Read Mil días en la Toscana Online

Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

Mil días en la Toscana (5 page)

Fernando y yo rebozamos y freímos las hojas de salvia y las ramas de apio y las comemos directamente del papel absorbente, de pie delante de la cocina; no nos atrevemos a mover más que la parte superior del cuerpo y lo hacemos con la habilidad de un ladrón que entra a robar por la ventana de un segundo piso. La cocina es más estrecha que la de Venecia, más pequeña aún que cualquier cocina que no sea de juguete. Freímos solo algunas flores y todas las patatitas y las judías verdes y lo llevamos todo a la terraza, junto con dos copas de Vernaccia y la
frittata
.

—¿Qué te parece todo por ahora, aunque no sea más que el principio? —pregunto a Fernando.

—Siento un poco de todo, supongo: algo de miedo y mucho entusiasmo. Todavía no puedo creer que sea cierto que ya no tengo que volver al banco y que ya no tenemos una casa en el Lido. Me refiero a que todo es exactamente como quería que fuese y, sin embargo, como todavía no lo he experimentado del todo, no parece real. Y la casa es, vamos, tan distinta de cualquier otra casa que haya visto y mucho menos en la que haya vivido. Sé que algunas de las habitaciones tienen una forma extraña, pero, en términos generales, es enorme.

Fernando ha vivido toda la vida en dos apartamentos pequeños, situados a menos de un kilómetro el uno del otro, de modo que la impresión que le produce esta vivienda antigua y extraña, mitad establo y mitad granja, es previsible. En cambio, a mí, el gran espacio excéntrico me resulta fascinante.

—Me gusta porque es descontrolada. Parece más un refugio que una casa y me gusta porque es de lo más primitiva y tosca. Es la casa ideal para comenzar, a pesar de que por fuera tiene un aspecto tan abandonado, casi como si la hubiesen despreciado y arrojado al borde del camino o como si el sufrimiento se aferrara a sus piedras.

Fernando se levanta de su silla y se sienta en el suelo de la terraza, con la espalda apoyada-contra la casa, a beber el vino a sorbos.

—No cabe duda de que no es la Cà d'Oro, pero a mí, más que sufriente, me parece
eroica
, heroica. Parece un lugar que resiste.

—No tiene calefacción central, ni teléfono ni televisión. No vamos a contar con muchas comodidades.

—Es cierto, pero nos sobra imaginación —me dice con la más tierna de sus sonrisas de Peter Sellers.

Hace tres años, cuando me marché de Estados Unidos para venir a vivir a Italia, no fue Venecia ni la casa en la playa lo que me atrajo, sino este hombre: Fernando. Y ahora ocurre lo mismo. No podemos decir que hayamos venido a la Toscana por una casa.

Después de habernos encontrado el uno al otro, es la inocencia lo que hemos venido buscando desde el otro lado del mar, hasta aquí, hasta estas laderas de arenas rosadas. Hemos venido a llevar una vida que no esté atestada, una vida que siga los ritmos y los rituales de esta cultura rural; una vida, como dicen aquí, hecha
a misura d'uomo
, a la medida del hombre. Esperamos que sea un lugar que todavía recuerde la vida de verdad, la vida como era en otras épocas, con sus partes difíciles y sus partes alegres.
Dolce e salata
, dulce y salada. Como ayunar antes de un banquete, cada aspecto de la vida dignifica al otro. Tal vez en cualquier lugar del mundo exista la posibilidad de vivir con este equilibrio, pero nosotros hemos venido a buscarlo aquí, precisamente aquí, y por eso hemos recogido el tiempo incierto y los destellos de luz que nos parece que nos quedan y nos hemos venido corriendo. Hemos venido porque nos parece que tal vez aquí aprendamos hacia dónde avanza el progreso. Tenemos la fuerte sospecha de que la mayor paz se consigue yendo hacia atrás. Ya veremos. Lo que ya sabemos es que la vida es efímera, fugaz. Acariciaremos cada día en su forma más sencilla, con pocas ilusiones o puede que ninguna. Acabamos de echar abajo la estructura de una vida, de modo que levantar otra de inmediato sería una reacción demasiado violenta, sobre todo antes de darnos la oportunidad de decidir qué es lo que deseamos de verdad y lo que creemos que podemos conseguir al levantar una estructura nueva.

