Los ojos amarillos de los cocodrilos (25 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Hizo el gesto de tirar una bola de papel con los dedos y se hundió con todo su peso sobre su sillón.

René permaneció en silencio por un momento y después, despacio, como hablando con un niño enfadado, un niño que se empeña en permanecer así y que no te quiere escuchar, empezó a hablar:

—Lo que yo veo es que a tu bomboncito no le va mejor que a ti. Sois como dos focas varadas en una playa desierta debatiéndose. ¡Su Chaval no era nada de nada! Un calentón en la grupa, unas ganas de precipitar la primavera, un pastel que le ha gustado y que se ha comido detrás del mostrador. ¿No me dirás que no te ha pasado a ti?

—¡No es lo mismo! —protestó Marcel envarándose y dando un puñetazo en la mesa con todas sus fuerzas.

—¿Y eso por qué? ¿Porque eres un hombre? Ese argumento está un poco pasado. Huele a napoleoncito. Las mujeres han cambiado. Ahora son como nosotros y, cuando se cruzan con un Chaval engominado que les calienta los bajos, se toman una pequeña libertad, pero eso no significa nada de nada. Una canita al aire. ¡Y cómo tienes a la Josiane! No hay más que ver la jeta que pone detrás de su mesa. ¿Te has fijado en ella, por lo menos? No. Tú pasas delante de ella derecho como una salchicha con tu orgullo por bandera. ¿No has visto que ha perdido peso, que flota dentro del jersey y que se peina con un petardo? ¿Has visto el rosa con el que se pintarrajea? Completamente falso, se lo compra por paquetes de seis en el Monoprix porque si no parecería más blanca que el bidé.

Marcel sacudía la cabeza obstinado y triste. Y René volvía a la carga, mezclando el pitorreo con los sentimientos, el sentido común con la razón, para enderezar a su viejo amigo que amenazaba con estrangularse con la media de nailon.

De pronto tuvo una idea y su mirada se iluminó.

—¿Ni siquiera me preguntas por qué he venido a verte si había jurado no dirigirte la palabra? Estás tan acostumbrado a que te saquen brillo a los zapatos que te parece normal que venga a animarte a domicilio. ¡Tío, vas a terminar ofendiéndome!

Marcel le miró, se pasó la mano por la nuca y, jugando con un bolígrafo que había escapado a raíz del golpe sobre la mesa, preguntó:

—Te pido disculpas. ¿Querías decirme algo?

René se cruzó de brazos y, tomándose todo su tiempo, anunció a Marcel que su mayor temor acababa de hacerse realidad: los chinos habían interpretado mal sus órdenes. Habían mezclado centímetros y pies.

—Acabo de darme cuenta revisando los impresos de pedido de tu fábrica en las afueras de Pekín. Han entendido todo mal y, si quieres evitar lo peor, tienes que venir enseguida a comprobarlo y llamarles.

—¡La madre que les parió! —rugió Marcel—. ¡Estamos hablando de miles de millones! Y tú no me lo decías.

Se levantó de golpe, atrapó su chaqueta, sus gafas y salió corriendo a la escalera para bajar al despacho de René.

René le siguió y, al pasar delante de Josiane, le ordenó:

—Coge tu Bic y tu bloc… ¡Tenemos problemas, los chinitos huelen a podrido!

Josiane obedeció y se precipitaron los tres hacia el piso de abajo.

El despacho de René era una habitación pequeña, casi completamente de cristal, que daba al almacén. Al principio debía de ser un vestuario, pero René se instaló allí, pensando que era más práctico para vigilar la entrada y salida de mercancías. Y después se convirtió en su santuario.

Era la primera vez que Josiane y Marcel se encontraban frente a frente desde el incidente de la máquina de café. René abrió los libros de cuentas sobre su mesa y, después, golpeándose la frente, gritó:

—¡Cono! ¡He olvidado el otro… el principal! Se ha quedado en la entrada. No os mováis, voy a buscarlo.

