Los ojos amarillos de los cocodrilos (26 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

—No lo adivino… Sabes, con treinta y ocho años, no me queda más que hacer eso, casarme. Nadie me ha pedido en matrimonio. ¿Puedes creértelo? Y, sin embargo, he soñado con ello. Me dormía diciéndome que un día me lo pedirían y diría que sí. Por el anillo al dedo y por no estar nunca más sola. Para cenar los dos sobre un mantel de hule mientras nos contamos la jornada, para ponerse gotas en los ojos, para echar a suertes quién se quedaría con el currusco de la media baguette…

—No me escuchas, bomboncito. He dicho «mejor que eso».

—Entonces… me rindo.

—Mírame bomboncito. Mírame aquí, a los ojos.

Josiane le miró. Estaba serio como un papa bendiciendo al pueblo el día de Pascua.

—Ya te miro. A los ojos.

—Lo que voy a decirte es importante. ¡Muy importante!

—Te escucho…

—¿Me quieres, bomboncito?

—Te quiero, Marcel.

—Si me quieres, si me quieres de verdad, pruébamelo: dame un hijo, un hijo mío, al que daré mi nombre. Un pequeño Grobz…

—¿Puedes repetirlo, Marcel?

Marcel repitió, repitió y volvió a repetir. Ella le seguía la mirada como si las palabras desfilaran por una pantalla. Y que le costaba leer. Él añadió que estaba esperando a ese niño desde hacía siglos y siglos, que lo sabía ya todo sobre él, la forma de sus orejas, el color de su pelo, el tamaño de sus manos, los pliegues de sus pies, la blancura de sus nalgas, la delicadeza de sus uñas y la naricita que se arruga cuando toma el pecho.

Josiane oía sus palabras pero no las entendía.

—¿Puedo sentarme en el suelo, Marcel? Tengo las rodillas que me bailan.

Se dejó caer de golpe sobre sus nalgas y él vino a arrodillarse contra ella, contrayendo el rostro porque le dolían las rodillas.

—¿Qué me dices, bomboncito? ¿Qué me dices?

—¿Un bebé? ¿Un bebé nuestro?

—Eso es.

—Y ese bebé, ¿lo reconocerás? ¿Le darás sus derechos? ¿No será un bastardillo vergonzoso?

—Le sentaré a la mesa familiar. Llevará mi nombre: Marcel Júnior Grobz.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro por mis cojones.

Y se llevó la mano a los testículos.

—¿Ves? Te estás riendo de mí.

—¡No, al contrario! Como antiguamente. Para comprometerse de verdad, se juraba por los cojones. Testículos, testamento… fue Jo la que me enseñó eso.

—¿La estirada?

—No, la redondita. La buena. ¡Cuando se jura por los cojones es que es serio de verdad! ¡Y tanto! Que se conviertan en polvo si me desdigo. Y eso, bomboncito, no me gustaría.

Josiane comenzó a reír y después estalló en sollozos.

Demasiadas emociones para un solo día.

* * *

Una mano con garras rojas y aceradas se plantó en la de Iris, que soltó un grito y envió, sin volverse, un furioso codazo en las costillas de su contrincante que se retorció de dolor. ¡Pero bueno! Soltó Iris apretando los dientes, ¡no te fastidia! Yo estaba antes. Y este conjuntito de seda color crema orneado de cordoncillo marrón, que parece que se le ha antojado, es para mí. En realidad, no lo necesito, pero como a usted parece interesarle tanto, lo cojo. Y también cojo el mismo en rosa y en verde almendra, ya que insiste.

No podía ver a su contrincante: le daba la espalda en el furioso tumulto del que emanaban y se mezclaban mil brazos y mil piernas, pero ella no iba a darse por vencida y prosiguió su búsqueda, inclinada hacia adelante, con un brazo extendido y otro agarrado a su bolso para que no se lo arrancaran.