No seremos como un prisionero emocional o físico que duda delante de la puerta de su celda monacal abierta de par en par, tímido y no del todo seguro de querer salir. Qué será de él sin las paredes, se pregunta, y por eso se dedica a levantar otras, a imponer nuevos límites a su libertad: cometer el mismo delito, casarse con la misma persona, coger el mismo tren, buscar un trabajo igual, escribir la misma carta, el mismo libro. Las personas que buscan el cambio, un nuevo comienzo, otro tipo de vida, a veces imaginan que se lo encontrarán todo listo para ellas por el mero hecho de haber cambiado de domicilio, por haberse ido a vivir a otro espacio geográfico. Sin embargo, un cambio de dirección —por lejano y exótico que sea— no es más que un «traslado» y, en cuanto miran a su alrededor, se dan cuenta de que todo lo que pensaban que habían dejado atrás ha llegado con ellas. Absolutamente todo. Por eso, si algún plan tenemos, ahora que estamos comenzando, es dar un nuevo ímpetu a nuestras vidas: darles una forma nueva, en lugar de repetirlas.

Damos vueltas por nuestro nuevo hogar, habitación por habitación, subimos las escaleras y las volvemos a bajar. Fernando dice que es fenomenal y yo digo que estoy de acuerdo… si lo que queremos es vivir en un agriturismo o en un sanatorio para berlineses tísicos.

—Un poco de pintura, algunas telas, unos cuantos muebles antiguos y bonitos.

Me encojo de hombros y hablo en falsete, para suavizar mis palabras con un toque de indiferencia, pero no engaño a mi marido. Pocos días después de que fuera a vivir con él en Venecia, una mañana dejó el confort de su casa en la playa con su costra polvorienta y, al regresar, nueve horas después, encontró la guarida de un bajá, con los suelos de mármol brillantes, brocado blanco colgando por todas partes y la delicadeza de las velas con olor a canela para tratar de borrar veinte años de humo de cigarrillos.


Cristo
.

Barlozzo llega con las cuatro campanadas. No sonríe y se siente cómodo en el silencio; su reserva toscana choca con las paparruchadas que digo y con las vueltas que doy a su alrededor —parezco Donna Reed—: acomodo un cojín para que se siente, le digo lo contentos que estamos de recibir a nuestra primera visita, me acerco a él con una copa de vino llena de agua, pero la rechaza, diciendo:


Acqua fa ruggine
, el agua produce herrumbre.

Cuando le sustituyo el agua por vino, vacía media copa y, sin preámbulos, nos revela que él ha nacido en aquella casa.

—Arriba, en la habitación pequeña que da al oeste. Aquí abajo vivían los animales. Aquí dormían las vacas lecheras y una mula —dice, abarcando con las manos nuestro
salotto
, el salón— y allí, donde está vuestra cocina, estaba el pesebre.

Esto me encanta y aplaca el rechazo que me había producido hasta entonces aquel mísero lugar. Ahora pienso que mi cocina es una salita angelical. Estoy segura de que Donna Reed jamás cocinó en un pesebre.

—Cuatro generaciones de hombres de la familia Barlozzo fueron aparceros en las tierras de los Lucci. La mía habría sido la quinta, pero, después de la guerra, todo cambió. Mi padre estaba demasiado enfermo para trabajar, de modo que, para ganar nuestro sustento, me dediqué a hacer trabajitos para los Lucci. Yo era más valioso para ellos haciendo arreglos que como agricultor. Tienen ocho propiedades entre Piazze y Celle y yo iba de una a otra, tapando agujeros en los techos, levantando paredes, tratando de rescatar lo que había quedado abandonado, lo que daba vergüenza después de la guerra.

