Los ojos amarillos de los cocodrilos (53 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Corrió a llamar a la puerta de Ginette y René. Estaban terminándose el desayuno cuando la vieron llegar como un tornado. Le costó esperar a que René se levantara para marcharse al almacén y después, una vez que se había ido, tiró a Ginette de la manga y le confió:

—¡Ya está! El pequeño está aquí…

Le señalaba con el dedo su vientre plano.

—¿Estás segura? —preguntó Ginette con los ojos abiertos como platos.

—Acabo de hacer el test: ¡po-si-ti-vo!

—Sabes que hay que hacer otro en el médico porque, a veces, da positivo pero, en realidad, no estás embarazada.

—¡Ah! —dijo Josiane decepcionada.

—Sólo pasa una vez de cada mil… Pero, bueno, es mejor estar segura.

—Yo ya lo siento dentro. No necesita llamarme por teléfono, sé que está aquí. Mira mis senos: ¿no están más grandes?

Ginette sonrió.

—¿Se lo vas a decir a Marcel?

—¿Crees que debería esperar a estar segura?

—No lo sé…

—De acuerdo, esperaré. Va a ser duro. Me va a costar esconder mi alegría.

Un bebé, un niño Jesús, ¡un querubín al que mimar! ¡Ay! No le faltarán besos, voy a quererle como a mí misma. Toda su vida la pasará entre algodones y ¿gracias a quién? ¡A mí! Ante la idea de tener pronto a su bebé entre los brazos, volvió a llorar a moco tendido y Ginette tuvo que cogerla entre sus brazos para calmarla.

—¡Vamos, chica, relájate! Es una buena noticia, ¿no?

—Estoy emocionada, no puedes hacerte idea. Siento que me tiembla todo el cuerpo. Creí que no llegaría nunca hasta tu casa. Y, sin embargo, no está lejos. Ya no sentía las piernas, se habían convertido en gelatina. Qué quieres: desde el tiempo que hace que le esperamos, ya había perdido la esperanza.

De pronto, sintió una angustia y se agarró a la mesa.

—¡Ojalá no se pierda! Dicen que hasta los tres meses puede soltarse. ¿Te imaginas la pena de Marcel si rompiese su huevo?

—No te pongas a repintar el rosa en negro. Estás embarazada, y eso es una buena noticia.

Ginette levantó la cafetera y le sirvió un café.

—¿Quieres una tostada? Ahora vas a tener que comer por dos.

—¡Estoy dispuesta a comer por cuatro para que esté bien regordete! ¡Pronto cumpliré cuarenta! ¿Te das cuenta? ¿No es un milagro?

Se llevó la mano al pecho para calmar su corazón, que galopaba.

—Bueno… Vas a tener que calmarte, porque te quedan aún ocho meses de espera y, si continúas llorando así, se te van a poner los ojos como anchoas.

—Tienes razón. Pero sienta tan bien llorar de alegría, no me sucede muy a menudo, te lo juro.

Ginette sonrió emocionada y le acarició el brazo.

—Lo sé, Josiane, lo sé… ahora va a empezar lo mejor de tu vida; ya verás lo que te va a mimar tu Marcel.

—Esto, estate segura, le va a alegrar. Voy a tener, incluso, que andarme con cuidado al anunciárselo, porque puede que le dé un ataque al corazón.

—Con todo el deporte que está haciendo, ahora su corazón está fuerte. Venga, vete a currar e intenta tener la boca cerrada unos días…

—Voy a tener que hacerme un nudo en la lengua.

Volvió a su despacho, se empolvó la nariz y acababa de guardar su polvera cuando escuchó el ruido de los pasos de Henriette Grobz en la escalera. Menuda forma de caminar que tiene esa. Golpeando el enlosado. Debe de tener las rodillas gastadas de frotarlas la una contra la otra.

—Buenos días, Josiane —soltó Henriette mirando a la secretaria de su marido con un gesto más amable que el acostumbrado—. ¿Qué tal está?

