Los ojos amarillos de los cocodrilos (29 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

—¿Tomaba notas? —repitió Iris.

—Sí. Entonces pensé que debía de ser una cita de negocios… Me las he arreglado, no le diré cómo, para tener una fotocopia de su agenda, en la que no hay ni rastro de esas citas. No las anotó en su cuaderno, ni habló de ello con su secretaria ni con la más cercana de sus colaboradoras, la señora Vibert.

—¿Cómo puede usted saber todo eso? —preguntó Iris, extrañada de una intrusión tal en la vida de su marido.

—Eso es asunto mío, señora. En fin, sin revelarle nuestros procedimientos, sabemos que no son citas de negocios.

—¿Tiene usted fotos del hombre en cuestión?

—Sí —dijo sacando un fajo de un porta documentos.

Lo extendió bajo la mirada de Iris, que se inclinó con el corazón en un puño. El hombre tenía en efecto unos treinta años, el pelo castaño, corto, los labios finos y gafas de concha. Ni guapo ni feo. Un hombre corriente. Hizo un esfuerzo de memoria, pero tuvo que reconocer que nunca lo había visto.

—Su marido le dio dinero líquido y se separaron estrechándose la mano. Aparte de esos dos encuentros, su marido parece tener una vida organizada únicamente en torno a sus negocios. Ningún encuentro personal, ninguna cita furtiva, ninguna estancia en un hotel… ¿Desea usted que continúe el seguimiento?

—Me gustaría saber quién es ese hombre —dijo Iris.

—He seguido al desconocido tras esas dos citas. Una vez tomó un avión a Basilea, la otra a Londres. Es todo lo que he podido saber. Podría saber más, pero sería necesario un seguimiento más profundo, más largo… Poder viajar al extranjero. Eso significa forzosamente gastos suplementarios…

—Ha venido expresamente a París… para ver a mi marido —pensó Iris en voz alta.

—Sí, y ahí radica el misterio.

—Al mismo tiempo, entramos en el periodo de Navidad. Mi marido va a pasar las vacaciones con nosotros fuera unos días y

—No quiero presionarla, señora. Un seguimiento es caro. Quizás quiera usted pensárselo y volver a llamarnos si quiere que continuemos.

—Sí —respondió Iris, preocupada—. En efecto, quizás sea lo mejor.

Quedaba, sin embargo, una pregunta que no se atrevía a hacer y que le quemaba en los labios. Dudó. Bebió un trago de agua.

—Me gustará preguntarle —comenzó balbuceando—. Me gustaría saber si… si tuvieron gestos…

—¿Gestos físicos, dejando adivinar intimidad entre ellos?

—Sí —tragó Iris, avergonzada por plantear sus dudas ante un perfecto desconocido.

—Ninguno, pero sí existía auténtica complicidad. Hablaron de una forma que parecía directa, precisa. Cada uno parecía saber exactamente lo que esperaba del otro.

—Pero ¿por qué mi marido le dio dinero?

—No tengo ni idea, señora. Necesitaría más tiempo para saberlo.

Iris levantó la mirada hacia el reloj del café. Las seis y cuarto. Ya no sabría más. La invadió un enorme desaliento. Se sentía a la vez decepcionada y aliviada de no haberse enterado de nada. Sentía la amenaza de un peligro a su alrededor.

—Creo que necesito reflexionar —murmuró.

—Perfecto, señora. Quedo a su disposición. Si quiere usted seguir, llame a la agencia, volverán a asignarme el asunto.

Apuró su vaso, chascó varias veces la lengua como si probara un buen vino y, con aspecto satisfecho, añadió:

—En espera de sus noticias, le deseo a usted felices fiestas y…

—Muchas gracias —le interrumpió Iris sin mirarle—. Muchas gracias…

Le tendió la mano, distraída, y le vio alejarse.

Ayer por la noche, Philippe había vuelto a dormir con ella. Había dicho simplemente: «Creo que Alexandre está preocupado, no es bueno para él que nos vea dormir separados».

El silencio puede ser signo de una gran alegría para la que no se encuentran palabras. A veces es también una forma de demostrar desprecio. Es lo que había sentido Iris la víspera. El desprecio de Philippe, por primera vez en su vida.

Vio el sombrero escocés doblar la esquina de la calle y se dijo que necesitaba reconquistar la estima de su marido a cualquier precio.

* * *

Eran las seis y media cuando Joséphine y Shirley salieron de la peluquería. Shirley agarró a Jo del brazo y la forzó a mirarse en el escaparate de una tienda Conforama, iluminado por un gran neón rojo que desplegaba las letras de la marca de muebles.

—¿Quieres que compre una cama o un armario? —preguntó Joséphine.

—Quiero que veas lo guapa que estás.

Joséphine miró el reflejo que le devolvía el escaparate y tuvo que reconocer que no estaba nada mal. La peluquera le había dado más luminosidad a su pelo, que tenía un aspecto más joven. Inmediatamente pensó en el hombre de la parka y se dijo que quizás, si volvía a la biblioteca, la invitaría a tomar un café.