Se apoderó de los codiciados artículos, cerró sus dedos firmemente sobre sus presas y emprendió la tarea de salir de la masa enloquecida que intentaba atrapar artículos rebajados en el primer piso de Givenchy. Se arqueó, empujó, forcejeó, dio puñetazos, golpes de cadera, golpes de rodilla, para salir de la horda que amenazaba con aplastarla. La mano roja andaba aún por allí, intentando agarrar lo que el azar de los empujones dejaba a su merced. Iris la vio volver como un cangrejo obstinado. Entonces, con negligencia, calculando cuidadosamente su efecto, Iris se apoyó con todas sus fuerzas con el cierre de su pulsera y le arañó la piel. La odiosa soltó un grito de animal herido y retiró su mano precipitadamente.

—No, pero ¿qué hace? ¡Está usted completamente loca! —gimió la propietaria de la mano roja intentando identificar a su atacante.

Iris sonrió sin volverse. ¡Muy bien! La marca le durará bastante y tendrá que ponerse guantes, la Scarface de salón.

Se estiró, se separó del tumulto de grupas anónimas y, blandiendo su presa, se precipitó hacia la sección de zapatos donde, afortunadamente, estaban ordenados por número, lo que hacía la búsqueda algo menos peligrosa.

Atrapó, al vuelo, tres pares de escarpines de noche, un par de zapatos planos para la jornada, para caminar cómoda, y un par de botas de piel de cocodrilo negras. Un poco rock and roll pero no estaban nada mal… piel de buena calidad, se dijo introduciendo la mano en el interior de la bota. ¿Debería quizás ver si queda algún esmoquin a juego con estos botines? Se volvió y, percibiendo la horda rugiente de furias en acción, decidió que no. No merecía la pena el esfuerzo. Y, además, ¡tenía un armario lleno de ellos! ¡De Saint Laurent, además! Así que no valía la pena que la destriparan. Qué temibles son estas mujeres sueltas en la jungla de las rebajas. Habían esperado una hora y media bajo la fuerte lluvia, cada una de ellas apretando entre sus manos la preciosa tarjeta que les permitía el acceso al santuario de los santuarios, una semana antes de Navidad, en rebajas extremadamente privadas.
Happy feto
, cantidad limitada, grandes ocasiones, precios por los suelos. Un pequeño aperitivo antes de las auténticas rebajas de enero. Algo para abrirles el apetito, para hacerles la boca agua, para pasar las fiestas de Navidad pensando en las compras a efectuar durante el próximo encierro.

Además, no eran unas cualquiera, había pensado Iris viéndolas alineadas en la calle. Mujeres de empresarios, de banqueros, de políticos, periodistas, agregadas de prensa, modelos, una actriz. Todas tensas por la espera, plantadas sobre su recuadro de fino pavimento para que no les cogiesen su turno en la entrada. Parecía una procesión de comulgantes fervorosas: en sus ojos brillaban la voracidad, la avidez, el miedo a la pérdida, la angustia de dejar pasar el artículo que les cambiaría la vida. Iris conocía a la directora de la tienda y había subido directamente a la primera planta sin tener que esperar, lanzando una mirada piadosa a esas pobres fieles amontonadas bajo la lluvia.

Sonó su móvil pero no respondió. Ir de rebajas exigía una concentración extrema. Su mirada examinó con rayo láser los estantes, los bastidores y las cestas colocadas en el suelo. Creo que ya lo he visto todo, se dijo mordisqueándose el interior de sus mejillas. No me queda más que cosechar algunas bagatelas para mis regalos de Navidad y la cosa estará hecha.

Cogió, al paso, unos pendientes, brazaletes, gafas de sol, fulares, un peine de concha para el pelo, un monedero de terciopelo negro, un puñado de cinturones, guantes —a Carmen le vuelven loca los guantes—, y se presentó en la caja desmelenada y sin aliento.

