno de Palazzone como nuestro tinto oficial de la casa.

A Sergio y a varios horticultores más les compramos las verduras, las plantas aromáticas y la fruta para todos los días. Tenemos garantizado el suministro de huevos. Compramos harina para hacer pan en sacos de papel de diez kilos y harina integral y de trigo sarraceno en paquetes de dos kilos al molinero del pueblo. Todavía nos falta decidir quién va a ser nuestro
macellaio di fiducia
, nuestro carnicero de confianza, aunque el que está a punto de conquistarnos es el joven alto de Piazze que lleva una cuchilla de carnicero colgando de su cinturón de Dolce e Gabbana. Hay una cooperativa en Querce al Pino donde nos esperan otras cosas necesarias. En cuanto a lo que no tiene que ver con la mesa, la
lavanderia
local es mucho más que un lavadero. Los servicios incluyen limpieza en seco y corte y confección y, bajo el mismo techo, hay también una tienda de tejidos y una tejeduría. La propietaria vende además sus famosos cordiales y tónicos, aguardientes de pueblo que obtiene en un alambique que a menudo murmura junto a la plancha de vapor. Su esposo es el zapatero del pueblo; su hijo, el mecánico de coches, y su nuera, la peluquera, y todas sus empresas se agrupan ordenadamente en torno a la escasa superficie de su patio. De este modo, hemos conseguido el mantenimiento básico. No está mal. Así lo quería yo.

Una mañana, cuando subimos al bar, pillamos a Barlozzo desayunando junto al gallinero. Vemos que rompe un huevo y se lo echa en la boca y a continuación bebe un trago de una botella de vino tinto, se seca la boca con el pañuelo, vuelve a meter el vino en la bolsa y se dispone a subir la colina. Le gritamos que nos espere y, cuando llegamos al bar, sigue bebiendo vino, mientras nosotros tomamos
cappuccini
. Nos dice que toda aquella leche que bebemos nos va a matar.

Prescindiendo de invitaciones y aceptaciones, Barlozzo simplemente adquiere el hábito de venir a vernos todas las tardes a las cuatro y nosotros nos acostumbramos a esperarlo. En privado, Fernando y yo lo llamamos
il duca
, el duque, aunque jamás usamos ese nombre en su presencia; sin embargo, en su honor hemos bautizado la casa «Palazzo Barlozzo» y cada vez que la llamamos así enrojece como un niño, nunca sé si por placer o porque se siente incómodo.

A Barlozzo y a Fernando les agrada estar juntos, como cabría esperar que Gary Cooper y Peter Sellers se sintieran a gusto juntos. Barlozzo enseña a Fernando a ocuparse de las almácigas de olivos que plantó hace unos cuantos meses, en cuanto decidimos alquilar la casa. Hablan de un huerto, pero Barlozzo dice que la mayor parte del terreno que pertenece a la casa desciende en pendiente hacia los rediles y en la parcela en la que su madre tenía el huerto los Lucci levantaron la espantosa estructura de bloques de cemento que ellos llaman «el granero». Dice que lo que queda del jardín es demasiado pequeño para poner algo más que unas cuantas flores. Sin embargo, cuando Fernando le cuenta que me muero por levantar allí fuera un horno de leña, Barlozzo eleva un poquito sus delgados labios toscanos y dice:

—Los llevaré a ver a un amigo que tengo en Ponticelli. Él les hará la
canna fumaria e la volta
, la chimenea y la bóveda, y ya encontraremos suficientes ladrillos viejos para forrar la cámara del horno y para levantar las paredes a su alrededor. Usaremos arcilla y arena para aislarlo y…

Y así continúa, conmovido —creo yo— por la fascinación que despierta en los ojos de Fernando. ¿Habrá encontrado mi marido un héroe? Como dos niños de nueve años —como niños de nueve años de los de antes—, piden papel y bolígrafos y se sientan con las piernas cruzadas en el suelo a esbozar unos diseños primitivos que no deben de ser demasiado distintos de los que habrá trazado un egipcio para los primeros hornos, hace varios miles de años.

