Los ojos amarillos de los cocodrilos (52 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Dejó caer, por fin, las largas tijeras y proclamó triunfante:

—Señoras y señores, Iris Dupin acaba de probar que ficción y realidad son sólo una, pues…

Se detuvo ante la salva de aplausos que se elevaba hacia él, liberando la angustia de todos los que habían asistido, atónitos, a la escena.

—Pues, en su libro, Iris Dupin habla de una joven mujer, Florine, quien, para escapar del matrimonio, ¡se afeita la cabeza! Lo publica ediciones Serrurier, el libro se llama
Una reina tan humilde
y es la historia de… ¿Hago yo el resumen o lo hace usted?

Iris se inclinó diciendo:

—Lo hará usted muy bien, ha comprendido perfectamente a mi protagonista…

Se pasó la mano por el pelo y sonrió. Luminosa y serena. Qué importancia tienen unos centímetros menos de pelo. Mañana el libro será un bombazo, mañana todas las librerías de Francia suplicarán al editor que les envíe inmediatamente miles y miles de ejemplares de
Una reina tan humilde
, sólo me queda subrayar que no se trata de la historia de una reina de Francia, sino de una reina de corazones. El editor le había recomendado que, sobre todo, no olvidara ese detalle. No se fueran a imaginar que se trataba de un relato histórico, déjeles bien claro que es como la imagen de un tapiz, varios hilos y varias historias unidas a la Historia con mayúscula y que nos traslada al siglo XII, a los tiempos oscuros de los castillos y, a partir de ahí, puede añadir detalles, expresiones, algo de sexo, de emoción… Puede sonrojarse, soltar alguna lágrima, hablar de Dios, está muy bien hablar de Dios en este momento, del Dios de nuestros ancestros, de la Francia de entonces, de la ley de Dios, de la ley de los hombres, en fin, confío en usted, ¡estará usted magistral! No había previsto que ella se dejaría cortar el pelo en directo. Iris saboreaba su triunfo, la expresión humilde, los ojos bajos, concentrada en la historia que desgranaba el presentador.

Ya que esto es un circo, ya que estoy en la arena, mejor ser la reina del circo, pensó escuchando distraídamente al presentador. Un último recordatorio del título del libro, del editor, una última vez su nombre ovacionado por el aforo, que se levantó como los romanos en los juegos del Coliseo. Iris se inclinó para dar las gracias, descendió de la silla en la que estaba encaramada y volvió a los pasillos del plato.

La jefa de prensa, al teléfono, levantó el pulgar radiante. ¡Victoria!

—¡Hemos ganado, querida! Has estado magnífica, heroica, divina —añadió cerrando la mano sobre su móvil—, están llamando todos, los periódicos, las radios, las otras cadenas, ¡te quieren, están como locos, hemos ganado!

* * *

En el salón de Shirley, reunidos en torno a la televisión, Joséphine, Hortense, Zoé y Gary miran el programa.

—¿Estás segura de que esa es Iris? —preguntó Zoé con vocecita inquieta.

—Pues… sí.

—¿Por qué ha hecho eso?

—Para vender —contestó Hortense—. ¡Y va a vender! ¡No se va a hablar más que de ella! ¡Qué golpe de efecto!

—¿Crees que estaba premeditado? ¿Que habían organizado todo con el periodista? —preguntó a Shirley.

—A tu tía la creo capaz de todo. Pero, aquí, debo confesar que me he quedado de piedra.


She knocks me down too!
[7]
—balbuceó Gary—. Es la primera vez que veo eso en la tele. Quiero decir no en una película, porque lo de Juana de Arco ya lo he visto, pero, bueno, era una actriz y llevaba peluca.

—¿Quieres decir que se ha quedado sin pelo de verdad? —se asustó Zoé al borde de las lágrimas.

—Creo que sí.

Zoé miró a su madre, que no había dicho nada.