Salió de su despacho, sacó la llave del bolsillo y ¡clic-clac! Los dejó encerrados. Después se alejó frotándose las manos y haciendo bailar los tirantes de su peto.

En el interior del despacho, Josiane y Marcel esperaban. Josiane puso la mano sobre el radiador y la retiró inmediatamente: estaba ardiendo. Soltó un grito de sorpresa y Marcel preguntó:

—¿Has dicho algo?

Ella negó con la cabeza. Al menos, la había mirado. Por fin giró la cabeza hacia ella sin volverse, la nariz levantada.

—No… Es el radiador, está ardiendo…

—Ah…

Volvió a caer el silencio entre los dos. Se escuchaba el ruido de los traspales, los gritos de los obreros que daban indicaciones para maniobrar, a la derecha, a la izquierda, más alto, insultos que estallaban cuando las maniobras demasiado bruscas amenazaban con acabar con todo por el suelo.

—¿Qué está haciendo? —gruñó Marcel mirando por la ventana.

—No hace nada. Lo que pasa es que quería ponernos a los dos frente a frente y lo ha conseguido. Su cuento del pedido equivocado es una trola.

—¿Eso piensas?

—No tienes más que intentar salir… Me la juego a que nos ha encerrado. ¡Nos ha engañado como a dos tontos!

Marcel posó su mano sobre la puerta del despacho, movió el pomo en todos los sentidos, la sacudió, la puerta permaneció cerrada. Gritó y le dio una patada.

Josiane sonrió.

—¡Como si no tuviese nada que hacer! —estalló Marcel.

—Lo mismo que yo. ¿Qué te crees, que esto es el Club Med?

El aire del despacho era cálido y fétido. Olía a humo de cigarrillo frío, a calefacción eléctrica a toda potencia y a un jersey de lana secándose sobre una silla. Josiane arrugó la nariz y emitió un pequeño resoplido. Se inclinó sobre la mesa y vio pegado contra los bajos del radiador un viejo jersey de rombos extendido sobre el respaldo de la silla. Ha olvidado llevárselo, va a coger frío. Se volvió hacia la enredadera y en ese momento vio a la Escoba llegando con paso militar.

—¡Mierda, Marcel! ¡La Escoba! —susurró.

—Escóndete —dijo Marcel—, si se le pasase por la cabeza venir por aquí.

—¿Y por qué tendría que esconderme? No hemos hecho nada malo.

—¡Escóndete te digo! Nos va a ver al pasar.

La atrajo hacia él y cayeron de cuclillas los dos contra la pared.

—¿Por qué tiemblas ante ella? —preguntó Josiane.

Marcel le puso la mano en la boca y la atrajo contra él entre sus brazos.

—Olvidas que es ella la que tiene la firma.

—Porque fuiste lo suficientemente gilipollas como para dársela.

—Deja de querer hacer siempre la revolución.

—Y tú no dejes que te agarre por los cojones.

—Oh, venga, la señorita me da lecciones… Te hacías menos la lista el otro día al lado de la máquina de café, ¿eh? Toda modosita entre los brazos de ese guaperas que vendería a su madre por un diente de oro.

—Me estaba tomando un café. Eso es todo.

Marcel estuvo a punto de ahogarse. Con voz ensordecida, casi mudo, protestó:

—¿Es que acaso no estabas en los brazos de Chaval?

—Nos achuchábamos un poco, es cierto. Pero sólo para picarte.

—Pues bien… lo conseguiste.

—Sí. Lo conseguí. ¡Y desde entonces no me hablas!

—Es que no me esperaba algo así…

—¿Qué te esperabas? ¿Que te tejiese gorros de lana para tu vejez?

Marcel se encogió de hombros y, tirando de la manga de su chaqueta, se puso a dar brillo a la punta de sus zapatos.

—Estaba harta, Marcel…

—¿Ah, sí? —dijo él, fingiendo estar absorto en la limpieza de su calzado.