—Haría falta un domador aquí —dijo a la vendedora riéndose—. ¡Con un látigo enorme! Y que soltara los leones de vez en cuando para hacer sitio.

La vendedora le devolvió una sonrisa educada. Iris depositó su pesca milagrosa sobre el mostrador y sacó su tarjeta de crédito con la que se abanicó colocando algunos de sus mechones en su sitio.

—¡Dios mío, qué aventura! ¡Creí que me mataban!

—Ocho mil cuatrocientos cuarenta euros —dijo la vendedora mientras empezaba a doblar los artículos dentro de grandes bolsas de papel blanco con las siglas de Givenchy.

Iris tendió su tarjeta.

El teléfono sonó de nuevo; Iris dudó pero lo dejó sonar.

Contó el número de bolsas que debería llevar y se sintió agotada. Por suerte había reservado un taxi para todo el día. Estaba esperándola en doble fila. Metería las bolsas en el maletero e iría a tomar un café en el café-restaurante de l'Alma para reponerse de sus emociones.

Al girar la cabeza, percibió a Caroline Viber terminando de pagar, la abogada Caroline Vibert, que trabajaba con Philippe. ¿Cómo ha podido conseguir esa una invitación?, se preguntó Iris dirigiéndola la más educada de sus sonrisas.

Intercambiaron suspiros de combatientes rendidas y blandieron cada una sus bolsas gigantes para consolarse. Después se hicieron una señal muda: ¿tomamos un café?

Pronto se encontraron en Francis, al abrigo de la masa furiosa.

—Se están volviendo peligrosas este tipo de expediciones. ¡La próxima vez me llevo un guardaespaldas que se abra paso con su Kalashnikov!

—A mí ha habido una que me ha arañado —exclamó Caroline—, me ha clavado la pulsera en la piel, mira…

Se quitó el guante e Iris, confusa, percibió, en el dorso de la mano, un largo y profundo arañazo del que aún brotaban algunas gotas de sangre.

—¡Esas mujeres están locas! ¡Se matarían por un trozo de trapo! —suspiró Iris.

—O, en mi caso, matarían a las otras. Y, además, ¿todo eso para qué? Tenemos los armarios llenos. No sabemos qué hacer con tanta ropa.

—Y cada vez que tenemos que salir, nos ponemos a llorar porque no tenemos nada que ponernos —prosiguió Iris echándose a reír.

—Afortunadamente, no todas las mujeres son como nosotras. Hablando de eso, he conocido a Joséphine este verano. ¡Menos mal que sé que sois hermanas! No salta a la vista.

—¿Ah sí, en la piscina de Courbevoie? —bromeó Iris haciendo una seña al camarero de que se tomaría otro café.

El camarero se acercó e Iris se volvió hacia él.

—¿Quieres algo? —preguntó a Caroline Vibert.

—Un zumo de naranja.

—Ah, buena idea. Dos zumos de naranja, por favor. Necesito vitaminas después de una expedición así. En fin, ¿qué hacías tú en la piscina de Courbevoie?

—Nada. Nunca he puesto los pies allí.

—¿No me habías dicho que habías visto a mi hermana este verano?

—Sí, en el despacho. Trabaja para nosotros. ¿No estás al corriente?

Iris fingió que se acordaba y se golpeó la frente.

—Ah, claro, por supuesto. Qué tonta soy.

—Philippe la ha contratado como traductora. Se las arregla muy bien. Ha trabajado para nosotros todo el verano. Y después la puse en contacto con un editor que le dio una biografía para traducir, la vida de Audrey Hepburn. Canta alabanzas por donde va. Un estilo elegante. Un trabajo impecable. Entregado puntualmente, sin una falta de ortografía, y bla bla bla. Además, no es cara. Ni siquiera pregunta antes cuánto la van a pagar. ¿Dónde se ha visto eso? No discute, toma su cheque y casi te besa los pies al salir. Una hormiguita humilde y silenciosa. ¿Os educaron juntas o creció en un convento? La imagino en las carmelitas.