Se siente cómodo en el silencio… hasta que se pone a hablar. Como si se hubiese estado guardando las anécdotas, empieza un monólogo que parece la salmodia suave de un monje anciano. Nos cuenta que, cuando fallecieron sus padres, se quedó aquí solo unos cuantos años y que después alquiló un piso de posguerra en el pueblo nuevo, situado como a un kilómetro, por la carretera. Fue el último que vivió en aquella casa de forma permanente, porque, a partir de entonces, la usaron como depósito y a veces para albergar a los peones ocasionales que los Lucci contrataban para la cosecha de la aceituna y para la vendimia. Hacía más de treinta años que no trabajaba para los Lucci ni ponía los píes en ella. Lo que no dice es tan elocuente como la historia que cuenta. Entre frase y frase hace una pausa, para darnos tiempo a escuchar sus silencios.

—¿Le gustaría ver cómo han reconstruido el piso superior? —le pregunto.

Recorre las habitaciones con nosotros. La cocina de la familia Barlozzo quedaba donde ahora está nuestro dormitorio. Pasa la mano por el muro de mampostería nuevo donde en otra época estaba la chimenea. Los otros dos dormitorios eran una despensa —él la llama la
dispensa
—, de cuyas grandes vigas de roble su padre colgaba las patas traseras de los cerdos lavadas con vino, para que se columpiaran con las brisas frescas y secas de un invierno y una primavera, hasta que, al secarse, se convertían en la carne dulce y sonrosada del
prosciutto
.

—De estas vigas colgábamos de todo —dice—: higos y manzanas atados con hilos, salamís enteros, tomates y guindillas secos con sus ramas, ristras de ajos y cebollas. Siempre había una pirámide de calabazas de invierno, verdes y redondas, apiladas las unas sobre las otras con el tallo hacia abajo, y así se quedaban desde septiembre hasta abril. Las paredes estaban cubiertas de anchos estantes de madera que se combaban bajo el peso de los melocotones, las cerezas y los albaricoques que se conservaban en botes,
sotto spirito
, en alcohol. Cuando las cosas iban bien, claro está.

Como le he entendido
Santo Spirito
, le digo que me gustaría conocer su receta del Espíritu Santo para conservar las cerezas y es la primera vez que lo oigo reír a carcajadas.

Cuando le mostramos los dos cuartos de baño, sacude la cabeza y farfulla algo sobre lo mal que hacen las cosas los Lucci. Habla de bañeras con patas y muros de ladrillo a la vista. Se lamenta de que los Lucci pasaran por alto las montañas de viejas baldosas de barro cocido que guardan en sus cobertizos y sus sótanos por todo el valle y en su lugar prefirieran el brillo de las industriales. Han deshonrado el sello inconfundible de la vieja granja.


È una tristezza
—dice—,
proprio squallido come lavoro
. ¡Qué pena! Es un trabajo realmente miserable. Con los subsidios del Estado, los Lucci lo han hecho todo lo más barato posible.

Aunque no entendemos lo que ha querido decir con la última frase, por la expresión de la cara de Barlozzo y la energía con la que la ha acabado está claro que aquel no es buen momento para seguir indagando. Su apreciación cruelmente honesta de la casa escuece y, sin embargo, estoy de acuerdo con él. Me recuerdo que no hemos venido a la Toscana por una casa.

El sol ha ido a bañar el otro lado del cielo y, cuando salimos a sentarnos en la terraza, cae sobre el jardín una luz azulada. Son poco más de las siete y Barlozzo sigue con su monólogo: se ha puesto a hablar de la historia del pueblo. Como todo buen maestro, comienza con una perspectiva general.

—San Casciano, el último pueblo de montaña en el límite meridional de la Toscana, donde comienzan el Lacio y la Umbría, está
precisamente
, exactamente, a 582 metros sobre el nivel del mar y se alza en lo alto de una colina que separa el valle del río Paglia del del río Chiana.

¡Qué emoción siento al encontrarme en medio de lo que describe! Me gustaría decírselo, pero está tan absorto en la narración que callo.

—Tan vieja como Etruria y, probablemente, más antigua aún, la aldea creció en tiempos de los romanos. Fueron los baños, las aguas terapéuticas que brotaban de la rica tierra arcillosa del lugar, lo que atrajo a los romanos más pudientes e hizo que el pueblo empezara a aparecer en los mapas.