—Pero eso es horrible, mamá, es horrible. ¡Nunca escribiré un libro y nunca iré a la tele!

—Tienes razón, es horrible… —consiguió decir Joséphine antes de salir corriendo al baño de Shirley para vomitar.

—Fin de la película y hasta la próxima —lanzó Shirley apagando la tele—. Pues, en mi opinión, esto no ha hecho más que comenzar.

Escucharon la cadena del váter en el baño y Joséphine volvió, lívida, secándose la boca con el reverso de la mano.

—¿Por qué se ha puesto mala mamá? —susurró Zoé a Shirley.

—De ver a tu tía actuar así. Vamos, poned la mesa, que voy a sacar mi pollo de corral, que ya debe de estar dorándose en el horno. Menos mal que ha salido la primera, si no se habría carbonizado.

Gary se levantó el primero y su metro noventa y dos se desplegó de golpe. Joséphine no conseguía acostumbrarse. No lo había reconocido cuando volvió en septiembre. Lo había visto de espaldas en el portal del edificio y había pensado que era un nuevo inquilino. Había crecido aún más y le sacaba a su madre una cabeza y media. También se había fortalecido. Sus hombros parecían estallar dentro de su camisa de cuadros abierta sobre una camiseta negra, donde podía leerse
«Fuck Bush».
Ya no había nada del adolescente del que se había despedido a principios de julio. Su media melena de pelo negro encuadraba su rostro y subrayaba el verde de sus ojos, sus dientes eran blancos y bien alineados. Una ligera barba marcaba su mentón. Su voz había mudado. ¡Casi diecisiete años! Se había convertido en un hombre, pero conservaba aún, por momentos, la gracia torpe del adolescente que surgía en una sonrisa, en una forma de meterse las manos en los bolsillos o de balancearse con los pies. Unos meses más y pasaría definitivamente al lado de los adultos, había pensado ella observando cómo se movía. Tiene una clase innata, se desplaza con elegancia, quizás sea verdaderamente
«royal»
, después de todo.

—No sé si voy a poder comer algo —dijo Joséphine sentándose a la mesa.

Shirley se inclinó y susurró al oído de Jo «¡serénate, se van a preguntar por qué te pones en ese estado!».

Shirley le había contado a Gary el secreto de Joséphine. «¡Pero no se lo digas a nadie!». «Te lo juro», había respondido él. Podía confiar en él: sabía guardar un secreto.

Habían pasado un verano magnífico juntos. Dos semanas en Londres y cuatro en Escocia, en una casa solariega que les había prestado un amigo. Habían cazado, pescado, dado largos paseos por las verdes colinas. Gary pasaba todas las veladas con Emma, una chica que trabajaba durante la jornada en el pub del pueblo. Una noche, él había vuelto y le había dicho a su madre «I
did it»
con una sonrisa de bestia saciada. Habían brindado por la nueva vida de Gary. «La primera vez —había dicho Shirley-no es gran cosa, pero, ya verás, ¡cada vez será mejor!». «No estuvo mal. Con el tiempo que llevaba muerto de ganas… Sabes, es curioso, pero ahora tengo la impresión de estar en igualdad con mi padre». Había estado a punto de añadir: «Háblame de él», pero ella había visto morir la pregunta entre sus labios. Todas las noches iba a encontrarse con Emma, que vivía en una pequeña habitación encima de la taberna. Shirley encendía el fuego en la gran sala de armas y, acurrucada sobre el sofá situado frente al hogar, cogía un libro. A veces, se citaba con el hombre. Había venido a pasar dos o tres fines de semana con ella. Se encontraban en el ala oeste del castillo, cuando caía la noche. Nunca se había cruzado con Gary.