—Es verdad… has tenido una buena idea. No voy nunca a la peluquería. Es tirar el dinero…

E inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado esas palabras, pues el espectro del dinero que le iba a faltar la cogió por la garganta y la hizo estremecerse.

—¿Y yo? ¿Qué te parezco? —dijo Shirley girando sobre sí misma y retocándose sus rizos platino.

Había levantado el cuello de su largo abrigo y giraba con los brazos en corola y la cabeza vuelta como una bailarina graciosa y frágil.

—Oh, yo siempre te encuentro guapa. Bella hasta seducir a todos los santos del calendario —respondió Jo para alejar de su mente el espectro de la bancarrota.

Shirley se echó a reír y entonó un viejo éxito de Queen, dando saltos por la calle: «
We are the champions, my friend, we are the champions of the world… We are the champions, we are the champions!».
Se puso a bailar por las calles desiertas, rodeadas de edificios grises y fríos. Saltaba con sus largas piernas, rebotando, dislocando sus caderas, simulaba tocar una guitarra eléctrica y expresaba cantando su alegría por haber embellecido a Joséphine.

—De ahora en adelante, te pago la peluquería una vez al mes.

Una ráfaga de viento helado vino a interrumpir su número musical. Cogió el brazo de Jo para entrar en calor. Caminaron un rato sin decir nada. Había anochecido y los pocos peatones con los que se cruzaban avanzaban a ciegas, la cabeza gacha, con prisas por llegar a sus casas.

—No es esta noche cuando podrás comprobar si gustas —murmuró Shirley—, todos van mirándose los zapatos.

—¿Crees que el hombre de la parka me va a mirar? —preguntó Jo.

—Si no te ve, es que tiene los ojos llenos de mierda.

Había contestado con un tono tan categórico que Joséphine se sintió henchida de felicidad. ¿Es posible que me haya vuelto guapa? Se preguntó buscando un escaparate para contemplarse.

Estrechó el brazo de su amiga contra ella. Y, ya que por primera vez en su vida se sentía guapa, encontró valor.

—Dime Shirley… ¿puedo hacerte una pregunta? Una pregunta un poco personal. Si no quieres responderme, no lo hagas…

—Venga, suéltalo.

—Es algo indiscreto, te aviso. No quiero que te enfades.


Oh, Joséphine, come on.

—Bueno, entonces, me lanzo. ¿Por qué no hay un hombre en tu vida?

Apenas hizo la pregunta, se arrepintió. Shirley retiró su brazo de un golpe seco y se ensombreció. Dio un salto a un lado y continuó avanzando a grandes zancadas, distanciándose rápidamente de Jo.

Joséphine se vio obligada a correr para alcanzarla.

—Lo siento, Shirley, lo siento… no debía, pero, entiéndelo, eres tan hermosa, y al verte siempre sola, yo…

—Hace tiempo que temo que me hagas esa pregunta.

—No estás obligada a responderme, te lo aseguro.

—¡Y no te responderé! ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Una nueva ráfaga de viento las golpeó en pleno rostro y se estremecieron a la vez, juntándose la una contra la otra.

—Es siniestro —protestó Shirley—. Se diría que hoy es el día del juicio final.

Joséphine se forzó a reír para disipar el malestar entre ellas.

—Tienes razón. Podrían poner algo más de iluminación por aquí, ¿no? Habría que quejarse al ayuntamiento…

Decía cualquier cosa para cambiar el humor de su amiga.

—Otra pregunta pues… Más anodina.

Shirley gruñó algo que Joséphine no entendió.

—¿Por qué llevas el pelo tan corto?

—Tampoco voy a responderte.

—Ah… Esa no era una pregunta indiscreta.

—No, pero tiene una relación directa con tu primera pregunta.

—Oh. Lo siento… Me callo.

—Si es para hacer otras preguntas así, será lo mejor.

Continuaron caminando en silencio. Joséphine se mordía la lengua. Siempre es así, cuando mejor se siente uno, se envalentona y suelta una tontería. Hubiera hecho mejor callándome.

Perdida en sus pensamientos, no vio que Shirley se había parado y chocó contra ella.

—¿Quieres que te diga una cosa, Jo? Sólo una…
I give you a hint…

Jo asintió con la cabeza, agradecida de que Shirley no estuviese enfadada.

—El pelo largo y rubio trae mala suerte. Arréglatelas con eso.

Y retomó su marcha en solitario.

Joséphine la siguió, dejándola caminar unos metros por delante. El pelo largo y rubio trae mala suerte. ¿Había traído mala suerte a Shirley? La imaginó adolescente con una larga cabellera rubia y todos los chicos de su pueblo espiándola, siguiéndola, acosándola. Su larga cabellera rubia flotaba al viento como un estandarte que provocaba avidez, deseo. Se lo había cortado.

Fue entonces cuando, sin que los hubiesen visto llegar, surgieron tres chicos que se lanzaron sobre ellas y les arrancaron los bolsos. Jo recibió un violento puñetazo y gimió, llevándose la mano a la nariz que le parecía que sangraba. Shirley vociferó una retahíla de insultos en inglés y fue en su persecución. Jo asistió, atónita, a la paliza que les dio Shirley. Sola contra tres. En una tormenta de empujones, patadas y puñetazos, los tiró al suelo lanzando sobre ellos una violencia inusitada. Uno de los tres blandió un cuchillo y Shirley, golpeándole con todas sus fuerzas con la punta del pie, lo envió lejos.