—Harta de verte marchar cada tarde con la Escoba. ¡Harta! ¡Harta! ¿No piensas nunca que eso me vuelve loca? Tú, abuelete bien instalado en tu doble vida, yo recogiendo las migas que te dignas a lanzarme. Atrapándolas al vuelo, sin hacer ruido por si ella me oye. Y mi vida pasa a todo trapo sin que pueda ponerle la mano encima. ¡Hace lustros que dura lo nuestro! Y seguimos viéndonos a escondidas. Y nunca me llevas como pareja oficial, nunca me llevas a pasear por los sitios buenos, nunca me exhibes bajo el sol de islas paradisíacas. No, para el bomboncito la oscuridad completa. Los menús a veinte pavos y las flores de plástico. Oh, claro, cuando me pongo gallito, cuando amenazo con dejar plantado a papaíto, me sueltas una joya. Para que siga esperando, para calmar la tormenta en mi cabeza. En cuanto a lo demás, ¡promesas! Promesas a perpetuidad. Así que ese día, me harté… Ese día, además, ella me había agredido. Era el día en el que había perdido a mi madre y ella me prohibió llorar en el despacho. Estaba usurpando mi sueldo, me dijo. La habría descuartizado…

Marcel escuchaba pegado a la pared. Se dejaba invadir por la música de las palabras de Josiane y, poco a poco, fue pudiéndole la ternura. Su cólera caía como la tela de un paracaídas que se posa en tierra. Consciente de que le enternecía, Josiane desplegaba su relato, lo aumentaba, le añadía lágrimas, suspiros, figuras, pintándolo de malva, marrón, negro y rosa. Mientras susurraba su drama, guiaba el lento acercamiento del cuerpo de Marcel contra el suyo. Él todavía resistía, estrechaba sus rodillas entre sus manos para no dejarse caer sobre ella, pero se balanceaba suavemente acercándose.

—Ha sido muy duro perder a mi madre, sabes. No era una santa, qué más quisiera, ya lo sabes. Pero era mi madre. Creía que sería fuerte, que lo aguantaría sin decir nada y, después, ¡pam! Se me hizo un nudo en la garganta y perdí el aliento.

Ella le cogió la mano y la puso entre sus senos, ahí donde tanto le había dolido. La mano de Marcel se calentó en la suya y encontró su lugar de antaño en el suave y relajante canalillo.

—Me encontré como cuando tenía dos años y medio… Cuando levantas la cabeza, confiada, hacia el adulto que debería protegerte y recibes un bofetón, un viaje del que ya no vuelves… Nunca se repone una de esas heridas, nunca. Nos hacemos los orgullosos, levantamos el mentón, pero nuestro corazón late con fuerza…

Su voz se convertía en un hilillo, un susurro de suaves confidencias que envolvía a Marcel Grobz en guata vaporosa. Bombón cito, mi bomboncito, qué bien oírte de nuevo, mi niña, mi querida, mi amazona dorada… háblame, sigue hablándome, cuando balbuceas, cuando te enredas con las palabras como la aguja en la lana, yo resucito, la vida es árida sin ti, no brilla, no vale más que levantarse por las mañanas para apoyar la nariz en la ventana.

Henriette Grobz había subido al despacho de Marcel y, al no encontrar ni a Josiane ni a su marido, partió en busca de René. Le encontró en el almacén, en plena discusión con un obrero que se rascaba la cabeza: no había más sitio en altura para ordenar los palés. Henriette esperó, un poco alejada, a que le prestasen atención. Su cara estaba pintada como un fresco restaurado y su sombrero plantado sobre el cráneo dominaba como un trofeo arrancado al enemigo. René se volvió y la vio. Una mirada rápida a su despacho le tranquilizó: los dos amantes contrariados se habían escondido. Se despidió del obrero y preguntó a Henriette lo que podía hacer por ella.

—Estoy buscando a Marcel.