Miró a Gary, que terminaba de poner la mesa. Sorprendió a Hortense mirando a Gary y sonrió satisfecha. ¡Ja! Va a dejar de ser el perrito faldero de antaño.
Well done, my son!
[8]

Ha cambiado algo en Gary, se decía Hortense. Por supuesto, ha crecido, se ha desarrollado, pero hay otra cosa. Como si hubiese ganado una nueva autonomía. Como si ya no estuviese a mi merced. No me gusta que mis pretendientes me ignoren, pensó mientras tocaba su móvil hundido en el bolsillo de sus vaqueros.

Ella también ha cambiado, pensó Shirley mirándola. Es guapa y se ha vuelto peligrosa. Segrega una sensualidad turbia. Sólo Jo no se ha dado cuenta y continúa tratándola como a una niña pequeña. Regó el pollo con la salsa de la bandeja, constató que estaba bien hecho, bien dorado, y lo depositó sobre la mesa. Preguntó quién quería pechuga y quién quería muslo. Las niñas y Gary levantaron la mano para reclamar la pechuga.

—¿Nos quedamos los muslos para nosotras? —dijo Shirley a Jo, que contemplaba el pollo con cara de disgusto.

—Te doy mi parte —dijo Jo rechazando su plato.

—Mamá, tienes que comer —ordenó Zoé—. Has adelgazado demasiado, no está bien, sabes, has perdido tus hoyuelos.

—¿Has hecho el régimen de la señora Barthillet? —preguntó Shirley sirviendo los trozos de pechuga.

—He trabajado en agosto y no he comido mucho. Hacía tanto calor…

Y me he pasado el tiempo buscando a Luca en la biblioteca, consumiéndome esperándole, no podía tragar nada.

—¿No ha salido un poco pronto el libro? —preguntó Shirley.

—El editor prefirió jugar la carta de la
rentrée
literaria.

—Eso es que debía de estar muy seguro de la obra.

—¡O de ella! Y ahí está la prueba: tenía razón… —murmuró Jo.

—¿Tienes noticias de los Barthillet? —preguntó Shirley deseosa de cambiar de conversación.

—Ninguna, y lo llevo muy bien.

—Max no ha vuelto al instituto —suspiró Zoé.

—Mejor. Ejercía una influencia malísima sobre ti.

—No es un mal tío, Jo —intervino Gary—, sólo que está un poco colgado… Hay que decir que con los padres que tiene que aguantar, ¡no le ha tocado la lotería! Ahora se ocupa de las cabras de su padre. No debe de ser muy divertido. Tengo un colega que le conoce bien y que ha tenido noticias suyas. Ha dejado el colegio y se ha reconvertido al queso.
Good luck!

—Al menos está trabajando —dijo Hortense—. Es algo raro hoy en día. Yo me he matriculado en teatro. Eso me ayudará a enfrentarme a la vida…

—Como si te faltara seguridad en ti misma —rio Shirley—. ¡Yo de ti hubiese escogido más bien clases de humildad!

—¡Qué graciosa, Shirley! Haces que me muera de risa.

—Te estoy picando, querida…

—De hecho, mamá, tengo que suscribirme a algunas revistas para estar al corriente de las últimas tendencias. Ayer, fui con un amigo a Colette y es fantástico.

—No hay problema, cariño. Yo te haré la suscripción… ¿Qué es eso de «Colette»?

—Una tienda súper de moda. He visto una chaquetita de Prada preciosa. Un poco cara pero muy bonita… Evidentemente, aquí sería demasiado vistosa, pero cuando vivamos en París, será perfecta.

Shirley soltó su hueso de pollo y se giró hacia Jo.

—¿Vais a mudaros?

—Hortense tiene muchas ganas y…

—¡Yo no quiero ir a París! —gruñó Zoé—. Pero a mí no me piden opinión.

—¿Te irías de aquí? —preguntó Shirley.

—No hemos llegado a eso, Shirley. Tendría que ganar mucho dinero.

—Es posible que llegue ese momento mucho antes de lo que te crees —dijo Shirley, señalando el televisor apagado con el rabillo del ojo.

—¡Shirley! —protestó Joséphine para hacerla callar.