—Buenos días, señora —respondió Josiane.

Qué vendrá esta a hacer al despacho al amanecer, la señora del sombrero. ¿Y esa voz aterciopelada, qué está escondiendo? Tiene un favor que pedirme, eso seguro.

—Querida Josiane —empezó a decir Henriette con voz dubitativa—, quería pedirle una cosa, pero me gustaría que quedase estrictamente entre nosotras, que mi marido no lo supiese. Podría molestarse si supiera que no cuento con él en un asunto concerniente a su
business…

A
Henriette Grobz le gustaba salpicar sus frases con palabras en inglés. Le parecía que sonaba chic.

—Sabe usted, a los hombres no les gusta que seamos más clarividentes que ellos y, ahí, tengo la impresión de que mi marido se ha perdido un poco y…

Estaba buscando las palabras. No debe de tenerlo muy claro, se dijo Josiane, en otro caso no aparentaría ser amable. Tiene un favor que pedirme y da vueltas al poste como una gallina ciega.

—No me molesta usted —dijo Josiane, observando la calidad del bolso de Henriette.

Seguro que no es de plástico. Sólo compra cocodrilo, la vieja bruja. Le sienta bien, seguro que se comería a su propia hija si hiciese falta.

Henriette sacó una foto de su bolso y se la presentó a Josiane.

—¿Conoce usted a esta mujer? ¿La ha visto ya en la oficina?

Josiane echó un vistazo a la joven morena de pecho exuberante, que Henriette Grobz acababa de ponerle debajo de sus narices, y sacudió la cabeza negativamente.

—Así de entrada, no… Nunca la he visto por aquí.

—¿Está usted segura? —preguntó Henriette—. Obsérvela más de cerca.

Josiane cogió la foto entre sus manos y su corazón le dio un vuelco. En efecto, había sido un poco rápida al juzgar. Al lado de la bella morena, un poco oculto, se encontraba Marcel, distendido y beato, con el brazo en torno a la cintura de la desconocida. ¡No había duda! Era él. Reconoció el sello de Marcel, el anillo que se había regalado para festejar sus primeros mil millones. Un monumento al mal gusto: enorme, con un rubí plantado en el centro de un lazo dorado que dibujaba sus iniciales. Estaba muy orgulloso de él. Lo toqueteaba todo el tiempo, haciéndolo girar. Decía que le ayudaba a pensar.

Henriette percibió el cambio de actitud de Josiane y preguntó:

—¡Ah! La ha reconocido usted, verdad.

—Es que… ¿Me permite que haga una fotocopia?

—Hágala, querida… Pero no la enseñe por ahí. Sé que el señor Grobz está en Shanghái, pero no me gustaría que la viese a su regreso.

Josiane se levantó y fue a colocar la foto bajo la tapa de la fotocopiadora. Aprovechando que Henriette le daba la espalda, volvió la foto y descubrió un corazón bien dibujado y, con la letra de Marcel, las palabras «Natacha, Natacha, Natacha». Sin duda era él. No se equivocaba. Tragó saliva y pensó rápidamente que era importante que Henriette Grobz no se diese cuenta de su turbación.

—Voy a mirar en el fichero porque creo haber visto a esa mujer, una vez, en esta oficina… Con su marido…

Henriette Grobz la animaba a hablar con pequeños gestos con la cabeza. Aspiraba cada palabra de Josiane inclinando su sombrero.

—Su nombre… Su nombre… No lo recuerdo muy bien… El la llamaba Tacha, Tacha no sé qué…

—¿Natacha? ¿Podría ser eso?

—¡Claro! Natacha…

—Su apellido no lo sé. Pero mucho me temo que sea una espía que la competencia ha enviado a Grobz para turbarle y robarle algunos secretos de fabricación. Es tan tontorrón que le engañarían como a un niño. Una chica guapa y pierde la cabeza.