»Cuando el Imperio construyó la Via Cassia, una obra imponente que comunicaba Roma con la Galia, a San Casciano dei Bagni, San Casciano de los Baños —que a partir de entonces se volvió más accesible para los viajeros—, empezaron a acudir personajes como Horacio y Octavio Augusto.

»Hacia el medievo, los baños cedieron paso a las guerras y las invasiones entre güelfos y gibelinos en todos los territorios comprendidos entre Siena y Orvieto y solo a partir de 1559, cuando el pueblo quedó bajo la protección del Gran Ducado de Toscana, al mando del florentino Cosme de Medici, los baños de San Casciano recuperaron la fama y empezaron a atraer a toda la realeza europea y a sus cortes. A raíz de aquel tráfico real, se levantaron algunas de las construcciones más suntuosas del pueblo y sus alrededores.

¡Cuánta historia al lado mismo de casa! Aunque sigo observando a Barlozzo mientras habla, mi mente divaga: necesita descansar de sus enseñanzas. Por ahora, me basta con imaginarme que podemos bañarnos en el mismo manantial cálido en el que alguna vez se bañó un emperador romano.

Todas las mañanas vamos a caminar temprano, mientras sale el sol. Encontramos las fuentes romanas, de las que brotan aguas cálidas y muy relajantes en las que sumergimos los pies o, cuando nos apetece, mucho más. El aire todavía fresco y el agua caliente son una combinación deliciosa antes de desayunar. Hay pocos caminos entre los prados y los páramos, de modo que andar se convierte en una aventura y tengo agujetas en los muslos, como me ocurrió durante los primeros días en Venecia, de tanto cruzar puentes. De vez en cuando se levanta una brisa picara que interrumpe la quietud y a veces se transforma en viento y anuncia la lluvia, que no tarda en caer a cántaros sobre nosotros, con una fuerza que talla riachuelos en la tierra tibia. Entonces nos quitamos las botas y metemos los pies en el barro, como los niños que nunca hemos sido y que ahora podemos ser.

Cuando ya no aguantamos más en ayunas, corremos todo lo que podemos a través de la maleza y sobre los campos hasta regresar a casa; llegamos sin aliento, con el corazón latiéndonos con fuerza, mientras nuestros cuerpos exudan los olores picantes de la hierba y el tomillo. Siento como si viviéramos en unas colonias de vacaciones bajo la supervisión de unos cuidadores ausentes y permisivos, que miraran risueños y de lejos el erotismo discreto. Nos damos un baño, nos vestimos y subimos al pueblo.

A los pocos días empezamos a establecer rituales. Cuando pasamos por la panadería, el panadero o a veces su mujer sale a nuestro encuentro en el camino que hay delante de la tienda con trozos todavía calientes de
pizza bianca
envueltos en un papel gris grueso. Se hace con masa de pan estirada bien fina, bañada en aceite de oliva y espolvoreada con sal marina; se mete en el horno junto con el pan y se cocina en uno o dos minutos. La saca con su vieja pala de madera, la recorta con un cuchillo afilado y la deja, con corteza y todo, en una mesa junto a la puerta. Todo el pueblo se despierta con su olor. Devoramos la
pizza
, el primer plato del desayuno, en el trayecto de treinta metros hasta el Céntrale. Cuando nos instalamos en el bar, nos ponen delante nuestros
cappuccini, caldissimi e con cacao
, muy calientes y espolvoreados con chocolate amargo, y nos acercan la bandeja de cruasanes. Nada podrá sustituir a los cucuruchos crujientes rellenos de mermelada de albaricoque de la Pasticceria Maggion con los que me llené de mantequilla las manos y la barbilla todos los días, durante los tres años que estuve en el Lido, pero con estos me conformo. Estaba equivocada con respecto a la aventurera. La entereza, la flexibilidad. Todas mis partes han llegado íntegras desde Venecia a la Toscana. Sigo saboreando las cosas: un beso, una brisa… La confianza sigue funcionando aquí y, como me ocurrió en Venecia, una emocionante sensación de estar en casa me rescata de la nostalgia.

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