—Perdona… Es la emoción. Tú eres toda mi familia. Sois toda mi familia. Si os mudáis, os seguiré.

Zoé empezó a dar palmas.

—¡Sería magnífico! Viviríamos en un piso grande…

—No hemos llegado a eso —concluyó Joséphine—. Comed, niñas, se va a enfriar.

Saborearon el pollo en silencio. Shirley apuntó que era buena señal: les gustaba. Se lanzó entonces a dar una larga explicación sobre la compra de un buen pollo criado en granja, en qué marcas se podía confiar, lo que significaban, el tamaño de las jaulas, la calidad de la alimentación, y fue interrumpida por la música de un móvil.

Como nadie hizo un gesto para responder, Joséphine preguntó:

—¿Es el tuyo, Gary?

—No, lo he dejado en mi habitación.

—¿Es el tuyo, Shirley?

—No, no es mi música…

Joséphine se volvió entonces hacia Hortense, que terminó de comer lo que tenía en la boca, se limpió los labios con la punta de la servilleta y respondió con tono indiferente:

—Es el mío, mamá.

—¿Y desde cuándo tienes móvil?

—Me lo ha prestado un amigo. Tiene dos…

—¿Un amigo que te paga las llamadas?

—Sus padres. Están forrados.

—Ni hablar de eso. Vas a devolvérselo y te compraré uno…

—¿Para mí también? —imploró Zoé.

—No. Tú esperarás a tener trece años…

—¡Estoy harta de ser pequeña! ¡Estoy harta!

—Qué buena eres, mamá —intervino Hortense—, pero mientras tenga este, prefiero conservarlo… Ya veremos después.

—Hortense, ¡vas a devolverlo inmediatamente!

Hortense hizo una mueca y soltó «si eso es lo que quieres…».

Después se preguntó qué permitía a su madre ser tan generosa. Habría empezado una nueva traducción, quizás… Iba a tener que pedirle que le aumentara su paga. No era algo urgente. Por el momento, él le pagaba todo lo que ella quería, pero, el día en el que se cansase de él, estaría bien tener algo ahorrado.

* * *

De ese primero de octubre, Josiane se iba a acordar el resto de su vida.

El ruido de sus tacones sobre las losetas irregulares del patio resonaría mucho tiempo en su memoria. ¡Qué día! No sabía si reír o llorar.

Había llegado la primera al despacho, se había refugiado en los servicios y había hecho el test de embarazo que había comprado al pasar por la farmacia de la avenida Niel, en la esquina de la calle Rennequin. Tenía retraso: hacía diez días que tenía que haberle bajado la regla. Cada mañana se levantaba con aprensión, levantaba su camisón, separaba las piernas y contemplaba el trocito de algodón blanco de sus bragas. ¡Nada! Juntaba las manos y rezaba para que fuera «eso»: el pequeño Grobz con los patucos azules o rosas que le pondrían. Si eres tú, amor mío, ya verás, ¡te voy a hacer una casa preciosa!

Esa mañana, en los servicios del primer piso, esperó diez minutos, sentada en el trono, recitando todas las oraciones que conocía, rogando a Dios y a todos los santos, los ojos levantados al techo como si el cielo fuese a abrirse, después miró la ventanita del test: Bingo, Josiane, esta vez sí, ya está, el divino niño ha dejado su petate dentro de ti.

Fue una explosión de alegría. Una burbuja explotó en su pecho y la inundó de felicidad. Soltó un grito de triunfo, se alzó de un salto y levantó los brazos al cielo. Sobre sus mejillas corrieron gruesas lágrimas, volvió a sentarse sacudida por la emoción. Mamá, voy a ser mamá, repetía, abrazada a sí misma, los brazos estrechados contra sus hombros como si se acunase a sí misma. Mamá, yo, mamá… Los pequeños patucos rosas y azules bailaban bajo sus ojos entre una lluvia de lágrimas.

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