Eso es, pensó Josiane, aguantándose la cólera, los tienes de corbata por si él te deja por esa zorra y te inventas la historia de la espía venida del Este. ¡Una lianta que vendría del frío!

—Escuche, señora Grobz, voy a verificar en mi fichero y si encuentro alguna información que pueda interesarle, la avisaré…

—Gracias, querida Josiane, es usted muy amable.

—Es normal, señora, después de todo, estoy a su servicio.

Josiane sonrió de la manera más obsequiosa posible y la acompañó hasta la puerta.

—Dígame, querida Josiane, no le dirá usted nada, ¿verdad?

—No tema usted. Sé guardar los secretos.

—Es usted muy amable.

Pues bien, voy a ser un poco menos amable cuando él vuelva, se prometió Josiane volviendo a sentarse. Ya puede presentarse aquí, con la jeta enharinada, vivaracho, dentro de su chándal, que el rey del embuste no va a sentirse decepcionado.

Plantó la punta de su bolígrafo sobre el rostro de la hermosa Natacha y le agujereó los ojos.

* * *

—Párate aquí —ordenó Hortense apuntando con el dedo la esquina de la calle.

—Si quieres…

—¿Quieres que sigamos viéndonos o no?

—Qué tonta eres, estaba bromeando…

—Si mi madre o Zoé me ven contigo, se acabó lo que se daba.

—Pero si no me conoce, no me ha visto nunca.

—Me conoce a mí. Y lo entenderá todo enseguida. Es retrasada, pero sabe sumar dos y dos.

Chaval aparcó y apagó el contacto. Pasó un brazo alrededor de los hombros de Hortense y la atrajo hacia él.

—Bésame.

Ella le dio un rápido beso e intentó abrir la puerta.

—¡Bésame mejor!

—¡Qué plasta eres!

—Oye… No decías eso hace un rato cuando yo le daba a la tarjeta de crédito.

—Eso era hace un rato.

El metió una mano debajo de su camiseta, buscando atrapar un seno.

—Para, Chaval, para.

—Te recuerdo que tengo un nombre. Detesto que me llames Chaval.

—Es tu apellido. ¿No te gusta?

—Me gustaría que fueses un poco más dulce, un poco más tierna…

—Lo siento, tío, eso no me va.

—¿Y qué es lo que te va, Hortense? No me das nada, ni un gramo de tu personita…

—Si no estás contento, lo dejamos. Yo no te he pedido nada, ¡has sido tú el que ha venido a buscarme! Tú el que me sigues por todas partes como un perrito faldero.

El hundió su rostro en sus largos cabellos, respiró el olor de su piel, de su perfume, y murmuró:

—Me vuelves loco. No es culpa mía. Por favor, no seas mala… Te deseo tanto. Te compraré todo lo que quieras.

Hortense miró al cielo. ¡Qué pesado era el tío! ¡Va a conseguir, incluso, que me harte de ir de compras!

—Son las siete y media, tengo que volver.

—¿Cuándo nos vemos?

—No lo sé. Voy a intentar inventarme algo para el sábado por la noche, pero no quiere decir que funcione…

—Tengo dos invitaciones para un pase Galiano el viernes por la noche. ¿Te apetece?

—¿John Galiano?

Hortense abrió los ojos como platillos volantes.


Himself!
Si quieres, te llevo.

—De acuerdo. Me inventaré algo.

—Pero tienes que ser muy muy buena conmigo…

Hortense suspiró y se estiró en un movimiento de gata aburrida:

—¡Siempre con condiciones! Si te crees que con eso me presionas…

—Hortense, hace tres meses que me das largas. La paciencia tiene sus límites.

—Yo no tengo ningún límite, figúrate. Es parte de mi encanto y por lo que te interesas por mí.

Chaval posó las manos sobre el volante de su descapotable Alfa Romeo y gruñó:

—Estoy harto de que juegues a las vírgenes asustadas.

—Me acostaré contigo cuando decida que quiero y, por el momento, no quiero para nada. ¿Está claro?