—¿Tenéis suficiente o queréis más? —les amenazó agachándose para recuperar sus bolsos.

Los tres chicos se sujetaban las costillas y se retorcían por el suelo.

—Me has roto un diente, hija de puta —le lanzó el más fanfarrón.

—¿Sólo uno? —respondió Shirley soltándole una nueva patada en la boca.

El chico lanzó un grito y se hizo una bola para protegerse. Los otros dos se levantaron y huyeron, corriendo como si les persiguiese el diablo. El que quedó en el suelo gemía. Se puso a arrastrarse sobre los codos. «¡Puta, jodida puta!», balbuceó al constatar que escupía sangre. Shirley se agachó, le agarró por el cuello de su cazadora y, forzándole a permanecer a cuatro patas, le desnudó por completo. Le arrancó la ropa como si desnudara a un niño. Hasta que quedó en slip y calcetines, de cuclillas, en medio de la explanada. Le arrancó una placa de metal que tenía colgada al cuello y le ordenó que la mirara directamente a los ojos.

—Ahora, gilipollas, me vas a escuchar. ¿Por qué nos has atacado? Porque somos dos mujeres solas, ¿verdad?

—Pero, señora. No ha sido idea mía, ha sido mi colega, que…

—¡Cagón, cobarde, debería darte vergüenza!

—Devuélvame mi placa, señora, devuélvamela…

—¿Nos habrías devuelto tú los bolsos, eh? ¡Responde!

Le golpeó la cabeza contra el suelo. Gritó, prometió que no lo haría nunca más, que nunca tocaría a una mujer sola. Se retorcía, desnudo y blanco, sobre el suelo negro.

Shirley, manteniendo la presión sobre el chico en el suelo, se acercó a una alcantarilla y dejó caer la placa de metal. Se escuchó el ruido sordo de la placa rebotando en el fondo del respiradero. El chico soltó un insulto, y Shirley le dio un nuevo golpe en la nuca, esta vez con el codo. Doblado en dos por el dolor, eligió no resistirse más y se tumbó en el suelo.

—Ya ves, acabo de hacer contigo aproximadamente lo que tú nos has hecho antes. Tu placa se ha perdido. Así que lárgate y piénsatelo. ¿Has entendido, gilipollas?

El chico, con el brazo todavía levantado para protegerse, se puso en pie titubeando, hizo un gesto para recoger su ropa, pero Shirley sacudió la cabeza.

—Te vas a largar así, en slip y calcetines. Vamos, gilipollas.

Se fue sin protestar. Shirley esperó a que hubiese desaparecido. Hizo una bola con su ropa y la tiró en un contenedor de obra. Después se arregló, estiró su pantalón, se colocó el abrigo y lanzó una última palabrota en inglés.

Joséphine la miraba fijamente, estupefacta por la demostración de violencia a la que acababa de asistir. Estaba sin aliento. Dirigió una mirada muda a Shirley, que se encogió de hombros y soltó:

—Esto también forma parte del hecho de que no tenga novio. ¡Segunda pista!

Se acercó a Jo, observó su nariz que sangraba, sacó un pañuelo del bolsillo y se la taponó. Joséphine hizo una mueca de dolor.

—Está bien —dijo Shirley—. No está rota. ¡Sólo un golpetazo! Mañana va a ponerse de todos los colores. Dirás que te has golpeado contra la puerta de cristal de la peluquería al salir. Ni una palabra a los niños esta noche, ¿de acuerdo?

Joséphine asintió. Le hubiese gustado preguntarle a Shirley dónde había aprendido a pelear, pero ya no se atrevía a hacer ninguna pregunta.

Shirley abrió su bolso y verificó que no faltaba nada.

—¿Lo tienes todo?

—Sí…

—¡Vamos!

La cogió del brazo y la forzó a avanzar. A Joséphine le temblaban las rodillas y pidió pararse para recobrar el aliento.

—Es normal —dijo Shirley—. Es tu primera pelea. Después te acostumbras. ¿Te sientes capaz de hacer frente a los niños sin decir nada?

—Me bebería una copita. La cabeza me da vueltas.

En la entrada del edificio, vieron a Max Barthillet sentado en los escalones al lado del ascensor.

—No tengo llave y mi madre no ha vuelto…

—Déjale una nota, dile que la estás esperando en mi casa. —decidió Shirley con un tono tan autoritario que el chico asintió—. ¿Tienes algo con lo que escribir?

Le contestó que sí enseñándole la cartera. Y subió a pie los dos pisos para dejar una nota en su puerta.

Jo y Shirley tomaron el ascensor.

—¡No tengo regalo para él! —dijo Jo mirándose la nariz en el espejo del ascensor—. Jolines, estoy desfigurada.

—Joséphine, ¡cuándo dirás joder como todo el mundo! Le daré un billete en un sobre, es lo que más necesitan los Barthillet en este momento.

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