Contamos a Barlozzo acerca de nuestra búsqueda de hornos comunitarios por todo el norte de Italia cuando estaba investigando para escribir mi primer libro de cocina. Nuestros favoritos eran los de algunos de los pueblos más pequeños del Friuli, unos hornos que todavía se encienden todos los viernes a medianoche con sarmientos y grandes troncos de roble para poder comenzar al alba la hornada del sábado. Le hablamos del
maestro del forno
, maestro hornero, cuya posición social y política solo es inferior a la del alcalde. El maestro hornero se encarga del mantenimiento del horno y de organizar el horario para hornear, que comienza al salir el sol y acaba justo antes de cenar. Cada familia tiene una especie de emblema para identificar su pan: una cruz tosca o alguna forma de corazones o de flechas que se dibujan con el cuchillo sobre los panes que han fermentado, antes de meterlos en el suelo del horno. Entonces, para no desaprovechar el calor que va disminuyendo después de la última hornada, la gente lleva fuentes de barro cocido y ollas de hierro llenas de hortalizas y plantas aromáticas bañadas en vino, de vez en cuando una pierna de cordero o trozos de cerdo con cebollitas moradas y tallos mal cortados de hinojo silvestre para que se guisen a las brasas durante toda la noche y después descansen un poco en el horno apagado, absorbiendo los aromas persistentes del humo de leña. El domingo por la mañana, antes de misa, el hijo mayor de cada familia viene a buscar la comida dominical; algunos envuelven su trofeo en manteles de hilo y lo llevan a la iglesia para que el sacerdote lo bendiga.

A aquellas alturas, la boca toscana se eleva casi hasta dibujar una sonrisa, de modo que pregunto a Barlozzo por el horno comunitario de San Casciano.

—En realidad, en una época había dos hornos en el pueblo. Uno de ellos estaba en el prado que ahora es el campo de fútbol y el otro sigue estando detrás del taller de reparación de tractores, en el camino a Celle, pero no ha habido en uso ningún horno comunitario desde antes de la Segunda Gran Guerra y los más pequeños que la mayoría de nosotros hemos construido en nuestros patios se han convertido en guaridas de ardillas o nidos de palomas, o apoyos para herramientas o tiestos —dice, como si no pudiera recordar muy bien por qué ni cuándo ha ocurrido esto.

Barlozzo propone que los tres trabajemos en el horno todas las mañanas, a partir de las diez, y que hagamos una pausa a la una para comer y evitar el calor de la tarde. Nos va bien, porque a primera hora de la mañana nos gusta salir a explorar, aunque sospecho que Barlozzo ya lo sabe y por eso ha propuesto el horario que más nos conviene.

Una mañana, mientras trabajamos, le pregunto por qué aquel no puede ser el nuevo horno comunitario, por qué no podemos encenderlo el sábado por la mañana e invitar a los habitantes del pueblo a hacer su pan.

—Porque los habitantes del pueblo no hacen pan. Ya nadie hace pan, ni dentro de su casa ni fuera de ella; casi nadie. Tenemos dos panaderos excelentes que nos lo suministran y ahora la gente tiene otras cosas que hacer. Todo eso forma parte del pasado —dice.

Me suena a una repetición de los primeros berrinches de Fernando en nuestra cocina de Venecia, cuando yo quería hacer pan o amasar mi propia pasta o levantar un postre de seis pisos con un baño de mantequilla con azúcar. Él había tratado de calmar mi entusiasmo con los mismos argumentos: que nadie hornea pan, ni prepara postres ni hace la pasta en casa. «Hasta las abuelas y las tías solteras hacen cola en las tiendas y después se pasan toda la mañana en las cafeterías con sus
cappuccini
», me aseguró entonces. ¿Era aquel el mismo hombre que ahora está impaciente por meter las manos en la masa del pan?

—¿Y por qué nos ayudas con este horno, si todo esto solo «forma parte del pasado»? —le pregunto.