—Por lo menos, tienes el mérito de ser directa.

Ella abrió la puerta, exhibió una larga pierna nerviosa y fina, que posó delicadamente sobre la acera, y, subiéndose la falda hasta la ingle, dibujó su mayor sonrisa para decirle adiós.

—¿Nos llamamos?

—Nos llamamos.

Cogió el gran bolso blanco marca Colette del asiento trasero y salió. Avanzaba paseándose como una modelo sobre la pasarela y la vio alejarse soltando un insulto. ¡La muy puta! ¡Le estaba volviendo loco! Sólo con sentir sus labios suaves y elásticos sobre los suyos le hervía la sangre. Y su lengüecita bailoteando entre sus labios… Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Se la ponía dura como un asno y le toreaba como a una vaquilla. Ya no puedo más, ¡a esa me la tengo que pasar por la piedra!

La historia duraba desde el mes de junio. Y desde el mes de junio, ella seguía dándole esperanzas: pasar una noche entera con ella, dejar que la desnudase suavemente, acariciarla… Había pasado todos los fines de semana de julio en Deauville por ella. Le había pagado todos sus caprichos, invitado a todos sus amigos, y el juego del ratón y el gato había continuado en París. Cuando creía tenerla, se escapaba con un corte de manga. Se amonestó: gilipollas, el rey de los gilipollas, se está quedando contigo, eso es. Tocándote la mandolina cuando se trata de pasar por caja. ¿Qué has obtenido de ella? ¡Nada! Aparte de besitos en la boca y dos o tres magreos. En cuanto mi mano baja demasiado, empieza a protestar en plan talibán. Le gusta mostrarse conmigo en los restaurantes de moda, desvalijar tiendas, comer helados, tumbarse en la butaca del cine, pero lo demás, ¡puerta blindada! Un poco escaso como recompensa. Si a eso le añado la ropa que me hace comprar, los móviles que le gusta dejarse por ahí, los aparatos de los que se cansa y tira a la papelera porque no tiene ganas de leerse las instrucciones, ¡estoy invirtiendo a fondo perdido! Ninguna chica me ha tratado antes así. ¡Ninguna! Normalmente me lamen la suela de las botas. Ella, ella se limpia los zapatos con el bajo de mis pantalones, me mancha los asientos del coche de carmín, deja su chicle pegado en la guantera y da golpes sobre el capó con su bolso Dior cuando no está contenta.

Se miró en el retrovisor y se preguntó qué había hecho para merecer eso. No eres el hijo de Frankenstein, no hueles a moho, tienes sangre en las venas y ella ni siquiera te mira. Suspiró y arrancó el motor.

Como si hubiese seguido el curso de sus pensamientos, Hortense se volvió y, antes de desaparecer por la esquina de la calle, le lanzó un beso balanceando un grueso mechón de su pelo. Él respondió con un fogonazo de sus faros y desapareció imprimiendo su furia con la goma de sus ruedas.

¡Qué fácil es manejar a los tíos! ¡La estupidez del deseo erótico! ¡La tiranía del sentimiento! Penetran en ella como en una cueva amenazante y después presumen de ello. Hasta los viejos como Chaval. Mendiga mi placer, tiembla, implora. Y, sin embargo, ya tiene treinta y cinco años, pensó Hortense. Debería tener experiencia. Pues bien, nada de eso. Se funde como un hielo al sol. Bastaba con que ella le prometiese un vago placer o con que se subiese un poco la falda sobre los muslos para que empezase a ronronear como un viejo verde desdentado. ¿Me voy a acostar con él o no? No tengo muchas ganas, pero corro el riesgo de que se canse. Y entonces habría que cerrar el chiringuito. Me gustaría hacerlo con un poco de romanticismo. Sobre todo, la primera vez. Con Chaval corro el riesgo de que sea puramente mercantil. Y, además, es tan pegajoso, no son nada sexy las lapas.

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