—Debe de estar en su despacho.

—No está allí.

Ella respondía con voz grave e hiriente. René puso cara de extrañado e hizo como que reflexionaba mientras la sopesaba con la mirada. El polvo rosa sobre su rostro dibujaba placas resecas e irritadas que subrayaban las finas arrugas de la boca y las carrilladas que se hundían. Su rostro avejentado, del que sobresalía una nariz de loro, se articulaba en torno a una boca tan estrecha que el carmín se salía de los labios pintados. Henriette Grobz intentaba dibujar la sonrisa de la que se planta esperando una propina a cambio, y que, decepcionada, quisiera escupir sobre el impostor que le ha hecho creer durante un segundo que obtendría su óbolo. Había hecho un esfuerzo con René, pensando que la informaría, pero, ante su ineficacia, retomó su aire de ayudante en jefe y giró los talones. Dios, pensó René, ¡qué mujer! ¡Tiesa como una verga empalmada! Seguro que no encuentra placer alguno ni en la comida ni en la bebida, ni en el menor abandono. ¡Habría que hacerla saltar con dinamita! Todo lo tiene bajo control, todo rezuma obligación, interés; el cálculo se alía con la frialdad de su ropa y de sus gestos. Un almidón perfecto embutido en un corsé de cálculos financieros.

—Voy a esperarle en su despacho —silbó mientras se alejaba.

—Eso es —respondió René—, si le veo le diré que está usted allí.

Mientras tanto, en el despacho de René, de cuclillas en la oscuridad y susurrándose, Marcel y Josiane proseguían su reencuentro.

—¿Me la has pegado con Chaval?

—No, no te la he pegado… Me dejé llevar una noche de depresión. Me fui con él porque estaba allí… Pero podría haber sido cualquier otro.

—¿Me quieres un poco a pesar de todo?

El se había acercado y su muslo reposaba contra el de Josiane. Su aliento cercano era cálido y él respiraba entrecortadamente a fuerza de estar doblado en dos.

—Te quiero sin más, mi osito…

Ella suspiró y dejó caer su cabeza sobre el hombro de Marcel.

—Te he echado de menos, ¿sabes?

—Yo, también. No te puedes hacer idea.

Estaban allí, los dos, atónitos, estrechados el uno contra el otro como dos colegiales que han hecho novillos y se esconden para fumar. Susurrando en la oscuridad y el calor que apestaba a lana mojada.

Permanecieron un largo rato sin moverse, sin hablarse. Sus dedos se estrecharon, se frotaron, se reconocieron, y fue toda una ternura, todo un calor lo que Josiane reencontró como un paisaje de la infancia. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, discernían en lo oscuro el contorno de los objetos. Me da igual que sea viejo, que sea gordo, que sea feo, es mi hombre, mi bola de arcilla a la que amar, con la que reír, a la que moldear, con la que sufrir; lo sé todo de él, puedo describirlo con los ojos cerrados, puedo adivinar sus palabras antes incluso de que las pronuncie, puedo leerle el pensamiento, leer sus ojitos vivaces, leer su gruesa barriga… describiría con los ojos cerrados a este hombre.

Permanecieron un buen rato sin hablar. Se habían dicho todo y, sobre todo, sobre todo, se habían reconciliado. Y, de pronto, Marcel se levantó de golpe. Josiane le murmuró: «¡Ten cuidado! ¡Puede estar detrás de la puerta!».

—¡Me da igual! Levántate bomboncito, levántate… Somos idiotas por escondernos de esta forma. No hacemos nada malo, ¿eh, bomboncito?

—¡Vamos, ven! Vuelve a sentarte.

—¡No, de pie! Tengo algo que pedirte. Algo demasiado serio para que te quedes de cuclillas.

Josiane se levantó, se colocó su falda y, riéndose, preguntó:

—No irás a pedir mi mano, ¿eh?

—Mejor que eso, bomboncito, mejor que eso.

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