—Os ayudo porque necesitáis ayuda —dice—; porque, a medida que os voy conociendo, me doy cuenta de que lo que más queréis es el pasado. Espero que, en vuestro caso, no se trate simplemente de un interludio folclórico. Espero que tengáis los pies bien puestos sobre la tierra. Quiero decir que habéis venido aquí procedentes de otra vida y sin embargo esperáis introduciros en esta como si estuviéramos en el siglo xix, como si os estuviera esperando, como si fuese Utopía o, peor aún, como si fuese Síbari. Pues bien, esto no es ninguna utopía ni lo ha sido nunca. Y supongo que sabréis cómo acabó Síbari. Aquí el pasado algunas veces ha sido brutal y trágico, como puede serlo el presente.

La rapidez de su mutis deja atrás un escalofrío en la luz ardiente del mediodía.

No me sorprende que el viejo duque conozca la historia griega ni que finalmente se decida a indagar en nuestras almas. Interrumpe todos los canales de comunicación, salvo para desearnos «
buon pranzo
, buen provecho», por encima del hombro, mientras toma el atajo por el prado de atrás para subir al pueblo. Las preguntas de Barlozzo han sido indirectas y semánticas al mismo tiempo. Puede ser tan afilado como una cimitarra, aunque no creo que pretenda ser cortante. Nos quedamos un rato mirándolo y después nos miramos el uno al otro: los dos nos hemos quedado algo perplejos. Nos hemos pasado con él. Aunque haya sido él quien nos ha buscado con su actitud a menudo taimada, quien disfruta hablando y predicando, quien dilucida su vida ante un público nuevo y entusiasta como nosotros, no permitirá que nos acerquemos demasiado a él ni a sus recuerdos. Barlozzo es un hombre con límites, con confines que no aceptan la más mínima presión por nuestra parte sobre lo que queda más allá de ellos.

Aunque decepcionados, ninguno de los dos se sorprende de que nadie llame a la puerta del establo a las cuatro en punto. Según Fernando, el alejamiento del duque es teatral,
un colpo di teatro
, y con él pretende provocar un efecto. Hacemos como que no nos damos cuenta cuando la tarde se convierte en noche sin que dé señales de vida.

«Es demasiado tiempo para mantener al público esperando», pienso.

Estamos fuera, en la terraza, cambiándonos los zapatos y a punto de subir al bar a tomar los aperitivi, cuando el duque aparece por la esquina del establo.


Avete benzina per la macchina?
¿Tenéis gasolina en el coche?


Certo
—responde Fernando—,
ma, perchè?
¿Por qué?

—Porque os invito a cenar.

Nos dirigimos hacia el sur y atravesamos los pueblos cercanos de Piazze y Palazzone. Veinte minutos después, tras dar la vuelta a una curva sobre la cual se alza una estructura curiosa, Barlozzo, que nos guía desde el asiento posterior, dice:


Eccoci qua
.

Es mitad cabana y mitad cobertizo laberíntico y su irregularidad está rodeada por grandes magnolias, cuyas hojas relucientes ensartan luces de muchos colores, que, al parpadear y titilar, producen lo único que suena en la noche oscura y silenciosa. Tomates y ajos se agitan juntos sobre una suave llama cercana y sus aromas suben en espiral y se funden con el del carbón de la leña que arde lentamente. Dejamos el coche al borde de una acequia, junto a una furgoneta que, según Barlozzo, pertenece a la cocinera, y entramos empujando una cortina de cuentas de plástico rojas.

Flippers
, barriles de vino, una barra pequeña y el aire sofocante de cincuenta mil cigarrillos consumidos llenan la primera habitación, donde no hay nadie. Atravesamos otra cortina de cuentas rojas y llegamos a una habitación más amplia en la que hay largas mesas de refectorio, cada una cubierta con un mantel de hule con un diseño distinto. Barlozzo se anuncia con un
permesso
y cruza una puertita que hay en el otro extremo de la habitación, por la que sale el aliento vaporoso de una buena cocina; nos hace señas de que lo sigamos.

Lenta y rítmicamente, la cocinera que es la dueña de la furgoneta estira una plancha de pasta sobre una mesa gruesa de madera. Es una mujer menuda de unos setenta años, con el cabello de un rojo violento recogido bajo un sombrero de papel blanco. Le dicen Pupa, «Muñeca».

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