Caroline Vibert empezó a reír. De pronto Iris sintió ganas de darle una lección.

—Es cierto que el trabajo bien hecho, la bondad, la modestia, hoy en día, son cada vez más difíciles de encontrar. Mi hermanita es así.

—¡Oh! No quería hablar mal de ella.

—No, pero hablas de ella como si fuese una retrasada mental.

—No quería molestarte, simplemente quería hacer una gracia.

Iris sonrió. No debía convertir a Caroline Vibert en su enemiga. Acababa de ser ascendida al puesto de asociada. Philippe hablaba de ella con consideración. Cuando tenía dudas sobre un asunto, era a Caroline a la que iba a preguntar. Me estimula las neuronas, decía con una sonrisa cansada, tiene una forma de escucharme, se diría que está tomando notas, asiente con la cabeza, encaja la información haciendo un par de preguntas y todo se vuelve claro. Y, además, ella me conoce tan bien… ¿Quizás Caroline Vibert sabía algo sobre Philippe? Iris retomó su voz dulce y decidió avanzar prudentemente sus peones.

—No, no importa. ¡No te preocupes! Quiero mucho a mi hermana, pero reconozco que, a veces, me parece completamente anticuada. Trabaja en el CNRS, sabes, y aquello es un mundo distinto.

—¿Os veis a menudo?

—En las reuniones familiares. Este año vamos a pasar juntas la Navidad en el chalet, por ejemplo.

—Eso le sentará bien a tu marido. Lo encuentro tenso últimamente. Hay momentos en los que está completamente ausente. El otro día entré en su despacho tras haber llamado varias veces, no me había oído, miraba los árboles por la ventana y…

—Trabaja demasiado.

—Una buena semana en Megève y estará en plena forma. Prohíbele que trabaje. Confíscale el ordenador y el móvil.

—Imposible —suspiró Iris—, duerme con ellos. ¡Incluso encima!

—Sólo es cansancio porque, con los casos, sigue estando muy activo. Es un animal de sangre fría. Es muy difícil saber lo que piensa en realidad, pero, al mismo tiempo, es fiel y recto. Y eso no puede decirse de todo el mundo en ese despacho.

—¿Han llegado nuevas rapaces? —preguntó Iris sujetando la rodaja de naranja para pelarla.

—Un chico nuevo con dientes afilados como espadas. El señor Bleuet. No hace honor a su nombre, te lo aseguro. Siempre pegado a Philippe para hacerse querer, meloso, amable. Pero sientes que, por detrás, está afilando el cuchillo. Sólo quiere ocuparse de los asuntos importantes…

Iris la cortó:

—Y a Philippe, ¿le gusta?

—Piensa que es eficaz, culto, experimentado. Le gusta su conversación. En resumen, le mira con ojos amorosos: normal, son los principios. Pero puedo decirte que yo, la barracuda, le he catado y le espero con mi arpón.

Iris sonrió y, con voz suave, añadió:

—¿Está casado?

—No. Tiene una amiguita que a veces viene a buscarle por las tardes. A menos que sea su hermana. No sabría decirte. Incluso a ella la trata de forma altiva. De todas formas, Philippe lo que quiere es que se trabaje. Exige resultados. Aunque… se ha humanizado desde hace algún tiempo. Es menos duro… La otra tarde le sorprendí en plena reunión soñando. Estábamos unos diez en el despacho, todos en tensión, discutiendo apasionadamente, esperando que él decidiese y… estaba en las nubes. Tenía un gran asunto entre sus manos, diez personas pendientes de sus labios y él estaba a la deriva, con el rostro preocupado, dolido. Había algo de decepción en su mirada… Es la primera vez en veinte años que trabajamos juntos que lo sorprendo así. Me llamó mucho la atención, yo que estoy acostumbrada al guerrero implacable.

—A mí nunca me ha parecido implacable.

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